Acta de la Junta general celebrada en Madrid el día 8 de diciembre de 1877.
A continuación el Sr. Presidente del Consejo superior dio las gracias en nombre de todos sus consocios al Ilmo. Sr. Obispo por el honor que nos dispensaba, favoreciendo con su presencia nuestra humilde reunión, a pesar de sus muchas y graves ocupaciones.
Pidió en seguida su venia para que se leyera un corto discurso que traía preparado, pero cuya lectura podía muy bien omitirse, y habiéndola concedido S. I., se encargó un consocio de leerle, y decía así:
Señores: amados hermanos en Jesucristo.
sSigue nuestra humilde Sociedad progresando en España, como se ve por las agregaciones de Conferencias antiguas y nuevas que van apareciendo en el Boletín. Debemos agradecerlo mucho a Dios Nuestro Señor, y procurar corresponder a los beneficios que nos dispensa, con el esmero en el cumplimiento de nuestros deberes, como socios de San Vicente de Paúl. Al efecto interesa sobremanera que conozcamos bien estos deberes, y que sepamos apreciar las obligaciones que nos imponen. A mí me parece, tal vez me engañe, pero, me parece, que un gran número de socios, acaso la mayoría, no se ha fijado lo bastante en este punto, y lo infiero de lo que su mismo trato me enseña. El que asiste a la Conferencia con puntualidad, y visita a las familias que se le han encomendado, con amor, cree que ya cumple perfectamente todos sus deberes de socio de San Vicente de Paúl, y al pronto así parece; pero reflexionando un poco se ve claramente que eso no basta.
Fijémonos, pues, por algunos momentos en esta cuestión, que para todos nosotros no puede ser de mayor importancia: ¿a qué está obligado el socio de San Vicente de Paúl, como tal?
En primer lugar, hay que tener presente, que al ingresar en nuestra humilde Sociedad, no se deja el mundo. Seguimos en él, y por lo tanto obligados a tratar con la clase media o alta a que pertenecemos, pues que según el Reglamento no podemos pertenecer a la clase pobre. Resulta, pues, que estamos en relación por nuestra posición social con la clase rica, o al menos no necesitada, como lo estamos por afecto con la clase pobre, y ¿hemos meditado con la debida detención al pie de la cruz, sobre las obligaciones que nos impone esta situación peculiar en que nos hallamos?
Porque el socio de San Vicente de Paúl, no puede vivir como un cristiano cualquiera. El Reglamento le obliga a acercarse a la sagrada mesa cuatro veces al año, y los consejos y ejemplos de sus compañeros, a la frecuencia de Sacramentos. Esto unido a la visita asidua al pobre, no puede menos de influir sobremanera en toda la línea: de su conducta, en todas sus ideas y costumbres, y muy particularmente, en su modo de apreciar la riqueza y la pobreza, que no se parece por cierto al del común de las gentes, aun cristianas.
Para el verdadero socio de San Vicente de Paúl, solo es digno de compasión el pobre que no acepta la pobreza con la debida resignación, así como solo es digno de envidia el rico que posee la riqueza con el debido desprendimiento; y como se ve obligados tratar con el uno y con el otro, y el trato engendra cariño, no puede menos de esmerarse en corregir, en cuanto esté de su parte, los errores que tanto predominan, y que tan generalmente se aceptan sin examen, mayormente al observar las terribles consecuencias que de esa aceptación dimanan. Ve que el pobre, por lo común, se considera como desgraciado, y que realmente lo es, no por ser pobre sino por no querer serlo. Ve que el rico no se tiene tampoco por dichoso, ni lo es en realidad, no precisamente por ser rico, sino por querer serle aún más. Por manera que el ídolo tanto del pobre como del rico, es uno mismo en el fondo, y este ídolo, vergüenza es decirlo ¡no es más que el oro! ¡Ese metal con el que todo se compra, y como decía nuestra gran Santa Teresa, muchas veces se compra fuego perdurable y pena sin fin, esto es, el infierno! ¿Cómo es posible que reinando esta aberración (pues no merece otro nombre) tan generalmente como por desgracia reina, las Obras de caridad, de verdadera caridad, puedan progresar mucho y ni aun sostenerse? La Caridad, esa preciosa virtud que realmente consiste en dar el corazón al Criador por amor, y el bolsillo a las criaturas, también por amor, es enteramente incompatible con ese culto al oro, tan vergonzosamente generalizado, y que hiela todos los nobles sentimientos do que el hombre es capaz. La envidia consume al pobre: la ambición atormenta al rico. Uno y otro están dispuestos a sacrificar hasta sus más íntimas convicciones, su honor, su virtud, todo para alcanzar un poco más, ¿de qué? de dinero, y así lo hacen cuando llega el caso, que ojalá no lo estuviéramos viendo tan a menudo como lo vemos, y con tanta extensión! ¿Quién es capaz de calcular el número de crímenes que deben a esto su origen? Empezando por el robo y acabando por todo género de prostituciones ¿no es digno de notarse, que la causa siempre es la misma…el deseo de adquirir más oro en el que tiene poco, y el mismo, mismísimo deseo en el que tiene mucho, y por mucho que sea lo que tiene?
