Junta General celebrada en Madrid el 8 de diciembre de 1863
«Excmo. Sr.: Después de dar a V. E. las debidas gracias por la bondad tan grande que nos dispensa al dejar sus graves ocupaciones por venir a favorecer con su presencia nuestra modesta reunión, y de darlas también a los demás señores venerables Prelados y miembros de honor presentes, por su asistencia, tomo su venia para dirigir algunas palabras, según costumbre, a los socios seglares que se hallan aquí reunidos.
«Amados hermanos en J. G.—Esta es la Junta general más deseada de las cuatro que tenemos de reglamento en el año, por ser la que más dista de la anterior. Cuatro meses y medio han pasado sin reunirnos en Junta general; pero nuestra humilde Sociedad no ha dejado de seguir en ese tiempo su crecimiento acostumbrado en España, como se ve por el número considerable de Conferencias nuevas que se han agregado, y cuyos nombres se acaban de leer, sin que sepamos de una sola que se haya disuelto en estos cuatro meses y medio. No nos han faltado tampoco recursos, gracias a la misericordia de Dios, y el Consejo superior ha podido, no tan solo cubrir todos los déficits que han llegado a su noticia, sino distribuir además entre las Conferencias de provincia cantidades considerables, habiéndolas remitido hasta la suma de cerca de 30.000 rs., como consta en la cuenta que también se acaba de leer.
«¿Mereceremos nosotros, amados hermanos míos, los favores tan grandes y tan repetidos que nos dispensa la bondad infinita de Dios? ¿Acertaremos a corresponder a ellos? ¿Sabremos aprovecharlos bien? He aquí preguntas del mayor interés para todos nosotros; preguntas cuyas respuestas nos deben hacer estremecer de esperanza o de temor, conforme sean afirmativas o negativas; preguntas, en fin, que bien merecen nuestra más esmerada reflexión y meditación. Dediquémoslas, pues, algunos instantes de atención.
¿Merecemos los favores que estamos recibiendo? Para responder con algún acierto a esta cuestión, es preciso, en mi entender, apreciar antes bien esos favores a los que se refiere, y es muy de dudar que una gran parte, acaso la mayor de los que componemos esta humilde Sociedad, tengamos ideas del todo exactas sobre este particular. ¿Qué favores son estos? habrá tal vez quien diga entre nosotros; y plegue a Dios que no haya quien crea allá en su interior que los dispensa en vez de recibirlos.
Estos favores, sin embargo, son tales y tantos, que desde luego tenemos que renunciar a darlos a conocer suficientemente, porque no nos lo permite la brevedad forzosa de nuestro discurso; pero acaso logremos dar alguna idea, al menos, de su valor e importancia.
Sabido es que nuestra humilde Sociedad no fue creada con la mira de convertir a los que en ella ingresasen. La circunstancia de ser sinceramente religioso, y de serlo en el sentido rancio de esa palabra, no en ninguno de los que modernamente se le han querido dar, fu e siempre la primera, la más indispensable para todo el que trató de ingresar entre nosotros. Esto quiere decir que no puede haber socio alguno que no orase, que no ejerciese la caridad espiritual, que no diese, en fin, limosna aun antes de ingresar en la Sociedad. Trató, sin embargo, de ingresar; lo logró, y ¿qué halló aquí?
En primer lugar la unión de oraciones. Halló hermanos que le dijeron: «Ven a orar con nosotros. Arrodillémonos juntos ante la imagen de nuestro divino Jesús. Pidámosle unidos el perdón de nuestras miserias, la gracia de la enmienda, el don de la perseverancia. No es posible que todos estemos fríos a la vez, y el fervor de los unos suplirá por la languidez de los otros, y nuestras oraciones traspasarán las nubes, y nos alcanzarán todos los auxilios necesarios para pelear sin descanso contra los implacables enemigos de nuestra salvación, y vencerlos. ¡Oh qué consuelo tan grande para un cristiano de buena fe, el verse rodeado de hermanos que ruegan a Dios por él y con él, en medio del ‘mundo tan engañado como engañador en que se ve precisado a vivir! ¡Cuánto debe esto alentar su confianza! ¡Cómo acrecentará su valor! Pero aún hay más.
La limosna espiritual, es de suponer que también la dispensaríamos en las ocasiones que se nos ofreciesen antes de ingresar en la Sociedad. Pero recordemos lo escasamente que la practicábamos, y sobre todo, lo más escasamente aún que la recibíamos. Sin embargo, nuestra necesidad de ella era, y no podía menos de ser muy grande, puesto que en este valle de lágrimas nadie está exento de dolores, y por” consiguiente todos estamos necesitados, pero en extremo necesitados de consuelo; nadie está exento de errores, y por lo tanto lodos necesitamos consejos; nadie, en fin, está exento de pecado, y por lo mismo todos necesitamos perdón. Más estos actos de la limosna espiritual ¿cómo los ejercíamos, cómo los ejercían nuestros amigos del mundo con nosotros?
