Santiago Masarnau (sobre que el hombre es instrumento de Dios)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL DÍA 11 DE ABRIL DE -1880.

En seguida el Sr. Presidente del Consejo Superior manifestó su viva gratitud al Excmo. Sr. Nuncio de Su Santidad, en nombre de todos sus consocios, por el favor que dispensaba a la Junta dignándose honrarla con su presencia, y pidió su venia para que se leyese un pequeño discurso que había preparado para este acto.

El Excmo. Sr. Nuncio tuvo la bondad de acceder a la petición, y un joven consocio, por encargo de dicho Señor Presidente, leyó lo que sigue. Excmo. Sr.:

Amados hermanos en J. C.:

Antes de todo, creo deber hacer presente a la Junta, que aun cuando hay varios, o por mejor decir muchos consocios, que se hubieran podido encargar de este pequeño discurso, y que lo habrían escrito con mayor perfección, he deseado yo, y así lo manifesté al Consejo en su última sesión, dirigir la palabra, previa la venia del Excmo. Sr. Presidente, a mis muy amados consocios aquí reunidos, y aun a los ausentes si se publica, como suele hacerse, en el Boletín todo lo que aquí se lee.

Sí: tenía gran deseo de cumplir lo que considero como un deber, haciendo esta tarde una pública manifestación a todos mis consocios de mi viva gratitud por el interés que han manifestado

Acaso no haya un solo socio que no recuerde con tristeza los años que vivió sin conocer esta Sociedad, ni aun saber que existía. ¿Dónde se encuentra la confianza que reina entre nosotros, esa intimidad que el mundo no conoce ni puede conocer, ese afecto tan puro que nos profesamos, y en cuya comparación todas las amistades de la tierra nada valen? ¿Dónde hay goces tan puros como los que aquí disfrutamos? Creóse equivocadamente que nos mortificamos al visitar los pobres subir a sus bohardillas y luchar con sus imperfecciones: pero ¿qué comparación tienen esos pequeños padecimientos con los goces de la limosna, del consuelo, del afecto que les profesamos? ¿y quién de nosotros no ha vertido lágrimas de alegría al observar los efectos de la visita a los pobres? ¿Hay en el mundo mayor consuelo (y todos lo necesitamos más o menos) que el de consolar al afligido? ¿Hay mayor goce que el de proporcionar al necesitado socorro, vestido, alimento y modo de ganarse la vida? ¿Hay mayor satisfacción que la de reconciliar a parientes o amigos desavenidos, la de regularizar matrimonios, legitimar hijos mal habidos, etc.?

Pues esas son nuestras mortificaciones, y eso es lo que el mundo no ve ni quiere ver, porque el frío egoísmo que en él reina, no se lo permite.

Pero nosotros, que disfrutamos de todos esos beneficios, seríamos muy culpables si no nos esmerásemos todo lo posible en agradecerlos, y esto no a hombre alguno, sino al que se vale del hombre para llevar a cabo sus adorables designios, y al que no pueden faltar hombres de quien valerse, a nuestro gran Dios, al Dios de las misericordias, al Dios de amor.

Terminaré con un consejo, ya que me he tomado la libertad de hacer una reconvención.

Dirá alguno tal vez: «yo bien quisiera tener esa fe viva, esa confianza ilimitada en la Divina Providencia, que me libertaria de todas mis dudas y de todos mis temores; pero ¿cómo la adquiero?» Hay un medio muy seguro, como lo experimentará el que lo emplee. Este medio es la frecuencia de Sacramentos, la Comunión frecuente. Es imposible comulgar con frecuencia y no crecer en amor, y al crecer en amor se crece igualmente en fe y en esperanza. Los discípulos, de Emaús no conocieron al Salvador hasta la fracción del pan; pero llegada ésta, se abrieron sus ojos, esto es, los de su fe, y le conocieron. Por eso nuestra humilde Sociedad ha trabajado, tanto en España como en todos los países en que se ha ido introduciendo, para extender la Comunión frecuente por medio de sus publicaciones, con sus continuas exhortaciones, y sobre todo con su ejemplo; pues bien sabido es que aunque no tenemos más que cuatro Comuniones de Reglamento alano, la mayoría de ¡os socios frecuenta todo lo posible la sagrada Mesa.

