Sor Asunción Massot

Mitxel OlabuénagaBiografías de Hijas de la CaridadLeave a Comment

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Author: Hilaro Chaurrondo · Source: Anales españoles, 1972.
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biografias_hijas_caridadCuando a los sesenta y nueve años se mira al pasado, interesa ya mu­cho más lo que se espera al otro lado que lo que queda acá abajo. Intere­san más los amigos idos que los presentes. Pero, al mismo tiempo, se pegan más y más los pocos que quedan todavía. Eso, al menos, me pasa a mí.

Al caer de la vida interesan ya poco los nacimientos, sobre todo a los que no somos abuelos. Pues éstos todavía suelen tener el consuelo de contar sus nietos y bisnietos, como lo hace una mujer que me ha acom­pañado en todos los trabajos y empresas de mi vida, la señora Alicia Pá­rraga, quien me cuenta en su última carta, desde Nueva York, que se pasa la vida recordando los nombres de sus once nietos y sus doce bis­nietos. Y los lugares en que viven.

Dos trozos de vida experimentamos todos: el primero, en el que nos vamos juntando quienes hemos de realizar la travesía juntos; el segundo guarda cierto parecido con el barco, que va dejando pasajeros a medida que toma nuevos puertos de desembarco, hasta que al final se queda vacío, pero dispuesto a ser llenado de nuevo. Así es la vida. Todos, un día unos; otro día otros, todos nos volvemos a reunir en ese barco acogedor que es la madre tierra, rindiéndonos a la múerte, con esperanza de seguir viviendo juntos en esa inmensa nave del cielo.

Tales sentimientos nos acompañan cada vez que, por la muerte, des­embarca un pasajero del barco en que marchamos en la vida.

Tal es el caso de Sor Asunción Massot, que abandonó el transporte de su vida, luego del ya largo viaje de noventa y dos años.

Iniciemos nuestra marcha a través de su vida con esta sucinta ficha re­cibida de la Casa Central de las Hijas de la Caridad en Cuba.

Sor Asunción Massot Sala.

Natural de Belialnes (Lérida).

Hija de Antonio y de Rosa.

Nació el 3 de septiembre de 1880.

Hizo la prueba en el Hospital de Reus.

Entró en la Congregación el 18 de diciembre de 1900.

Esto es todo lo que hemos logrado. Algo así como un epitafio. ¿Cuál fue la vida de Sor Asunción, de 1900 a 1918?

Escrito habrá quedado en el libro de la otra vida, la del cielo, pero nada ha quedado a nuestro alcance en el libro de la tierra.

Nuestro encuentro personal con Sor Asunción Massot fue a principios de 1919, formando parte de la Comunidad del Colegio de Regla, abierto en una casa grande particular adquirida en propiedad por Sor Clara La­rrinaga, vicevisitadora largos años en Cuba, a la que el pueblo calificaba de segundo capitán general de Cuba por su enorme influencia social.

Era Regla uno más de tantos colegios abiertos, siguiendo la consigna del P. Eladio Arnaiz, de quien copiamos estas frases de una de sus cartas.

¿Por qué abandonan las Hijas de la Caridad la isla de Cuba? ¿Porque el nuevo Gobierno ha prescindido de sus servicios en los hospitales oficia­les? Pero ahora me pregunto yo: ¿No quedan en Cuba casas de alquiler para enseñar a las clases humildes, y enfermos en las parroquias a quien ayudar? Pues hagan eso y quédense ahí. El globo oficial de Sor Clara se desinfló oficialmente, pero tuvo éxito al buscar trabajo para las Hermanas, alquilando y luego adquiriendo algunas casas en ciertos pueblos de la pro­vincia de la Habana, como Güines, Güira, San Antonio de los Baños, Gua­nabacoa, Bejucal, Bauta y otros pueblos. Logró organizar bajo la direc­ción del P. Juan Alvarez algunos patronatos de señoras que fundaron los Asilos del Vedado, Truffin, Menocal, Marianao, María Jaén, Jesús María y otros que, unidos a los ya existentes de las casas de Beneficencia, San­tiago, La Habana, Domiciliaria y San Vicente del Cerro, justificaron la continuación de las Hijas de la Caridad en Cuba.

