Santiago Masarnau (sobre la diferencia entre la caridad y la filantropía)

Mitxel OlabuénagaSantiago MasarnauLeave a Comment

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ACTA DE LA JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL Día 8 DE DICIEMBRE DE 1876.

Luego el Presidente del Consejo superior, previa la venia del Sr. D. José Bosco, leyó el siguiente discurso:

Señores y amados hermanos en Jesucristo:

Desde el 23 de julio, en que se celebró la última Junta General, nuestra humilde Sociedad ha seguido desarrollándose en España; se han agregado 11 Conferencias, se van a agregar otras 3 y 2 Consejos particulares; las de Cuba y Puerto Rico prosperan, y del Consejo central de Manila se han recibido noticias sumamente satisfactorias sobre el estado de aquellas Conferencias, ricas, dice el antiguo Presidente con fecha 8 de Agosto, en socios, en obras y en recursos, y el estado de su personal y de los ingresos y gastos, etc., recibido hace diez días, lo confirma. Además se han vencido las dificultades que ofrecía la publicación del Boletín, y ya podemos cumplir con los suscritores del año 1868, a las que involuntariamente quedamos debiendo los números de Noviembre y Diciembre, a consecuencia de haber sido disuelta la Sociedad. Parece, por lo tanto, que tenemos motivos para estar muy satisfechos del progreso de nuestra Obra, y así es en efecto basta cierto punto; pero al mismo tiempo no debemos olvidar que la astuta serpiente no cesa de acecharnos, y de procurar, ya que no hacernos caer en graves pecados, emponzoñar al menos nuestras buenas obras y privarnos así de su mérito. Hace ya tiempo que se nota en nuestras Conferencias, no en todas pero en muchas de ellas, la tendencia al socorro material, el deseo excesivo de prodigarle, acompañado, como suele estarlo siempre, del olvido del socorro espiritual; un espíritu, en fin, más bien filantrópico que caritativo, contra el que debemos precavernos con esmero. El peligro es grande, y bien merece que fijemos en él nuestra atención. Al efecto me atreveré a someter a la de esta Junta algunas breves observaciones.

Todos hemos oído decir que la filantropía es la moneda falsa de la caridad, y todos sabemos que los impíos han tratado de sustituir a la caridad (de la que no son capaces) la filantropía, que no exige fe y solo cuesta dinero; pero no repararnos que nosotros mismos, aun cuando decimos eso y lo sabemos, estamos corrompiendo nuestra caridad y convirtiéndola en filantropía, y es del mayor interés para nosotros el precavernos de esta equivocación en que involuntariamente incurrimos. Al efecto fijémonos bien en la diferencia, que es por cierto grande, que hay entre la hermosa virtud de la caridad y la falsa virtud de la filantropía, pues se parecen solo al mirarlas superficialmente, pero no al considerarlas con un poco de reflexión.

La filantropía carece de fe, y por lo tanto solo ve en el pobre un ser que padece hambre, frío y desnudez. Procura darle de comer, habitación y vestido, y cree que con eso está todo hecho.— La caridad ve en el pobre un hermano redimido del pecado por la sangre de Jesucristo y destinado a la vida eterna; y aunque procura, como la filantropía, aliviar sus necesidades materiales, procura mucho más, sin comparación, aliviar las espirituales, porque da al alma toda la preferencia que merece sobre el cuerpo. La filantropía ve en el pobre un ser que padece, y si no le desprecia, le compadece. La caridad ve en el pobre un hermano al cual basta conformarse con su suerte para ganar el cielo, y así le aprecia, le ama y hasta le envidia.—En fin, es muy grande la diferencia entre la filantropía y la caridad, y parece imposible que, a pesar de ella, se confundan tan fácilmente una con otra por toda clase de personas, sin exceptuar las más religiosas.

