JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL 19 DE ABRIL DE 1865.
Se leyeron los nombres de los socios ingresados desde la última junta, que fueron 11 activos, 2 aspirantes y 1 honorario. Acto continuo el Presidente superior, previa la venia del Excmo. e limo. Señor Nuncio, leyó el discurso siguiente:
Excmo. Sr: Después de manifestar a V. E. en nombre de todos mis consocios nuestra viva gratitud por el favor que nos dispensa dignándose honrar esta modesta reunión de familia con su respetable presencia, y previa su venia, paso a dirigir a mis queridos hermanos en Jesucristo algunas reflexiones sobre los ejercicios del santo retiro que hemos tenido el mes pasado, o más bien sobre las ideas que la observación de lo acaecido en ellos me ha sugerido, pues aunque la falta de salud me impidió asistir con el cuerpo, mi espíritu procuró seguirlos con el mayor interés.
En el boletín se ha dado a conocer el plan de los ejercicios, así como también se han indicado los puntos sobre que versaron las meditaciones y las pláticas, etc. No es mi ánimo hablar de esto. Tampoco me parece propio de este lugar el encomio de los raros dotes que reúne el apreciabilísimo Sr. Sacerdote que ha tenido la bondad de dirigir los ejercicios este año y los pasados. No: aquí debemos hablar de nosotros, esto es, de lo que nos falta para ser lo que debiéramos ser, tanto en los ejercicios del retiro como en todas las prácticas de nuestra humilde Sociedad, y de los medios más a propósito para corregir las imperfecciones que en nosotros advirtamos.
Los ejercicios han tenido lugar por mañana y por tarde durante los dias a ellos dedicados. Dos horas duraban por la mañana y otras dos por la tarde, con la mira de que los socios que no pudieran disfrutar de todas las horas a ellos destinadas, a causa de ocupaciones legítimas que tuviesen en ellas, pudiesen elegir las que mejor les conviniesen.
De esperar era que la hermosa iglesia de Ntra. Señora de Loreto, en que se han verificado los ejercicios, hubiese estado llena de fieles antes de las horas marcadas para ellos, atendido el número de miembros que cuentan hoy las 20 Conferencias de Madrid, los muchos forasteros que a ellas asisten y los muchos amigos, o al menos conocidos, que unos y otros podían convidar, estando la puerta franca para todo el que se presentase, y solo impedida la entrada a las señoras.
Sin embargo, no ha sucedido así. Los ejercicios han estado poco concurridos, y parece del mayor interés reflexionar sobre la causa de este (preciso es decirlo) triste efecto, y sobre su remedio, si se alcanza.
No podemos dudar del aprecio que todos nuestros consocios hacen de estos ejercicios, que para hombres de fe viva y sostenida por la frecuencia de Sacramentos, como por la misericordia de Dios lo somos todos o casi todos, ofrecen el mayor interés. No podemos dudar de su vivo deseo de asistir a ellos, pues son muchas y muy evidentes las pruebas que de él tenemos; y sin embargo, el hecho es que muchos no han asistido a los santos ejercicios del retiro, y que en los de las mañanas particularmente solo algunos se han visto. ¿De qué podrá haber dimanado esta aparente frialdad o indiferencia? ¿En qué podrá consistir? ¿No merece esto llamar nuestra atención? De mí sé decir que la ha llamado en gran manera, y que esta observación me ha inducido a recordar otras que me sugiere la experiencia de lo que pasa en Madrid, y la correspondencia con las Conferencias de provincias, y a deducir de todas ellas ciertas reflexiones que acaso convenga someter a la apreciación de los queridos consocios que acostumbran escuchar o leer lo que aquí se dice.