Pasado el primer susto de caer en manos de masones y protestantes, como escribía temerosamente una Hija de la Caridad al P. Arnaiz, la viceprovincia reanudó confiadamente su marcha en Cuba.

Tres hombres impulsaron esa marcha: los PP. Ramón Güell, Doroteo Gómez y Juan Alvarez, sobre todo este último.

Dos fueron las mujeres, Sor Eduviges Laquidaín y Sor Clara Larrinaga.

Por destino del P. Irisarri, director del colegio de Regla, para Superior de Guantánamo, aparecí yo a principios de 1919 como sustituto en cali­dad de Director de las Hijas de María, incluyendo entre mis obligaciones el dar las clases de religión por grupos dos o tres veces a la semana, con algún otro pequeño apostolado social en combinación con los dos sacer­dotes de la parroquia.

Allí encontré a Sor Asunción Massot, pero por muy poco tiempo. Re­cién llegada como superiora Sor Francisca Cortegui, que tan relevante papel había de lograr años después en la Institución de Santamarca, en Madrid, recibió sor Francisca una Comunidad de cinco hermanas que eran todas un encanto.

Tal influencia favorable supieron ejercer sobre el pueblo y sus alumnas que pocos años después, el pueblo de Regla, al abrirse el Seminario en 1919, cuatro muchachas solicitaban el ingreso en la Compañía de las Hijas de María: Sor Mercedes Alvarez, Sor Carmen Geijo, Sor Ordeñama y una cuarta, que por ser de nacionalidad española y coincidir que sus padres volvían definitivamente a España optó por realizar el noviciado en Madrid.
Al poco tiempo, Sor Asunción fue destinada como superiora del Colegio de San Antonio de los Baños, donde permaneció muy poco tiempo, pues habiendo el P. Miguel Gutiérrez, abierto el Sanatorio La Milagrosa, como concreción del pensamiento de un grupo de universitarias que idearon apli­car a la mujer el servicio mutualista, que hasta entonces había sido exclusi­vo de los hombres, luego de breves tanteos con Sor Manuela Saucedo, quien desde el Asilo San Vicente preparaba la inauguración de la nueva entidad mutualista, pensaron los superiores aprovechar los conocimientos y prácticas de Sor María Terrés en la Colonia española de Santiago de Cuba, para organizar los servicios del Sanatorio La Milagrosa, de las Ca­tólicas cubanas, escogiendo a Sor Asunción Massot para suplirla en el Sanatorio de la Colonia española, de Santiago de Cuba.

Al entrar ya sobre seguro en la vida de Sor Asunción, han de perdonar­me los lectores una sencilla observación, tal como si se nos hubiera pe­gado algo de las enjundiosas paradojas de Cherteston.

«Sólo Dios puede crear las cosas de la nada. El historiador, que tiene algo de creador o al menos de conservador de las cosas, además de su trabajo como Dios, necesita la materia creadora del documento o alguna relación personal con su personaje, o con alguien que haya convivido, o recibido referencias sobre el mismo.»

Este es nuestro caso con relación a Sor Asunción Massot.

La artista de Dios, que lo es toda Hija de la Caridad, está ya en tabla­do. Se descorre el telón y comienza la función, encendidas las candilejas.

El mutualismo en Cuba logró un éxito prodigioso. Y fue porque res­pondía a una necesidad social. El emigrante que en el siglo XIX se corrió de España para Cuba, sobre todo luego de la pérdida del continente, fue ingente. Tal podía suponerse que la independencia de Cuba cerraría esa inmigración. Pero no fue así. Si alguna guerra de la historia no dejó hue­llas de odio fue la guerra iniciada en 1895.