Para probar que así sucede, pues conviene conocer bien el peligro para decidirse a huir de él, hasta observar lo que todos los días estamos viendo y oyendo a personas que pasan por muy caritativas, y a nuestros mismos consocios. ¿Quién no ha oído llamar desgraciada a una familia pobre en ocasión de hablar do ella para recomendarla, o con otro cualquier motivo, sin reparar que al hablar así se olvida completamente del santo Evangelio, que dice: «Bienaventurados los pobres» y no dice en parte alguna bienaventurados los ricos, sino que por el contrario, dice y repite: «¡Ay de vosotros los ricos?» ¿Quién no ha oído recomendar para un asilo a alguna niña con el objeto de que coma mejor y tenga mejor cama, pero cuya madre, pretextando la necesidad y el deseo de trabajar, trata solo do desembarazarse del cuidado de ella, para quedarse en una completa libertad de la que acaso no siempre hará buen uso? ¿Quién no ha visto recomendar a las Hermanitas de los pobres un anciano achacoso, cuyos hijos se han cansado de cuidarlo como deben hacerlo, y por no decirlo así, dicen que estará mejor asistido en el asilo que en su casa? ¿Quién no ha visto gestionar para la admisión en los Incurables, de personas que no son solas, sino que sus consortes o hijos no quieren seguir cuidándolas, aunque no se atreven a decirlo claramente? ¿Quién no ha visto llevar al hospital enfermos, cuyas familias, aunque pobres, hubieran debido cuidarlos por sí mismas, cumpliendo al hacerlo una verdadera obligación? Pues todos esos casos prueban con evidencia la preponderancia del espíritu filantrópico y la decadencia consiguiente del espíritu caritativo; la importancia exagerada que se da al socorro material, al del cuerpo, y el olvido del socorro espiritual, el del alma y sin embargo, ¿cuál es el principal, sobre todo para nosotros que nos tenemos por hombres de fe?—Los asilos y los hospitales prestan sin duda alguna gran servicio, y Dios premiará seguramente a sus fundadores y a sus sostenedores; pero es preciso no olvidar que no se han establecido para todo género de personas, que no se han creado para romper los vínculos de la familia, ni para proporcionar vagancia a los que tratan do llevar a ellos a sus hijos, a sus padres o a sus hermanos, desconociendo la obligación sagrada que tienen de atender por sí mismos a su educación o a su cuidado.

Por otra parte, pensando solo en lo material, no se piensa en lo que interesa a la moralidad estrechar todo lo más posible los vínculos de la familia, lejos de tender a aflojarlos o romperlos. Que la compañía de la madre conviene a la hija, se concede fácilmente; pero no se suele advertir que la compañía de la hija puede convenir a la madre tanto como la de la madre a la hija; porque, en efecto, ¿qué mujer, por desalmada que sea, se atreverá a hacer en presencia de su hija lo que haría tal vez sola o en presencia de personas extrañas? Luego interesa no separarlas, en lo posible. El cuidado de un enfermo, cuando es de la familia, como un consorte, un padre, un hijo, un hermano, es sumamente moralizador, no solo por el bien que el enfermo reporta del esmero y cariño con que está cuidado, sino por el bien acaso mayor, que c! que le cuida reporta como en premio de su buen proceder. ¡Cuántas antiguas enemistades se han terminado en el trato íntimo que el cuidado de mi enfermo exige! ¡Cuántas reconciliaciones y qué puras satisfacciones, por lo tanto, ha ocasionado! No; no conviene separar al enfermo de su familia, por pobre que esta sea, como no conviene separar a los niños de sus padres, aun cuando en los asilos pudieran comer mejor y estar más bien vestidos. Los asilos tienen su objeto bien marcado: en primer lugar el de recoger huérfanos, y después en los de niñas, como lo son la mayor parte de ellos en España, recoger las hijas de viudos pobres. Grandes objetos, que bastan y sobran para ocupar el celo de las comunidades religiosas, a cuyo cuidado están confiados esos establecimientos. Los hospitales tienen también su objeto bien determinado, a saber, el de cuidar enfermos que no tienen familia, o la tienen ausente, y enfermos cuyos padecimientos exigen tratamientos especiales, que no es posible dar a un pobre en su misma habitación. Grandes objetos también, que bastan y sobran para ocupar el celo de los que dirigen esos utilísimos establecimientos: pero sobre el asilo, y sobre el hospital, y sobre todo, está la familia para el hombre caritativo, no para el filántropo; la unión de la familia y cuanto tienda a procurarla o aumentarla; porque las necesidades principales del hombre, no son las materiales ni pueden serlo, porque no es el pan, ni el vestido, ni la habitación, lo que más necesita, sino el amor, que por ningún socorro material, por abundante que sea, puede ser suplido.

