Santiago Masarnau (Sobre la limosna material, sus tres clases y cuál de ellas debe ser preferida)

Mitxel OlabuénagaSantiago MasarnauLeave a Comment

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1855.

Señores, hermanos en J. C.

La lectura atenta y constante del Reglamento con notas aclaratorias, que se acaba de publicar y distribuir a las Conferencias de España, puede sernos a todos de sumo provecho con el auxilio de la Divina gracia, y para alcanzar este auxilio tenemos en el mismo opúsculo la preciosa oración compuesta expresamente con ese objeto por nuestro inolvidable Presidente general Mr. Gossin (q. e. p. d.) El uso continuo de este librito es, por lo tanto, necesario, indispensable a todos los miembros de nuestra querida Asociación. En él se encuentra lo más interesante del Manual. Por él se puede aprender el verdadero espíritu-de nuestra humilde obra. A él se debe acudir en todas las dudas que nos ofrezca el desempeño de nuestras prácticas. Tengámosle siempre sobre la mesa. Llevémosle siempre en el bolsillo y no nos cansemos nunca de leerle y de estudiarle y de aprenderle hasta, si puede ser, de memoria.

Señores y hermanos queridos. Ya saben ustedes que, después del conocimiento de Dios, no hay conocimiento de más interés para el hombre que el de sí mismo, ni acaso le hay tampoco de mayor dificultad. Verse uno bien a sí propio, conocerse ‘tal cual es, raya casi en imposible; porque es preciso al efecto ser humilde de corazón, y a la humildad verdadera se resiste sobremanera nuestra corrompida naturaleza. Pero bien; reconocido este flaco, descubierta esta miseria nuestra, ¿cuál no debe ser nuestro esmero y cuidado constante en hacerlo todo y padecerlo todo por espíritu de verdadera humildad, en no hacer nada ni padecer nada por espíritu de orgullo o de vanagloria? Sí; esto requiere, además del auxilio de la divina gracia, un esfuerzo de todos los momentos de nuestra vida, una aplicación continua, puesto que no hay un solo instante en que no tengamos que vencer nuestro orgullo, sopeña de ser vencidos por él. No hay pensamiento, palabra ni acción, por buena y santa que parezca, que no pueda perder todo su mérito a los ojos de Dios, es decir, todo su verdadero valor, si el veneno sutil del amor propio ha logrado emponzoñarla.

Reconocido esto así, vamos a ocuparnos un breve rato en el estudio de la limosna material, que, aunque no es el objeto, como ustedes saben, exclusivo ni aun principal de nuestra Asociación, es acaso el medio que más a menudo emplea para lograr sus piadosos fines, y el que por lo tanto merece bien fijar toda nuestra atención.

La Sociedad de San Vicente de Paúl tiene por práctica constante la de dar limosna, en cuanto lo permiten sus facultades; y es para nosotros de suma necesidad entender bien, el cómo y el porqué, o sea el fin principal dé esta limosna nuestra, y el modo de hacerla para que sea provechosa al que la da y al que la recibe. No consiste todo en dar: es preciso ver bien, examinar con cuidado si la limosna tiene las cualidades necesarias para merecer el nombre de verdadera caridad, que es a lo que debemos aspirar; si el motivo de nuestra limosna es el que debe ser; si lo es su objeto. Al efecto nos parece que podrán sernos de alguna utilidad las siguientes reflexiones.

La limosna es un deber que Dios nuestro Señor nos impone por efecto de su infinita misericordia. Nos le impone también la naturaleza, esto es, la tendencia propia del hombre a compadecerse de los sufrimientos de sus semejantes. También hay otro motivo que, aunque bastardo y poco fructuoso, no deja de ser común en el mundo que es el amor propio o el egoísmo, más o menos disfrazado, esto es, el deseo de gozar sin que la vista, o las súplicas, o las exigencias del necesitado, vengan a interrumpir la falsa felicidad a que el egoísta aspira. Son, pues, tres, muy diferentes por cierto, las causas verdaderas de la limosna, y tiene por consiguiente que haber tres clases de limosna muy diferentes entre sí, atendido el fin del que las hace. De estas tres- ¿cuál será la más meritoria a los ojos de Dios? ¿a cuál de estas tres pertenece la que nosotros hacemos? Ya ven Vds, señores, que estas cuestiones no pueden ser para nosotros de mayor interés. Examinémoslas, pues, un momento.