El español siguió emigrando a Cuba, a tal extremo que todavía cono­cimos nosotros hacia 1920 llegar a Cuba más de 40.000 españoles en sólo un año.

Pero ese español llegaba a Cuba sin familia, solo y sin relaciones. El medicato cubano en aquellos tiempos, reducido en número, era ejercido casi exclusivamente a lo que se llamaba médico de cabecera o a domicilio. Quien no tenía familia no contaba con médico.

De ahí surgieron las sociedades mutualistas; es decir, la Asociación de Dependientes del Comercio y célibes de toda clase, que contrataron ser­vicios médicos colectivos, construyendo sus propios hospitales o quintas de salud, como las llamaron en lo sucesivo.

Aquellos pequeños barracones de madera.

Tal fue el origen del Centro Asturiano, Quinta Covadonga, Centro Ga­llego, La Purísima, la Balear, la Canaria, la Castellana, siendo la más típi­ca, por lo que su nombre indicaba, la Asociación de Dependientes del Co­mercio.

Transcurrieron los años. Aquellos modestos barracones se convirtieron en palacios del dolor, sencillamente porque sus socios habían subido de cientos de socios a cientos de miles, calculándose que más de un millón de socios estaban mutualizados cuando la revolución llegó disolvién­dolos y los fundió en el servicio de salubridad, organizando los hospitales por zonas, para todo el mundo gratis y suprimiendo el servicio médico a domicilio.

Hoy el papel lo aguanta todo; el servicio sanitario es universal y gra­tuito. Así han desaparecido las sociedades mutualistas de Cuba, entre ellas, el Sanatorio de las Católicas Cubanas, que fue un trozo de nuestra vida.

Pero ¿y a qué esta digresión, a propósito de la semblanza de Sor Asunción Massot?

Pues, sencillamente, porque Sor Asunción Massot fue una de las im­pulsoras de este maravilloso mutualismo en Santiago de Cuba.

Los Visitadores de la Congregación de la Misión en Cuba, sobre todo el P. Juan Alvarez, hombre dotado de gran sensibilidad hacia los proble­mas sociales, director a su vez de las Hermanas, trató de vincular a las Hijas de la Caridad en este movimiento mutualista.

Mas no siempre encontró suficiente comprensión en Madrid, dándose el caso de haber depositado Monseñor Zubizarreta, Obispo de Cienfuegos, el importe del viaje de doce Hermanas, para hacerse cargo de la Colonia española de Cienfuegos, pero que no se realizó por la tardanza de la ve­nida de las Hermanas, lo que obligó a la entidad a abrir su Sanatorio con personal laico insustituible después por las leyes sindicales al tratar de venir luego las Hermanas.

Idéntico fue el caso del Centro Gallego de Guantánamo, que habiendo solicitado Hermanas para su Sanatorio y convenido el contrato con la vi­cevisitadora, tampoco pudieron hacerse cargo del inmueble por la razón misma de Cienfuegos.

De ahí que ese mutualismo surgiera laico, con servicios religiosos muy escasos para bien morir en cristiano de miles de españoles y cubanos.

Los únicos Hospitales Sanatorio de mutualismo en Cuba que surgieran en cristiano fue el de Santiago de Cuba y los de Cárdenas y Matanzas, pero no al cuidado de las Hijas de la Caridad, sino de sus primas, como llaman en Méjico a las Josefinas, por haber sido fundadas por un P. Paúl en México, como sustitución de las Hermanas de la Caridad, expulsadas de aquella nación por Diego de Tejada.

La primera Superiora y pionera del mutualismo en Santiago fue Sor María Terrés, quien asistió al nacimiento de la Colonia, pobremente esta­blecida en un edificio adaptado y pasando mil pobrezas, logra añadir algún pabellón de madera primero y de modesta construcción de ladrillo luego.

Sor María Terrés, como Sor Asunción Massot y Sor Serafina Terrés, formaron un trío de catalanas a quienes complacía el inicio de las cosas, se sentían con fuerzas para vencer las dificultades de los principios.