Aquí encontramos hermanos que nos dijeron: «¿Quieres hallar consuelo en tus aflicciones? pues ven a consolar al afligido. No busques tu paz interior en el bullicio del mundo, en la caza de los placeres, en los palacios de los magnates. No. Nadie la ha hallado bajo sus techos dorados y sobre sus muelles alfombras. Ven con nosotros a la morada del despreciado, del pobre, del angustiado, y verás cómo tu corazón se dilata, y aprenderás a dar y recibir a la vez grandes y verdaderos consuelos!
¿Quieres hallar consejo en tus dudas? Pues no lo esperes de las falsas amistades del mundo. Búscalo en la pura y sincera amistad cristiana, que de corazón te ofrecemos y que de corazón también-te pedimos. Vamos a ser amigos en la verdadera significación de la palabra, esto es, a interesarnos vivamente, no por la prosperidad temporal, que tan afanados trae a los mundanos, sino por el verdadero bien, por el espiritual, por el bien del alma de nuestros consocios queridos, y por consiguiente por el tuyo. ¿Quieres alcanzar el perdón de tus culpas? Pues perdona las ajenas, y aunque ya sabemos que antes de ahora lo has procurado hacer, ven, que aquí se te va a facilitar tan provechosa práctica con el eficaz aliciente del ejemplo, de que en el mundo casi completamente careces. ¡Qué ventajas, hermanos míos, se presentan aquí al cristiano de buena fe, que de veras desea trabajar por su salvación y la de sus semejantes! ¡Y cómo deben excitar su gratitud para con el Señor de las misericordias, por habérselas dado a conocer y permitirle que las disfrute! Pero aún hay más.
«La limosna material, este deber de todo cristiano, ¿cómo le cumplíamos antes de ingresar en nuestra humilde Sociedad? Dábamos, es verdad, algo a los pobres; pero ¿cuánto dábamos y cómo lo dábamos? Alejados de la vista del pobre, que no solo no visitábamos, sino que ni por casualidad gustábamos de encontrar, desconocíamos sus apuros completamente, no le veíamos llorar, no presenciábamos sus angustias y las de sus hijos; y ¿qué resultaba de esto? Que dábamos poco, y que lo dábamos mal. Dábamos poco, porque el mundo lograba disiparnos con sus infinitas distracciones, enfriar nuestro corazón con sus máximas perniciosas, y hacernos gastar con exceso por medio de sus tiránicas exigencias, quedándonos siempre para el pobre muy escasa atención, muy escaso tiempo y muy escasos recursos. Dábamos mal, porque la mayor parte de las veces no conocíamos bastante el verdadero grado de necesidad del que nos pedía, ni si nuestra limosna serviría para aliviársela realmente o para fomentar sus vicios; y, en fin, dábamos siempre con gran peligro de perder mucha parte, si no todo el fruto de nuestra limosna, por la vanagloria que se despierta naturalmente en el que da, y que fomenta la gratitud del que recibe y el encomio del que lo sabe.
Verificado nuestro ingreso en la Sociedad nos encontramos en ella con medios preciosos. l.°De conocer al pobre: la visita a domicilio. 2.° De no olvidar su necesidad: la repetición continua de la misma visita. 3.° De dar la limosna con la mano derecha sin que lo sepa la izquierda: la colecta secreta. 4.° De dar con abnegación, esto es, no según nuestro gusto o parecer, sino sometiéndonos a la opinión de nuestros consocios. Y 5.° de dar sin peligro de vanagloria, esto es, en nombre de la caridad, en nombre de Dios y no en el nuestro. ¡Qué ventajas, amados hermanos míos, y cuánto nos conviene considerarlas, apreciarlas bien!
Como ya hemos dicho, los límites de este discurso no nos permiten entrar en la consideración detallada de todas ellas; pero fijémonos en una siquiera, fijémonos en la colecta secreta.
¿Se ha pensado bastante lo que es, lo que vale, lo que nos proporciona la colecta secreta? Acaso muchos de nuestros consocios no lo han reparado. La colecta secreta no solo nos habilita para dar cuanto queramos sin que nadie lo sepa, no solo nos libra del peligro de la vanagloria, no solo fortalece nuestra confianza en Dios, sino que nos ofrece el medio, tal vez único, de invertir bien nuestra limosna, porque si nuestras familias adoptadas y visitadas meses y años seguidos no merecen nuestra confianza, ¿quién la ha de merecer? Al mismo tiempo nos tranquiliza completamente respectó al cumplimiento del imperioso deber para todo cristiano de la limosna, porque dando el socio todas las semanas de este modo lo que puede, según sus facultades, no le queda ninguna de las terribles dudas que le atormentaban en otro tiempo, a sabor: la de si había dado poco o mucho, la de si había dado bien o mal, la de si había dado a quien debía o a quien no lo merecía.