Por de contado ya se comprende que la limos na del egoísta, permítaseme la expresion, debe ser necesariamente la menos acepta a los ojos de Dios, y por lo tanto la de menos valor. Pero no faltará quien pregunte: ¿existe en efecto esta limosna? ¿el egoísta acaso da algo a los pobres? Sí, Señores; indudablemente existe esta limosna, y conviene sobremanera reconocerlo así. Esta limosna no solo existe, sino que, por desgracia, es acaso más general de lo que se cree y parece. Para convencerse de ello bastará hacer la siguiente reflexión. Si del número de los que dan limosna (de un modo o de otro, pues ahora no tratamos del modo de darla) se descartan todos los que la dan de mala gana; lodos los que la dan por fuerza, o por compromiso, o por que se sepa; todos los que la dan porque no se diga que no la dan, o por librarse de las gestiones del pobre y hasta de su vista si puede ser; todos los que la dan por satisfacer su curiosidad u otras inclinaciones peores, asistiendo a espectáculos y funciones en las que (¡dolor y vergüenza es decirlo!) se compran las limosnas hasta con crímenes… Si se resta, decimos, el número que exprese la suma de todos estos ¿creen ustedes que el número restante sea comparable con el restado? Pues no debe serlo atendida Incorrupción de nuestro siglo y su tendencia marcada al egoísmo y al sensualismo. Y ¿porqué nos hemos de hacer ilusiones sobre una cosa de tanta trascendencia? ¿Es acaso comparable el número de los que aman al prójimo como a sí mismos, con el de los que se aman así mismos mucho más que al prójimo? Pues en esta relación debe estar forzosamente la limosna del que da por amor al prójimo, y la limosna del que da por amor a sí propio.

Pero reconozcamos también esa otra clase de limosna, a saber, la que se da por amor al prójimo, y veamos si tiene todas las cualidades que debemos procurar se reunan en la nuestra.

Hay sin duda personas que dan limosna por puro amor al prójimo: las ha habido siempre y en todas partes, porque el corazón humano, aunque tan corrompido y depravado en el común de los hombres, conserva todavía en muchos individuos algunos restos de su primitiva grandeza, y uno de estos restos preciosos es el sentimiento de la compasión. Hay indudablemente hombres que de veras se interesan en el alivio y consuelo de sus semejantes, movidos solo de ese sentimiento noble, y que además de dar la limosna material, suelen también añadirla todos los relieves con que la acompaña el verdadero amor y que tanto la enaltecen. Sin embargo, estos hombres que aman al pobre y le socorren, no ya por efecto de egoísmo como los que decíamos antes, sino por efecto de humanidad, no llenan tampoco las condiciones de la verdadera caridad, que consiste en el amor de Dios y del prójimo; y así se ve que cuando descubren las miserias y flaquezas, las ingratitudes y aun maldades del pobre a quien tanto amaban, se enfría cuando menos todo el afecto que le profesaban, y hasta se cambia muy fácilmente en un afecto contrario. Se les ve aumentar y disminuir su cariño al pobre a medida que descubren en él buenas o malas cualidades; se les yé calcular las limosnas con demasiada nimiedad, y buscar los recursos para hacerlas con sobrada ansiedad; se les ve confiar y desconfiar; en una palabra, se les ve amar al hombre por el hombre, y, de contado, su amor ha de estar sujeto a todas las vicisitudes propias del corazón del hombre.

Y ¿son estas señales de verdadera caridad, de aquella caridad tan clara y terminantemente definida por San Pablo? No ciertamente, y para encontrarlas completas, tendremos que recurrir a la tercera clase de limosna, esto es, a la que se da, no por satisfacer el amor propio, no por solo amor al hombre, sino por el amor del hombre basado en el amor de Dios. Esta y sola esta es la limosna que presenta todos los caracteres de la verdadera caridad, y por consiguiente la que debemos procurar conocer bien y distinguirla de las anteriores, para que, abrazándola en la práctica, podamos aspirar a los premios tan sublimes que, según vemos en el Evangelio, la están reservados.

