Santiago Masarnau (Segunda parte)

Francisco Javier Fernández ChentoSantiago MasarnauLeave a Comment

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Autor: Juan Carlos Flores Auñón .
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III. Regreso definitivo a España. Trabajo en el Colegio Masarnau y fundación de la Sociedad (1843-1849)

La tarde del 9 de mayo de 1843, D. Santiago se apeaba de la diligencia que, después de largo y duro viaje, le había traído desde París. Saludos y abrazos a su querido hermano Vicente y recorrido por los locales del Colegio que había puesto en marcha y donde Santiago viviría, desde entonces, inten­sos y trascendentales momentos.

Profesionalmente, su puesto será el de Vicedirector y profesor de música, tanto dentro como fuera del estableci­miento, lo que reportaba, unido a la venta de sus métodos y composiciones musicales, unos recursos suficientes para vivir dignamente.

Su vida espiritual sigue siendo de primer orden: vida laboriosa y recogida, oración, meditación y lectura espiritual, especialmente de la Biblia. Frecuentaba los sacramentos y asistía a misa, los do­mingos y fiestas, junto con los alumnos del Colegio; entre semana visitaba las iglesias cercanas: San Luis, San José, Caballero de Gracia, estas dos últimas existen aún hoy en día. Con frecuencia to­caba el órgano en las Calatravas o en las Salesas.

Políticamente España vive tiempos borrascosos, es el final de la Regencia de Espartero (1841-1843), durante la cual, entre otros graves asuntos, se han puesto a la venta los bienes de la Iglesia Se­cular, la exclaustración-supresión y desamortización de las Órde­nes Religiosas era un hecho desde hacía casi diez años. Una serie de Pronunciamientos, tanto promovidos por los liberales progresistas como por los moderados, hacen que, finalmente, Espartero aban­done España en el mes de julio de 1843. Tres meses más tarde, Isa­bel es declarada mayor de edad, comenzando así la llamada déca­da moderada, que llegará hasta 1854.

Este es un periodo decisivo en la vida de Masarnau. En primer lugar habría que señalar que cuando Isabel II ocupa el trono, en­tre otras medidas, restablece a D. Santiago como Gentilhombre de la Real Casa, recordemos que lo era desde 1819, y que de forma na­da clara había sido depuesto de tal título, junto con su padre, en 1823 por Orden de Fernando VII. Recordemos también como des­de entonces, de forma reiterada y formal, había reclamado su títu­lo, sin éxito, por considerar injusta la decisión del monarca, tanto para con él como para con la persona de su padre. Este hecho, im­portante para comprender como desde niño se valoraron sus dotes musicales por la misma Casa Real española, además de dura prue­ba, al considerarse depuesto injustamente como hemos dicho, le permitirá probar su virtud algunos años más tarde.

Fallido se verá su intento, por causas diversas, de ser nombrado maestro de piano del Real Conservatorio de Música de la capital; lo cual no supone una merma en su prestigio que como músico goza en los círculos más cultos de la capital de España, prueba de ello es que se le reclama para formar parte de distintos jurados, como El Liceo de Madrid; compromisos que, con delicadeza, evita siempre que puede.

Pero no pensemos que Santiago se ha vuelto un ser hosco y taciturno, si bien que participa poco en reuniones y espectáculos, sigue conservando y tratando a sus antiguos amigos: Pedro Madrazo, Ochoa, Juan Guelbenzu …, con este último practicaba, casi a dia­rio, un tiempo limitado a tocar el piano; pero en el momento que el reloj señalaba la hora prefijada paraba instantáneamente, a veces, con gran desesperación de su compañero, que no compartía con él su riguroso empleo del tiempo, rasgo este tan característico del ca­rácter de Masarnau, que se encuadra en el puntual cumplimiento de unas reglas de vida que se había impuesto, lo que supuso una vía ascética que le permitió, a lo largo de su vida, desarrollar una in­tensísima actividad sin descuidar ninguno de sus deberes.

El testimonio de alguno que le trató durante muchos años, nos habla de cómo tenía distribuido el día en tres partes: ocho horas para el trabajo, otras ocho para las prácticas religiosas, el alimen­to, el ejercicio corporal y las demás necesidades de la vida activa, y otras ocho para el descanso, aunque parece ser que esta era el tercio del día que no se cumplía tan matemáticamente. Este sistema de distribución del tiempo lo mantuvo, sin ningún respeto humano, siempre que su salud se lo permitió.

