La histórica y vieja ciudad de Viana no ha dado solamente grandes hombres a Navarra. Es mucho mayor el número de las almas cuyos nombres no han figurado en geniales estadísticas de autores célebres, de conquistadores, de ingenios sublimes…
Yo conozco unas cuantas que llenaron toda la ciudad del Príncipe y de su comarca, con las más hermosas virtudes ciudadanas y familiares y han dejado a la posteridad una bella y fecunda floración…
Antonio Bernechea y su mujer, Avelina, fueron los felices progenitores de la pequeña Felisa.
Felisa, Felisuca, fue la niña gentil y graciosa que pasó la infancia jugando y riendo, engarzando entre sus deditos de espuma las cuentas del Rosario. Nació con el amor a la Virgen, que como un sello virginal y maravilloso iba a encauzar toda su vida.
Felisuca creció como crecen las plantas ante las caricias primaverales.
Sus hermanos todos, encontraban en ella una ayuda cariñosa, una compenetración admirable.
El día de su Primera Comunión, bien preparada por las Hijas de la. Caridad del centro escolar, bajo la dirección de la célebre Sor Simona, la pequeña Felisa sintió el hálito blanco y sublime de la «Selección». El acento de aquella educadora genial fue dejando una huella indeleble en su espíritu. Si la personalidad de Sor Simona llenaba todos los caminos y viviendas de la principesca ciudad, no hacía menos huella en los corazones de aquel grupo de Hijas de María, que todas las tardes domingueras preferían escuchar la charla ardiente y sublime de aquel corazón de fuego, antes que el jaleo de las romerías o el piropeo…
La joven Bernechea Chasco no vaciló un momento y desde el día blanco en que el Manjar Divino se posó en su lengua, por primera vez, quedó pendiente del Sagrario…
El grupo selecto de las Hijas de la Caridad, que tan bien la, conocían, llenó su espíritu, y la encontramos en 1898 haciendo su prueba en el Hospital de Viana, presta y animosa, confiándose la blanca toca de Hija de la Caridad el 27 de noviembre del mismo año.
La hermana navarrica no llevó al Seminario matritense grandes títulos intelectuales y gloriosos, pero llevó, con el encanto de su figura, un alma bien templada para los grandes sacrificios.
Nos dice ella misma que la primera noche de vela del Seminario le encantó. Como el cuidado de las enfermas no era dura ni difícil, acudían las veladoras de hora en hora a la Capilla y, según ella, al arrodillarse muy cerquita del Sagrario oían con emociones profundas el latir del Corazón de Cristo…
¡qué noches aquellas!–repetía en alguna de sus fervorosas confidencias, y como si las viviera de nuevo, le parecía oír el san templado de las doce campanadas del vetusto reloj del coro y atisbar por entre las cristaleras de los grandes ventanales la luna redonda y bonita y el parpadeo de muchas estrellas.
Pero dejémosla que coja el tren Madrid-Santander en 1899 y que entre la vieja y blanca casona, el 24 de mayo, bajo los auspicios de la Virgen de B. Bosco, María Auxiliadora. Todo en la vida para nosotras tiene un sello Providente.
El mar se asoma azul de raso y de espuma y las olas se estrellan como un acorde de infinitas notas en el bellísimo acantilado.
¡Cóbreces a la vista!…
Sor Felisuca hace su primer saludo a la Virgen del blanco y viejo palomar…
Su sonrisa, esa sonrisa suya) que habría siempre sus labios virginales, apareció como una estrella de refulgentes matices en la clase de párvulos, donde fue colocada en la juventud de su primavera en flor…
Armella mirada suya, que a los diez abriles se abismaba precoz en las lejanías abruptas de la gloriosa Navarra, penetró ahora como una chispa de luz, como un dardo de fuego, en las almas de los pequeños cobrecenses, ávidos de su doctrina, entusiasmados con la maternal gentileza de su trato.