Sin miedo a deudas, tenían una fe absoluta en el crédito, organizando bien el trabajo y respondiendo siempre al pago de los créditos otorgados a su institución.

Así fue Sor Asunción Massot; así fueron Sor María Terrés y Sor Sera- fina Terrés en las Católicas Cubanas.

Ellas se habían dado cuenta de que no está el éxito en gastar los ahorros, sino en invertir dinero recibido al 6 por 100 para luego sacarle el 12 ó el 20 a lo recibido en préstamo por el trabajo de la Organización.

No vamos a caer en la injusta apreciación de estimar que aquellos primeros barracones se hayan convertido a través de los años en esa hermosa ciudad hospitalaria gracias a la acción de Sor María y de Sor Asunción. No.

El milagro, tantas veces repetido en Cuba, lo realizó el poder del mu­tualismo, el ascenso de cientos de socios a miles, logrando en Santiago la cantidad de 30.000 socios que aportaban una cuota social mensual que daba lo suficiente para prestar los servicios a los socios, mas dejaba un superávit para amortizar los créditos.

Esa fue la historia del Sanatorio La Milagrosa, de las Católicas Cubanas, que nosotros dirigimos con Sor María Terrés y Sor Serafina Terrés, alcan­zando la cantidad recibida en préstamos bancarios a más de dos millones de dólares, que estaban a punto de amortizarse al llegar la revolución de 1959 y deshacer la Asociación, pasando el inmueble al Estado cubano.

Sor Asunción estuvo siempre rodeada de un grupo de hombres; la di­rección de la Colonia española, primero, y luego también de mujeres que aportaban sus esfuerzos personales para impulsar el desarrollo del Sa­natorio de la Colonia.

Con un grupo de técnicos de la medicina y de la enfermería, en coope­ración con las Hermanas de la Caridad y gran ayuda de la prensa local.

El mérito de Sor Asunción estuvo en organizar bien el servicio hospi­talario, lograr la confianza de esos trabajadores sociales y mantener la disciplina en aquella pequeña ciudad, actuando como diligente alcaldesa.

Y para eso tenía talla, infundiendo la confianza en todos, directivos y socios, sanos y enfermos. Su administración, aunque no absoluta como en las Católicas Cubanas, inspiraba confianza en no pocos socios, que le pres­taron sus ahorros a módicos intereses en la seguridad de que dinero res­ponsabilizado por Sor Asunción era dinero que volvía a su dueño, en la hora y forma contratada.

De ahí que no hubiese asunto de importancia tratado sobre el Sanatorio de la Colonia española en juntas de gobierno, sobre el cual no se contase siempre con el informe u opinión previa de Sor Asunción Massot.

Su cuidado sobre la preparación técnica de las Hermanas era esmerado. Organizando cursillos y obligándoles a captar bien las prácticas de los la­boratorios, inspeccionando los adelantos de toda Hermana.

Suele decirse con frecuente insistencia que nadie es necesario en la vida. Eso es la mitad de la verdad, que, por lo común, asegura Gilbert Chesterston, es la mayor de las mentiras.

Se murió San Ignacio y siguió la Compañía de Jesús, suele decirse. Desapareció San Vicente de Paúl y continuó la Congregación de la Misión. Desapareció de la tierra San Benito y Europa se llenó de Benedictinos. Eso es verdad. Pero cabe preguntarse. ¿Sin San Ignacio, sin San Vicente de Paúl, sin San Benito hubiera habido en el mundo jesuitas, paúles y be­nedictinos?

En el orden social acontece algo parecido a la biología. Hay quien viene a la vida dotado del poder de la paternidad y de la maternidad, y hay quien no logra en la vida, lo que logra el más o mínimo de los insectos, oímos decir a un coronel del Ejército español, lamentándose de no poder haber podido tener un hijo.

No es, pues, verdad que cualquiera sustituye a cualquiera o que todos valemos para todo. De ahí que tenga también grandes inconvenientes el sistema rotativo de la autoridad, a tiempo fijo. Únicamente cultivando mucho la corresponsabilidad es aceptable. Sor Asunción sentía una gran alegría en la dirección de la Colonia española.