El diálogo siguiente, si no a la letra en el fondo, era muy común en Madrid los días que duraron los ejercicios del retiro, entre los consocios que se encontraban por la calle o en las Conferencias, o en cualquier otra parle.—¿Va V. a los ejercicios?- Amigo, bien quisiera, pero no puedo… La oficina, los negocios, la universidad, mi empleo —Pero ¿y por la mañana?—Por la mañana se empiezan tan temprano! Ya ve V.: a las ocho! Para estar allí a esa hora hay que levantarse lo menos a las siete, y yo me acuesto a la una!—Pero ¡y qué precisión hay de acostarse a la una? ¿Por qué no se acuesta V. a otra hora?—Oh! eso es imposible. Sería menester no tratarse con nadie?, hacerse un hurón, pasar por un estrafalario; y, francamente, yo no tengo bastante fuerza de carácter pura eso, ni creo que Dios exija de mí semejantes rarezas.
¡Cuántos habrán dicho estas o muy parecidas palabras con la mejor buena fe y creyendo que daban con las suficiente explicaciones a su falta de asistencia a los ejercicios! ¡Cuántos con estas o semejantes palabras pretenden disculpar su condescendencia con las más extravagantes exigencias del mundo! ¡Cuántos dicen y repiten que su posición social, los deberes de familia, las obligaciones imprescindibles, no les permiten adoptar un sistema de vida que creen o se empeñan en creer incompatible con sus verdaderos deberes y obligaciones, engañándose a sí propios y procurando luego engañar a los demás. Y ¿para qué? Para conseguir lo que desean y lo que realmente no pueden nunca lograr por más que lo deseen; a saber, la amalgama de la vida cristiana con la vida mundana; la realización de la utopía (que por fortuna lo es) de servir a la vez a Dios y al mundo; el triste sueño que les parece dorado, de obrar y padecer por espíritu de sacrificio, sin padecer ni sacrificar nunca nada a la observancia fiel de la santa moral del Evangelio!
Muchos son los que se engañan en esta materia, de tanto interés para todos; y ojalá que nuestras humildes observaciones logren sacar aunque no sea más que a uno de esa funesta ilusión, y persuadirle de la mentira en que está basada.
No: no es posible que la vida del hombre verdaderamente religioso se asemeje a la del impío, o a la del que no pasando por tal, en el fondo viene a serlo; pues que los efectos de la fe dormida, que por desgracia es tan coman, se asemejan sobre manera a los de la fe muerta. ¿Cómo se han de parecer dos vidas cuyos respectivos nortes son opuestos? ¿Cómo se ha de parecer la vida del que busca el placer a la del fiel discípulo de la cruz? ¿Cómo se ha de parecer da vida del que solo ansia los honores, las riquezas, las satisfacciones de todo género, a la de aquel que solo aspira a la pobreza de espíritu, al desprecio y a la mortificación de todos sus apetitos?
Así pues, tiene que haber forzosamente una línea de separación muy mineada entre los secuaces del inundo y los del santo Evangelio. Los hábitos, los gustos, las aficiones de los unos no pueden ser ni parecerse remotamente a los hábitos y a las aficiones de los otros; y sin embargo por una de esas aberraciones en que caemos sin notarlo, hay muchos que pretenden ser a la vez de los unos y de los otros, sin advertir que ni es posible, ni, aun cuando lo fuese, podrían desearlo sin faltar gravemente a los principios mismos que se precian du profesar.
Pero, Señor, dicen muchos, el confesor a mí no me ha prohibido asistir a tal o cual función, a tal reunión, a tal partida de placer y con esto se creen autorizados para todo. Pero no advierten que el confesor prudente no les prohíbe lo que espera de su juicio y del buen uso que hagan de las gracias que reciben, que sin necesidad de prohibírselo él se lo prohíban a sí mismos con mayor mérito, o más bien, que sin prohibírselo precisamente, lo abandonen por completo al descubrir la mentira y el vacío que encuentran en ello, y al reflexionar que es una gran suerte para ellos el encontrar allí aquella mentira y aquel vacío.
