Sor Agustina (Baztán) ha muerto

Mitxel OlabuénagaBiografías de Hijas de la CaridadLeave a Comment

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Author: Anónimo · Source: Anales españoles, 1985.
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biografias_hijas_caridadMe ha sido confiado hacer una breve reseña del feliz tránsito de Sor Agustina Baztán Armendáriz, Hija de la Caridad en el Hospital de Santiago de Cuenca, el día 18 de junio de 1965.

He buscado en el silencio de la oración las espiguitas que debo escoger en el extenso campo de acción de nuestra querida Hermana; 87 años de edad y 65 de vocación.

Varias generaciones han pasado por su mano educadora en una clase de párvulos; sin excluir los métodos pedagógicos que se usaban en su época, se puede afirmar que predominó siempre el del amor y entrega total, abnegada, desinteresada, alegre y optimista a sus queridos alumnos. Si alguna Hermana le decía: «No lleve esas cosas al colegio, que las estropean los niños», Sor Agustina contestaba: ¿Y qué importa? Todo lo que tengo es de ellos». Fue servicial con todos, asidua y puntual a los trabajos comunes; en las vacaciones y días festivos, se ofrecía voluntaria­mente para ayudar a las Hermanas del Hospital; cualquier favor que se le pidiera lo ejecutaba inmediatamente; en los ratos libres hacía primorosos encajes, o bien, otros trabajos útiles a la Co­munidad.

Con sentimientos de gratitud hacia Dios, repitió muchas veces: «En el cumplimiento del deber nunca he experimentado sufri­miento, sino, muy al contrario, satisfacciones de todo género» (Una vez más, vemos que el Señor se complace en las almas sen­cillas y se sirve de ellas como instrumentos de su misericordia y bondad). En su última enfermedad este recuerdo le hizo acep­tar con alegría los dolores, y reconocía que eran necesarios, ya que nunca había sufrido. A la hora de la muerte sintió un dolor muy intenso y nos pedía jaculatorias, invocaciones, letanías del Sagrado Corazón, la de la Santísima Virgen, la de San José con su oración, el acto de aceptación de la muerte, la recomendación del alma, etc. Todo se lo hicimos con serenidad de espíritu, pues su voz potente y buen pulso nos hacía creer que sería un dolor pasajero, y cambiamos algunas palabras por otras más oportu­nas, por ejemplo: y la llevase al cielo el día que el Señor quisiera. El amor nos inspiró alguna broma para suavizar un tanto el dolor; la Fe y la Piedad nos dieron reflexiones para purificar su alma y ofrecer a Dios sus sufrimientos; así pasamos hora y media, hasta que se vieron ciertos síntomas de la agonía, vino el sacerdote para darle la bendición y absolución final; todos los sacramentos los había recibido con anterioridad y con ver­dadero fervor, el señor Capellán le llevaba diariamente la Sagra­da Comunión. El día 16 de junio, al morir santamente el P. José Martínez, exclamó: «Qué listo ha sido el Padre, más joven que yo y se va más pronto al cielo».

El sentimiento unánime de condolencia, es testimonio verídico de la bondad de su corazón. La radio, sin ser hora de noticias, lo publicó, y antes de sacarla de la Comunidad, vinieron varias personas a rendirle homenaje; el periódico local inserta junto a la esquela mortuoria de media plana un artículo que manifiesta el amor de un antiguo alumno, y se hace intérprete de los sen­timientos de todos cuantos han pasado por su clase. Un sacerdote no pudo contener las lágrimas y dijo sencillamente: «Fue mi maestra»; otro sacerdote, también discípulo, dijo: «Por los santos no se reza, se les invoca». Todos deseaban llevar su féretro, y querían violar las vigentes disposiciones, desfilando a hombros por la calle principal de la ciudad, por la única razón de que era Sor Agustina y tenía que ser excluida de la ley común. Una alum­na vino de Madrid con sus hijos cuando estábamos en la iglesia; en el cementerio logró que la descubrieran para rendirle el último homenaje de admiración y cariño.

Las Hermanas de las otras casas y de San Clemente la han visitado en su enfermedad; en la muerte, le han rendido el tri­buto familiar, sin dejarla un momento, y la acompañaron a su úl­tima morada.

Finalmente, debo mencionar el amor y solicitud que la Su­periora y Hermanas le han prodigado con delicadeza espontánea.

Una Hermana

El artículo publicado por el periódico, dice así:

«Ha muerto Sor Agustina. La noticia no puede ser más breve ni más honda y, por lo que al ámbito local se refiere, ni más sen­sacional. Sí, sensacional, porque aunque Sor Agustina era ya octo­genaria y el fatal desenlace podía llegar en cualquier momento dada su avanzada edad, también es cierto que sus alumnos —¿qué conquense que cuente entre diez y sesenta años no lo ha sido?— la sienten tan viva en su recuerdo, la conservan tan jovial y pura en su corazón y en la imaginación, que casi resulta imposible ha­cerse a la idea de que ella pueda haberse marchado para siem­pre… Claro que, en realidad, Sor Agustina no ha muerto; simple­mente —Dios nos perdone la aseveración— ha pasado a mejor vida. A la Vida de la que nos habla en tantos y tantos pasajes el Evangelio de la Luz y de la Verdad.

Si alguna vez he deseado sinceramente que mi pluma fuese certera, como un moderno fusil con teleobjetivo, para conseguir una diana perfecta, puedo asegurar que ahora es una de ellas. Porque así podría, al rendirle este homenaje póstumo, proclamar con toda exactitud las virtudes que han adornado en vida a la mujer que consagró la suya a la enseñanza. A una enseñanza que, acaso por ser la primaria, se lleva la palma entre todos los grados y todas las categorías.

Sor Agustina, entre caramelo y caramelo, ha enseñado a rezar a muchas promociones de conquenses, ha llegado a juntar tres generaciones distintas en sus cincuenta y tantos años consagra­dos a esa misión. Ha sembrado mucho con qué delicadeza es­parcía la Buena seminal— y ha recogido muchas satisfacciones en su dilatada vida. Entre otras, cabe destacar el nombramiento de Hija Adoptiva de Cuenca, que el Ayuntamiento hizo con fecha 21 de marzo de 1960 y con cuyo motivo, Cuenca entera le rindió un cálido homenaje en el que tuvo la dicha de oficiar el Santo Sacrificio uno de sus ex alumnos. En aquella ocasión, la monja navarrica que llegó a nuestra dudad cargada de ilusiones, pletó­rica de juventud, pudo sentir la emoción que le proporcionaba el hecho de ver en torno a sí, centenares de amigos a los que ella fue iniciando en los primeros rezos, que querían corresponder un poco a tanta preocupación y desvelo, a tanta bondad como fue desgranando día a día, año tras año, la Hermana buena y cariño­sa. Porque si algún blasón tuviésemos que elegir para distinguir su hidalguía, sin duda alguna elegiríamos el que simbolizase su bondad, como testimonio real de la nobleza de su alma. Ahora, cuando se nos ausenta, precediéndonos una vez más en la señal de la fe, de todo corazón hemos de desear que su alma descanse en paz.

ERNESTO. «Ofensiva», 19-VI-1965

 

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