Sembraron con amor

Francisco Javier Fernández ChentoHijas de la Caridad1 Comments

CRÉDITOS
Autor: Sor María Ángeles Infante, H.C., H.C .
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Llegada de las Hijas de la Caridad a Madrid: 3 de septiembre de 1800

I. Situación de la Inclusa de Madrid

En plena celebración jubilar del año 2000 se cumplió el bicentenario de la presencia de las Hijas de la Caridad en Madrid. Se trata de una efemérides gloriosa en la Historia de la Compañía y de la Iglesia de Madrid. Las circunstancias de su llegada hay que situarlas dentro del desa­rrollo de la gran Ley de Beneficencia promulgada por el rey Carlos III a finales del siglo XVIII, bajo el movimiento de la Ilustración. España vivía entonces condiciones políticas, sociales y religiosas muy distintas a las actuales.

Las Instituciones benéficas habían sido creadas en su mayoría por la Igle­sia, pero con el desarrollo progresivo de la Ley de Beneficencia, en tiempos de Carlos IV, sucesor de Carlos III, pasan a ser protegidas por el Estado. Tal es el caso de la Inclusa de Madrid, para cuyo servicio son llamadas las Hijas de la Caridad en septiembre de 1800. Madrid tenía entonces alrededor de 200.000 habitantes, muchas familias numerosas en situación de pobreza que no podían mantener y cuidar a sus hijos, muchas madres solteras o viudas, víctimas de la necesidad o la ignorancia y pocas instituciones benéficas para la acogida de los niños abandonados.

La institución que más niños acogía era la Inclusa, ubicada en la Puerta del Sol con salida a la calle Preciados. Esta institución se había fundado en1567 por la cofradía de Ntra. Sra. de la Soledad y de las Angustias y que en sus inicios se ubicó en el convento de la Victoria. Su finalidad era recoger y acoger a los niños abandonados de Madrid, bajo la dirección de una Junta de Damas, asociación protectora cuyo objetivo era proporcionar a los niños buena crianza y educación.1 Desde el año 1672 gozaba de la protección real y tenía asignación de rentas, empleados dependientes del Consejo de Casti­lla2 con un juez protector. En esa fecha cesó en la dirección y administra­ción de la casa de expósitos o Inclusa, la congregación del Convento de la Victoria.

Económicamente se mantenía con la asignación de rentas establecidas por el Consejo de Castilla y limosnas y donaciones de algunos bienhecho­res. Con el paso del tiempo la administración se fue viciando, fueron au­mentando los niños de forma desmesurada, las amas encargadas de ama­mantar a los bebés discriminaban en la alimentación y cuidados a los que no eran hijos suyos y la situación llegó a ser deplorable y calamitosa.

En estas circunstancias el rey Carlos IV decidió, mediante real orden pro­mulgada el 3 de septiembre de 1799, poner la dirección de la Inclusa bajo la tutela y protección de la Junta de Señoras de Honor y Mérito de la Corte, de­clarando solemnemente la protección oficial y real sobre la institución. Man­daba dentro de la organización de la casa, el juez protector para todos los asuntos contenciosos.3

Se nombró presidenta de la Junta de Señoras de Honor y Mérito a la con­desa de Trullás y Torreplana, Dña. Francisca María Dávila y Carrillo de Al­bornoz, viuda del general Ricardos. Esta ilustre señora asumió con dedica­ción y celo la dirección y gobierno de la Inclusa. Pronto se dio cuenta de la situación de abandono y decidió solicitar a las Hijas de la Caridad para que se hiciesen cargo de los niños y organización de la institución, ya que era una de las peor organizadas del Reino. Así consta en el Acta de la Junta de Damas del 19 de julio de 1799, dirigida al arzobispo de Toledo, de cuya Archidiócesis dependía Madrid, que en aquel entonces sólo contaba con un obispo auxiliar:

«La Inclusa de esta corte tiene la desgracia de ser, tal vez, la peor organizada de toda España y en la que más niños mueren, como se ve por los estados (estadísticas) que los respectivos obis­pos han dirigido al Consejo de Castilla, comparados con el que han presentado aquí los mismos que gobiernan esta Inclusa y cuyo original remitimos a VE., en el que habrá notado con asom­bro, que aquí la pérdida mortal de niños llega al noventa y seis por ciento»4

La situación no podía ser más penosa: hacinamiento de los niños, aban­dono higiénico y sanitario, mala alimentación, alta mortandad y deficiente organización. La Junta de Damas acuerda lo siguiente:

«Creemos resultaría de gran utilidad a la Inclusa traer cuatro o seis Hijas de la Caridad, o sea hospitalarias, de las que tan bue­nos frutos se han logrado en los establecimientos de Lérida, Reus y Barbastro, con cuya asistencia han experimentado los niños y enfermos de aquellas casas de Misericordia las mayores ventajas. Persuadida la Junta de lo mucho que convienen éstas para el es­tablecimiento de la nueva Inclusa y del método que van a poner en ella, pide a su majestad Carlos IV el permiso correspondiente para que vengan».

El edificio de la Inclusa, situado entonces en la Puerta del Sol, entre las calles Preciados y del Carmen, no reunía las condiciones requeridas para atender bien a los niños. Se estaba construyendo un nuevo edificio en la calle Mesón de Paredes y se pensaba ya en el traslado, pero no se realizó hasta el año 1807.

Las razones que llevan a las Damas a solicitar Hijas de la Caridad para atender la Inclusa de Madrid están muy bien expuestas en las actas de sus reuniones y acuerdos:

  • Expectativas de mejora para los niños.
  • Fama de buen hacer en la atención prestada a los niños expósitos y de­satendidos en Lérida, Reus y Barbastro.
  • Convicción y persuasión de la Junta en torno a la conveniencia y necesidad de confiar los niños de la Inclusa de Madrid a las Hijas de la Caridad.

Con esta convicción la Junta de Damas escribe su solicitud el 9 de no­viembre de 1789 al rey Carlos IV, juntamente con la Sociedad Económica de Madrid, pidiendo a las Hijas de la Caridad. Entre tanto la presidenta Sra. Condesa de Trullás gestionó la posibilidad ante el P. José Murillo, cualifica­do y celoso misionero Paúl que a la sazón se encontraba en Madrid ocupado en predicar misiones y dar ejercicios a sacerdotes del Arzobispado de Tole­do. La Real Orden de aprobación no se hizo esperar; el 11 de noviembre de 1799 se promulgó en estos términos:

«Persuadido su Majestad de los buenos frutos que resultará a la Inclusa de la Corte que está a cargo de la Junta, en lo bien asis­tidos que estarán los niños expósitos, si se encargan las hospita­larias o Hijas de la Caridad, establecidas en Lérida, Reus y Bar­bastro, ha venido su Majestad en conceder a la Junta de Señoras el Real permiso que su celo activo solicita, para que, de las tres casas expresadas, vengan a la Inclusa de Madrid cuatro o seis Hijas de la Caridad y se encarguen del cuidado de ella bajo la di­rección inmediata de la misma Junta y en los términos que van a establecerse. Lo que de R.O. participo con esta fecha al goberna­dor del Consejo de Castilla para que expida las correspondientes órdenes al efecto y de aviso a V E. Para su inteligencia y gobier­no de la Junta de Señoras».

Esta Real orden está firmada en San Lorenzo del Escorial a 11 de no­viembre de 1799. No era fácil atender la petición, dada la situación de dis­persión y supresión de las Hijas de la Caridad en Francia a causa de la Re­volución francesa y el incipiente establecimiento en España. Sólo existían tres comunidades: Lérida, Reus y Barbastro; pocas vocaciones, gran distan­cia y dificultad de comunicación entre Madrid y las ciudades con comuni­dades establecidas… Era muy notoria en aquella época la dificultad de co­municación a larga distancia por la lentitud de correos, viajes en calesa o di­ligencia y ausencia de teléfonos.