¡Ojalá comprendiésemos bien todos las ventajas de la colecta secreta! Nuestra paz interior se aumentaría mucho, al paso que el fondo de los pobres también crecería considerablemente. Pensemos un instante en la diferencia que hay, para Dios y para los hombres, entro decir al pobre: «toma esta moneda que te doy,» y decirle: «la Conferencia me ha encargado que le traiga a V. estos bonos.» Consideremos un momento la diferencia que hay entre el que, acosado por la petición del pobre o por la exigencia del vicioso, no sabe que contestar, luchando entre la poca gana de dar y la vergüenza de no dar, y el socio que puede responder siempre con calma y humildad: «pertenezco a una Sociedad que se sostiene con sus colectas secretas, y allí doy lo que puedo, privándome al efecto de la satisfacción de dar de otro modo.» En fin, advirtamos la gran ventaja que nos ofrece, para progresar en la práctica de la humildad, esta preciosa base de todas las virtudes, el someter nuestro parecer al de los demás en la aplicación de nuestra misma limosna, el pedir un aumento de socorro, muy inferior, tal vez, a la limosna que vamos a poner en la colecta, y que se nos niegue, como sucede con frecuencia; el dar lo que recibimos y a quien se nos designa, y no dar lo que queremos y a quien mejor nos parece.
Estas y otras ventajas que disfrutamos aquí, nada importa que el mundo las desconozca, pero importa mucho que las conozcamos nosotros bien, para que las agradezcamos debidamente a Dios nuestro Señor, y nos esmeremos en aprovecharlas.
También es muy de notar, que al ofrecernos nuestra humilde Sociedad tan grandes ventajas, lo espera todo de nuestro celo; pero nada nos pide, a nada nos obliga, nada exige de nosotros. Por nuestra voluntad hemos ingresado en ella, v solo nuestra voluntad nos mantiene en ella, porque aquí no hay juramento, ni promesa, ni obligación alguna de conciencia. A. todas horas podemos dejar de pertenecer a la Sociedad, sin que ninguno esté autorizado ni aun para exigirnos la razón. Todo aquí está basado en la confianza, en la buena voluntad, en el amor. Aquí no hay categorías, ni rangos, ni distinciones. Los Presidentes, tanto de Conferencias como de Consejos, no son superiores, sino primeros entre iguales. Los Consejos, incluso el general, no son poderes, sino vínculos de unión, guías, indicadores de la marcha que se debe seguir, conservadores del primitivo espíritu de la Sociedad, de aquel espíritu de. piedad, de sencillez y do mutuo fraternal afecto, cuya conservación pedimos todos los días al Señor en la oración compuesta expresamente para nuestro uso, porque os lo que más nos interesa. Todos somos hermanos, y el Presidente del Consejo general, lo mismo que el último socio, no tiene más que un voto en la Conferencia a que asiste y pide lo que, cree que hace falta al pobre que visita, recibiéndolo o no de ella con igualdad de ánimo.
Pero esto es justamente lo que más nos obliga. Debemos esmerarnos en la observancia fiel del Reglamento, por lo mismo que libremente le hemos aceptado. Debemos conformarnos con nuestras prácticas todas, por lo mismo que nadie nos las ha impuesto. Debemos sobre todo amar mucho a nuestra humilde Sociedad, a nuestros consocios y a nuestros pobres, por lo mismo que el amor es nuestra única fuerza, y que voluntariamente hemos renunciado a toda otra al ingresar aquí.
Y ¿dónde hay goces comparables con los de la amistad pura, del afecto, del cariño, del sincero amor que aquí nos profesamos mutuamente, y que profesamos a nuestros queridos pobres? ¿Qu e son en su comparación las satisfacciones todas del mundo? El que no ama bien ni es bien amado, ¿cómo puede vivir? Nadie lo ve esto más claramente que nosotros. Con frecuencia nos sucede visitar una familia meses y años sin poderla sacar de su estado de penuria. Las circunstancias se combinan a veces de manera que es muy difícil, si no imposible, que ciertas familias dejen de ser muy pobres; y sin embargo, ¡cuánto más felices tas suele hacer nuestra sola visita! Las hay que llegan a. conformarse perfectamente con su pobreza, cuando la primera vez que las fuimos a visitar las hallamos en el extremo de la desesperación. Las hay que-al cambiar de posición nos ruegan con lágrimas que no las abandonemos, valiéndose de esa misma palabra, esto es, que no dejemos de visitarlas porque ya no son pobres. Las hay que a pesar de haber cambiado de situación y de no carecer ya do nada, recuerdan con grande emoción el tiempo en que las visitábamos porque eran pobres. Todo eso lo ha logrado el amor, y solo el amor. Nuestras visitas repetidas y afectuosas han probado a aquel corazón, endurecido por los desprecios y las crueles decepciones del mundo, que todavía hay quien.ie ame, quien se interese verdaderamente por su bien, quien se compadezca de sus padecimientos: y ésto ha bastado para curárselos casi por completo!