Ahora bien; ¿será nuestra limosna, es decir, la de nuestra Sociedad, perteneciente a esta tercera clase de que hemos hablado, y no habrá en ella mezcla alguna de las limosnas pertenecientes a las otras dos clases? Así debemos desearlo de todo corazón, y así nos atrevemos a esperarlo de la misericordia de Dios. Porque nuestro Reglamento y nuestras prácticas todas y hasta la historia misma de nuestra-Sociedad, nos muestran que aquí no se cuenta ni se ha contado para nada con los hombres, porque no se busca ni se ha buscado a los hombres. Solo se ha contado con Dios, porque solo a Dios se ha buscado. Los talentos, los honores, las riquezas no dan entrada a nadie en nuestra humilde Asociación, al paso que admite contenta en su seno al hombre de fe verdadera, que para nosotros no le hay sin prácticas religiosas.

Se nos ha dicho, ¿que cómo juzgamos de la fe de nuestros candidatos, de los sujetos propuestos para ingresar entre nosotros? Es muy sencillo. Juzgamos de la fe por los efectos necesarios de la fe. Que, si se nos dice que puede haber fe sin esos efectos que exigimos, respondemos francamente que no puede carecer de ellos la fe que nosotros buscamos. Y ¿porqué buscamos esa fe verdadera y nutrida por prácticas religiosas, vida arreglada y frecuencia de Sacramentos? Porque aspiramos a ejercer la verdadera caridad. Nos proponemos dar la limosna material y espiritual con la mira puesta en Dios primeramente, y luego en los hombres, pero por Dios y únicamente para Dios.

Por eso visitamos al pobre con tanta satisfacción nuestra; por eso le amamos tan de veras; por eso gozamos a su lado casi tanto como padecen al lado del rico los que le buscan por sola su riqueza. Nuestras ideas respecto del pobre son, gracias a Dios, muy diferentes, totalmente opuestas a las ideas admitidas-y aun preconizadas generalmente en el mundo.

¿Cómo se consideran los pobres por lo común? ¿Qué significan esas obras que cada día se publican en mayor número, y que tantos encomios suelen alcanzar, sobre el pauperismo que denominan la gran llaga de la época? ¿Qué significan tantos proyectos, tantos planes, tantos absurdos como vemos aparecer todos los días para lograr la extinción de los pobres o, al menos, su desaparición? Permite Dios por sus altos juicios que hombres dotados de ingenio y de instrucción desbarren sobre esta materia lastimosamente, y que sus escritos y sus palabras contribuyan sobre manera a sostener errores crasísimos y de la mayor trascendencia en el mundo. ¿Qué pretenden los que se creen con derecho para evitar que el pobre pida limosna? ¿Qué se proponen los que sostienen que la vista del pobre produce malos efectos, y que se debe impedir a todo trance, y aunque sea encerrándole en una cárcel, que se contentan con llamar asilo 1 qué tienden todas esas declamaciones contra la limosna espontánea y oculta, y decir y repetir tanto que envilece y que fomenta el ocio, etc. etc.? ¿Cómo se ignora, o se afecta ignorar que Ja Iglesia católica, única maestra verdadera de la caridad, ha recomendado siempre a sus hijos la prudencia en la distribución de las limosnas y la vigilancia necesaria para impedir que los falsos pobres las usurpen a los pobres verdaderos?

Todo esto prueba el espíritu fatal de la época presente, este espíritu de positivismo, de refinado egoísmo, este espíritu de bolsa y de camino de hierro que la caracteriza. Lejos de nosotros, Señores, este malhadado espíritu con todas sus tristes y funestas enseñanzas. Nosotros sabemos que no nos pueden faltar pobres; y lejos de sentirlo, lo consideramos, como uno de los mayores beneficios que nuestro Dios de misericordia nos dispensa. Nosotros amamos a los pobres de corazón; y su vista, lejos de repugnarnos, nos hace mucho bien. Los visitamos, tomamos parte en sus satisfacciones y pesares, procuramos socorrerlos lo mejor que podemos; en fin, les perdonamos fácilmente sus miserias y flaquezas. Nuestros pobres, (seamos francos, Señores) ¿no nos han hecho a nosotros y nos están haciendo continuamente mucho más bien que nosotros Ies hacemos a ellos? ¿Qué comparación tiene el disgusto ligero qué puede ocasionarnos el desengaño que recibamos alguna vez de un petardista o de un vicioso, (que por medio de la visita asidua y atenía no puede menos de descubrirse pronto), con la satisfacción de sacar de apuros a una familia honrada y estrechar en nuestros brazos a los -niños inocentes cuyos padres derraman lágrimas de gratitud en nuestra presencia? ¿Qué goce hay en el mundo comparable con este, y cuántos miserables en medio de sus riquezas nos le envidiarían, si fuesen capaces de sentirlo?