2. Las Hijas de la Caridad en la Inclusa: Primera Comunidad de Madrid

El P. José Murillo que conocía la situación de urgencia de la Inclusa, se apresuró a transmitir a sor Manuela Lecina, Superiora o Visitadora provin­cial, y al P. Felipe Sobiés, director de las hermanas y Visitador de los misio­neros de la Congregación de la Misión, la terrible situación de abandono y mortalidad experimentada por los niños. Recordó con fuerza la frase de su fundador: «Hemos de correr a socorrer las necesidades de los pobres como a apagar un fuego».

En el corazón de sor Manuela Lecina resonaba sin cesar la consigna de San Vicente:

«Dios siente complacencia por el servicio que hacéis a estos niños, así como se cuida de sus balbuceos e incluso de sus gritos y sus llantos: Cada uno de esos gritos llena el corazón de Dios de confusión, y vosotras, mis queridas hermanas, cuando procuráis calmar sus gritos haciéndoles lo que necesitan por amor de Dios y por honrar la infancia de Nuestro Señor, ¿no estáis dando con­suelo a Dios… estas pequeñas criaturas que dan a Dios una ala­banza perfecta y en las que la bondad de Dios se goza tanto… ?»5

Y conscientes de que el servicio de los pobres debe ser preferido a todo, el P. Felipe Sobiés y sor Manuela Lecina se reúnen en Barbastro para estu­diar y discernir la llamada de la Inclusa de Madrid. Es evidente y urgente la situación de necesidad, pero ¿de dónde sacar seis hermanas preparadas para este servicio?… Después de dialogar y rezar pidiendo a Dios la luz de su Es­píritu, deciden que la Comunidad fundadora de las Hijas de la Caridad en Madrid esté formada por las siguientes hermanas:

Sor Manuela Lecina Aguas, natural de Besians (Huesca) con 40 años cumplidos. De familia muy cristiana y sobrina del padre Julián Lacambra de la Congregación de la Misión, fue de las seis primeras postulantes enviadas a París por el P. Fernando Nualart. Realizado su postulantado en la casa de Caridad de Narbona (Francia), ingresó en la Compañía el 25 de agosto de 1782. Terminado su tiempo del seminario en la Casa Madre de París, fue destinada en febrero de 1783 al hospicio «Petites Maisons» de París, cuyo emplazamiento estaba en lugar muy próximo a la actual Casa Madre.

Volvió a Barcelona el 26 de mayo de 1790 en compañía de la asistenta General sor Juana David y de otras cuatro compañeras que habían partido con ella en 1782. En Barcelona, en el hospital de la Santa Cruz, fue la res­ponsable de organizar el departamento de los niños expósitos y cuando se planteó el conflicto entre la fidelidad a sus Reglas o el seguimiento de las normas establecidas por los administradores, optó siempre por la fidelidad, viéndose obligada, por esta causa, a abandonar el hospital de Barcelona el 24 de julio de 1792. Salió del mismo, con sor Juana David y las demás herma­nas y postulantes que permanecieron fieles.

De camino hacia Barbastro preparó la fundación del hospital de Santa María de Lérida (1792) y el 16 de octubre del mismo año establece la co­munidad en Barbastro y abre las Escuelas de San Vicente de Paúl. A la muer­te de sor Juana David, acaecida en Reus el día 17 de julio de 1793, la suce­dió como Visitadora de las Hijas de la Caridad en España. Maestra de es­cuela y formadora de postulantes y hermanas en los comienzos, se dedicó de lleno a su misión, manifestando siempre gran amor a su vocación, fidelidad exquisita al espíritu vicenciano expresado en las Reglas y dedicación incon­dicional a los pobres.

Fue la persona responsable designada por el P. Felipe Sobiés para esta­blecer la Compañía de las Hijas de la Caridad en Madrid. Tenía 17 años de vocación, conocimiento y experiencia de verdadera Hija de la Caridad. Sabía del trato a los niños expósitos desde su estancia en el hospital de la Santa Cruz de Barcelona y poseía amplia cultura y dotes de buena administradora, tal como se refleja en los cuadernos de su contabilidad que cuidadosamente conservamos.

Con ella vino a fundar en Madrid, sor Rosa Grau, natural de Palautorde­ra (Barcelona). Tenía 31 años de edad y 9 de vocación. Había entrado en la Compañía en Barcelona en el hospital de la Santa Cruz. Allí conoció a las hermanas cuando fue a curarse un dedo y en contacto con ellas sintió la Ha­mada de Dios. En Barcelona, en el contacto directo con Dios, la comunidad y los pobres realizó su postulantado y formación inicial del seminario, orien­tada y dirigida por sor Juana David y sor Manuela Lecina. Cuando la Co­munidad salió del hospital de la Santa Cruz de Barcelona sor Rosa Grau fue destinada a Lérida con sor María Esperanza Blanc, sor María Paula Puig y sor Antonia Burgon, para establecer la Compañía en aquel hospital al servi­cio de los enfermos y niños expósitos.

Sor Rosa Grau también tenía experiencia de servicio a los niños cuando fue designada para la Inclusa de Madrid. Era una hermana de buen espíritu, humilde, trabajadora, educada y amante de la compañía y de los pobres. Su nombre consta en el Libro de Oro de la Compañía y en los libros que reco­gen la historia del hospital de Lérida. El obispo de esta ciudad la tenía en gran estima por ser una Hija de la Caridad espiritual, amante de los pobres y entregada totalmente a su vocación.

Junto a estas dos hermanas, consideradas como los pilares del estableci­miento de las Hijas de la Caridad en Madrid, vinieron otras cuatro más jóvenes:

Sor Basilia Lecina Aquas, de 31 años de edad y tres de vocación. Era her­mana de sor Manuela y había sido formada por ella.

Sor Tomasa Casal, natural de Barbastro, de 20 años de edad y uno de vo­cación. También había sido formada por sor Manuela en la comunidad de Barbastro. Pasó su vida dedicada totalmente a los niños de la Inclusa, donde murió el 20 de abril de 1830.

Sor Cecilia Campos, natural de Barbastro, de 25 años de edad y 5 de vo­cación. Había ingresado en la Compañía en la comunidad de Barbastro y fue formada en el espíritu de la vocación por sor Manuela Lecina. Trabajó con dedicación y entrega en los comienzos y dejó la Compañía el 20 de sep­tiembre de 1818.