Por el hecho de que las Hijas de la Caridad fuesen las administradoras del Sanatorio quedó resuelto un gran problema eclesial, pues una mínima cantidad se convirtió en un seguro de salud para los sacerdotes de la Dió­cesis de Santiago y Camagüey, y singularmente para nuestros Padres de las casas de Guantánamo, Santiago, San Luis y Baracoa, quienes pudieron siempre contar con especialísimo trato al sentirse enfermos. En los brazos de las Hijas de la Caridad fallecieron los dos últimos grandes prelados, Monseñores Zubizarreta y Serantes, así como un grupo de misioneros de la provincia.

En reciprocidad, los PP. Paúles prestaban los servicios religiosos a las Hermanas y visitaban diariamente el Sanatorio para el servicio de los en­fermos, a quienes prestaban el consuelo de sus visitas frecuentes y siempre los últimos sacramentos.

Esto llenaba de consuelo a Sor Asunción y a sus compañeras de tra­bajo en el Sanatorio de la Colonia española.

Largo podríamos seguir escribiendo sobre este tema, pero hay que com­partir con tiento y oportunidad el espacio de los ANALES.

Transcurrió el tiempo. A la pobreza sucedió la abundancia. A la juven­tud, los años, Ya para ser presidente o vocal de la Colonia española había que gastarse en política buenos dineros. El suministro del consumo, las subastas, las fabricaciones, la colocación de la empleomanía complicó un poco o un mucho la vida, pues de alguna manera tenían que recuperar lo gastado.

Solía decir Sor Concepción Crespo, a propósito de los colegios de pensionistas de Hijas de la Caridad:

«Cuando nadie enseñaba, éramos necesarias. Hoy que tantos hombres y mujeres viven de la enseñanza, si no andamos con tiento acabamos por estorbar.»

Tal acontece también con ciertas instituciones de carácter democrático como es el mutualismo. Si la vaca da poca leche, se la dejamos toda al ternero para que se críe, pero cuando da mucha, sentimos la tentación de compartirla con el ternero.

Rectilínea Sor Asunción en el manejo del Sanatorio, quizás no apreció en toda su proporción este cambio de los tiempos.

Para algunos altos directivos, que incluso habían invertido sus dineros en las elecciones, ya Sor Asunción empezaba a estorbar. Sabía demasiado bien, lo mal que se hacían ciertas cosas.

Los Superiores entendieron que bastante de su vida había dado Sor Asunción a la Colonia española y en lugar de pleitear con la directiva bus­caron otra mujer inteligente, verdadera Hija de la Caridad como Sor Asunción, llamada Sor Carmen Geijo, y dieron descanso y reposo a Sor Asunción, pensando que le jubilaban, pero la Colonia española de San­tiago nunca olvidó a Sor Asunción.

«Cuando la huelga médica, cuando tan pocos socios creían en la super­vivencia del Sanatorio, la diligencia de Sor Asunción, comprometiendo con peligro de la vida del mismo los servicios del Dr. Posada, salvó el Sa­natorio», le oímos decir a un socio que hablaba con conocimiento de causa.

Por eso Sor Asunción y el Dr. Posada fueron desde entonces carne y uña mientras tuvieron dedos.

En nuestro libro «Las Hijas de la Caridad en Cuba», página 262, edi­tado en 1933, resumíamos la labor constructora de la Colonia española bajo el superiorato de Sor Asunción en las siguientes líneas:

«En la administración de Sor Asunción se ha construido el pabellón del Corazón de Jesús, de dos pisos; el de tuberculosos; se dotó de otro piso al pabellón Rosillo, la capilla con capacidad para los socios y gente de la calle; la cocina nueva con altos; una farmacia moderna, capilla ar­diente para velar los cadáveres; lavandería, reconstrucción del pabellón Lans, ascendiendo a más de doscientos mil pesos la cantidad invertida.»