Procuremos, pues la caridad nos obliga a ello, procuremos combatir por todos los medios posibles esas ideas tan crueles como absurdas que cada día se van propalando y extendiendo más. No hay más que una limosna que llene las condiciones de la verdadera caridad: la que se hace por Dios y para Dios. Es cuando menos escusado tratar de la extinción del pauperismo, ese sueño dorado de tantos orgullosos economistas Dios: no la permitirá nunca. La vista del pobre, lejos de ser perjudicial, no puede menos de excitar afectos de compasión y aun de caridad, que tienen más parte en la verdadera felicidad del hombre que todos los caminos de hierro y todos los alambres eléctricos de todo el mundo. Pero es tal el orgullo de nuestra época que se figuran muchos que nunca se ha sabido ni nunca se ha hecho nada que admita la menor comparación con lo que se sabe y con lo que se hace hoy. No ven los monumentos augustos que nos han legado otros siglos, y a cuya sombra venerable se han repartido tantas y tantas limosnas y se han enjugado tantas lágrimas. No comprenden la ciencia y sentimiento que prueba una sola Catedral de las muchas, que permanecen todavía de pie, mostrando al mundo con sus elevadas flechas a dónde debemos todos, pobres y ricos, dirigir nuestros ojos y nuestro corazón para alcanzar las luces y las gracias y las fuerzas necesarias para vivir bien dando limosna, o pidiéndola, pero siempre por amor.

Decíamos antes que no hay cosa más difícil que conocerse: y ¿no lo está probando claramente esta malhadada confusión de ideas que por todas partes se ha introducido, y en fuerza de la cual se adoran fanáticamente ciertos adelantos materiales de nuestro siglo, y se olvidan y desprecian los bienes incomparablemente mayores de que estos mismos adelantos tal vez nos han privado? La felicidad del hombre ¿podrá consistir jamás en correr veinte leguas en una hora, y en saber en un minuto lo que sucede al otro lado del globo? ¿Consistirá en olvidarse de los padecimientos innumerables que afligen a la humanidad? ¿Consistirá en aturdirse para no pensar en los millones de semejantes nuestros que están sufriendo todas las privaciones de la pobreza, todas las angustias de la enfermedad y todas las aflicciones del espíritu? ¿Consistirá en apartar de la vista para borrar de la memoria a todos los infelices que incurran en el crimen de no tener con que vivir?

¿A dónde nos conducirían semejantes ideas? ¿A dónde nos van conduciendo ya, Señores? pues es preciso ser muy miopes en moral para no ver por todas partes los estragos que va produciendo la decantada civilización del dial Nuestra humilde Sociedad puede bien poco contra el torrente universal de ideas funestas que nos invade; pero se propone practicar y recomendar la oración que abre el Cielo; nutrir y fomentar la fe que trasporta las montañas; cultivar, extender y difundir por todas partes la Caridad cuya viva llama puede únicamente abrasar todavía todos esos castillos fundados sobre arena por el demonio del orgullo, y comunicar a los yertos corazones de sus adoradores entontecidos el dulcísimo calor del amor divino.

Que no se nos pregunte, pues, más, porqué damos tanta importancia a la fe y a las prácticas religiosas. Que no se nos diga que para visitar al pobre no se necesitan los requisitos que exigimos. No se necesitan, es verdad, para socorrer al pobre por amor propio o para visitarle por amor al hombre; pero sí se necesitan para visitarle y socorrerle por amor a Dios, que es lo que nos proponemos, lo que deseamos de corazón y lo que esperamos alcanzar del Señor por la intercesión de la Santísima Virgen que imploramos todos los días, y la de nuestro santo Patrón, nuestro gran San Vicente de Paúl, que sin inventar ninguna locomotiva ni ningún telégrafo submarino, supo santificarse haciendo de paso más bien a la humanidad que todos los decantados reformadores y sabios de nuestros tiempos actuales.

No nos olvidemos, sin embargo, tampoco de pedir a Dios por ellos. Pidamos al Señor que les perdone sus tristes aberraciones, siquiera por aquella grande razón que el amantísimo Jesús nos enseñó en la Cruz; pues es indudable que la mayor parte de ellos, si no todos, están muy distantes de saber lo que hacen: non enim sciunt quid faciunt,—He dicho.

 

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