ACTA DE LA JUNTA GENERAL CELEBRADA EN MADRID EL DÍA 6 DE MARZO DE 1881
A continuación el Sr. Presidente manifestó al Excmo. Sr. Nuncio y al Excmo. Sr. Obispo de Oviedo, en nombre de todos sus consocios, lo mucho que la Junta agradecía el favor que la dispensaban al venir a honrarla con su presencia, pidiendo después permiso al Excmo. Sr. Nuncio para leer el discurso que estaba preparado para este acto. Obtenida la venia de S. E., uno de nuestros consocios leyó lo siguiente:
Excmo. Señor:
Señores y queridos hermanos en N. S. Jesucristo:
Cumpliendo las prescripciones del reglamento, nos hemos reunido hoy al pie del altar para asistir al santo sacrificio de la Misa y recibir el Pan de vida eterna, debiendo hacer aplicación de las gracias espirituales con que nos hemos enriquecido, en sufragio do las almas de nuestros hermanos difuntos; porque tal es, como todos sabéis, el objeto principal de la Comunión de este día. Estamos, pues, en el deber de recordar hoy de una manera especial a los que nos han precedido en el ejercicio de la caridad, y de pedir al Señor que les conceda, por su infinita misericordia, un lugar de refrigerio, de luz y de paz. Y ya que nuestra Santa Madre la Iglesia nos ofrece tan eficaces auxilios para el alivio de las penas temporales que en la otra vida puedan estar padeciendo nuestros hermanos difuntos, no olvidemos el cumplimiento de un deber a que la caridad nos llama hoy en primer término, y con el que haremos una obra altamente aceptable a los ojos de Dios.
Pero no es solo en este concepto en el que hoy podemos recordar a nuestros hermanos queridos que duermen en el sueño de la paz. También debemos traerlos a la memoria para tener presentes sus ejemplos y sus consejos. Y si de aquella manera podemos nosotros ayudarles y hacerles bien, de esta otra ellos nos ayudarán y nos harán bien a nosotros y a nuestros pobres. Al decir esto, me refiero especialmente a la doctrina que los primeros Presidentes generales de la Sociedad, hoy difuntos, nos dejaron para nuestra enseñanza en sus preciosas circulares, muy poco conocidas en España, porque el Manual de nuestra Sociedad, que las contiene, no se ha publicado en español. Por eso me ha parecido que era hoy oportuno daros a conocer algunos pasajes que demuestran cuánto amaban a nuestra Sociedad, cuán bien conocían su espíritu y qué ideas tan exactas y profundas tenían de lo que es y lo que debe ser, aquellos piadosos hermanos que la dirigieron en sus primeros pasos, y supieron, con la gracia de Dios, hacerlo con tanto acierto.
El primer Presidente general de nuestra Asociación fue Mr. Bailly, al que puede considerarse como su fundador. Mr. Bailly, dice la circular de 11 de junio de 1844, en que los Vice-Presidentes del Consejo anunciaron su dimisión, fue el que en 1833, en una época en que muchos hombres de bien, intimidados aún, se mantenían alejados de las buenas obras, tuvo la idea de reunir para un fin de caridad, bajo el patrocinio de San Vicente de Paúl, a un reducido número de jóvenes, que estaban bien distantes de esperar la multiplicación venturosa que hoy presenciamos. Él fue el que les dio un sitio en que reunirse, el auxilio de sus consejos, el estímulo de sus ejemplos, el que les enseñó a acercarse para sostenerse, a aumentar su número buscando nuevos socios, socorrer a los pobres, y, en una palabra, todo lo que aprendieron en este primer año en que de sus humildes reuniones salió la petición que al cabo hizo se estableciera decididamente la predicación en el pulpito de la catedral, para hombres solos, quitando el culto. Luego que se aumentaron nuestras filas, y fue necesario poner en un reglamento nuestras sencillas prácticas, Mr. Bailly y escribió las consideraciones preliminares, inspiradas todas en las máximas de nuestro Santo Patrono, que determinaron bien el espíritu de nuestra Sociedad, y desarrollándolas en numerosas circulares y en todos los actos de una laboriosa presidencia de once años, supo mantener la unidad en medio del crecimiento de nuestras Conferencias en París, en los departamentos y en las comarcas vecinas.—Ved aquí, hermanos míos, quién fue Mr. Bailly, y cuán gran respeto debemos a su memoria.