Sor Felisuca fue una excelente parvulista a lo natural y a lo divino.
No busquéis en ella una preparación dogmática y escolar sobresaliente.
No hallaréis entre los viejos papeles que quedaran amarillentos y borrosos en sus cajones particulares, brillantes títulos académicos que preconicen una anterior suficiencia pedagógica apenas conocida entonces en su ambiente: pero sí encontraréis en el paso de su larga vida las huellas perennes y fecundas de su trabajo continuo y sincero, de su preocupación honda por todas y cada una, de aquellas almitas que con algarabía de pájaros y apresuramiento cariñoso acudían todo», los días a oír el eco de su voz persuasiva, las lecciones de su apostolado escolar, el ejemplo de aquella hermanita gentil que a todos reía y a todos enseñaba…
No podremos leer nunca el secreto de aquella su pedagogía especial y cautivadora,. No hubo entonces pluma que nos lo quisiera escribir…
Al correr las páginas de Calasanz, Pestalozzi, de un Herbert o de un Comenso y, más tarde, las de María Montesori, D. Bosco, etc., etc., nos enteramos minuciosamente de los caminos más o menos extraordinarios, más o menos fecundos en la gama siempre impresionante de las grandes figuras pedagógicas.
En la vida maravillosa de Sor Felisuca no ocurre eso. No podemos adivinar en su exacto contenido el sistema, los procedimientos intelectuales y afectivos ou» la hicieron vivir su obra de sacrificio constante, de abnegación sublime, ante las gradas aquellas que en el primer golpe de vista le presentaban el grupo deliciosd de cabecitas rubias y morenas que, pendientes de sus labios, pasaron las ras felices de su niñez hechicera y feliz.
Sor Felisuca fue una excelente, una admirable parvulista…
Esto es lo que hay que decir, esto es lo que se puede asegurar, según la frase divina del Evangelio:
¡Por sus frutos los conoceréis!…
Aquí están, ante nuestra vista y nuestra admiración, las familias de los Guerras, de los Rodríguez, Gutiérrez, Aguirres, etc., etc. Aquí están presentando en sus descendientes el espíritu cristiano, la sana; moralidad, las virtudes raciales de nuestra España católica. Ellas son los florones del pueblo cobrecense.
«Dadme una parvulista genial», decimos nosotras, y yo os doy un Presbítero como don Blais Antonio Rodríguez, Director general de las Asociaciones misioneras de la Montaña, y una Abadesa general de la Orden femenina Cisterciense, como Amalia Díaz Guerra.
Pero pasan los años con su inexorable ritmo: El fulgor de los ojos, la belleza innata, ese encanto glorioso de la juventud, va cambiando como cambian las aguas de los ríos, como siguen el curso las estaciones, y energía vivificante y la silueta gentil y acariciadora, se trueca en gastada y doliente. Los ojos se hunden y empequeñecen, aquel garbo para subir y bajar las escaleras de su escuelita infantil desaparecen, y un día… tiene que dejar paso a la Hermanita nueva, y joven que debe sustituirla…
Pero… ¡Sus parvulitos!… ¡Ah! Ella nunca los puede olvidar, nunca los olvidó. Los nombres queridos de Antonio Blas, Leopoldo, Amaina y otros muchos resuenan en sus oídos como una música de cien violines. Sus vidas se unen a la suya como un recuerdo perenne, como un peso sagrado y bendito y de sus labios brota como un manantial de agua cristalina y constante, la plegaria ferviente, hecha de sonrisa como perlas de sin igual encanto…
¡Por mi Blas!… ¡Por mi Amalia!… Por mí…, y aquí sigue una larga, una interminable cita de nombres que ella repite en sus horas constantes de trabajo y sacrificio…
Los treinta y cinco primeros años de su vida los pasó con Iris párvulos, luego fue destinarla a la despensa.