Sor Narcisa Banqué, natural de Barbastro de 19 años de edad y uno de vocación. Había ingresado en la Compañía en la comunidad de Barbastro en 1799 y fue recibida y formada en el espíritu y carisma de la Compañía por sor Manuela Lecina. También trabajó con solicitud y dedicación a los niños en los primeros años de su vocación, pero el 28 de septiembre de 1818 dejó la Compañía y se volvió a su casa.6

Antes de emprender el viaje hacia Madrid era necesario conocerse bien y precisar detalles y sobre todo, tener muy claro el servicio que iban a realizar y el espíritu que las debía animar. Con este fin el padre Felipe Sobiés se tras­ladó a Barbastro y allí les comentó y explicó la primera traducción españo­la de las Reglas particulares, manuscrita y todavía sin imprimir, para las her­manas empleadas en los hospicios de niños expósitos:

«Las Hijas de la Caridad empleadas en las Inclusas de niños expósitos, pensarán a menudo en la gran dicha que tienen de ser llamadas por Dios a un empleo tan santo y divino, pues se dirige a cooperar con el mismo Dios a la salvación de alma y cuerpo de esos pobres inocentes, los cuales sin su socorro morirían tal vez en el duro suelo sin bautismo; o si escapasen de estos riesgos, vi­virían mal, morirían desastrosamente por falta de buena educa­ción e instrucción…

Su oficio es servir al Niño Jesús en la persona de cada niño que crían, que en esto tienen la dicha de hacer lo que la Stma. Vir­gen hacía a su amado Hijo, y por cuanto asegura el mismo Señor que el servicio que se hace al más pequeño de los suyos se le hace a sí mismo, según esto, harán lo posible por amar a esas pobres criaturas con tanto cuidado y respeto como si fuesen la misma persona de nuestro Señor…

Respetarán los reglamentos del Centro y servirán a los niños con respeto y devoción, como si un ángel se lo ordenara, como or­denó a San José llevar a Egipto al Niño Jesús y cuidarle allí.. Pe­dirán al Señor la gracia de saber desempeñar bien el oficio… Pon­drán especial cuidado con los recién destetados, los más chiquiti­nes y delicados… Cuando lleguen a los cinco años les aplicarán a aprender a leer y al catecismo… guardando en todo el orden y la manera prescritos por la Superiora…»

Y así uno tras otro, sor Manuela Lecina y el P. Felipe Sobiés fueron co­mentando los 35 artículos que componen las Reglas particulares de las her­manas dedicadas a los expósitos, traducción y transmisión del espíritu de los Fundadores que reflejan delicada sensibilidad y profundo respeto a la perso­na de los niños. Preparadas las hermanas para emprender esta nueva funda­ción, el P. Felipe Sobiés desde Barbastro, escribe a la Sra. Condesa de Tru­Ilás el 20 de agosto de 1800, anunciando el envío:

«Muy Sra. mía de mi mayor respeto y veneración: tengo la sa­tisfacción de haber llegado el día y momento de la partida de las seis Hijas de la Caridad con el Sr Morillo, para Madrid, a fin de satisfacer los piadosos deseos de entrambas Majestades, y santos fines que V.E. con las demás Sras. de esa Iltre. Sociedad (verda­deramente de Caridad) se han propuesto, solicitando el estableci­miento de ellas, en la capital del Reino. Yo bien conozco que los instrumentos son débiles para tan difícil empresa, más también sé que el Señor suele escogerlos y servirse de ellos para sus grandes obras, para que nadie le dispute su gloria. Con todo no puedo negar que me sirve del mayor consuelo y me da la más firme con­fianza de que, el Señor derramará sus bendiciones sobre ese Es­tablecimiento, la buena disposición de las hermanas, prontas y fervorosas a sacrificar hasta su vida para conservarla a esas po­bres criaturas. Por otra parte se corrobora mi esperanza, conside­rando que así como nuestro padre San Vicente, por medio de aquella nobilísima Compañía de Damas de la Caridad, con el au­xilio de las Hijas de la Caridad, conservó la vida de tan gran nú­mero de niños que perecían en París; así la divina Providencia, parece que con los mismos medios, en nuestros días quiere conservar la vida de tantos niños en la Inclusa de Madrid. Quiera el Señor que no queden frustradas mis esperanzas.

Por último E.S. para afianzar más el feliz éxito de ese nuevo Establecimiento, sólo me queda el suplicar a V.E. y a todas las Sras. de esa nobilísima Junta, que se sirva tomar con modo espe­cial bajo su protección, esas Hermanas de la Caridad, y siervas de los pobres…«7

Partieron de Barbastro rumbo a Zaragoza acompañadas por el P. José Mu­rillo y un hermano coadjutor, en calidad de mayordomos de los dos coches de caballos o calesas en los que hicieron el viaje. Por las anotaciones y cuen­tas del P. Morillo entregadas a la Junta de Damas a su llegada a Madrid, co­nocemos el itinerario:

Desde Barbastro fueron a Zaragoza donde se encomendaron a la Virgen del Pilar y compraron para el viaje pan, chocolate, jamón, arroz, garbanzos y otros alimentos por valor de 152 reales de vellón equivalentes a 7,6 duros de la época. De Zaragoza a Madrid siguieron por Longares, Daroca, Tortue­ra, Moranjón, Torremocha, Turiana, Guadalajara y Alcalá de Henares a Ma­drid.

A vista de las paradas realizadas en las Ventas o pensiones del camino, parece que tardaron 10 días en realizar el viaje, con parada de un día com­pleto en Calatayud que les costó 10 duros o 200 reales de vellón. Repuestas las fuerzas, los caleseros, mayordomos y hermanas, continuaron su viaje a Madrid donde llegaron el día 3 de septiembre de 1800. Ese mismo día, des­pués de ofrecer a la Virgen de Atocha su Comunidad y misión, se les dio po­sesión de la Inclusa y comenzaron su servicio.8

3. Servicio realizado por las hermanas

El P. Sobiés en su reunión y motivación de Barbastro había asegurado a las hermanas la bendición de Dios para esta nueva obra. En sus palabras de despedida les había dicho: «El Señor derramará sus bendiciones sobre este establecimiento». Y así fue. Desde su llegada las hermanas experimentaron la fuerza del Espíritu de Dios que impulsaba su trabajo y animaba su misión. La Sra. Condesa del Montijo, secretaria de la Junta de Damas, comunicaba al obispo auxiliar de Madrid y al arzobispo de Toledo la llegada de las hermanas con alegría y grandes esperanzas. Esta comunicación se hizo el día 8 de septiembre de 1800. Se conserva una relación de esta secretaria, con fecha 24 de octubre de 1800, en la que expone el número de niños que aten­dían y cómo se encontraron la Inclusa:

«El número de niños que han entrado en la Inclusa, desde el 1 de octubre de 1799 hasta el 30 de septiembre de este año 1800 en esta Real Casa de la Inclusa, es de 1.169 criaturas, más las 1.300 que había, resultaban 2.469, de las que han fallecido en casa y fuera de ella 1.010. Han sido entregadas a sus padres 124 y remi­tidos al Colegio de Desamparados 62, por lo que ascienden a 1.196 criaturas, quedando hasta la fecha, al cargo de la Casa 1.273.9

Esta era la situación al mes siguiente de la llegada de las hermanas: 1.273 niños, hacinamiento, falta de luz, de espacio, de alimentos, de condiciones higiénicas y sanitarias… Las hermanas y especialmente sor Manuela y sor Rosa, solicitan insistentemente a la Junta de Damas un edificio mejor acon­dicionado, con más luz, más espacios, cunas y camas para los niños, y ca­pacidad para establecer escuelas de párvulos… En septiembre de 1801 sor Manuela Lecina, consiguió realizar el traslado desde la primitiva Inclusa de la Puerta del Sol hasta el edificio llamado «Galera Vieja», ubicado en la calle del Soldado, ahora Barbieri, en el barrio de Barquillo.

Previamente, ya en el mes de abril de 1801, la presidenta de la Junta había pedido un refuerzo de cuatro hermanas más al padre Felipe Sobiés. De mo­mento sólo se pudo enviar a sor Ángela desde Barbastro a Madrid, que aca­baba de ingresar en la Compañía. En meses sucesivos, hasta 1802, se logró el refuerzo de otras seis hermanas. Así lo hace constar la condesa de Trullás presidenta de la Junta, en un informe escrito desde el palacio del Buen Re­tiro el día 22 de marzo de 1802, dirigido al primer ministro, Exmo. Sr. D. Pedro Cevallos, en el que propone la necesidad de crear en Madrid y en Ca­latayud un seminario o noviciado para la formación de las hermanas:

«Exmo. Sr.: En cumplimiento de la orden del Rey que me ha co­municado VE. con fecha de 22 de febrero próximo pasado… Debo decir, que si se considera cómo han venido las Hijas de la Cari­dad a la Inclusa de Madrid, parece que no hay nada que añadir para formalizar en ella su establecimiento, pues han venido en virtud de un decreto del Rey, pasado a su Superior por el Gobierno del Consejo de Castilla.