Sin duda queréis conocer alguno de sus pensamientos, y yo os los voy a trasmitir en el orden en que se me presentan a la vista leyendo sus circulares.
Oíd a Mr. Bailiy apreciando ante todo y encareciendo la importancia de esta Obra de caridad a que estamos hoy asociados, y dando acertados consejos para que se conserve en toda su integridad y pureza. Esta especie de renacimiento de la caridad práctica en los hombres, decía (porque las mujeres cristianas tenían hace ya largo tiempo el meritorio privilegio, si no de los dones de beneficencia, al menos de los de la caridad); este renacimiento, digo, querido consocio y Señor, es un hecho grave e inmenso que nos impone obligaciones formales, puesto que ha comenzado en parte por nosotros. Nuestra correspondencia a la divina gracia puede acelerarlo y extenderlo; y, en sentido inverso, nuestra tibieza puede retardarlo, restringirlo, y comprometer los beneficios que ofrece al mundo. Y en efecto; si la llaga de la mendicidad ha de cerrarse en parte, parece que ha de ser por este medio; si las clases pobres han de volver a encontrar la primera de todas las riquezas, la de mejorarse y volver a ser lo que ya no son, al menos en todas partos, es decir, morales y religiosas, parece que eso sucederá cuando vean los ejemplos y reciban, juntamente con los socorros, los consejos ilustrados y cristianos de aquellos a quienes su posición humana ha hecho más felices, y ha colocado en cierto modo más altos que ellos. Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Pues acaso estos mismos no necesitan de auxilio para sostenerse en el buen camino? ¿Y qué auxilios más eficaces pudieran hallar que la oración en común, la visita personal a los pobres, hecha con regularidad, y todos los actos de la caridad, con las gracias que Dios no deja nunca de conceder por ellos? El día en que la primera Conferencia, que se había hecho ya muy numerosa, se dividía para formar varias secciones, le decíamos: «Amemos nuestras reglas: si las guardamos fielmente, ellas nos guardarán a nosotros y guardarán a nuestra Obra.» Y esa fidelidad a nuestras reglas la han guardado en efecto las Conferencias, y a eso debemos atribuir en gran parte el maravilloso crecimiento de nuestra Sociedad, y las bendiciones que Dios ha derramado sobre ella.
Penetrémonos, pues, querido consocio y Señor; penetrémonos cada vez más del espíritu de nuestra Obra; démonos a los pobres, sin hacer entre ellos distinciones: profesemos siempre la mayor atención y deferencia a las demás instituciones de caridad; mantengámonos estrechamente unidos a nuestros pastores; no formemos sino un corazón y un alma; no haya nunca entre nosotros, como no las ha habido hasta aquí, disputas y discusiones; no tengamos más partido que el de la caridad; no descendamos a las pequeñeces de las banderías.
Siendo la visita a los pobres la obra fundamental de nuestra Sociedad, natural es que se refiera a ella el primer pasaje que llama luego nuestra atención en esta su primera circular.
No descuidéis nunca, dice, la visita de los pobres a domicilio. La visita a los pobres en sus tristes viviendas es el carácter distintivo de las Conferencias de San Vicente de Paúl; el Consejo ha llegado hasta exhortar a los Presidentes de las Conferencias a que visiten a todas las familias adoptadas por las suyas respectivas, haciéndolo cada tres meses, a fin de conocer mejor sus necesidades y de asegurarse de que las visitas se hacen con regularidad. Vayamos, pues, con buen ánimo a los reductos infectos en que la pobreza se ve con frecuencia obligada a alojarse; y no contentos con ir a ellos, sentémonos en la desvencijada silla que se nos ofrece; conversemos con los pobres, seguros de que estas conversaciones nos granjearán su confianza, y de que así conoceremos todos sus males, sus defectos y quizá sus vicios; de que así podremos darles consejos con conocimiento de causa, y conseguiremos que los niños vayan a las escuelas, y sobre todo a buenas escuelas, y podremos evitar que se dediquen a la vagancia, colocándolos en algún aprendizaje.