Por fortuna no hay posición social que nos obligue a vivir impíamente, al menos de las toleradas por las leyes divinas, porque las humanas son algo más laxas por nuestros pecados; pero aun suponiendo lo imposible, esto es, que la hubiera, es evidente que el cristiano, que en lodo tiempo y lugar debe estar pronto a sacrificar hasta su vida misma, sin creer que en ello hace nada de más, antes que fallar a la santa ley do Dios, nunca podría admitirla, fuesen cuales fuesen las ventajas que le ofreciese según el mundo, porque el peso que podrían tener ludas esas ventajas en la balanza de su razón contra el de la salvación de su alma, sería nulo.
Sí: tiene que haber precisamente una diferencia muy marcada entre la vida del verdadero cristiano y la del que solo lo es en el nombre; y es imposible amalgamar estas dos vidas. Muchas de las ocupaciones de la una son, no solo diferentes, sino diametralmente opuestas a las ocupaciones de la otra. No tiene nada de extraño por lo tanto que la distribución del tiempo varíe mucho en una de lo que es en otra. Lo que sí es de extrañar, y mucho más de sentir, es que los que siguen el camino seguro de la salvación, los discípulos de la cruz, los hombres del sacrificio y de la abnegación, quieran aparentar que marchan por otro camino, y se avergüencen de dar a conocer por todos sus actos que su conducta concuerda con sus creencias y con los principios que profesan; sin reparar el grave daño que a los demás y a sí mismos pueden hacer y hacen con esta debilidad, cuyos efectos vienen a ser con frecuencia los de la más completa maldad.
¿No es de extrañar, y mucho más de sentir, que el hombre mundano no se avergüence de gastar su vida en el ocio, en la disipación y en el culto de su ídolo (sea este el interés o el placer), y que el hombre cristiano se avergüence de emplear su tiempo en el trabajo, en la oración y en el culto de su Dios? Porque el afán de imitar al mundano ¿qué prueba sino que se cree ventajoso su sistema de vida, o que se quiere ocultar, disimular por una mala vergüenza, que se sigue el opuesto?
Se habla mucho de deberes sociales…pero, Señores, es preciso reconocer que en esto como en todo parece que nos empeñamos en hacernos ilusiones para cohonestar en cierto modo nuestras flaquezas; porque si examinamos de buena fe cuáles son nuestros verdaderos deberes sociales, y a lo que realmente nos obligan, no dejaremos de advertir, acaso con sorpresa, que la piedad bien entendida, lejos de impedir el cumplimiento de los deberes, le facilita en gran manera, y aun que los hay muy difíciles o imposibles de cumplir fielmente sin los auxilios de la gracia, que solo la verdadera piedad nos puede alcanzar atendido el curso ordinario de la divina Providencia.
Pero ¿por qué se han de llamar deberes sociales a las locas exigencias del mundo? ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? ¿Por qué se ha de considerar como un deber social recogerse por ejemplo a la hora que se retiran los que no piensan como nosotros en materias de fe, que son justamente las que más influyen en toda la conducta de la vida, vestirse como ellos se visten, ir a donde ellos van, etc., etc.? ¿Qué deberes sociales son estos? ¿Está obligado el que piensa a imitar al que no piensa? ¿Está obligado el que cree a imitar al que no cree? ¿Esté obligado el que vive de amor a Dios y al prójimo A imitar al que solo vive para amarse a sí propio? Pues ¿a qué aparentar esa semejanza en la vida del uno y del otro, y justamente aparentarla el que debe estar seguro de que no es posible en realidad?
No me dejan hacer nada, se oye decir con frecuencia. Mis amigos, mis relaciones, mi familia para nada me dejan tiempo; y creen que con decir esto quedan ya escusados de malgastar sus horas, y sus días y sus años en el ocio, en la disipación y en la más completa inutilidad. Pero se olvidan de aquella preciosa frase, preciosa como todas las que contiene el mejor libro que se conoce después del Evangelio: «Si tú sabes dejar a los hombres, ellos te dejarán hacer tus cosas”. Y ¡cómo la está probando la experiencia continuamente! El que más se queja de que no le dejan hacer nada, suele sor justamente el que menos gusta del silencio y de la soledad; y es muy común en esta clase de hombres, por desgracia tan numerosa, andar como a caza de quien les quite el tiempo, mientras que luego se quejan de haber logrado lo que ellos mismos han buscado. ¡Qué difícil de estudiar es el hombre en todo!