Pero si esta providencia de S. M se quiere que sea durable se hace preciso establecer una Casa de Noviciado en donde se vayan criando aquellos sujetos que puedan sostener este establecimien­to y todos aquellos a que el Gobierno las destine.

Para poder manifestar con evidencia que sin el noviciado no se pueden mirar como establecidas sólida y durablemente las Hijas de la Caridad ni en esta Inclusa ni en ninguna de las casas que están a su cuidado en el Reino, haré presente, que aunque en Lé­rida, Reus y Barbastro ya las tienen, las rentas de dichas casas son tan cortas que apenas suministran la precisa manutención de los individuos necesarios para la servidumbre de los hospitales de las dos primeras ciudades y las escuelas en la de Barbastro…

Nada prueba más la excelencia de las máximas que les incul­có su Santo fundador, que ver cómo se conserva su espíritu en Es­paña, en donde no tienen noviciado, cosa tan esencial que sin él no puede ni existir ni prosperar este establecimiento… En el novi­ciado es donde puede probarse si la vocación es verdadera, si están tan muertas al mundo y a sus pasiones, que lleven con gusto un trabajo tan ímprobo y que sostienen con constancia y firmeza, sin embargo de que aun los Votos simples que hacen no son sino por un año, al cabo del cual pueden salirse si quieren, y no hay ejemplar de que ninguna haya salido. El tiempo de su prueba dura cinco años…

…Para formalizar el establecimiento de las Hijas de la Cari­dad en la Inclusa de Madrid, es preciso que haya un plantel en donde se formen sujetos propios para desempeñar las obligacio­nes que con tanto acierto ejercen en ella; esto es tanto más con­veniente, cuanto haciendo ver la experiencia de lo útiles que son en los pueblos en que se hallan establecidas, hay otros muchos que las desean… En la Inclusa tenemos doce, y apenas son sufi­cientes, pues se hallan empleadas dos en la cocina, en donde hacen la comida para las amas y para ellas; cuatro, por lo menos, para las salas, como que no faltan ni de día ni de noche; una para el lavadero; otras dos para provisora y enfermera; una que tiene el cuidado de sentar todos los niños que entran y salen… otra para cuidar los bautizos hasta que se destinan a las amas; y la Supe­riora que lleva el gobierno de todo y vigila en que cumplan con sus encargados con la mayor exactitud…

Sentado pues, que para poder formalizar el establecimiento de las Hijas de la Caridad en esta Inclusa (y aun en las demás ciudades del Reino) es necesario empezar por establecer un No­viciado… Si S.M. quiere establecerlo en alguna ciudad de pro­vincia, ella nos puede indicar medios; pero si resuelve fundarlo en Madrid, puede indicar algunos… Toda pretendienta se recibe sin dote, pero la costumbre de los noviciados de Francia, que son los que deben servir de norma (pues aquí nunca los ha ha­bido) han de llevar una porción de ropa, y si son de fuera, de­positar el dinero que cueste el volverlas a su Patria si salen de la casa…»10

La condesa de Trullás estaba bien informada y conocía muy bien la vida de las hermanas. Trata de convencer al rey Carlos IV sobre la necesidad de establecer un seminario o noviciado para que las hermanas se formen y pue­dan atender a todos los necesitados acogidos en las Casas de Beneficencia. Cuando escribe esto, ya la Inclusa ha experimentado un traslado en busca de mejores condiciones de habitabilidad para los niños y las «amas» encarga­das de amamantar a sus hijos y a otros privados de la propia madre. El tras­lado se había realizado los días 2 y 3 de septiembre de 1801, sin bulla y sin llamar la atención. Las vísperas de la mudanza fueron seis hermanas a pre­parar todo. Al día siguiente se unieron las otras cuatro, con los enfermos y los niños enfermos en coche de caballos. Las «amas» fueron a pie con sus niños, unas a una hora y otras a otra. Había 40 amas y algunos niños eran dados a mujeres de pueblos cercanos para su lactancia.

Pocos años después en 1807, se realizó un nuevo traslado a la calle Mesón de Paredes, n.° 77, también con paz, serenidad, discreción y con el mismo procedimiento. Cuatro días antes de la mudanza fueron las hermanas para prepararlo todo con el mayordomo del coche de caballos y el portero. De 10 á 12 de la mañana y de 4 á 6 de la tarde la casa estuvo abierta para que el público la pudiera visitar; esto durante los cuatro días previos a la lle­gada de los niños. Era una forma de ofrecer información y de suscitar cola­boración. También se avisó al diario La Gaceta de Madrid. Hoy hubiéramos llamado a estas sesiones de apertura e información atendidas por dos her­manas «Jornadas de puertas abiertas». Fue una forma de crear mentalidad de acogida, en el barrio de Lavapiés y de hacer ver a la gente que la casa y la Institución era de Madrid y para los niños necesitados de Madrid.

En los libros de actas de la Junta de Señoras se lee lo siguiente sobre el traslado:

«La mudanza se dispuso con la mayor tranquilidad. Las amas, que han mejorado los métodos, están muy contentas y todos estos milagros se deben, en gran parte, al incansable celo y cuidado de las Hijas de la Caridad y a la actividad de las Señoras. Entre los niños de pecho, unos permanecían en la Inclusa, para lo que ya en 1801 tenían cuarenta amas y, otros, eran dados a lactar en los pueblos. Incumbía a las hermanas el cuidado de los unos y de los otros, en forma correspondiente a cada sección, y ni más ni menos de todos los del destete, hasta los seis años, en que los niños pa­saban al Colegio de los Desamparados y las niñas al Colegio de La Paz. Para los mayorcitos se abrió en la Inclusa una escuela de párvulos».11

Sobre el servicio realizado por las hermanas disponemos de otro testi­monio muy valioso conservado en el Archivo Diocesano de Toledo, junto a unos oficios enviados al arzobispo de Toledo por las señoras de la Junta. Se trata de un informe del médico director de la Inclusa, que indica el estado de las criaturas y la actuación de las hermanas:

«… Una de las causas más poderosas que he observado con­tribuyen a la destrucción de los recién nacidos depositados en la Inclusa, es la necesidad de tenerlos que llevar en todo tiempo a la parroquia de San Lorenzo para bautizarlos con la debida solem­nidad. La experiencia ha acreditado que durante la rigurosa esta­ción del invierno, la mayor parte de las criaturas llegan a la casa penetrados de frío, amoratadas, consumidas en el estado de una muerte aparente, y muy próximos a perecer. El celo y cuidado de las Hermanas de la Caridad hacen recobrar la vida a estos ange­litos por medio de friegas y el suave calor que les comunican en su propio regazo al lado de los braseros.

Muchas veces, como yo le he visto, se han tenido que emplear muchas horas al efecto, y cuando se necesitaba continuar esta operación por más tiempo, o tenerles entre mantillas calientes, abrigados en sus camas, se pierde el fruto de tan ímprobo traba­jo, en el momento que se sacan a la calle para llevarlos a la pa­rroquia.