Su hermano Vicente decía: «En Santiago no manda nadie ex­cepto el reloj». Y este empleo metódico y ascético del tiempo le per­mitió desarrollar una laboriosidad extraordinaria que, como ya he­mos dicho, supondría atender sus deberes profesionales y caritativos de una forma verdaderamente admirable.

Este sistema de empleo del tiempo también trato de inculcarlo a los demás miembros de la Sociedad, para ello publicó en el Boletín del Consejo General de París, en 1880, un artículo titulado: «A los consocios que dicen estar demasiado ocupados para poder visitar a los pobres». Luego, ya traducido, se publicó en el Boletín de la So­ciedad en España.  Por él vemos que la disculpa de la «falta de tiempo» para aten­der a los deberes vicentinos, fue, es y, nos tememos, será uno de los pretextos más utilizados para dedicar un tiempo de nuestra vi­da a la atención de otros más necesitados.

Para terminar este aspecto de su vida ascética, creo convenien­te narrar una anécdota que, a mi juicio, constituye una «florecilla» de D. Santiago, que refleja hasta qué punto, ya al final de su vida, se mimetizó físicamente con el patrón de la Sociedad por él funda­da en España: hacia 1877 sus más íntimos colaboradores, obser­varon que se dejó «barba recortada», al estilo que vemos en los re­tratos de San Vicente de Paúl. Cuando le comentaron este hecho, él respondió, con su castizo estilo, que con ello «tenía una semana más» al año. Pues los veinte minutos diarios que «ahorraba» en el afeitado, suponían doce o catorce horas al mes, luego al cabo del año suponía, por lo menos, ocho días

Puede ser considerado éste uno de los periodos más tranquilo y me­nos atareado de la vida de D. Santiago, pero ello no supone, ni mucho menos, un abandono del espíritu y práctica, que como socio activo de las Conferencias parisinas, había realizado en los años anteriores.

La política religiosa desarrollada por los gobiernos liberales ha­bía supuesto una gravísima pérdida para la vida y actividad de la Iglesia española, de modo especial en la práctica del socorro a los más pobres y necesitados. Estas carencias empezaron a ser supli­das, al menos parcialmente, por grupos de seglares comprometidos que trabajaban, generosamente en los distintos establecimientos que en la capital, cuidaban de pobres, enfermos y necesitados.

También Masarnau apoya, con su presencia y trabajo desinte­resado, algunas de las nuevas congregaciones religiosas femeninas, que con un profundo carácter de servicio a la sociedad del momen­to, ven la luz en Madrid en la segunda mitad del s. XIX. Entre ellas la iniciada por la Vizcondesa de Jorbalán, hoy Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, que nombra a Masarnau en varias ocasiones en su autobiografía».

Con delicada discreción Masarnau se unió a ellos. De entre los establecimientos sanitarios existentes eligió uno de los más repre­sentativos: el de San Juan de Dios, que su discípulo, el Venerable Antón Martín, había fundado en Madrid. En sus salas se formaron muchos jóvenes que luego serían pilares de una Iglesia española re­novada, por ejemplo en él trabajó, como voluntaria diríamos hoy, la futura Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, funda­dora de las Adoratrices y también allí germinaron las semillas de otro instituto religioso madrileño: las Hijas de María Inmaculada para el Servicio Doméstico, de Santa Vicenta María de Vicuña.

El Hospicio madrileño fue también escenario de sus actividades vicencianas; allí pretendió, como había visto en Londres, utilizar la música como medio educativo para los niños y jóvenes allí acogidos. Su buena voluntad, y su inexperiencia en este tipo de actividades, hizo que cometiera una imprudencia de la que sacaría la oportuna enseñanza: cuando inició allí su actividad educativo-musical, vio entrar con los jóvenes que iban a participar en ella a dos «cabos de vara»; vigilantes o celadores del establecimiento. Su ardor caritati­vo no podía tolerar su presencia coercitiva entre los hospicianos y los mandó retirar. Aprovechando su ausencia, uno de los mucha­chos, aprendiz de zapatero, y en el mismo lugar donde Masarnau desarrollaba su actividad musical con ellos, dio una cuchillada a otro con la herramienta de su oficio, dejándolo medio muerto.