A estas y otras reflexiones análogas conduce forzosamente la observación de la poca asistencia a los ejercicios, y de la falsa dificultad (pie encuentran muchos en fa observancia de las prácticas de nuestra humilde Sociedad, sin embargo do ser todas ellas muy compatibles con el cumplimiento de los deberes de todas las posiciones sociales.
Nosotros creemos que se debe fijar la atención en este punto todo lo posible, porque aunque es muy cierto que al entrar en la Sociedad no hemos dejado el mundo ni abandonado nuestra posición en él, también lo es que estamos obligados, no solo a renunciar a sus pompas y vanidades, como lodo cristiano lo promete solemnemente al recibir el Bautismo, sino a algo más que el común de los cristianos, pues estamos más favorecidos, y los favores obligan.
No debemos tratar de faltar poco ni mucho a nuestros deberes sociales. Sería esto en nosotros un grave pecado. Pero sí debemos distinguir bien los verdaderos deberes de los que no lo son, para cumplir los primeros y desentendemos de los segundos con igual esmero, y sobre todo mostrar francamente en toda nuestra conducta que no pensamos como los mundanos, pues es imposible que el que piensa de un modo diferente del que tiene otro de pensar, imite a aquel otro en sus actos.
Nada importa que nos llamen hipócritas. Lo que importa mucho es que no lo seamos. Que nos lo llamen es natural, porque si obramos como debemos, necesariamente nos hemos de parecer a los hipócritas, cuyo estudio consiste en remedar aquello mismo que nosotros haremos; pero entre el hipócrita y el impío está el verdadero cristiano, a igual distancia de uno y de otro, pues ni finge creer ni carece de fe. Sigamos el precioso consejo de la Imitación, y hallaremos tiempo para todo. Ya que, gracias a la bondad de Dios, nos hallamos en una Sociedad que a todas horas nos puede ocupar útilmente, al paso que exige tan poco de nosotros; y que deja a nuestro arbitrio la elección del tiempo que hemos de dedicar al pobre y la determinación del dinero que en su socorro hemos de invertir, aprovechémonos de tan preciosos medios para progresar en la vida espiritual desprendiendo nuestro pobre corazón cada vez más y más de todas las vanidades del mundo. Persuadidos de la mentira de sus ídolos, despreciémoslos de veras, y no aparentemos nunca que los apreciamos. No envidiemos las falsas alegrías de los mundanos después de haber gustado las inefables dulzuras de la caridad. Que nuestra conducta toda esté de acuerdo con nuestras creencias y con los principios que profesamos; y es bien seguro que cuanto más francamente marchemos por la senda de la verdadera vida, que no es ni puede ser otra que la de la santa cruz, mayores y más fáciles nos serán los adelantos en ella.
Pensemos; en nuestros ratos de meditación, que tan incompatible es con la santa moral del Evangelio el miedo al padecer como el deseo de gozar; y nuestra vida no podrá ser sensual ni muelle por más que lo sean las de nuestros parientes y amigos. Hemos de considerar que o ellos se equivocan o nos equivocamos nosotros; y que no es posible que los hombres del ruido, de la disipación y del placer acierten en nada mejor que los de la oración, del recogimiento y de la abnegación.
Pero acaso no es preciso, pues muy pocos o ninguno de nuestros queridos consocios dejará de estar íntimamente convencido de estas verdades tan claras. Lo que falta solo es que sus obras todas concorden con sus convicciones, y persuadirse de la necesidad de esto; pues entonces no se avergonzarán nunca de parecer lo que desean ser, y el mundo acabará por respetarlos o al menos dejarlos en paz viendo que nada consigue de ellos.