El mundo, lo sabemos por experiencia, solo halaga al que puedo servirle, a aquel de quien cree sacar partido, al poderoso, al fuerte, al rico. ¿Quién se acuerda en el mundo del pobre, del desvalido, del angustiado? Pero es de notar además que si el mundo se acuerda del venturoso y del que parece feliz, no es seguramente para convertir su felicidad aparente en felicidad real, sino más bien para impedir que llegue nunca a serlo.
Compadezcámonos por lo tanto de sus secuaces, que bien merecen nuestra compasión; pero reconozcamos al mismo tiempo que nosotros seríamos aún más dignos de lástima, si disfrutando de las ventajas que nos ofrece nuestra humilde Sociedad dejásemos de aprovecharlas; y pongamos por lo tanto nuestro mayor esmero en esto.
El modo más seguro de conocer si las aprovechamos o no, es observar nuestro adelanto en la práctica constante de la verdadera caridad. No faltan medios infalibles: por ejemplo: hay otras sociedades cuyos objetos son más o menos análogos a los de la nuestra, y que se organizan a nuestro lado. ¿Las amamos de veras? ¿Deseamos que progresen y produzcan mucho fruto? ¿Nos alegramos de oirlas alabar? Porque si no es así, no estamos en el verdadero espíritu de caridad.
Hay personas de todas clases que nos desprecian, las hay que nos calumnian, las hay que nos quieren mal. ¿Las amamos de corazón? ¿Pedimos a Dios nuestro Señor por ellas? ¿Deseamos de veras
su verdadero bien? Porque sin esto no estamos en el espíritu de nuestro Santo Patrono. En íin, hay malvados que si no hacen la guerra a nuestra humilde Sociedad porque la desprecian, o acaso porque no saben que existe, se la hacen cruel a nuestros amigos, a nuestros parientes, a las personas que más amamos en el mundo, a las que más respetamos, ya con sus palabras, ya con sus. acciones, ya con sus escritos. ¿Los perdonamos de corazón? ¿Pedimos a Dios nuestro Señor su conversión? ¿Deseamos de veras que se les pague con bien el mal que están haciendo? Porque sin esto no estamos en el espíritu de la caridad que nos definió S. Pablo.
No nos hagamos ilusiones en tan importante materia. El perdón no tiene excepción. Guardémonos mucho de aceptar términos medios para perdonar; que no haya reticencias en nuestras palabras ni aun en nuestros juicios. Guardémonos mucho de juzgar al delincuente, porque esto no nos toca a nosotros. Ningún crimen, ningún pecado, ningún escándalo nos debe asombrar, habiendo leído en el sagrado Evangelio que es necesario, nótese bien, necesario, que vengan escándalos; y si el Señor permite por sus altos juicios que dos malos hagan con los buenos el efecto que hace el hierro con la tierra rompiéndola para que produzca, ¿quiénes somos nosotros, miserables, para quejarnos de lo que su sabiduría infinita ha dispuesto y su infinita bondad permite?
Y luego, Señores, ¿hay alguno de nosotros que no tenga mucho por qué pedir perdón ú Dios y ú los hombres? ¿que no haya faltado gravemente y muchas veces a la pura moral del Evangelio, a los preceptos del Decálogo, a los deberes sociales y a todo? Pues perdonemos de corazón ya que tanto necesitamos de perdón; perdonemos para ser perdonados; perdonemos por caridad; y Dios, que es caridad, nos perdonará.
Dichoso el socio que sepa aprovecharse bien de las ventajas que le ofrece nuestra humilde Sociedad, Dichosos nosotros si acertamos a corresponder, solo a corresponder bien, a los favores que recibimos, porque nuestra salvación eterna está asegurada. Pidamos, pues, a nuestra dulcísima Patrona, venerándola en el misterio que la Iglesia celebra en este día, que nos alcance la gracia necesaria al efecto. Pidámoselo con mucha confianza y con humilde perseverancia, y no dudemos de alcanzarlo, pues no podemos dudar de que nuestra amorosísima Madre sabe mejor que nosotros lo mucho que nos conviene.»