Quedó horrorizado con tan triste e imprevisto desengaño, pero en otras ocasiones, como cita Concepción Arenal en su «Manual del visitador del preso», su ejemplar mansedumbre y humildad logró que otro joven hospiciano, aprendiz de herrero, dejará de fumar durante la clase de música.

También fue testigo de su actividad, entre otras, la casa de Miseri­cordia de Santa Isabel, de la calle Hortaleza, regida por las Hijas de la Caridad, donde más de treinta muchachas recibían clases de música.

Esta actividad fue, en parte al menos, reconocida por las auto­ridades municipales y gubernamentales, pues en 1847 el Gobierno le concede la Cruz de Carlos III; pero cuando Santiago se enteró que para disfrutar de la misma tenía que hacer un pago a las arcas del Estado, renunció a la misma.

Concepción Arenal escribió en 1891 «El Visitador del Preso». La traducción francesa se hizo en 1892 y se imprimió antes que la edición española.

En sus páginas, Dª Concepción, da un testimonio del grado de virtud, que su que­rido y admirado Santiago Masarnau, desarrolló en establecimientos con su labor caritativa y ejemplar, y de la eficacia que ésta tuvo en algún caso entre la población reclusa.

Don Santiago de Masarnau quiso darles lecciones de música y canto, y para ello obtuvo permiso del director; señalóse local, hora, y a la marcada, allí estaba el maestro; los discípulos fueron entrando, hombres, mozos y niños, conducidos por celadores armados de varas, de que hacían frecuente uso; al que se quedaba atrás, palo en él, como a ganado bravío que se quiere encerrar. Don Santiago rogó al di­rector que suprimiese los celadores; era el único modo de suprimir los palos; sin ellos, se le afirmó que no podría entenderse con aquella gente, muy mala, que se burlaría de él, le insultaría, habría gran tumulto, escándalo, vías de hecho … El hombre de caridad manifestó que, a pesar de todo, quería entenderse sólo con sus discípulos; el hombre de la nómina volvió a repetir lo dicho, acentuándolo aún más; insistió el caritativo, que al fin logró lo que pretendía, haciéndole la conce­sión como a un insensato que no sabe lo que pide, y a quien pesará que no se le ha­ya negado.

Llegó la hora de clase; retiráronse los hombres de las varas; la ausencia de és­tos, y algo que dijo el maestro, debió impresionar a los discípulos, porque no hubo tumulto ni barullo, antes bien un orden relativo, que al cabo de algunos días fué perfecto. Lo más dificil fué lograr que no se fumara en clase; pero se consiguió al fin este sacrificio por parte de los fumadores, menos uno; era un herrero, hombre brutal, que no sólo fumaba sino que contestaba con groseros insultos a las suaves amonestaciones del profesor; buscóle éste un día donde pudiese hallarlo solo, y en­tre los dos hubo este breve diálogo:

DON SANTIAGO.- Vengo a darle a usted una satisfacción. HERRERO.- ¿Usted a mi?.

DON SANTIAGO.- Si, señor. Yo, sin saberlo, y sin quererlo, porque a sabiendas nunca ofendo a nadie, sin duda le he ofendido, y quisiera saber la queja que tiene usted de mí para reparar mi falta.

HERRERO.- ¿La falta de usted?

DON SANTIAGO.- Sí la falta mía; porque si yo no hubiera cometido alguna, y si no le hubiese ofendido, no comprendo que usted me tratara tan mal.

Dos lágrimas rodaron por el atezado rostro del herrero. —No volveré a fumar-dijo.

Y, en efecto, no volvió a fumar en clase.

ARENAL, Concepción. «El visitador del preso».