De este modo tendréis previsión para los pobres, que con frecuencia carecen de ella; seréis su providencia, y les preparareis un porvenir mejor. ¡Oh qué consuelo será para un joven poder seguir con la vista, durante toda su vida, a una familia a la cual haya auxiliado de este modo, sacándola de la miseria, y tal vez apartándola de vicios groseros!
¡Quién podrá decir todas las gracias que derramará Dios sobre esa existencia, en recompensa de la obra generosa con que le ha dado principio! Diga V. esto, diga V. esto con frecuencia a los jóvenes de su Conferencia; aliéntelos a honrar de este modo los primeros pasos de su carrera: yo les prometo que Dios se encargará de coronarla gloriosamente. Su palabra es formal, y no engaña nunca.
Y a propósito de este mismo asunto, decía en su circular inmediata de 1º de diciembre de 1842:
La esencia de nuestra Obra es la visita al pobre en su triste morada: es necesario que lo veamos allí con sus harapos, con todo el desorden y con las incomodidades de su miseria, de su imprevisión y de su desaliento. Verlo así es para nosotros, a un tiempo mismo, una instrucción y un motivo de mayor afecto hacia él. Si él viniera a buscarnos, en vez de ir nosotros a buscarlo a él, no se lograría el mismo resultado. ¿Quién no conoce, además, que la visita espontánea del que lleva el socorro le da sobre la familia necesitada un ascendiente moral que no podría darle la conversación que viene a buscar de una manera interesada un individuo de esa familia? Y luego, levantemos un poco más nuestro pensamiento: los pobres son los amigos de Jesucristo, son sus miembros, son el mismo Jesucristo, quien considera como hecho a su persona divina cuanto so hace por cualquiera de ellos. San Vicente de Paúl quería que cuando se hablase con un pobre y se le diese limosna, se creyese y se formase la convicción de que se hablaba al mismo Jesucristo y se asistía al divino Salvador en su persona. ¿Quién de nosotros no envidia la dicha de los pastores de Belén? Pues bien; esa dicha la tenemos cuando visitamos con fea los pobres en su domicilio, en sus humildes tugurios, y de buena gana diría en sus establos. Como aquellos dichosos pastores, seamos solícitos en este piadoso oficio; corramos a las cuevas, a los graneros, a donde quiera que padece el divino Niño en la persona de sus pobres; acerquémonos con respeto y veneración, pero al mismo tiempo con amor, a esos miserables reductos; no cedamos a nadie este privilegio. Fue un gran favor el que se concedió a algunos humildes pastores la noche misma del nacimiento de nuestro Salvador; pero también es un gran favor el que se dispensa a los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, llamándolos a tener el honor de recibir el beneficio de visitar a los pobres. No dejemos nunca perder esta gloriosa ventaja; seamos fieles a esta grande y santa práctica, a la que está prometido el cielo.
Tanto como amaba Mr. Bailly las buenas obras; tanto como se gozaba en la vida activa y celosa de las Conferencias, y excitaba el celo de los socios para que hiciesen bien la visita a los pobres, temía el espíritu de discusión y de controversia llevado al seno de nuestra Sociedad. He aquí como se expresaba a este propósito.