Refiriendo ahora estas ideas a nuestra humilde Sociedad, esto es, a esta pequeña ramita de ella que funciona en España, advertiremos fácilmente lo mucho que por desgracia se han introducido en olla esas ideas filantrópicas, cuya falsedad no puede ocultarse al que se pare un poro a examinarlas en su fondo, y las malas consecuencias que de ellas provienen.

Muchos consocios, de los mejores, han llegado a creer, según se ve por sus peticiones en las Conferencias a que asisten, que nuestra Sociedad tiene por objeto el socorro material, y que cuanto más puedan sacar para sus pobres, tanto mejor desempeñan su cometido como socios. No reparan que si nuestra Sociedad tuviese por objeto el socorro material, el Reglamento sería absurdo, pues ni un solo céntimo exige o los que en ella ingresan, y recomienda, sin embargo, la adopción de familias sobro todo. No reparan que el socorro material que nosotros damos, está por lo común muy lejos de poder aliviar las necesidades de una familia, aunque no sea numerosa. No reparan en el bien que la visita hace al pobre, y que supera en mucho al que ¡e puede proporcionar el socorro material, con tal que la visita se haga como es debido, con la atención y detención que exige la circunstancia de ser visita de caridad, pues de no hacerse así, poco o ningún bien producirá.

Para dará entender claramente la diferencia entre la visita bien hecha y la que poco o nada puede valer, se ha escrito bastante en nuestro Boletín; pero no conozco nada más gráfico por lo admirablemente exacto, que el dicho sencillo de una niña de nueve años. Pertenece esta niña a una familia que, después de haber sido visitada por mí, pasó al cuidado de la Conferencia de su barrio, y al cabo de algún tiempo me vio en la calle, y vino corriendo a quejarse amargamente de que nadie las visitaba desde que yo había dejado de hacerlo. Creí al pronto que mentía, y aun la reprendí en esa persuasión. Pues ¿qué, la dije, acaso no sé yo que los consocios de tu barrio os visitan todas las semanas? Y entonces me respondió con viveza las siguientes palabras, para mí de oro.—¡No, señor! ¡Nadie nos visita! Allí van todos los domingos dos señoritos que nos dejan unos bonos, pero no nos visitan.— No sabía ella lo que decía, esto es, lo que valía, por lo bien que expresaba la diferencia entre la visita bien hecha y la que parece que no tiene otro objeto que el de llevar los bonos, de la cual poco o ningún fruto se puede esperar. «Nos dejan unos bonos, pero no nos visitan”, palabras, repito, de oro, que convendría estereotipar en la mente de todos nosotros.

De no hacer bien la visita, dimana naturalmente el deseo de llevar mucho socorro a los pobres, y el temor de visitar sin bonos, como alguna vez puede suceder y hasta conviene que suceda. Confunden la satisfacción de dar con la caridad, y no se acuerdan, pues lo deben haber leído, de que San Pablo dice: «Aun cuando yo distribuyese lodos mis bienes para sustento de los pobres, si la caridad me falta no me sirve de nada;» de lo que claramente se infiere, que la caridad no consiste precisamente en dar. Creen que para no llevar nada la visita carece de objeto, y no reparan en que la visita puede valer mucho más que el socorro; y en efecto, lo vale con tal que se haga bien, esto es, de modo que se olviden los bonos, como sucede a los buenos visitadores, que tienen a veces que volver a la casa del pobre que han visitado para darle los bonos de que se olvidaron; y para aprender a visitar de ese modo, que es a lo que todos debemos aspirar, conviene alguna vez visitar sin bonos.