La vida del verdadero cristiano, esa vida consagrada toda entera a la oración y al trabajo, no tiene nada que envidiar a la vida de hombre ocioso y disipado. Por el contrario, este es el que realmente sufre, porque sufre sin consuelo, mientras que aquel es el que realmente goza porque padece con fruto. ¡Tanto engañan las apariencias! La cruz es el único talismán conocido para convertir todas las espinas en flores; al paso que la constitución misma del hombre, tanto en lo físico como en lo moral, está probando que el placer absoluto le es imposible en esta existencia. Todo el problema de la vida está pues reducido, en su última expresión, a padecer bien, y el que mejor padece es el que más acertadamente le resuelve. ¿Y dónde aprenderá el hombre a padecer bien, a padecer por amor, si no lo aprende al pie de la cruz? No: no hay libro alguno ni sistema posible de filosofía, que pueda enseñarnos en años de estudio lo que una sola mirada reflexiva a la cruz nos puede enseñar. Dejémonos pues de vanidades y de engaños; y ya que por la misericordia de Dios vemos tan claro el camino que nos conviene seguir, sigámosle decididamente, y no nos desviemos ni aparentemos desviarnos de él en un ápice.
Estas reflexiones, que sometemos humildemente a la consideración de nuestros queridos hermanos en J, C. y otras análogas que su buen juicio les sugerirá sin duda, podrán contribuir (¡ojalá que así sea!) a determinarlos por la reforma de ciertos hábitos, ciertas costumbres, que tan inconsideradamente su contraen, y que influyen mucho más de lo que a primera vista parece mi toda la conducta de la vida. Solo se necesita para ello un poco de energía de carácter. Uno de nuestros queridos consocios, de nombre célebre y que ya ha pasado de esta vida de prueba a la verdadera vida, movido por estas reflexiones se trazó su distribución de tiempo, tomando por base el retirarse, de 10 a 11 de la nuche y levantarse de 5 a 6 de la mañana, y tuvo bastante constancia para guardarla después fielmente, desempeñando cargos de tanta importancia y de tanto compromiso como el de Consejero de Estado y el de embajador en una de las ciudades más bulliciosas de Europa. ¿Y se dirá, después de esto, que el destino, que la posición, que el deber no permiten a cada cual distribuir su tiempo de manera que le quede suficiente para el cuidado de su alma, tan superior a todos los demás cuidados do este mundo?
Nuestro santo Patrono no gustaba de multiplicar las prácticas de piedad, y sin embargo, a los ejercicios del retiro anual les daba la mayor importancia. Aprovechémonos pues todos de ellos cuando tenemos la dicha de que se verifiquen en el pueblo en que nos hallamos; y en esto como en todo procuremos con el mayor esmero que nuestra conduela concuerda con los principios que profesamos, sin dejar por eso de amar muy de veras en Dios N. Sr. a los que no los profesan. No despreciemos a nadie; poro no temamos tampoco el desprecio de nadie. No nos vanagloriemos (Dios no lo permita) de ser socios de San Vicente de Paúl; pero tampoco nos avergoncemos de serlo, pues con igual cuidado debemos evitar la ridícula ostentación y el cobarde disimulo de nuestras prácticas y creencias.
De este modo podrá ser que experimentemos más o menos la presión, la resistencia, la lucha del mundo; pero debemos confiar en que le venceremos, porque no puede faltar la promesa que de ello tenemos en el santo Evangelio. De este modo, y solo de este modo, nuestros actos todos estarán en armonía con nuestras ideas y principios; y en fin, de este modo lograremos con mucha mayor facilidad lo que únicamente debemos desear en este valle de lágrimas, que es adelantar en la senda de la salvación; pelear sin tregua contra los enemigos de nuestra alma para alcanzar la corona que solo se promete al vencedor; y en fin enseñar a nuestros queridos pobres, a nuestros parientes, a nuestros amigos, del modo más eficaz, que es con el ejemplo, a vivir muriendo siempre para el mundo, en la firme persuasión de que es el único medio de vivir para el siglo. ¿No es este en el fondo el principal objeto de nuestra humilde Sociedad?».