Lo que tendría mayor gravedad a nuestros ojos, es que por querer ser demasiado fieles a nuestro nombre de Conferencia, cuyo origen conocéis, nos pusiésemos a discurrir sobre la caridad, en vez de limitarnos a ejercitar sus actos. A nuestros pastores toca decirnos cuáles son nuestros deberes: a nosotros, cumplirlos. No tenemos cargo de enseñarnos con discursos, sino de edificarnos con mutuos ejemplos. No dejemos pues que penetren entre nosotros el espíritu de discusión y los hábitos de la tribuna. No entendemos con esto censurar ese espíritu en sí mismo: la discusión es buena y necesaria, aplicada a los lugares y a los objetos que la requieren: pero nuestra Sociedad es una Sociedad de acción, que debe hacer mucho y hablar poco. Dejemos a los que nos dirigen, dejemos a nuestros Consejos, la penosa carga do discutir lo que es susceptible de discusión, y guarden para sí las Conferencias en masa el cuidado y el consuelo de hacer buenas obras. La palabra de las Conferencias es la oración en común a Dios, a su divina Madre y a nuestro Santo Patrono, como lo son las exhortaciones v los consuelos cristianos a nuestros pobres. Con esta condición, y solo con ella, esto os, con la de ser tan solo una Sociedad de buenas obras independientemente o por encima de todos los partidos y de todas las banderías, es como la Sociedad de San Vicente de Paúl vivirá y continuará haciendo tan venturosos progresos.
La última circular de Mr. Bailly es del 1° de marzo de 1844. Dos meses después dimitía la Presidencia de Consejo general en una sentida carta. Animado sin duda de análogos sentimientos a los de aquel Apóstol que hasta los últimos momentos de su vida no recomendaba otra cosa a sus discípulos sino que se amasen unos a otros, tanto en su última circular como en su despedida, encarece a sus consocios estos sentimientos de amor y de fraternidad.
Yo comprendo, decía en la circular, este espíritu de caridad en su mayor expansión: entiendo que las Conferencias se alegran cada cual de ellas del progreso de las demás, y que en todas se acogen con confianza y con gran satisfacción las buenas ideas.
Todos somos hermanos. No hay entre nosotros señores que manden a los demás: todos nos debemos dar y nos damos en efecto consejos amistosos y fraternales: demos pues y recibamos estos consejos con el mismo espíritu. Y más adelante añadía. Estemos estrechamente unidos; continúen las Conferencias de provincias sosteniendo con sus ejemplos a las de la Capital, y presten las Conferencias de la Capital los mismos servicios a las Conferencias de provincias. Seamos hermanos; hermanos que se gozan, lejos de envidiarlas, en las ventajas recíprocas; hermanos, nada más que hermanos, pero hermanos en Jesucristo, unidos por los vínculos de la caridad más estrecha, bajo el patrocinio y la dirección suprema de la Iglesia nuestra Madre.
Estos acontecimientos brillan de nuevo, y si cabe con más viveza aún, en su carta de despedida. Lo hemos dicho varias veces, querido consocio y Señor. No hay entre nosotros autoridad de ningún género: no hay más que vínculos de caridad y de fraternidad, y medios eficaces de unidad. Pero esta unidad enteramente moral, enteramente benévola, es la que constituye nuestra fuerza y la que ha servido de base a la propagación de nuestra Sociedad. Conservémosla, pues, querido consocio y Señor: conservemos esta unidad preciosa, que no es otra cosa sino la que Jesucristo pedía a su Padre para todos los que se hiciesen sus discípulos; que no es otra sino la que recomendaba San Pablo a todos los cristianos: conservemos siempre y en todas partes esa santa o inmortal fraternidad, que el príncipe de los apóstoles nos recomienda como un deber nuestro, encargándonos que la amemos y la practiquemos. Fraternitatem diligite.
Y si bello es el consejo con que se despedía de sus consocios en aquella ocasión Mr. Bailly, no lo es menos por cierto el que nos daría en su primera circular, de 15 de agosto de 1844, Mr. Gossin, que le sucedió en la presidencia; Mr. Gossin, cuyas interesantes y numerosas circulares bastarían a hacerlo inolvidable, si todavía no tuviese otro título a nuestros recuerdos, que es el de haber compuesto la preciosa Oración para el uso de los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl que se reza en nuestras Conferencias. En dicha circular, después de asentar el principio de que esta es una Sociedad enteramente seglar en su organización y en su dirección, escribíalos interesantes conceptos que voy a reproducir.
