Sencillos como palomas y prudentes como serpientes

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Autor: Antonino Orcajo .
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La virtud amable de la sencillez es la primera biena­venturanza de los seguidores de Jesús, según el programa «utópi­co» de Vicente de Paúl. Hacia esta virtud encantadora experimen­ta el Santo una atracción y simpatía admirables. El 6 de noviem­bre de 1634 le comunica a E. du Coudray:

«La sencillez es la virtud que más aprecio y en la que pongo más atención en mi conducta, según creo; y, si me es permi­tido decirlo, diría que en ella he realizado algunos progre­sos, por la misericordia de Dios». Y veinte arios más tar­de declara a las Hijas de la Caridad: «Por lo que a mí se re­fiere, no sé, pero me parece que Dios me ha dado un aprecio tan grande de la sencillez que la llamo mi evangelio. Siento una especial devoción y consuelo al decir las cosas como son».

I. Clases de sencillez

Vicente de Paúl distingue tres clases de sencillez. Aun inspi­rándose en otros maestros, su exposición espiritual, reforzada por la experiencia, manifiesta cierta originalidad. La experiencia le ha enseñado que «el mundo está empapado de doblez. Es difícil ver a un hombre que hable como piensa; el mundo está tan corrompi­do que no se ve más que artificio y disimulo por todas partes; es­to ocurre incluso —¿me atreveré a decirlo?— entre las rejas de los conventos».

a) La sencillez como rusticidad

Esta clase de sencillez se encuentra en ciertas personas «sin juicio ni discernimiento ni razón», que carecen de la pru­dencia más elemental, hablan sin criterios humanos y evangé­licos; lo que les viene a la boca, eso dicen con desconcertante ingenuidad. Tales personas pecan de aquel infantilismo conde­nado por san Pablo: «Cuando yo era niño, hablaba como un ni­ño, tenía mentalidad de niño, discurría como un niño; cuando me hice un hombre, acabé con las niñerías» (1 Cor 13,11). Así que vosotros «no tengáis actitud de niños; sed niños para lo malo, pero vuestra actitud sea de hombres hechos» (1 Cor 14,20).

Las personas que hablan y obran de esa manera son unos «idiotas», es decir, gente encerrada en su pequeño mundo particu­lar, desprovista de cultura y educación, gente ajena también a la virtud de la sencillez tan elegante como exigente en las formas y en las palabras. El idiota aquí mencionado no es un hombre insul­tado o vilipendiado, ni un enfermo mental, simplemente un des­graciado de la sociedad culta. La sencillez como rusticidad queda, pues, descartada del proyecto espiritual y apostólico de los seguidores de Jesús.

b) La sencillez como negación de partes

Esta clase de sencillez pertenece en exclusiva a Dios. En efec­to,

«Dios es un ser puro, sencillo, que no admite ningún otro ser; una esencia soberana e infinita que no admite que entre nada en composición con ella; es un ser puro, que no sufre nunca alteración alguna».

Si esta virtud propia de Dios se encuentra, por comunicación, en algunas criaturas se debe a que el Espíritu de Dios infunde en ellas su amor, por el cual participan del modo de ser del Padre y Creador del mundo.

c) La sencillez del Hijo de Dios

Jesús, «imagen de Dios invisible», encama y refleja el rostro sen­cillo del Padre; con su vida y palabras exalta la sencillez: «Dichosos los limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios» (Mt 5,8). Los «limpios de corazón» son precisamente los sencillos, los rectos, los que tienen intenciones leales y no maquinan daño contra el prójimo, los que aborrecen el camino de la mentira y andan por la senda de la verdad, los que detestan la trama de los traidores (cf. Sal 24).

Los limpios de corazón o sencillos se apartan de la vanidad y corren tras el rostro de Dios, entran en el recinto sacro con manos inocentes y puro corazón, no juran contra el prójimo en falso (cf. Sal 23). Jesucristo promete a los sencillos que van a ver a Dios, que tendrán de Él una experiencia profunda y sabrosa. Los senci­llos ponen su confianza en Dios. De esta manera, adelantan aquí y ahora la visión del Padre «cara a cara» (1 Cor 13,12-13).

Ya explicamos, al estudiar la oración, que Dios se comunica de manera especial con los sencillos; a éstos les revela los secre­tos del Reino (cf. Mt 11,25). La revelación del Evangelio pertene­ce a los pobres y sencillos, principales seguidores de Jesús: «¡Mi­rad quiénes habéis sido llamados! No a muchos intelectuales, ni a muchos poderosos, ni a muchos de buena familia; todo lo contra­rio: lo necio del mundo se lo escogió Dios para humillar a los sa­bios; y lo débil del mundo se lo escogió Dios para humillar a lo fuerte» (1 Cor 1,26-27).

El ejemplo y doctrina de Jesús son un dechad6 de sencillez. El Mesías aparece en los Evangelios sin ostentación, entregado al trabajo y oración de cada día, hablando amigablemente en la sina­goga, en las aldeas, en casa de amigos y pecadores. Predica a los pobres con muchas comparaciones y parábolas. Sólo a los fari seos e hipócritas les lanza duras diatribas, porque contradicen con su vida la esencia de la religión. A todos exhorta a «ser sencillos como las palomas y prudentes como las serpientes» en medio de un mundo de lobos astutos y voraces (cf. Mt 10,16).