Pues bien: el socio de San Vicente de Paúl que está viendo esto de continuo, y que observa el estrago (pues no se puede llamar de otro modo) que de aquí se ocasiona, en las costumbres, no es posible que se contente con ir a ver a sus pobres y asistir con puntualidad a su Conferencia. Se creerá obligado a hacer algo más y no se engaña al creerlo. En su trato con el pobre y con el rico, procurará combatir sin pasión y con prudencia, pero con toda la energía posible, esas funestas ilusiones, esos engaños de Satanás, que a tantos hacen desgraciados y que a tantos impiden interesarse por los que verdaderamente lo son. Al efecto tiene tres medios, que son, la oración, el ejemplo y la palabra. Pedirá al Señor de lo íntimo de su corazón, perdón por lo mucho que le ha ofendido y que generalmente se le ofende, con el olvido o desprecio de su primer precepto… a tu Dios amarás y a Él solo servirás…..; y gracia para preservarse de tan gran pecado, y para que los hombres reconozcan en esta parte su grave culpa, y se arrepientan verdaderamente de ella. Procurará también sostener sus doctrinas sobre esta materia, del modo más eficaz posible, que es con el ejemplo, profesando francamente en toda su conducta, un santo odio al ídolo del mundo, y un completo desprecio do todas las miserias que su culto acarrea. Por último, se valdrá de la palabra y al efecto aprovechará las ocasiones que el trato social le ofrecerá de poderlo hacer con fruto, que no dejan de ofrecerse a menudo; y en esto me parece que debe fijarse la atención con particularidad.
Bueno, buenísimo es, ¿quién puede dudarlo? visitar al pobre con la mira de socorrer sus necesidades materiales y también las espirituales, que son las que más le afligen por lo común; pero el rico ¿acaso está exento de estas? ¿Es por ventura común que el rico no necesito consejo, consuelo y amor? y ¿por qué le hemos de volver la espalda, mayormente cuando de su trato, cristianamente manejado, tanto partido podemos sacar para el alivio mismo del pobre?
Yo bien sé, que cuando uno se acostumbra a visitar al pobre, la visita al rico se hace desagradable, y que muchos socios la abandonan por completo, a causa de las contrariedades que ofrece; pero ¿es esta la conducta que debemos observar como buenos cristianos? Me parece que no. El amor al prójimo nos obliga a amar al rico; y si visitamos al pobre con la mira principal de darle la limosna espiritual, según nos lo encarga el Reglamento, ¿por qué no visitaremos al rico, que necesita esa limosna espiritual tanto como el pobre y aun más todavía a veces? Sí: debemos visitar al rico, no como los mundanos para lisonjear sus caprichos y participar de sus gustos, sino para procurar corregir sus defectos, aquellos sobre todo a que está más expuesto por su posición social, con toda la prudencia posible, pero sin culpables condescendencias; y entre los buenos consejos que podemos darle, la limosna tiene su lugar natural, pero la limosna, recomendada del modo eficaz que podemos hacerlo, a causa de lo mucho que aprendemos en nuestro trato con los pobres. ¿Cuántas veces la simple relación de una escena ocurrida en la bohardilla de una de nuestras familias acogidas, podrá arrancar lágrimas al rico que la oye, y hasta obligarle a rogarnos que llevemos una buena limosna, que nos entrega, para la familia de que se habla? Yo creo que en estos casos hacemos al rico un verdadero bien, a la vez que se lo hacemos al pobre, y que tanto el uno como el otro han de ser gratos a los ojos de Dios.
Si: debemos visitar al rico, sin reparo, cuando nuestra posición social nos obliga a ello; y no porque es rico, sino porque es nuestro prójimo. Procuremos vencer la repugnancia que experimentaremos a la vista del lujo que le rodea, y de sus hábitos y modales, que puede muy bien provenir de un fondo secreto de orgullo nuestro. Si no nos recibe con el aprecio que el pobre lo hace, si se muestra frío con nosotros, aceptemos con buena voluntad la pequeña mortificación que esto puede causarnos, y pensemos en el mérito que acaso tenga en presencia del Señor, que ve nuestra intención, y que seguramente nos la recompensará.