Hemos de gozarnos, no obstante, en permanecer, como hasta aquí, en comunicación frecuente, estrecha y respetuosa con el clero, abrigando la íntima convicción de que el sacerdocio católico es el ángel do la guarda, único que puede mantenernos en las vías de la caridad cristiana. Si nosotros podemos distribuir a los pobres socorros materiales, y dirigirles con prudencia algunas palabras de aliento y de consuelo en sus penas, no por eso nos es dado, meros seglares, débiles cristianos como somos, llegar hasta lo íntimo de sus conciencias, para observar sus llagas, sondearlas y curarlas. Las pasiones de toda clase, los vicios, los remordimientos, el tedio de la vida, la desesperación y las innumerables miserias a que está sujeta el alma humana, están muy fuera del alcance de nuestra ciencia, y en todo caso de nuestra competencia. Es necesario tener misión expresa de Dios, para poner remedio a esos males. Es necesario tener en las manos la sangre de Jesucristo y en la boca la autoridad de su palabra, para emprender la resurrección de un alma casi muerta y para hacer que esta alma pueda volver a ser el reflejo y la imagen del Criador. No hay duda que en esta obra admirable de regenerar a un culpable por medio del arrepentimiento, es muy hermosa la parte de mérito que contrae el seglar que, después de provocar y de estimular ese dolor con que se ha reparado la inocencia perdida o una vida entera de desorden, ha corrido en busca del módico celestial. Pero el complemento y el sello de la conversión se deben al sacerdote, único que tiene palabras de vida eterna; al sacerdote, físico que tiene gracia para purificar, reanimar y consolar al pobre corazón humano después de herido; al sacerdote, en fin, al que toca dar alegría al mismo cielo por medio de la conversión del pecador, aun cuando sea de uno solo.
Benditos sean, pues, así para nosotros como para nuestros pobres, esos preciosos vínculos que sin afectar a nuestros hábitos y a nuestra marcha, han de unirnos cada vez más al clero. Y contemos entre los días más venturosos aquellos en que los ministros del altar, y de cuando en cuando los príncipes de la Iglesia, que son nuestros padres en la fe, dignándose asociarse a nuestras humildes obras, y mirar con grata sonrisa nuestro celo, han tenido a bien, desde nuestros primeros tiempos, honrarnos con su presencia y enriquecernos con sus bendiciones. Gracias les sean dadas mil veces por tanta bondad. Con complacencia vivísima, ofrezco aquí a nuestros santos Obispos y a sus colaboradores el homenaje de una adhesión y de una veneración que no se desmentirán nunca.
Ya el respetable Mr. Bailly halda hablado en sus circulares del alejamiento completo en que la Sociedad de San Vicente de Paúl debía vivir de la política; pero Mr. Gossin debía tenerlo tan presente. que en esta primera circular insiste en la idea. Sus palabras sobre este punto son pocas, pero son bien terminantes, y merecen ser conocidas.
Practiquemos siempre nuestras obras, dice, desterrando de nuestras reuniones todo lo que, de lejos o de cerca, pudiera parecerse a la política. Nos hemos reunido para hacer bien a nuestros pobres, y para hacérnoslo a nosotros mismos, mejorando nuestro entendimiento y nuestro corazón; y la política, que ha hecho correr tantas lágrimas, no posee el secreto de enjugar una sola. Manténgasela, pues, constantemente alejada de nosotros. Mientras Dios en su misericordia aparte de nuestras reuniones ese elemento incesante de discordia, la Sociedad de San Vicente de Paúl prosperará. y la bendecirán los desgraciados. El día en que, por el contrario. le fuese dado a la política dejar oír entre nosotros un solo acento, el pedazo de pan que diésemos al pobre se convertiría en piedra, y la Sociedad de San Vicente de Paúl quedaría destruida. Así es, Señor y querido consocio, como he comprendido siempre y comprendo hoy más que nunca, a nuestra Obra. Me atrevo a decir que todos los miembros de nuestras numerosas Conferencias la comprenden del mismo modo. Y esta conformidad de todos los espíritus y do todos los corazones acerca de los puntos capitales que constituyen la institución de la Sociedad de San Vicente de Paúl es, debemos confesarlo, una gracia muy grande de Dios, una señal especialísima, y por decirlo así, única, de la protección con que se digna cubrirla, y en fin, un precioso indicio de su duración y de sus progresos, como también de los abundantes frutos de paz, de consuelo y de salvación que parece llamada a producir.