Madrid, 1946. Págs. 63 y 64

 III. 1. Fundación de la Sociedad de San Vicente de Paúl en España (1849)

El abandono de París en 1843 y con él de su Conferencia de San Luis d’Antín, no le hicieron nunca olvidar que era socio de la Socie­dad de San Vicente de Paúl, el tenor de su vida personal, profesio­nal y caritativa así lo atestiguan. Por otro lado, una nutrida corres­pondencia con sus antiguos consocios de Francia le hacen estar informado de como la Sociedad trabaja y se desarrolla por otros paí­ses europeos. El hace algunas aportaciones económicas desde Ma­drid a la labor vicentina, de forma asidua y generosa. Son sus anti­guos socios franceses los que le informan, piden ayuda económica, como hemos dicho, y le instan a que funde en España la Sociedad «¿Cuándo nos será permitido introducirla en España?» le preguntan en algunas de sus cartas; cartas que se cruzan con distintos socios. También recibe ánimos para poner en marcha la fundación de la So­ciedad por parte de algunos socios franceses que visitan Madrid.

Por su parte, Masarnau tantea el terreno para plantar, con pru­dencia y seguridad, el edificio de las Conferencias en el suelo español.

Según relata Vicente de la Fuente, que sería uno de los cofundado­res de la Sociedad en nuestro país, en el año 1849, Masarnau intentó, entre los seglares que desarrollaban su labor caritativa en el Hospital de San Juan de Dios de Madrid, reclutar a los primeros miembros de las Conferencias españolas. Este grupo era conocido como de la «Doc­trina Cristiana», el trabajo que desarrollaban en el Hospital era duro y no apto para todos los estómagos, además eran pocos y pedirles que participaran en nuevas empresas, era pedir demasiado.

Además, había notado una indiferencia y hasta oposición de parte de los párrocos de Madrid, cuando les tanteaba para iniciar la fundación; éstos veían con recelo a una institución nacida en la moderna Francia que secularizaba, según su mentalidad, la prác­tica de la caridad que quedaba, en gran medida, en manos de se­glares.

A todos estos inconvenientes había que añadir el hecho de que, por entonces, Santiago Masarnau era conocido como músico; pero no como hombre de caridad. Pasaba por ser un sujeto de buena so­ciedad, y su respetable y amplia corbata blanca, según la moda del año 1830, estaba ya algo atrasadilla en 1849, a juicio del socarrón Vicente de la Fuente, que le daba un cierto aire de elegancia y dis­tinción, que contrastaba con el aire desgarbado y casi levítico de los hermanos de la Doctrina Cristiana que actuaban en el Hospital. Para complicar más la situación, Masarnau era considerado como hombre afecto a las cosas de Francia, aunque lo era más a las de Inglaterra como ya vimos. Si a todo ello unimos el hecho de que su hermano Vicente, de ideas liberales avanzadas, le había hecho miembro de la Milicia Nacional, aunque cuando le tocaba guardia, acudía a ella con el Kempis para llenar con su lectura el tiempo li­bre que tenía en tal actividad. El panorama que como fundador te­nía en su ciudad natal, no era precisamente alentador.

Pero de todas estas dificultades, la Providencia vino a sacar partido. Uno de los miembros de la Congregación Doctrina Cristia­na, Vicente de la Fuente, conocedor de los proyectos de Masarnau, reflexionó sobre ello y, en contra de la opinión general, consideró el proyecto plausible y realizable. Después de una conversación en­tre él y Masarnau, éste concluyó:

«Si Vd. considera que es posible fundar en España una Sociedad que se llama de San Vicente de Paúl, bendito sea Dios; ¡Ya somos tres! Pues cuento con el profesor de francés que tenemos en el cole­gio, mi querido amigo Anselmo Ouradou, y según nuestro Reglamen­to con tres socios se puede ya crear una Conferencia»».

Por fin, el 11 de noviembre de 1849, día en que la Iglesia cele­bra la fiesta de San Martín de Tours, y que ese año era domingo, los tres socios fundadores, después de participar en la celebración eucarística, se reunieron en la habitación que Santiago Masarnau ocupaba en el Colegio de la c/ Alcalá, 17, quedando formalmente constituida la Sociedad de San Vicente de Paúl en España.