Posteriormente a estos datos la pequeña ciudad hospitalaria fue cre­ciendo más y más, sin que podamos recoger los datos concretos.

Otro factor se conectó con el Sanatorio.

El P. Angel Tobar, que había visto el origen y primeros pasos. de la Asociación de Católicas Cubanas de La Habana, intentó algo similar en Santiago de Cuba. Las socias pagarían una cuota, de la cual se separaría una parte para obras sociales y escolares, dedicando el resto de dicha cuota a prestar el seguro de salud en una de las clinicas vigentes en San­tiago.

Nada más natural que fuese la clínica administrada por las Hermanas. Sor Asunción patrocinó este movimiento haciendo un contrato con el P. Tobar, quien ya había logrado sumar casi dos mil mujeres a su orga­nización.

Habiendo sido destinado a La Habana el P. Tobar, no surgió el susti­tuto. El P. Ayerra, que en principio aceptó la responsabilidad de la organización comprendió después que la única solución de continuidad estaba en injertar las casi dos mil mujeres en la Colonia Española, como así lo hizo, pasando todas las socias a ser miembros del Sanatorio. Entre Sor Asunción y el P. Ayerra consumaron esta unión de las mujeres con los socios que hasta entonces habían sido los únicos socios, como en La Habana. Esto dio nuevo impulso al Sanatorio. Sobre todo el derecho a Maternidad multiplicó las socias.

Y adiós al Sanatorio de la Colonia Española, decimos nosotros. ¿jubilada Sor Asunción Massot? Eso nunca.

Para jubilación y descanso, solía decir, la eternidad.

Y así fue: mientras pudiese trabajar no descansaría.

Luego de una corta residencia en la casa central de la Inmaculada, Sor Asunción apareció en Matanzas. ¿Para qué? Pues ni ella sabía para qué, según le oí decir. Volvió de nuevo al noviciado. Así calificó ella misma sus primeros meses en Matanzas, en el Asilo de San Vicente de Paúl.

—Aquí, viviendo y rezando —se le oía decir.

Pero un día percibió un rayo de luz en su existencia, truncada al pa­recer Sor Carmen Lagomasino, una antigua maestra, que como Santa Catalina Labouré oyó la voz de San Vicente, al iniciarse el noviciado en Cuba, y a quien yo me atrevería a llamarla Sor Rosalía Rendu de Matan­zas, sentíase agobiada por el conjunto de sacrificios que representaba el sostenimiento de un comedor gratuito para las niñas y niños pobres de la ciudad de Yumuri y la Obra de San Vicente de Paúl al Servicio del Preso.

Sor Asunción, que sintió siempre la corresponsabilidad, tan traída y llevada en las nuevas constituciones religiosas posconciliares, a sugerencias de Sor Mercedes Alvarez, una de las primitivas alumnas de Sor Asunción en el Colegio de Regla, se ofreció a trabajar en la Obra de los Presos, sustituyendo a Sor Carmen Lagomasino.

Sor Lagomasino había realizado una gran labor, llegando a invertir como unos 15.000 pesos o dólares en la reconstrucción de uno de los aleros de la cárcel, repellando las paredes, preparando un altar, cambián­dole el piso y dotándola de una biblioteca de más de mil volúmenes, más bancos para doscientos asistentes a los actos religiosos, más otras mejoras, todo en unión de los PP. Paúles de la Escuela Apostólica. Traspasó el cuidado de la Obra a Sor Asunción. Volvió a surgir de nuevo Sor Asun­ción. La genuina, no la vieja novicia retirada.

Con donativos que seguía recibiendo de sus buenos amigos de Santiago de Cuba; con socios cooperadores que obtuvo en Matanzas, dio gran impulso a la obra penitenciaria, organizando los servicios religiosos, el catecismo y las pláticas doctrinales de los PP. Paúles periódicamente.