II. Naturaleza de la sencillez

«La sencillez consiste en decir las cosas llanamente como están en nuestro corazón sin elucubraciones inútiles y en hacer todo sin engaño ni artificio, mirando solamente a Dios».

Lo propio y específico de los sencillos es su referencia a Dios a quien sólo desean agradar en pensamientos, palabras y obras. Los sencillos rehúsan dar gusto directamente a los hombres, se­gún la confesión de san Pablo: «Qué, ¿trato ahora de ganarme la amistad de los hombres o de Dios?, o ¿busco yo contentar a los hombres? Si todavía tratara de contentar a los hombres, no podría estar al servicio de Cristo» (Gal 1,10).

La sencillez comprende al hombre entero: su interior y su exterior. Por eso, el hombre sencillo es coherente con lo que piensa, habla y obra; en su boca y en su corazón están la veraci­dad y la sinceridad, por una parte, y por otra, la pureza de inten­ción.

La veracidad y la sinceridad consisten, respectivamente, en decir siempre la verdad y tal como se siente en el corazón. Ambas virtudes garantizan la autenticidad del hombre, que se expresa en una y única personalidad, sin dicotomías ni divisiones. Todo el mundo sabe lo que piensa y busca el sencillo.

En todas las épocas de la historia han existido testigos de sen­cillez. San Vicente nombra a Felipe Neri, a Juan Pillé, a Margari­ta Nasseau, a quien «todo el mundo quería, porque no había nada que no fuese digno de amor en ella».

La pureza o rectitud de intención es parte esencial de la senci­llez y constituye su gracia particular. La pureza de intención hace que el hombre obre sólo por agradar a Dios, sin detenerse en otros miramientos: «Dios no se fija tanto en el exterior de nues­tras acciones como en el grado de amor y en la pureza de inten­ción con que las hacemos» (8). Los limpios de corazón andan vi­gilantes para no caer en la autosatisfacción, vicio que «puede en­venenar y estropear las obras más santas, según aquello de Cristo: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras (Mt 6,22-23)».

III. Vicios opuestos a la sencillez

Para esclarecer aún más la naturaleza y propiedades de la sen­cillez, Vicente aplica a esta virtud la ley de los opuestos, es decir, contrapone a la belleza y luminosidad de la sencillez la fealdad y oscuridad de los vicios contrarios.

a) La mentira y el engaño

«Lo mismo que el fuego es contrario al agua, no hay más diferencia entre el engaño y la sencillez». La mentira y el engaño proceden del diablo tentador, tramposo, consejero de maldad y traición; el diablo es, por antonomasia, el padre de la mentira, y los que urden engaños se parecen a él. El pecado de mentira es castigado por Dios y por los hombres (cf. Hch 5,1-11). Si la sencillez presenta siempre una cara amable y convincente, la mentira y el engaño, por el contrario, resultan re­pelentes y odiosos, y alejan a los pobres de la Buena Noticia de la salvación.

b) La hipocresía y la doblez

La experiencia enseña que el mentiroso es a la vez un hipócri­ta, un hombre de dos caras que oculta su rostro con la máscara de la simulación, que aparenta ser distinto de lo que verdaderamente es. Aunque no se tarda en descubrir su doble personalidad, él tra­ta, sin embargo, de engañar pretextando fidelidad al cumplimien­to de la Ley. Jesús fustigó severamente la conducta falsa y doble de los hipócritas y fariseos, «sepulcros blanqueados», que por fuera aparecían justos, pero por dentro estaban llenos de hipocre­sía y de iniquidad (cf. Mt 23,27-28).

«La doblez es la peste del misionero; la doblez le quita su espíritu; el veneno y la ponzoña de la Misión es no ser since­ro y sencillo a los ojos de Dios y de los hombres».

Si hay algún impedimento serio para ser continuador de la misión de Jesús y para formar comunidad en Cristo, lo es sin du­da la conducta mentirosa e hipócrita.

c) La vanagloria y la vanidad

La malicia oculta de este grupo de vicios atribuye al hombre el honor y la gloria debidos a sólo Dios. El vanidoso se hincha de humo, presume de apariencias, acicala las pala­bras, ademanes, rostro y vestidos, para agradar a sus seme­jantes; va en busca de honores y aplausos; tiene como conse­jera la fascinación. Pero sólo recoge lo que siembra: humo y vacío. Por otra parte, el que pone su interés en complacer a los hombres, «ése ha recibido ya su galardón en la tie­rra» (Mt 6,2).

d) El respeto humano

Es el último vicio que contrasta con la belleza de la sencillez. El que procede con respeto humano anda pendiente del juicio aje­no, del «maldito qué dirán o qué pensarán de mí», carece de li­bertad, no tiene espontaneidad, vive preocupado de verse sor­prendido en su doblez, como el hipócrita y el fariseo; maquina cómo quedar bien ante los demás, aun a costa de la propia con­ciencia; en fin, le falta coraje y decisión para caminar por la sen­da segura de la simplicidad. En una ocasión dijo Vicente de Paúl:

«Más valdría ser arrojado de pies y manos a unos carbones encendidos que realizar una acción por complacer a los hombres; a la postre, nadie se fijará en si hemos dado gusto a las gentes, sino en si hemos sido fieles a los compromisos por amor de Dios».

