«Una vida serena y… una muerte santa y buena».
Eso le pide José María Pemán al Cristo de la Buena Muerte y así se ha cumplido en nuestra buena Sor Josefa Tomás: Vida serena, sin ruidos, sin alborotos, en una suave monotonía del Seminario de la Casa Provincial. No necesita semblanza 7,or Josefa: todas la conocemos; todas sabemos de memoria que era la exquisitez personificada, una paloma sin hiel, un alma toda de Dios. Había nacido en Villanueva y Geltrú de una familia patriarcal, donde todo era orden y sana alegría en un cristianismo auténtico, que dio como fruto tres vocaciones Teresianas del P. Enrique de Ossó, amigo de la familia, y la de ella, que quiso ser Hija de la Caridad, y lo fue de cuerpo entero.
La destinaron al vestir el santo hábito a San Clemente (Cuenca), pero se le pusieron los ojos malos, vino a curarse y ya no volvió; se quedó en Madrid para siempre.
Sus tres grandes amores fueron las Hermanitas, la Comunidad (particularmente la Madre Justa) y la Eucaristía.
Con las Hermanitas derrochaba bondad, paciencia y amabilidad. En cuanto aparecía una cuitada por la enfermería la escuchaba con muchísima atención y según fuese la gravedad de la dolencia aplicaba el remedio infalible. Con su buena dosis de ironía socarrona, que no dejaba traslucir, aplicaba a las «quejiques perpetuas» un buen vaso de agua destilada, teñida con algún licor maravilloso y acompañada de una frase cariñosa: «Esto es buenísimo, ya verá cómo se le quita el dolor de estómago, la inapetencia, neuralgia», etc., etc., y las pequeñas, sugestionadas, quedaban como nuevas. Si la enfermedad era verdadera, empezaba detallando punto por punto lo que tenía que hacer la paciente, comenzando por ir a despedirse del Señor. Una vez ingresada en la enfermería, alié detalles de exquisita bondad! Como el de la Hermanita que oraba porque no tenía limón para comer el pescado y ella le da todo lo que quiera; la otra que tiene siempre preparado un camisón con puntillas, porque—cosas de novicias—su madre siempre se los hacía así de lindos. A otra le dijo que por delicadeza hacia una Hermana mayor no cogiera nunca la escoba o trapeador con que limpiaba, y era para evitar un posible contagio. Una recordará edificada el ejemplo admirable que le dio Sor Josefa pidiéndole perdón porque había insistido con alguna viveza en que fuera a tomar una medicina. Otra…; pero, perdonen, no puedo continuar, pues no acabaría nunca y tengo que ser breve. Si Dios quiere haremos una semblanza larga y detallada, pues hay tela para cortar y la mandaremos para las «notas de Hermanas difuntas».
Pero me resisto a callar este rasgo simpático: En los últimos meses que estuvo levantada no sabía caminar sin una Hermanita al lado, y si eran dos, tanto mejor. Una Hermana le dijo en broma: «Sor Josefita, cuando se muera vamos a tener que meterle una Hermanita en la caja». A lo que respondió, sin perder comba: «Es lo menos que pueden hacer, después de los años que llevo con ellas».
Su amor a la Comunidad era admirable: todo era sagrado para ella, en cuanto le decían que era de uso o que así lo habían mandado los venerados Superiores; pero ese amor cristalizó en la que es para toda la Provincia Española el prototipo, modelo e ideal de la Hija de la Caridad: nuestra inolvidable Madre Justa. Fueron dos almas que se compenetraron en una aspiración de accésit fuerte y serena al mismo tiempo. Hicieron un pacto para corregirse mutuamente: Madre Justa no era una malva precisamente; tenía su genio navarro ¡gracias a Dios! Sor Josefa era desigual en su carácter, algo sensible. Se ayudaron y la Madre alcanzó un dominio perfecto de sí misma; Sor Josefa llegó a una igualdad admirable de humor. Madre Justa decía de Sor Josefa que era su compañera (en el tiempo que estuvo en el Seminario de oficio y Directora) confidente, consejera y maestra.
En tiempo de guerra se quedó muchas veces sin comer por dar lo poco que había a las Hermanas enfermas. Se encerró en una buhardilla con una Hermana joven que corría peligro, para librarla de los gavilanes que la acechaban. iCuántas que venían descentradas encontraban la paz en las palabras suaves y alentadoras de Sor Josefa!
Su amor a la Eucaristía le hacía pasarse largas horas en su sillón de la capilla, reza que te rezarás. Mientras pudo andar estuvo en un continuo jubileo de la enfermería a la capilla. Un día se perdió en el cuarto de máquinas y casi estaba mareada de dar vueltas en torno a una mesa buscando el camino de la iglesia. Últimamente era una especie de obsesión el mandarnos tomar algo y descansar («ya tenía permiso para ello!»), según añadía siempre; el decir que estaba «incapaz», pero que todo lo ofrecía por los Superiores para que el Señor les diera acierto; y, sobre todo, la comunión.
«¿Es ya la hora de comulgar? ¿Cuándo me traen la comunión?» «Ande, Sor Santas, arrégleme; que tengo que comulgar». Poco antes de comulgar, el mismo día que murió, repetía una y otra vez: –Pero, Señor, ¿cuándo me vas a llevar contigo? Mira que te lo digo de verdad, que ahora va en serio». La escuchó y en un sueño plácido, aquel mismo día, se la llevó a la gloria, dejándonos el buen olor de sus virtudes. La Madre Justa, en un postrimero gesto de delicadeza, le cedió su sitio en el panteón de la Comunidad. ¡Qué detalles tan bellos tiene el Señor!
S. I. L.