Pero sería de desear que esa mayoría se convirtiese en totalidad, A los que a ella no pertenecen podría yo amonestar con elocuencia, si la tuviese; pero a falta de ella, me limitar e a decirles; «Gustate et videte.» Probad, gustad, experimentad las delicias de la sagrada Comunión, y veréis que son tan superiores a todas las que podemos disfrutar en este valle de lágrimas, corno el cielo es superior a la tierra.

No se puede ni aun imaginar un goce comparable con el de recibir en nuestro pecho al objeto de todo nuestro amor y unirnos íntimamente con Él Tampoco hay palabras que puedan expresarlo.

Comulguemos pues, comulguemos a menudo, y nuestra fe crecerá admirablemente. Comulguemos con frecuencia, y nuestra confianza se aumentará cada día más y más. Comulguemos todo lo más posible, y nosotros mismos nos admiraremos de los efectos de la Sagrada Comunión. Uno de ellos será el hacernos referirlo todo a nuestro Dios, y nada a los hombres; esperarlo todo del Criador, nada de la criatura; amarle cada día con mayor ardor y hasta la muerte, para saciarnos después por toda la eternidad en su visión beatífica, que de corazón deseo a todos mis amados consocios.»

Terminada la lectura de este discurso, el Señor Presidente del Consejo Superior rogó al Excmo. Sr. Nuncio de Su Santidad, que presidia la Junta, que se dignase dirigirle algunas palabras, aunque fuese en italiano, que los socios oirían con sumo gusto; y accediendo benévolamente a este ruego, el Excmo. Sr. Nuncio pronunció en dicho idioma un bellísimo discurso, cuyo resumen viene a ser el siguiente:

Me felicito, dijo S. E., de hallarme entre los socios de San Vicente de Paúl, y dirigiéndome a ellos no puedo menos de recomendarles eficazmente el ejercicio de la caridad, lo que si en todos tiempos ha sido necesario, lo es hoy más que nunca, porque cuando la fe ora más viva, no necesitaban los hombres de mucho impulso para ejercerla; pero hoy, que tanto se habla de filantropía, y que en rigor lo que reina en la sociedad es un puro egoísmo, se hace mucho más indispensable aquella preciosa virtud.

Con sumo gusto veo que las Conferencias de San Vicente de Paúl la practican en todo el mundo; y he de decir con verdad, que donde quiera que me he encontrado representando al Padre Santo, uno de mis más gratos consuelos ha sido en hallarme en medio de los socios de San Vicente de Paúl, y ver el bien que hacían, los muchos pecados que han impedido, y las buenas obras que han realizado, cual hermosa simiente que ha producido en todas partes inmensos frutos.

Es sobre todo asombroso lo que en los países protestantes, como en Holanda, han conseguido los católicos. Allí, donde reina amplía libertad, los católicos se han servido de ella para hacer el bien, y en la Haya, en Amsterdam, en Rotterdam y en otros puntos, los socios de San Vicente de Paúl han abierto escuelas, atrayendo a ellas la casi totalidad de los niños, y logrando que quedasen desiertas las del Gobierno.

Las Conferencias han fundado también la Congregación que se llama de la Inmaculada Concepción, difundida hoy por toda la Holanda, que tiene por objeto acrecentar en los jóvenes a la vez la ciencia y la piedad, y produce tales frutos, que siempre que me veía en medio de ellos, encontraba motivo para alabar a Dios.

Permitidme que os invite a seguir tan buen ejemplo. Hace poco que vivo en España y aún no la conozco bien; pero no puedo menos de deciros que os afanéis para extirpar el vicio del pecado, y para moralizar al pueblo en todas sus clases, porque son muchas las faltas que se cometen, y con disgusto debo manifestaros que aquí se ven escándalos groseros, que no he visto en ninguna otra parte,, ni aun en los países protestantes.

Si pues cada uno de vosotros procura por su parte hacer todo el bien que pueda, mucho se ganará con esto, y Dios os lo premiará. Sí: por Dios hemos de hacerlo todo: su santa gracia nos ayudará; confiados en su auxilio, rechacemos todo respeto humano; llagamos el bien por el bien, y Dios nos dará el valor necesario para dio.

No dejéis pasar un/solo día sin hacer alguna obra buena en favor de vuestros hermanos necesitados, imitando a Nuestro Señor Jesucristo,  e implorando de él mismo la gracia y el favor, que yo de mi parte deseo atraer sobre vosotros, dándoos la santa bendición.»

 

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