Semejante proceder contrario a la razón y humanidad, está en contradicción con la sana moral; pues que la piedad de nuestra madre la Iglesia ha dispensado siempre hasta sus mismos preceptos cuando han sido incompatibles con la salud temporal de sus fieles…»12

A partir de febrero de 1802, la condesa de Trullás, consciente del bien re­alizado por las hermanas, propone al primer ministro y al Rey la necesidad de establecer un seminario o noviciado sostenido con rentas asignadas por el Estado para dar solidez y firmeza al establecimiento de las Hijas de la Cari­dad en Madrid y en España. Con este fin escribe a la Superiora General sor Antonia Deleau solicitando hermanas formadoras que por causa de la revo­lución francesa no pueden venir.

Ella insiste machaconamente ante el Superior General, el Rey, el papa Pío VII y cuantas personalidades creía podrían tener influencia, hasta lograr que en marzo de 1803 se iniciase el Real Noviciado de Madrid con la finalidad de formar en él a todas las Hijas de la Caridad que debían ir destinadas a los centros de beneficencia del Reino. No fueron fáciles los comienzos del se­minario o noviciado de Madrid. Sor Manuela Lecina sufrió mucho cuando su compañera sor Lucía Reventós puso al noviciado bajo la dependencia del arzobispo de Toledo, apartándose de la dependencia del sucesor de san Vi­cente, en un cisma que afectó sólo a dos comunidades, repitiendo la expe­riencia vivida por las hermanas en Francia desde 1804 a 1815.

Por ello y ante la situación de confusión creada en Madrid, se continuó la formación inicial en Lérida, Pamplona, y posteriormente en Valencia, hasta que sor Lucía Reventós y sus compañeras reconocieron su error y pidieran su adhesión de nuevo a la Compañía en 1818.

La entrada de las Hijas de la Caridad en la Inclusa de Madrid el 3 de sep­tiembre de 1800, marca una fecha trascendental para el Instituto y para la Beneficencia pública en nuestra Patria.13 Su acción fue valorada y reconoci­da por el Rey, por las señoras de la nobleza que integraban la Junta de Damas de Honor y Mérito, por las autoridades civiles y eclesiásticas y sobre todo por el pueblo llano y sencillo. Todos a una fueron solicitando Hijas de la Ca­ridad para los establecimientos de beneficencia pública o privada. Este re­conocimiento social hizo posible su extensión por todas las provincias de Es­paña, a lo largo del s. XIX. Y a lo largo de las contiendas laicas y antirreli­giosas del siglo XIX, siempre fueron respetadas las Hijas de la Caridad de la Inclusa. No sucedió así en 1936 que fueron de las primeras comunidades ex­pulsadas del servicio a los niños. No obstante haciendo un recorrido por la prensa y publicaciones de los siglos XIX y XX, encontramos abundantes testimonios de reconocimiento social a favor de su misión de educación y pro­moción.

Los testimonios descritos manifiestan el servicio realizado por las her­manas en doble dirección: acogida, cariño, cuidado y ternura a nivel huma­no, y promoción cultural y espiritual. La calidad y los efectos del servicio prestado son reconocidos por las señoras y los médicos en los informes pre­sentados al Sr. Arzobispo de Toledo y a su Majestad el Rey:

  • Disminución inmediata de la mortalidad.
  • Defensa de la vida y promoción de la misma en todas sus facetas. Mejoras en la higiene.
  • Mejoras en los espacios dedicados a los niños y a las «amas»: luz, orden, limpieza, calor…
  • Mejoras considerables en la alimentación.
  • Mejoras en los métodos de lactancia utilizados por las amas. Creación de la Escuela de párvulos…
  • Permiso para tener capilla propia y poder bautizar allí a los niños como anexo de la parroquia de San Lorenzo, a fin de evitar el frío en el in­vierno y el excesivo calor en el verano.
  • Mejoras en la educación trasladándose el colegio de La Paz al lado de la Inclusa, con entrada directa por la calle Embajadores.
  • Apertura de la Institución al barrio, recibiendo en el colegio de La Paz niñas del entorno como alumnas externas.
  • Creación del obrador y talleres para poder ofrecer un oficio a los niños y niñas acogidos.
  • Clases de música y artes liberales una vez finalizada la guerra de la In­dependencia.

4. Ecos artísticos y reconocimiento social

En el Madrid de 1800 causó impacto la presencia de aquellas hermanas, su misión de sembradoras de vida en gratuidad, sin más recompensa que la satisfacción de saberse amadas por Dios y la de ser transmisoras de su mi­sericordia y ternura entre los niños pobres y abandonados. La revista de la Ilustración Católica ha recogido en preciosos grabados el eco del pueblo ex­presado por los artistas:

El grabado más antiguo data de 1801. Fue realizado por Francisco Mun­taner, catalán afincado en Madrid y grabadista destacado de la época. En una litografía titulada San Vicente de Paúl, representa a San Vicente de pie, re­vestido con roquete blanco y nimbado por radiante aureola de luz. En la mano derecha sostiene el libro de las Reglas que entrega a sor Manuela Le­cina situada a su derecha de rodillas. Sor Manuela a la vez que recoge de manos de San Vicente las Reglas, dirige su mirada hacia el rostro del Santo Fundador mientras sostiene con la mano izquierda el brazo de una niña de la clase de párvulos. Al lado izquierdo de San Vicente está también de rodillas sor Rosa Grau sosteniendo un bebé en mantillas. La escena refleja la misión educadora de sor Manuela como maestra y organizadora de las escuelas de párvulos de la Inclusa y las clases del Colegio de La Paz.

También manifiesta la labor realizada por las hermanas, en la persona de sor Rosa Grau, que sostiene en sus brazos un niño vestido, aseado y recos­tado sobre su hombro izquierdo en actitud maternal. Ambas hermanas visten el delantal de servicio y trabajo. La escena refleja también la fidelidad al es­píritu legado por San Vicente, la fidelidad a las Reglas y la fidelidad a la mi­sión de servicio realizado: acogida, cuidado, educación, cariño, ternura y promoción.

Al fondo del grabado de Muntaner, en el lado derecho de San Vicente y en el ángulo superior izquierdo, aparece la silueta del antiguo hospital de In­curables de Madrid al que llega un enfermo transportado en parihuela, la am­bulancia de la época, y una hermana de tamaño muy reducido le espera con la puerta ablerta. El artista ha representado el deseo y la esperaza del hospi­tal de Incurables de tener en el futuro Hijas de la Caridad al servicio de los enfermos, acontecimiento hecho realidad en el año 1816. En el ángulo su­perior derecho se representa la silueta y entrada de la Inclusa, lugar de la ac­ción vicenciana representada en el grabado.

Con razón la condesa de Trullás afirmaba repetidamente que «nada prueba más la excelencia de las máximas que les inculcó su santo Funda­dor, que ver cómo se conserva su espíritu en España». Esta piadosa señora estaba convencida de ello y probablemente fuera ella quien encargó a Mun­taner la plancha de cobre que sirvió para multiplicar su grabado y preciosa litografía.

La revista de la Ilustración Católica recoge otra bonita escena de dos her­manas rezando de rodillas con unos niños en la iglesia del barrio, con la gente popular del entorno: niños y ancianos. Las hermanas formaban parte de la vida del barrio también en la oración y prácticas de piedad. En el gra­bado ellas destacan por su recogimiento y devoción mientras realizan su ora­ción en un banco casi debajo del púlpito, en la parroquia del barrio. El títu­lo del grabado: «En la Iglesia y con el pueblo».