A la vez que conocía Mr. Gossin toda la fuerza de este mal, creía no menos temible otro, que si penetrase en nuestra Sociedad, ahogaría ese hermoso espíritu de abnegación que en ella reina, o cuando menos lo anublaría, al hacerla órgano de miras interesadas y egoístas. He aquí como sobre el punto a que aludimos se expresaba aquel ilustrado y celoso Presidente en su segunda circular, de 8 de diciembre de 1844.
Tan luego como los servicios personales que hiciesen a nuestros consocios de provincia, los de París para conseguir destinos, hubiesen dado motivos para creer que, a lo menos como cosa accesoria a los cuidados caritativos que se dispensan a los pobres, se pueden encontrar en nuestra Sociedad medios de medro personal, las Conferencias se verían invadidas por una multitud de personas que, con miras interesadas, derramarían alguna tardía lágrima por las necesidades de los pobres, a fin de proporcionarse en nuestra Obra protección, apoyo y medios de lograr algo.
Se extiende en otras consideraciones sobre esto punto, y dice luego:
En Francia hay una cosa que subleva todas las conciencias, y es que se empleen la religión, la caridad y la virtud como medios de obtener éxito en asuntos de interés personal o privado. En este punto el sentimiento nacional, que marca con un signo de reprobación la frente del que pone la santidad de esas cosas al servicio do sus intereses terrenos, es tan vivo y tan impetuoso, que se incendia a la menor apariencia, y no siempre espera las pruebas para estallar.
En una palabra, ocupémonos de nuestras obras, y solo en nuestras obras, so pena de que se altere, en un plazo más o menos largo, el espíritu, de nuestra Sociedad.
Y añade lo siguiente, que debo reproducir en honra de la Sociedad misma. Hasta el día de hoy, y por ello hemos de dar gracias a Dios y bendecirle, el espíritu de la Sociedad no ha recibido ningún ataque por las rarísimas peticiones que se nos han hecho con alguna mira de interés personal. El abuso no existe: pero era preciso tomarle la delantera para impedirlo.
No me es posible, queridos hermanos, dar cabida en este relato a cuanto ofrecen de notable las circulares de los dos Presidentes difuntos, cuya memoria nos es tan querida. Pero a continuación de las últimas palabras transcritas encuentro otras que terminan la misma circular, y con ellas, y sin añadir una sola palabra de mi parte, voy a terminar yo también mi tarea, porque no podría hallar otras más oportunas y adecuadas al intento.
Continuemos, querido consocio y Señor, adelantando con estos sentimientos en el camino que se abre delante de nosotros. San Vicente de Paúl dice en alguna parte, que el paraíso de la tierra está, como el del cielo, en la caridad, y que entre todas las buenas obras no hay una más dulce que la visita a los pobres, con tal que al ver los grandes padecimientos, nos elevemos ¿Dios, para hallar en el corazón de Nuestro Señor algunas palabras de consuelo.
En otra parte dice que nunca había experimentado alegrías más íntimas que cuando había tenido la dicha de servir a los pobres, y refiere que habiendo preguntado un día a una Hermana de la Caridad que estaba agonizando, si en aquellos momentos de combates y de angustia le causaba pena alguna cosa, oyó por toda respuesta: Me tengo que reconvenir por haberme complacido demasiado en servir a los pobres.
¡Ah, querido consocio y Señor! Respetemos en buen hora el interesante escrúpulo que daba algún cuidado a aquella santa mujer en el momento de ir a comparecer ante el Supremo Juez; pero en cuanto a nosotros, hombres del siglo, que cada día cometemos tantas fallas, pidamos a Dios la gracia de que en el momento del terrible tránsito, las ansiedades de nuestra conciencia estén reducidas al temor de habernos complacido demasiado en servir a los pobres, parque esa ligera falla, que de seguro nos será perdonada antes de nuestra partida, no será obstáculo a que los pobres a quienes hemos socorrido en la tierra, vengan, conforme a la promesa de nuestro Santo Patrono, a abrirnos las puertas del cielo.