 ACTA DE LA PRIMERA REUNION

«En la villa de Madrid, a 11 de noviembre de 1849, reunidos los señores D. San­tiago Vicente Masarnau, D. Anselmo Ouradou y el infrascripto en la habitación del señor D. Santiago V. Masarnau (es decir en el Colegio de su hermano Vicente, Cl Alcalá, n 17, esquina a la C/ Peligros), después de haber conferenciado acerca del mejor modo de plantear en este país la Sociedad caritativa denominada de San Vi­cente de Paúl, con objeto de socorrer a los pobres en sus casas y dedicarse a obras de piedad y beneficencia, determinaron hacerlo con la debida circunspección y re­serva, hasta tanto que se pueda cumplir los requisitos que exigen las leyes ecle­siásticas y civiles, contentándose entre tanto con hacer privadamente el bien que sea posible, tomando por guía, en lo que permitan las circunstancias, el regla­mento de dicha Sociedad de San Vicente de Paúl, que a su tiempo será presentado a las autoridades eclesiásticas y civiles para organizarse en debida forma, si Dios fuera servido bendecir estas obras de caridad.

Para ello, después de las preces que suelen recitarse en sus conferencias y leer un capítulo de la «Imitación de Cristo», se constituyeron en sesión, encargándose de la presidencia el señor D. Santiago Masarnau, como más antiguo y versado en las prácticas de dicha Sociedad, a que tuvo honor de pertenecer en París, y re­partiéndose los cargos de tesorero al Sr. D. Anselmo Ouradou y de secretario el in­frascripto, por ahora, e ínterin queda organizada la Sociedad en debida forma para elegir los que crea más convenientes para estos y demás cargos.

Habiéndose ensayado varias formas de vales, tanto de pan como de carne, se es­cogió la que mejor pareció, acordando las marcas y contraseñas que se creyeron convenientes para evitar fraudes.

En seguida se presentaron como personas acreedoras a ser socorridas, previos los informes que se crean convenientes, las siguientes:

Paca Sanz, viuda con cuatro hijos.

Valentina N., viuda con cinco hijos y su madre anciana.

Ventura Broco, anciana y pobre de solemnidad; acerca de las cuales los Sres. Masarnau y Ouradou convinieron tomar los debidos informes.

Hecha la colecta resultaron en la bolsa 85 reales 8 maravedíes, con lo cual y di­chas las preces ordinarias de la Sociedad, se levantó esta primera sesión, y para que conste lo firmo; fecha «ut supra».- Vicente Lafuente.

En el margen: Señores Presidente, Tesorero y Secretario»

EL UNIVERSO. Domingo, 10 de diciembre de 1905.

III.2. Los primeros socios

¿Pero qué sabemos de los socios cofunda­dores? Anselmo Ouradou y Vicente de la Fuente.

De Anselmo Ouradou, que había nacido en Madrid en 1815, casado y profesor de francés en el Colegio Masarnau. El 13 de mayo de 1855 marchó a Francia, regre­sando el 16 de diciembre del mismo año y encargándose de nuevo de la tesorería de su Conferencia. Falleció el 9 de diciembre de 1866.

Vicente de la Fuente nació el 29 de enero de 1817 en Calatayud, su familia burguesa y de fuerte raíz católica. Estu­dió en las Escuelas Pías de Daroca y más tarde en Zaragoza. Continuó estudiando Filosofía durante tres años en el Semina­rio Conciliar de Santa Ana de Tudela, re­cibiendo la primera tonsura el 12 de ju­nio de 1829. En 1831 obtuvo el grado de Bachiller en filosofía por la Universidad de Zaragoza.

En esa misma Universidad continuó los estudios de Teología, pero poco des­      D. Vicente de la Fuente pues ganó una beca en el Colegio de San Ciriaco y Santa Paula, conocido como el Colegio de Málaga, de la Universidad de Alcalá de Henares, donde continuó sus estudios teológicos desde el mes de octubre de 1832. Obtiene el grado de Ba­chiller en teología (hoy diríamos que el Título de «Licenciado en Estudios Eclesiásticos») en junio de 1834.

Aunque la Universidad de Alcalá se trasladó a Madrid por Real Or­den de 29 de octubre de 1836, cuando España se encontraba in­mersa en la I Guerra Carlista, la Facultad de Teología permaneció un año más en Alcalá, D. Vicente pudo terminar allí sus estudios. Podemos decir que era un alumno brillante, obteniendo la Licencia­tura en Teología en 1837, siendo de los últimos graduados en la anti­gua Universidad Cisneriana antes de su traslado a Madrid.

Desde ese año Vicente comenzó a publicar en la prensa, con un estilo romántico, lírico y emotivo, sin derivaciones políticas. Eran artí­culos históricos, biográficos y de costumbres. Pero además de estos primeros trabajos literarios, fue elegido Rector del Colegio de Má­laga, cargo que desempeñó entre 1837 y 1842. Este Colegio univer­sitario fue suprimido por el Gobierno en 1843.