Jesucristo, nuestro divino modelo, fue pobre, es verdad, y hasta santificó la pobreza con su ejemplo y palabra; pero, sin embargo, no dejó de atender con amor a los ricos que le buscaron, como se ve en el santo Evangelio.—Fue a comer con el rico Zaqueo.—Curó a la hija del rico Jairo.—Instruyó al rico Nicodemo.—Multiplicó los panes en el desierto para los pobres, pero antes había convertido el agua en vino en las bodas de Caná; y se ve, por lo tanto, que no desechaba las súplicas que los ricos le dirijían; y ¿nosotros, que tenemos la suerte de ver tan claramente lo equivocados que suelen estar acerca de lo que más les conviene, que es la salvación eterna, les hemos de abandonar en su funesto olvido, y separarnos completamente do su trato, solo porque son ricos, es decir, porque acaso necesitan el nuestro tanto o más que los pobres?
No: no dejemos de visitar al rico con las debidas precauciones, pues ya sabemos que su trato ofrece peligros, que tiende a corrompernos, y que se necesitan auxilios especiales de la divina gracia, para respirar impunemente la atmósfera emponzoñada que suele rodearle; pero la oración, la pureza de intención y la visita al pobre, nos preservarán de todos esos peligros, y ¿qué sabemos si Dios Nuestro Señor querrá valerse de nosotros para la conversión de un rico, como puede valerse para la de un pobre, y las consecuencias que de esa conversión pueden sobrevenir?
Al decir nuestro Divino Salvador a su Eterno Padre: «¡Padre mío! no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal,» parece que aludía a nuestra humilde Sociedad, pues se compone de hombres que no hemos dejado el mundo, y aspirarnos, sin embargo, a preservarnos del mal; esto es, a preservarnos de la corrupción misma del mundo en que vivimos» y a combatir el vergonzoso culto del oro, o lo que es lo mismo del placer, que en él tan generalmente reina, a pesar de llamarse cristiano; ¡como si fuera posible amalgamar el amor a la Cruz con la satisfacción de todas las inclinaciones corrompidas de nuestra pobre naturaleza!
Para esto nos ha de servir grandemente la visita al pobre, sí la hacemos con el debido detenimiento, con toda la atención que exijo y, en una palabra, con verdadero amor. Por manera, que la visita de una clase de la sociedad a la cual no pertenecemos, completa, en cierto modo, la visita de la clase a la cual pertenecemos; y por ventura nos habrá traído la Divina Providencia a esta humilde Sociedad de San Vicente de Paúl, para que saquemos partido de esta posición en que nos hallamos, y logremos, a pesar de nuestra indignidad, extender el santo reino del amor entre ricos y pobres, logrando que se amen mutuamente, y desaparezcan todas esas miserables pasiones de envidias, temores y rencores que, desgraciadamente, los suelen mantener tan enconados entre sí.
Que piensen en esto los que, llevados de su misantropía, se separan del trato de las gentes, diciendo que todo está corrompido, y que lo mejor es aislarse. Puede haber en esto algo de egoísmo; porque la corrupción del mundo se debe combatir, y como esto es trabajoso, y exijo con frecuencia mucho espíritu de mortificación, de quo solemos carecer, el que se aísla se libra de todas esas dificultades, pero acaso falta a su deber.
No: no huyamos el cuerpo a la lucha que mientras vivamos hemos de sostener. Aprendamos del pobre las preciosas virtudes de la paciencia, de la humildad y de la resignación, y enseñémoslas al rico, que tanto como el pobre las necesita, y no puede alcanzarlas tan fácilmente como él.
No es fácil, ¿quién lo duda? visitar al rico y preservarse del contagio de la atmósfera que generalmente le rodea, pero todo se puedo con el auxilio de la divina gracia, y este no falta nunca al que de corazón le pide para cumplir sus deberes. El socio de San Vicente de Paúl no vive en un claustro, está en el mundo, y al mismo tiempo no debe vivir como los mundanos. Difícil es esto, muy difícil, ¿quién lo niega? pero a esto se ve obligado; y si se esmera como debe, en cumplirlo bien, sus pobres reportarán de ello grandes ventajas, y sus relaciones del mundo las reportarán también, pues no necesitan menos sus visitas los unos que los otros, los pobres para conformarse con su suerte, los que no lo son, para apreciar bien la suya; los pobres, para recibir y emplear bien la limosna, y los ricos, para darla bien y con la debida largueza; en fin, los pobres, para desechar las ideas equivocadas que suelen tener de los ricos, y estos, para juzgar con más caridad de lo que suelen hacerlo a los pobres, y unos y otros para crecer enamora Dios. Dichoso el que logre contribuir a tan grande objeto! ¿Cuál otro puede haber en la tierra más digno, más noble y más santo que este?