IV. Justificación misionera de la sencillez

Los testimonios de Jesús y de sus apóstoles son los que mejor justifican la práctica de la virtud evangélica de la sencillez. Ade­más, el mundo de los pobres espera de sus evangelizadores auten­ticidad y transparencia, tanto más cuanto que la gran masa de las gentes vive de la mentira, de la vanidad y de las apariencias. Así fue antiguamente y así lo es ahora. Por eso ningún remedio más eficaz para combatir el engaño y la hipocresía que la sencillez.

San Vicente exhorta a un misionero:

«Va usted a un país donde dicen que la mayor parte de los habitantes son astutos y taimados. Si es así, el mejor medio para que aprovechen es actuar con mucha sencillez entre ellos».

La predicación sencilla «no utiliza un lenguaje corrompido, ni demasiado bajo, sino el lenguaje usual, limpio, puro y al alcance de todos». El misionero no tiene en sus manos un arma más poderosa para hablar y ganarse al público que el «pequeño méto­do», ejemplo de sencillez evangélica y de caridad.

Al lenguaje de la palabra hay que añadir el de la vida, más convincente que todos los discursos; lo contrario sería un antitestimonio. La ostentación de palabras, de ceremonias y de cualquier gesto que indique superioridad hace daño a los pobres: provocar­les con vestidos y alhajas sólo sirve para desafiar su pobreza. Las Voluntarias de la Caridad lo tendrán en cuenta para no excitar con sus atuendos y brillantes las iras de los abandonados. Pero no sólo los laicos, también los clérigos han de esforzarse en pre­sentar el mensaje del Reino con pulcritud y llaneza, sin refina­mientos ni artificios.

Pablo VI recuerda que, ayer como hoy, «se tiene sed de auten­ticidad. Sobre todo con relación a los jóvenes, se afirma que éstos sufren horrores ante lo ficticio, ante la falsedad y que, además, son decididamente partidarios de la verdad y transparencia». Esta exhortación bastaría por sí sola para justificar la sencillez misionera que Vicente de Paúl, en su tiempo, señaló como el pri­mer punto del proyecto espiritual y apostólico.

V. «La sencillez y la prudencia, dos buenas hermanas inseparables»

La sencillez y la prudencia se distinguen en teoría: hay dife­rencia entre ambas por distinción de razón, pero, en realidad, no tienen más que la misma sustancia y el mismo objeto: agradar a Dios y buscar su gloria. La prudencia silencia aquellas cir­cunstancias que desacreditan el honor del Señor, la caridad del prójimo, o inclinan nuestro corazón hacia la vanagloria. La senci­llez, si no quiere caer en la rusticidad y ramplonería, reclama el auxilio de la prudencia, «que es una virtud que nos mueve a ha­blar y obrar con discreción», y hace todo «según peso, nú­mero y medida» (Sb 11,21).

No obstante, la prudencia tiene un objeto propio, distinto del de la sencillez. Según los teólogos y moralistas, la elección de medios para la consecución de un fin determinado es función propia de la prudencia. Teniendo en cuenta que la sencillez y la pru­dencia «son dos buenas hermanas inseparables», el hombre prudente «usa medios divinos para las cosas de Dios y siente en todo según el sentido y el pensar de Cristo, y nunca jamás según el sentir del mundo, ni según los raciocinios frágiles de nuestro entendimiento.

El Hijo de Dios, Sabiduría encarnada, practicó ambas virtudes a la vez. Lo demuestra el trato con la samaritana (cf. Jn 4,1-43), con la mujer adúltera que los judíos intentaban condenar (cf. Jn 8,7), con los fariseos que, para sorprenderlo, le entregaron una moneda con la inscripción del César (cf Mt. 22,21). Jesús aconsejó, además, practicarlas juntas cuando dijo: “sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas” (Mt. 10,16).

En la conjunción armónica, por tanto, d la sencillez y de la prudencia, el cristiano avanza hacia el encuentro con Dios a quien verá “cara a cara”, polarizado por la mirada encantadora de Jesús.

El hombre sencillo y prudente no sabe que lo es. Vicente de Paúl conoce un testigo excepcional: Margarita de Silly, esposa de Felipe Manuel de Gondi. El Santo refiere de su dirigida: «Me preguntó más de cien veces qué era la sencillez, y era la persona más sencilla que jamás yo he conocido; no podía abrir la boca ni realizar ninguna acción, a no ser con toda sencillez de corazón, pero tenía la habilidad de separar de las cosas las circunstancias perjudiciales e inútiles, pues era también de las personas más pru­dentes».

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