También por esos años estudió en Madrid Derecho, civil y canó­nico, el 19 de diciembre de 1841 se doctoró en Teología; y en 1844 se licenció en Jurisprudencia, entrando poco después en el colegio de Abogados de Madrid. Ese mismo año fue nombrado profesor académico de Ciencias Eclesiásticas de San Isidro e ingresó en la Academia Matritense de legislación, siendo más tarde Bibliotecario y profesor de la misma. Mientras continuó publicando, sus artícu­los de costumbres aparecen junto a los de Mesonero Romanos, Bre­tón de los Herreros, el Duque de Rivas, Gil y Zárate, García Gu­tiérrez, Hartzenbusch y otras firmas eminentes del Romanticismo español. También cultivó su amistad con Balmes y con José Quadrado.

En el campo político, sólo se le conoce una intervención con mo­tivo del matrimonio de Isabel II en 1845. Pero lo que realmente le preocupa es culminar su formación intelectual y en junio de 1846 se doctora en Jurisprudencia.

También en el caso de D. Vicente, como ya dijimos en su mo­mento de Masarnau, el fruto estaba maduro y en el amoroso plan de la Providencia él iba a ser uno de los cofundadores de las Con­ferencias en España.

De su talante humano y espiritual podemos decir, según los testi­monios que poseemos, que era un hombre socarrón hasta la médula, de buen humor, cristiano creyente y fervoroso, católico práctico y sincero; incluso los carlistas llegaron a decir de él: «aquí sólo cabe ser católico, o afiliándose al partido tradicionalista, o siendo como Don Vicente de la Fuente». Un discípulo suyo, Ángel Salcedo Ruiz, afir­ma que llegó a popularizarse la frase «ser católico a lo Don Vicente de la Fuente», que suponía una manera de ser católico consistente en vivir conforme el Evangelio, practicando la caridad y sin mezclar la fe con la política, como tan frecuente era en aquellos momentos.

Pero su fe profunda no nublaba su juicio científico, y rechaza­ba con ardor todas las supersticiones que rodeaban al culto católi­co de aquellos años, que para él desnaturalizaban la fe.

Mucho más podíamos decir de su labor intelectual y profesional, para tener idea de la primera basta con consultar el fichero de la Biblioteca Nacional y comprobar las numerosas obras que salieron de su pluma, muchas de las cuales tienen aún pleno valor científi­co,, y de la segunda, que fue bibliotecario, catedrático (primero en Salamanca) y rector de la Universidad Complutense madrileña; trabajó también como profesor en el Colegio de Masarnau. Aunque habría que señalar, que antes de obtener estos éxitos profesionales, tuvo que superar numerosas dificultades. Invitado a entrar en la Iglesia, él responde que «no se siente con fuerzas para entrar en el sacerdocio, creyendo poder servirla mejor enseñando en la cátedra de Derecho Canónico con levita más que con sotana». También fue académico de la Historia desde 1861, contrayendo matrimonio por esas fechas con una navarra, D’ Eusebia Marugán y Jarobre, ma­trimonio que no tuvo descendencia.

D. Vicente murió en su casa de la Calle Valverde de Madrid la noche de Navidad de 1889, es decir, siete años después de Masar­nau. Fue sepultado también en el cementerio de la Sacramental de San Justo. Pero en 1929 sus restos se trasladaron a la Iglesia de Santa María de su ciudad natal, donde reposan actualmente.

En resumen, los tres primeros socios son hombres de fe, segla­res y se dedicaron a la enseñanza profesionalmente, aunque tam­bién desarrollaron otro tipo de trabajo a lo largo de su vida.

El cuarto socio admitido fue Pedro Madrazo (1816-1898), amigo de Masarnau desde su juventud: en París D. Santiago le tomo bajo su tutela. Ocupó importantes cargos y fue miembro de tres Acade­mias, sucedió a Masarnau en la presidencia de la Conferencia de la Parroquia San Sebastián, también fue vocal del Consejo Superior hasta su fallecimiento en 1898. Fue el primer biógrafo de Masarnau en un artículo, ya citado, publicado en «El Artista».

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