Otro eco de la misión realizada por las hermanas en la Inclusa de Madrid está bellísimamente representado en un cuadro pintado hacia 1830 con mo­tivo de la fiesta de la traslación de las reliquias de San Vicente de Paúl. El cuadro lleva por titulo «La gloria de San Vicente en sus obras».Es de autor anónimo y de profundo valor simbólico. San Vicente aparece en el centro, glorioso, entre nubes y portando una gran estola al cuello. Alrededor del santo Fundador se representan en óvalos más o menos regulares todas las obras vicencianas: misiones, seminarios, escuelas, hospitales, inclusas, Damas de la Caridad, etc… La más próxima físicamente al Santo es la re­presentación del servicio realizado entre los niños abandonados.

El artista ha recogido una escena de contraste fuerte e impactante: en la calle junto al torno sobre el que se leía la inscripción «aquí se dejan los niños», el rostro lleno de angustia de una madre joven vestida de negro que no ha tenido más remedio que abandonar a su hijo en el torno de la Inclusa. Al otro lado, el pintor del cuadro se toma la licencia de romper y rasgar el muro, para dejarnos ver lo que ocurría dentro de la sala de acogida de los niños. Otra mujer, una Hija de la Caridad, acoge con brazos temblorosos y mirada llena de cariño al niño abandonado por su madre al otro lado del torno. La hermana lo estrecha junto a su pecho, le envuelve con su delantal y contempla en silencio su llanto viendo en su rostro a Jesús de Nazaret. De­trás de la hermana, el pintor ha representado un sagrario abierto y vacío para damos a entender la experiencia de fe de la hermana y la consigna de San Vicente: «dejar a Dios por Dios cuando las urgentes necesidades de los po­bres lo exijan». Más de una vez las hermanas debieron, como en tiempo de los Fundadores, dejar al Dios de la oración, al Dios del sagrario para encon­trarle vivo en el niño abandonado que acogían en sus brazos. Estaban ha­ciendo vida las enseñanzas de San Vicente y contemplando a Jesucristo en el pobre.

5. Superación de dificultades

La historia de las Hijas de la Caridad de la Inclusa a lo largo de su bi­centenario, es como un serial de gozosas aventuras bajo el lema: «Las difi­cultades superadas abren caminos de promoción».

La primera dificultad que se encuentra sor Manuela Lecina y sus compa­ñeras es la situación de abandono y desorden de la Institución. Ponen solu­ción buscando medios, más espacios, mejores condiciones sanitarias, nuevos métodos de crianza de los niños y educación.

Otra dificultad o escollo notorio es haber iniciado el servicio sin una con­trata o convenio sólido que especificase derechos y deberes de las hermanas y de la Junta de Señoras. Ante la situación de abandono de los niños preva­leció la urgencia del corazón sobre la seguridad de las condiciones legales o jurídicas. Fueron fieles a la consigna de S. Vicente: «El servicio de los po­bres debe ser preferido a todo», y más cuando la vida está en peligro. Pasado un año de presencia y servicio en la Inclusa, el P. José Murillo presenta, el 7 de enero de 1802, entre otras cuestiones, la necesidad de formalizar un convenio o contrata con las hermanas. La solicitud se dirige al primer mi­nistro Exmo. Sr. D. Pedro Cevallos. A la vez la condesa de Trullás piensa en la necesidad de un seminario o noviciado en Madrid y por su cuenta realiza gestiones ante el papa Pío VII, el rey Carlos IV, la Superiora General de las Hijas de la Caridad, sor Antonia Deleau, el Director de las hermanas en Es­paña, P. Felipe Sobiés, el arzobispo de Toledo y cuantas personas creía podí­an ejercer alguna influencia sobre el tema. Su machacona insistencia, su temperamento dominante y su experiencia sobre el establecimiento de las Salesas en Madrid, provocaron ingerencias innecesarias y graves interferen­cias en la vida de las hermanas. Se ganó la amistad y voluntad de sor Lucía Reventós que vino de Reus para ser directora del seminario, pero arrastrada por las ideas de la Condesa y por su afán de protagonismo e independencia logró separar la Casa Real Noviciado de las del resto de la Compañía po­niéndola bajo la dirección del arzobispo de Toledo. Desde 1806 hasta 1818, sor Manuela se sintió en el deber de respetar y hubo de retirar su autoridad sobre aquella comunidad para evitar conflictos y la consiguiente falta de tes­timonio evangélico.

Pero dadO que el rey Carlos IV a propuesta de la Sra. Condesa de Trullás había establecido una escritura de contrata única para la Inclusa y el novicia­do, fue preciso el permanente ejercicio de la paciencia, prudencia y caridad por parte de sor Manuela y comunidad hacia las hermanas del noviciado que se ubicaron en la calle San Agustín n.° 3, a partir de 1807. A causa de los constantes sufrimientos sor Manuela enfermó y terminada la guerra de la In­dependencia se trasladó a Barbastro con su hermana sor Basilia donde hizo imprimir la primera edición de las Reglas en español (año 1815), cuya tra­ducción gozaba de la autorización y visto bueno del Consejo de Castilla.14

La fidelidad en medio de la paciencia, la oración constante y la con­fianza en la Divina Providencia produjeron sus frutos ya que en 1818, las hermanas del Real Noviciado, tal como lo reconoció S.M. Carlos IV, vol­vieron al redil de la unidad en el espíritu de la Compañía. Sor Manuela murió ese mismo año, el 24 de julio, consciente de que el grano de trigo que se entierra en el surco se pudre y muere para dar el fruto de una nueva vida en espiga lozana y firme. Sus ojos mortales no vieron la vuelta al redil, pero desde la otra orilla, en la eternidad, celebró la comunión frater­na en la fe, la obediencia y la fidelidad al espíritu de la vocación conteni­do en las Reglas.

A estas dificultades no pequeñas que pudieron hundir el establecimiento de la Compañía en España, se añadieron las pruebas y calamidades de la guerra. Transcribimos a continuación la descripción que hace el P. Nicolás Más de la situación de la Inclusa durante la invasión francesa:

Fue angustioso su estado por falta de recursos y notable aumento de cria­turas. En su visita a la Inclusa del rey José Bonaparte I, en 25 de febrero de 1809, manifestó «que estaba muy complacido del aseo, limpieza y asisten­cia a los niños y niñas de los dos establecimientos, a los cuales ofreció su soberana protección».

Poco después, el 9 de marzo, la Sra. Vicepresidenta recibió de Palacio un oficio que decía:

«… Entre tanto que Su Majestad realiza los medios de benefi­cencia ilustrada a favor de un establecimiento tan recomendable como el de niños expósitos y niñas del Colegio de La Paz, no quie­re diferir un instante el acreditar con un corto y pronto rasgo el gran interés que le merecen y lo sumamente satisfecho que ha que­dado al ver el orden y aseo que, gracias a V.E. y sus dignas com­pañeras, reinan en aquellas casas. Me ha encargado, pues, que prevenga, como lo ejecuto en esta fecha, al encargado de los rea­les almacenes de la Fábrica de Guadalajara tenga a disposición de V.E. las sargas que necesitan para vestir completamente las niñas, maestras y amas».15

Pero la situación llegó a tal extremo que, en diciembre de aquel mismo año, fue menester vender los vasos sagrados y se comunicó a la Junta de Se­ñoras:

«Ordeno al Colector para que, reservados tres cálices, dos co­pones y la custodia, pasasen la demás plata a la Casa de Mone­da, lo que habiéndose ejecutado, resultó el peso de ciento seis marcos, que a razón de ciento cuarenta y ocho reales cada uno, importa quince mil setenta y tres reales, que satisfarían en metá­lico a la mayor brevedad».