Invertir su dinero en obsequios estimables a los presos más aprovecha­dos de estas enseñanzas, y en ocasiones, como en las misiones anuales que el P. Chaurrondo, en unión de Sor Mercedes Alvarez y la señorita Teté Castañeda daban, se permitía el lujo de terminar las misiones con un verdadero banquete, presidido por el señor Obispo Martín Villaverde y los altos jerarcas de los Caballeros de Colón, Caballeros Católicos, Maes­tras Católicas, etc., que se sentían honrados en esta convivencia con los presos.

Nunca supe yo de dónde sacaba los dineros, pero los dineros aparecían. Y una sonrisa recogida y sentida en el rostro de Sor Asunción que todos, comenzando por los presos, apreciábamos más que el banquete.

Esa fue su labor en Matanzas durante unos años.

Aquellas dos mujeres, Sor Asunción y Sor Mercedes, se sentían orgu­llosas, la antigua alumna de su maestra y la maestra de su ex alumna de Regla.

Los años corrían y ya Sor Asunción iniciaba el declive de su vida.

Pero cuando todos veían ya en el futuro a Sor Asunción viejita, de número para siempre en el Asilo de San Vicente de Paúl, corre un rumor.

Que se abre una casa nueva, para una obra nueva, de estreno, sin pre­cedentes en la Provincia, pero esencialmente vicenciana, primitiva, la razón de existencia y fundación de las Hijas de la Caridad por San Vicente. Las pequeñas obras al servicio de las parroquias. «Petites oeuvres des parois», que llamaba el fundador del nuevo tipo de religiosas. Las religiosas calle­jeras que tendrían una casa de alquiler por convento, las calles de la ciu­dad por claustro y la parroquia por capilla y la modestia por velo.

Esta ciudad era Pinar del Río. La iniciativa había surgido de Mons. Eve­lio Díaz, Obispo de la Diócesis de esa ciudad, y del P. Cayetano Martínez, párroco de la Catedral.

Y allí fue la casi vieja catalana, quien haciendo honor a la tierra que la vio nacer, tierra de hombres y mujeres excepcionales en iniciativas, con el subsidio del Obispo, alquiló una casa y comenzó la inmensa obra realizada en Pinar del Río.

La ciudad en su totalidad: los barrios aledaños, los hospitales oficiales y clínicas particulares, la casa de los enfermos, la cárcel, el Sanatorio de la Colonia Española, todos presenciaron la actividad de aquel pequeño comando de Hijas de la Caridad bajo la dirección de su jefa Sor Asunción Massot.

Pronto dominó el conocimiento de los que podían dar y los que necesitaban recibir, organizando la colección y la distribución de ambas clases sociales.

Curiosa sería una estadística de esa obra por la libre, realizada por las Hijas de la Caridad en Pinar del Río. Se centuplicaron los fallecidos con los últimos sacramentos. A más de ciento subieron las comuniones a domicilio los primeros viernes.

Difícilmente se les escapaba a esos sabuesos de Sor Asunción el falle­cimiento de un enfermo sin sacramentos en los centros hospitalarios o en la cárcel provincial.

Gracias a los esfuerzos de Sor Asunción y de Sor Mercedes Alvarez, con ocasión de una misión en la cárcel se obtuvieron los recursos necesa­rios para dotar a esta cárcel de una hermosa capilla, con bancos nuevos, imágenes hermosas de la Caridad del Cobre y de San Vicente de Paúl, cuyos servicios religiosos quedaron al cuidado de los PP. Escolapios de la ciudad.

Sor Asunción tenía dinero para todo.

Al fin logró el señor Obispo que una familia rica cediese en propiedad su casa solariega, pequeño palacio para vivienda de las Hermanas, casi adosado a la casa del Obispo, con lo cual se ahorraban el alquiler y ob­tenían la ventaja de oír la santa misa, en la capilla del mismo, los muchos días que el señor Obispo la decía en su capilla particular.

Hasta se metió sor Asunción a constructora de iglesias.

Un grupo de catequistas pretendía construir una capilla grandecita en un barrio. ¿Con qué?