Es preciso también no dar a estos bonos que solemos llevar a nuestros pobres una importancia que no tienen.—Se dice con frecuencia: ¿qué dirán mis pobres si no les llevo socorro?—Pero el socorro que nosotros llevamos, ¿es acaso bastante para aliviar la necesidad de una familia? ¿Puede tener ese objeto? Su objeto en un principio fue dar al pobre algo para comer el domingo, a fin de que no pudiese decir que si no trabajaba no comía; pero esto está muy lejos del socorro que necesita una familia, por poco numerosa que sea, para vivir una semana; y luego el alimento, que es el socorro que comúnmente damos, no es, como todos sabemos, la única necesidad del pobre, pues tiene que vestirse y pagar la habitación que ocupa, por lo cual no guarda proporción lo que le damos con lo que él necesita. A veces, es verdad, tienen las Conferencias entradas extraordinarias, y pueden extenderse a dar socorros también extraordinarios, en cuyo caso deben hacerlo, porque tan distante está del verdadero espíritu de caridad el desear con exceso los recursos, como el no emplearlos si se proporcionan; pero cuidando de hacer entender a los pobres que aquello es extraordinario, y no proviene de los recursos habituales de la Conferencia. En muchas Conferencias estos recursos ordinarios se limitan a la colecta, y no suele esta bastar para pagar los bonos semanales. En este caso, que se presenta con frecuencia, los socios tienen que hacer tres cosas, después de la principal, que es pedir a Dios Nuestro Señor la gracia necesaria para hacerlas bien. La primera, es privarse de la satisfacción de dar limosna alguna por su mano, como si guardasen el voto de pobreza sin hacerlo, así como deben guardar el de castidad aunque no le hagan, lo cual puede serles muy meritorio, y habilitarlos para dar más a la colecta. Segunda, buscar recursos para la Conferencia, tales como suscripciones, donativos, legados de testamentarías, etc.; ver si pueden sacar algo de algún rico, de esos que tienen la desgracia de no saber emplear bien su dinero, que son los más, poro sin molestar a nadie con importunaciones, ni aun permitirse a sí mismos el deseo vehemente de hallar lo que buscan, que conviene saber mortificar. Y tercera, esmerarse todo lo posible en la visita, para que si llega el caso de que se haya de hacer sin bonos, no por eso deje de ser fructífera y grata a las familias visitadas.

Para todo esto se necesita humildad, mucha humildad; y si fuéramos humildes, pero verdaderamente humildes, la filantropía no lograría bastardear nuestra caridad poco ni mucho, porque su base es el orgullo más o menos disfrazado. No lograría hacernos considerar a la pobreza como una desgracia y no como la consideraba nuestro Santo Patrono, que pudiendo haber sacado de ella o sus parientes, pues tantos millones dio a los pobres, no solo no lo hizo, sino que les dejó muy encargado que no saliesen nunca, aunque pudiesen, de su humilde estado, y así lo han cumplido hasta hoy.

Hemos de procurar, por lo tanto, ser humildes sobre todo, pero humildes de corazón; penetrarnos bien de la importancia de esta hermosa virtud, y aprovechar con esmero todas las ocasiones preciosas de practicarla que nuestra Sociedad nos ofrece. Que nuestra humildad sea verdadera, sincera, no de garabato, como dice el P. Rodríguez, hablando de los que se humillan para que los ensalcen, o de los que dicen cuando se les confiere algún cargo que no son dignos, sin considerar que si para aceptar los cargos fuera preciso que los elegidos se creyesen dignos, la Sociedad sería imposible. En fin, humildad verdadera, el amor al desprecio: y con esa santa virtud nada tenemos que temer, porque así como la planta virginal de la Inmaculada María aplasta la cabeza del dragón infernal, así la humildad verdadera triunfa victoriosamente del orgullo, y con él de todas las malas pasiones que de él se nutren.»

 

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