En medio de tales apuros, cada día mayores a causa de la guerra, trataron las Autoridades de acrecentárselos, mandando a la Inclusa los niños del Hos­picio. Aunque la Junta con fecha de 9 de abril de 1812, «contestaba que ello era imposible, y que no había camas ni espacio, además de falta de medios de sustento para acogerlos…»

Y tanto aumentaron los niños de la Inclusa que la Junta de señoras se vio obligada a pedir locales en la escuela Pía del Avapiés, entonces desocupada, trasladando a ella los niños por algún tiempo, en beneficio de su salud y mayor trabajo para las hermanas.

Al evacuar las tropas francesas, en agosto de 1812, y abandonar la Corte, se vio la casa privada del socorro de pan y carne, que diariamente le daba el Gobierno francés de las provisiones del ejército, sin cuyo socorro hubieran perecido y, tan apurada era la situación de la casa, que en diciembre se acu­dió a la caridad pública por medio de la prensa.

Pero fue en mayo de 1813 cuando la penuria se extremó de tal manera que las Señoras pensaron tener que abandonar los niños. En la sesión de la Junta del día 19 de diciembre de 1813 se dejó en acta: «La Junta, angustiada de la grandísima escasez que hay en la Inclusa y colegio, como la enorme deuda de sus dependientes a quienes se está debiendo cuatro años de salario, más de qui­nientos mil reales a las amas de afuera, sin contar las deudas a los abastecedo­res, desnudos y hambrientos los niños y niñas de ambos establecimientos, que por falta de subsistencia, fallecieron el año pasado mil ochocientos sesenta y cuatro y hasta fin de abril del presente han muerto doscientos cuatro…»

Son de suponer las amarguras de las hermanas en tales circunstancias, pues se refiere a ellas, en 1817, sor Rosa Grau cuando afirmaba:

«Razón de lo que tengo percibido de lo que las hermanas traba­jamos en el tiempo de las miserias, estando los franceses, con per­miso de las Señoras Curadoras, con el motivo de no poder pagarnos la casa por estar en tanta miseria, nos fue preciso entregarnos a va­rias labores para poder ganar alguna cosa para vestirnos y cobrar­nos, los ratos que nos quedaban, a lo que las señoras convinieron complacidas.

A pesar de que no éramos el número completo, nos vimos preci­sadas a tomar doble trabajo. Y las Hijas de la Caridad debemos tra­bajar siempre en beneficio de la casa y, por tanto, propuse a las Se­ñoras que, cuando nos pagaran, se descontaría de nuestra pensión.

Empezamos el año 1808 hasta el año 1814, en que he sacado la cuenta haber ganado por este medio y en este tiempo ocho mil rea­les, que se descontarán en estos meses de atrasos.

Y la Junta debiéndoles a las hermanas diecinueve mil reales, manda se les abonen ocho mil. No quiso la Divina Providencia que llegase este Asilo a su total ruina y, en septiembre de 1813, vino en su ayuda una interesante limosna por conducto de D. Francisco Ja­vier Vales. Con éste y otros socorros que llegaron por manos de las hermanas, aliviaron tan penosa situación».

La vida ejemplar y admirable constancia de las Hijas de la Caridad era patente en cuantos visitaban la Inclusa. Mientras las otras hermanas separa­das, las del noviciado, seguían los derroteros del cardenal de Toledo, se daban diferencias enormes entre ellas, y en la valoración que de ambos ban­dos tenían las autoridades de la Corte, las de la Inclusa aparecían como las auténticas Hijas de San Vicente (Actas de la Secretaría de la Inclusa).16

Situaciones de penuria parecidas sufrieron las hermanas de la Inclusa du­rante la guerra carlista que asoló Madrid y otras ciudades a la muerte de Fer­nando VII, de 1833 a 1839. Así lo describe el padre Nicolás Mas: Una de las casas de las hermanas donde la epidemia del año 1837 hizo más estragos fue la Inclusa y el colegio de La Paz, tanto que compadecidas las hermanas del noviciado enviaron a la Junta de Damas de Honor y Mérito un oficio, pi­diendo como gracia permiso para ir en su auxilio.

«El aspecto lastimoso —dice— que en la actualidad presentan los establecimientos reunidos de la Inclusa y Colegio de La Paz, puestos bajo la dirección de la Excma. Junta de Damas de Honor y Mérito, ha llamado la atención, especialmente por parte de las Hijas de la Caridad, de las cuales muchas han sucumbido bajo el exceso de trabajo que tantas enfermedades les acarrea… En el día son cinco las hermanas postradas en cama, algunas de las cuales, incluso la superiora, se hallan en inminente peligro de perder la vida!»

Además del cólera morbo, sobrevino la enfermedad del tifus, que oca­sionó también muchas defunciones. En la memoria impresa de aquel año, le­emos un informe de la misma señora Duquesa, viuda de Gor:

«La Inclusa se ha resentido en gran manera de las circunstan­cias que todos deploramos. La guerra y la pobreza que ha opri­mido a los pueblos de esta Provincia, sin duda, ha influido en la salud y ha devuelto a los niños extenuados casi para expirar. Se reunieron a la vez más de setenta de éstos, y puede asegurarse que pocos de ellos han salvado la vida, particularmente los que ya no lactaban. La casa ha podido llamarse hospital desde el mes de mayo. Las Hermanas de la Caridad destinadas a aquel departa­mento no eran suficientes y toda la Comunidad alternaba por horas para ayudar en su asistencia, igualmente que las colegialas, a quienes se les comunicó la oftalmía de que venían acometidas y la han padecido más de las dos terceras partes. Una hermana per­dió la vista.

A esto sobrevino en el mes de julio las calenturas biliosas pú­tridas, que paulatinamente fueron aumentando, y los médicos opi­naron que la enfermedad no era contagiosa, si bien para evitar in­convenientes, por lo que fuera, era preciso desahogar la atmósfe­ra de tantos hálitos reunidos. Al efecto, sin pérdida de momento, pedí personalmente al Gobierno el extinguido convento de Santa Catalina y, teniendo en consideración lo urgente de esta medida, a las veinticuatro horas lo puso a disposición de la Junta, y el día siete de octubre se trasladaron a él doscientas cinco colegialas y cuatro Hermanas de la Caridad, cuya fortaleza espiritual ha esta­do bien a prueba. Veinte de ellas han padecido mucho y muerto cinco…»

La Comunidad del Real Noviciado acudió en auxilio de la Inclusa, pi­diendo a las señoras, como una gracia especial, el ayudar a sus hermanas:

«El aspecto lastimoso —dice—, que en la actualidad presentan los establecimientos reunidos de la Inclusa y colegio de La Paz, ha llamado la atención, especialmente por parte de las Hijas de la Caridad, de las cuales muchas han sucumbido por el exceso de trabajo, que tantas enfermedades les acarrea y que aumenta en proporción de las que son».

Pero la bendición de Dios prometida por el P. Felipe Sobiés en 1800 se fue haciendo fuerza en la dificultad, consuelo en el dolor, aliento en las prue­bas y estímulo para sembrar vida, trabajo y ternura entre los niños pobres y abandonados. Dificultad no menos importante para la vida interna de las hermanas fue la lejanía de los misioneros de la Congregación de la Misión. En ellos encontraron siempre apoyo y aliento vocacional. Por eso convenci­das de la necesidad del establecimiento de los misioneros Paúles en Madrid, cuatro Hijas de la Caridad, representantes de las cuatro comunidades, solici­tan a S.M. el rey Fernando VII en diciembre de 1826 una casa para los mi­sioneros a fin de que pudieran dirigirlas y ayudarles. Las hermanas que for­malizaron esta petición fueron:

Sor Lucía Reventós, hermana sirviente del noviciado de la calle San Agustín; sor Rosa Grau. hermana sirviente de la Inclusa y colegio de La Paz de las calles Mesón de Paredes y Embajadores; sor Vicenta Molner, herma­na sirviente del Hospital General de Atocha y sor Luisa María Adsarias, her­mana sirviente del hospital de mujeres incurables de la calle Amaniel.