El Obispo les había prometido mil pesos. Hablaron con Sor Asunción. Esta se presentó al Obispo con unos planos de cinco mil pesos.

—¿Y el dinero? —les dijo el Obispo.

—Monseñor, con dinero cualquiera construye. ¿Autoriza los planos?

Aparecieron los dineros, se hizo la construcción y con una gran fiesta, a la que acudió la ingente multitud que había contribuido, se inauguró la capilla bonita del barrio,

—¿Cuánto debe? —le preguntó el Obispo.

—Sólo ochocientos pesos— le contestó Sor Asunción.

—Pues bien; tome estos otros mil. Los doscientos que sobran, para los pequeños caprichos de las Hermanas y de las catequistas.

Así actuaba aquella ya anciana Sor Asunción, a quien los años le difi­cultaban bastante sus recorridos por la ciudad, que había sido hasta en­tonces su verdadero monasterio, el decir de San Vicente. Sor Asunción nunca pidió nada a la caja de la Provincia, pero en todas partes, hasta en Pinar del Río, sin quitar nada a los pobres de sus donativos personales, supo aportar siempre algo, y a veces algo de consideración a la caja pro­vincial, para el sostenimiento de novicias y hermanas retiradas en la casa central.

Siempre le interesaron a Sor Asunción los problemas colectivos de la Provincia.

Hoy se habla de muchas cosas, que nunca interesaron a Sor Asunción, Hija de la Caridad preconciliar.

Una sola vez fue a España, a cargo de la Colonia Española de Santiago de Cuba. Se dio por satisfecha para toda su vida. Guardaba con cariño el recuerdo de los suyos, el de la primera misa de un jesuita sobrino suyo, que coincidió con su viaje.

Seguía con edificante emoción el desarrollo de toda la familia, hablando con frecuencia del nacimiento de los sobrinos o del fallecimiento de sus parientes.

Recibía con gran cariño en su retiro de la Inmaculada la visita de sus antiguos amigos de Santiago, habiendo quien iba a oír misa dominical a la Inmaculada para solo hablar con Sor Asunción de los viejos tiempos de Santiago. Quien más, quien menos, terminaba siempre su visita con algún donativo más o menos importante.

Estamos llegando al final. Los ochenta y tantos años golpean al roble catalán, a la Hija de la Caridad que jugó en la vida con las cartas sobre la mesa limpiamente, sin tapujos, sin otra emoción que el de ser fiel y fecunda a su vocación.

Ya rendida en la vida, como los viejos cruzados del siglo XIII o los mariscales de Napoleón, héroes en cien batallas, esta cruzada del siglo XX, esta mariscala de las batallas por Cristo y sus hijos los hombres, se ocul­taba en el Hospital de los Inválidos de la Inmaculada, dando ejemplo de vida, como dice el catecismo de Astete; yendo para acá y para allá mien­tras pudo caminar, a ver cómo hacían otras lo que ya ella no podía hacer, pues siempre debió sentir cierta desapetencia por la soledad. De ahí que propendiese, si podía, a buscar compañeras en la portería o en algún departamento para realizar ciertas devociones colectivas, como el Rosario o alguna lectura espiritual.

Sentía obsesión por la confesión semanal. Si faltaba el confesor de la semana, ya sabía el P. Chaurrondo que el domingo allí estaba Sor Asun­ción sentada en la entrada de la sacristía, para confesarse de minucias, que sólo un alma muy de Dios podía apreciar síntomas de falta.

Varias veces se cayó de la cama, causando la alarma de sus hermanas Recibía los últimos sacramentos, pero no se iba.

Al fin se postró para no levantarse, aquella niña que al nacer en 1880 había ya cumplido los noventa y dos años, camino de los cien, si se descuida. Esto fue Sor Asunción Massot.

Terminamos con un pensamiento que nos golpea de continuo. Si el período posconciliar da muchas Sor Asunción Massot, la cosa va bien. ¡Dios lo quiera!

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