Sus nuevas ocupaciones no la hicieron cambiar su espíritu y su corazón. Fue siempre buena, fue siempre una Hija de la Caridad de alma cumbre…
Su sonrisita se acentuó más, tomando un sentido más agudo, más indeciso, menos fácil de adivinar. Estaba ya hecha de agotamiento, de paciencia, de aguante, ante las esperas, las prisas, las oportunidades, etc., etc.
¡Su sonrisita!… Fue lo característico de su persona. Ya no puedo sacarla nunca del óvalo de su rostro…
¿Qué quería decir? ¿Qué quería expresar?… Tampoco lo puedo exponer. Ante todo su trabajo constante y su extraordinario espíritu de servicio y abnegación, deduzco sólo que era como un latido, como una respiración de su alma toda… Pero… Esperad que amanezca el 27 de noviembre de 1958….
¡Todo Cóbreces está de fiesta!…
La casona grande se conmueve hasta en sus cimientos. Los árboles pelados que se agitan, la fresca brisa que viene de Bolado, nubecillas blancas ligeramente teñidas de azul que entoldan el firmamento y la naturaleza quieta y tranquila, ofrece un mateo de plata a la radiante ceremonia.
Por decenas van llegando los labriegos, los campesinos, todos de la comarca Cobrecense. Alguno que otro coche, llegados de la ciudad montañesa, suspende el ruido de su motor para dejar paso a la llegada de hombres y mujeres que, en algarabía y júbilo incontenible, penetran en el Colegio de las Hermanas.
En uno de los mejores salones y bajo un dosel aparece sentada en un gran sillón Sor Felisuca. Ya no presenta la radiosa figura de su juventud florida. Si la comparamos con las fotografías de sus treinta primaveras, está empequeñecida y estropeada. Los mismos ojos que la vieron y que la ven no pudieran casi reconocerla…
Pero… ¡No importa?…
Ahí está la parvulista insigne, con sus sesenta años vocacionales, dispuesta
recibir el homenaje de su pueblo de Cóbreces. Tiene hoy la misma sonrisa que conmovía a sus parvulitos, mira hoy con la misma profundidad que miraba el paisaje navarro de su ciudad principesca…
Afectuosa y conmovida no entiende apenas el discurso del gran misionero montañés don lilas Antonio Rodríguez, que dirige y organiza la fiesta, y por eso ni se ruboriza ante las frases encomiásticas.
Afortunadamente para ella en estos momentos emocionales y patéticos, sus oídos no funcionan normalmente y apenas percibe el eco de los estruendosos aplausos…
¡Sigue riendo…, riendo sin parar!…
¡Nuestra buena, nuestra santa Sor Felisuca!…
Una alumna del colegio, también la canta en frases conmovidas, su vida y su historia, y luego los grupos de labriegos y campesinos con algunos señores y señoras, hombres y mujeres todos, pasan a besar con unción fervorosa aquellas manos, un día blancas y bonitas como pétalos de rosa, hoy rugosas y amarillentas como las hojas del otoño.
Pero son las mismas que enjugaron tantas veces las lágrimas primeras de los pequeñines, que señalaron con exigencia el Abecedario de los carteles , que enseñaron a hacer debidamente el signo de la Cruz en las pequeñas frentes de sus parvulitos.
¡Son las mismas!…
¡Nadie puede dudarlo!…
Por eso el homenaje es sentido y patético, efusivo y emocionado y se habla de imponer en el pecho de la educadora insigne: La Medalla de Alfonso X el Sabio o bien la Cruz de Beneficencia. Los criterios están divididos…
Su vida sigue siendo tranquila, suave, fervorosa. Abnegada y heroica acude a los actos de la Comunidad, aunque no percibe apenas la lectura y explicaciones.
Constantemente aparece en su recuerdo la vida y la historia de sus parvulitos queridos. ¡Cuántas veces amenizó las recreaciones con sus chistes y anécdotas infantiles:—
¡Bien lo saben ellos!, y su inolvidable Jovita Vallines, que la guardó como una joya incomparable en su casa en nuestra gloriosa guerra de liberación, y otros muchos alumnos y alumnas colegialas, la distinguen con el recuerdo de sus dones y obsequios ofrendando un tributo a su vida heroica y abnegada.