El Rey acogió la petición y el 3 y 31 de diciembre de 1827 promulgó las reales órdenes que permitían el intercambio de las casas de Barcelona y Ma­drid. La instalación oficial de los misioneros de la Congregación de la Mi­sión en Madrid, se realizó el día 17 de julio de 1828, con gran satisfacción de las hermanas de las cuatro comunidades.

La falta de medios económicos fue desde los comienzos una dificultad seria que amenazó la vida de la institución en más de una ocasión. Sor Ma­nuela Lecina y su sus sucesoras como hermanas sirvientes sor Rosa Grau y sor Esperanza Blanc, solicitaron a las señoras la organización de colectas, rifas y negociación de rentas estatales a favor de la casa y de la educación y crianza de los niños. Hubo también personas buenas que hicieron legados y donaciones de bienes y tierras a favor de la Inclusa. También el Arzobispa­do de Toledo de cuya sede dependía entonces Madrid, realizó asignaciones estables para el socorro de los niños. Otra fuente de ingresos procedía del trabajo de las chicas y hermanas en el obrador de costura y plancha, la pa­nadería y la fábrica de chocolate, instaladas ambas en el recinto de la casa.

Hacia 1908 se construye un anexo a la Inclusa en la calle O’Donnell, en­tonces las afueras de Madrid. Se llamó Asilo de San José y tenía como fina­lidad lograr una atención más cuidada a los niños delicados y enfermos. También en’este anexo se construyeron pronto escuelas de párvulos en las que se cuidaba la instrucción y educación. Poco a poco, la Junta de Señoras de Honor y Mérito fue ampliando los locales e instalaciones del primitivo Asilo de San José, hasta lograr en 1928 el traslado completo de todos los niños, amas, empleados y hermanas de la Inclusa.

La evolución de los tiempos y el progreso social hacen necesario adaptar las instituciones a las necesidades. Hoy los pequeños Hogares han sustituido a los Hospicios e Inclusas y en su lugar, en la calle O’Donnell existe una Re­sidencia de ancianas dirigida por la Comunidad de Madrid en la que están acogidas todavía un grupo de ancianas que fueron alumnas internas de la In­clusa y colegio de La Paz. Son atendidas por personal contratado seglar y una comunidad de Hijas de la Caridad que siguen ofreciendo calor, cariño, ternura y servicio como profetas y testigos de la bondad de Dios.

6. Huellas de amor y servicio

El recorrido histórico por la primera Comunidad de las Hijas de la Cari­dad en Madrid nos pone de manifiesto:

  • La disponibilidad de las hermanas para acudir a las necesidades de los pobres sin mirar seguridades de ningún tipo.
  • Su capacidad de trabajo y colaboración con los seglares comprometidos en tareas caritativas: las Señoras de la Junta de Damas de Honor y Méri­to.
  • Su creatividad para buscar y mejorar métodos de educación y promo­ción a favor de los niños y las «amas».
  • Su fortaleza de ánimo para superar dificultades y buscar los medios más apropiados para salir adelante.
  • Su fidelidad incondicional a Dios y al espíritu de la Compañía mani­festada en la edición de las Reglas en español: Barbastro 1815 y 1817; Valencia 1819; Madrid 1830…
  • Su coraje para incorporar al mundo laboral a las chicas y chicos de la Institución, proporcionándoles trabajo y oficios que les sirvieran para «ganarse la vida» (obrador, panadería, fábrica de chocolate…).
  • Su celo apostólico, cuidando con esmero la formación cristiana de los niños, jóvenes, amas y personal colaborador, así como el estableci­miento de asociaciones cristianas vivas: Hijas de María, Acción Cató­lica, etc…
  • Su interés por la formación permanente y constante actualización para ofrecer un ,servicio mejor cada día.
  • Su mirada hacia el futuro con esperanza, sin dejarse abatir por las di­ficultades del presente.
  • Su confianza en la Providencia que mantenía su ánimo sereno y alen­taba cada día su entrega.

Después de 200 años de andadura, damos gracias a Dios que guía y con­duce nuestra historia, entre luces y sombras, por los caminos del amor y del servicio. Las huellas que nos han dejado son invitación a seguir caminando con el mismo ánimo y urgidas por el mismo Espíritu.

Sor Mª Ángeles Infante, H.C
Tomado de: Anales, 2001, Tomo 1

  1. HERNÁNDEZ, M.a Carmen: Las Hijas de la Caridad en España, Ed. CEME, Salamanca 1989, pp. 161-166; Cf. también: MAS, Nicolás: Notas para las Hijas de la Caridad, Ed. CEME, Sala­manca 1988, p. 13.
  2. EL CONSEJO DE CASTILLA o Consejo Real era un organismo corporativo de orden político ad­ministrativo, con autoridad propia y anterior al régimen constitucional. Lo tenían los reyes espa­ñoles como órgano político de asesoramiento, aprobación y control en determinados asuntos po­líticos y administrativos. Fue instituido por Fernando III, como ayuda en la resolución de asuntos graves. Inicialmente estuvo formado por Doce sabios (prelados y nobles), llamados oidores de San Fernando y se llamó Consejo Real; con el paso del tiempo se le dio el nombre de Consejo de Castilla. Este Consejo dio su visto bueno y aprobación al establecimiento en Madrid de las Hijas de la Caridad.
  3. Pasucal Madoz: Diccionario geográfico… Tomo de Madrid, apartado «Beneficencia pública». Inclusa y Colegio de La Paz, pp. 875 y ss.
  4. MAS, Nicolás: Notas… o. c., p. 13.
  5. S. VICENTE DE PAÚL: Corr. a las H.C., Ed. CEME, Salamanca 1983, p. 117, núms. 222-223.
  6. Datos tomados de los catálogos de la Provincia española de las Hijas de la Caridad.
  7. AICP (Archivo de la Inclusa y Colegio de La Paz): Documentos de la Fundación y Estable­cimiento de las H.C, conservados en el archivo regional de la CAM.
  8. HERNÁNDEZ, María Carmen: Las Hijas de la Caridad en España (1790-1856), Salamanca 1988, Ed. CEME, pp. 163-164.
  9. MAS, Nicolás: Notas…, o. c., p. 15.
  10. A.M.I. (Archivo del Ministerio de Justicia), Religiosas. Sección Hijas de la Caridad. Lega­jo 3.754. Exp. 12.350.
  11. MAS, Nicolás: Notas.o. c., p. 16.
  12. A.D.T. (Archivo Diocesano de Toledo). Legajo: Hijas de la Caridad de la Inclusa de Ma­drid.
  13. MAS, Nicolás: Notas…, o. c., p. 15
  14. A.M.J. (Archivo del Ministerio de Justicia). Religiosas. Sección Hijas de la Caridad. Lega­jo 3754; Exp. 12.350.
  15. VARGAS, Pedro: Historia de las H.C. en España, Ed. Restringida, Madrid 1996, pp. 154-156.
  16. MAS, Nicolás: Notas…, o. c., pp. 58-59.

1 Comments on “Sembraron con amor”

  1. Gracias por esta genial información. Merece que sea conocida esta historia y sus méritos infinitos de quienes han participado en ella.

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