Ahora se dedica com entusiasmo a, la filatelia para sus indios y misioneros. Se ha empapado totalmente en el espíritu de las ansias fervorosas de los Javieres y Teresitas…
Filas y filas de sellos se mueven con fruición incontenibles en sus dedos gastados. ¡Son una riqueza para nuestras Misiones!—se dice—y con el mismo ardor que empleaba en su juventud para sus pequeños ahora forma colecciones y colecciones filatélicas que la entusiasman.
En su afán de recaudar fondos misioneros, monta una pequeña industria de «agarradores» con recortes de tela, más o menos brillantes, más o menos usadas, que luego vende a las alumnas del Colegio para el fácil manejo de la plancha semanal, mientras que sus labios, estremecidos de ansias divinas, se mueven en un coloquio de jaculatorias silenciosas y fecundas…
Sor Felisuca fue un alma de íntima y constante unión con Dios.
Su salud se va debilitando, el reúma y los bronquios van haciendo en ella un surco impresionante… Ya respira con mucha dificultad… Los remedios que se le aplican dan cada vez menos resultados…
Recibe ya en el lecho todos los días la Hostia Blanca que ha sido el sol de su vida, desde aquel día de su Primera Comunicación y el 10 de julio de 1964, asistida pos su parvulito inolvidable el insigne misionero montañés don Blas Antonio, rodeada de nuestra amada Superiora, Sor Carmen Oárriz, de toda la Comunidad, rinde su hermoso espíritu al Buen Dios, a quien con tanto afán y entusiasmo ha servido en su larga vida.
Las campanas tocan a muerto, pero en el pueblo se dice que es un ángel el que ha subido a la Gloria.
La conducción fue un triunfo más bien que un duelo.
Como el día incomparable de sus Bodas diamantinas, de toda la comarca acudían hombres y mujeres a rendirle el tributo de su admiración y de su cariño a esa santa Hija de la Caridad.
El féretro fue llevado en hombros de don Blas Antonio Rodríguez, Valentín Aguirre, Leopoldo, Gutiérrez Barreda, Andrés Aguirre y otros muchos jóvenes y viejos. Todos esperaban anhelosos el relevo para tomar parte cariñosa y agradecida en ese último homenaje al cuerpo virginal y admirable que ha llenado con el perfume de sus virtudes estos sesenta y seis años del bello pueblecito montañés.
Caminando todos, en una mezcla de Hermanas, Sacerdotes y pueblo entero, fue llevada como un triunfo al blanco nicho del cementerio.
El cariño y la gratitud era el perfume del ambiente, todos los ojos estaban en el féretro virginal. Coches de Torrelavega y Santander, ensordecían con el estruendo de sus motores, y alumnas y amistades todas cubrían la senda del cortejo fúnebre. En los funerales estuvieron presentes un nutrido número de sus familiares, que vinieron expresamente de Viana y sus contornos. Sus sobrinas Sor Antonia y Sor Felisa no pudieron asistir y enviaron sus testimonios de íntima condolencia…
Y ahí quedó como una gloria más de la Congregación, como una flor perenne de este pueblecito de Cóbreces. Eran las últimas horas de la tarde, que caía lenta y tranquila corno una sábana de ilimitada superficie…
Un primer lucero asomó entre los celajes rosados del sol, que se hundía en el Poniente.
Y allí quedó Sor Felisuca…, nuestra Ser Felisuca…
Pero lo que sigue viviendo, lo que no puede morir, es su pedagogía admirable que imprimió rayos de luz divina en las almas de sus «pequeños» y que ha dejado una honda huella de virtud a su paso de luces y flores en esta tierra hermosa de Cantabria.
Sor Inés Ingunza







