Santiago Masarnau (6E)

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Los últimos años

La suspensión de la Sociedad había sido verda­deramente una medida sectaria. Ni el artículo e instancia de Concepción Arenal, ni las intervencio­nes en el Congreso de Vinader y del conde de Toreno consiguieron nada. Masarnau ni siquiera consiguió que el gobernador de Madrid que pro­cedió a la incautación de los papeles devolviera los ejemplares de El visitador del pobre a su autora.

Más hondamente que la arbitrariedad de Rome­ro Ortiz, que llevó con una serenidad ejemplar, conmovieron a Masarnau el fallecimiento de valio­sos colaboradores (así, Gaviria, que había sido tesorero y secretario de la Sociedad, o Garreta, inseparable compañero durante dieciocho años) y sobre todo, en 1872, la muerte «del poco menos que hermano desde la prolija estancia de entram­bos en París, el insigne literato Eugenio de Ochoa».

Aun cuando de hecho Concepción Arenal hu­biese abandonado las Conferencias, no por eso había abandonado su interés por los pobres ni su colaboración con Masarnau, y a través de esta colaboración, su ayuda (al menos en lo que podía influir) a los pobres que visitaban Masarnau y sus amigos. De 1872 hay una muestra de ello:

Mi estimado señor don Santiago: El conspi­rador tiene que ir a recibir una anciana pariente que llega hoy, y no puede ir con usted. Si en el primer distrito (el de Palacio) tiene usted fami­lias muy necesitadas de ropa, que hagan memo­riales a la Reina, visados por el párroco y el alcalde, y mándemelos usted. También es posi­ble que se pague el alquiler de alguna casa con el mismo requisito: este socorro, que habrá de tener el carácter de permanente, es sólo aplica­ble a una gran necesidad que también lo sea.—Su siempre afectísima amiga, Con-cha.-8/11/72.—Dispense usted que el papel sea del revés.

Está dirigida a don Santiago de Masarnau, Ce-daceros, 11, 2.°, pero la dirección hay que leerla dando la vuelta a la carta, pero por la misma cara. Quizá se refiera a esto la breve postdata.

Estalló la guerra carlista y muchos de los socios o simpatizantes de las Conferencias propusieron ayudar —incluso, como dice Quadrado— «a ofrecer sus fuerzas y su vida» a don Carlos, que significaba la defensa de la religión frente a los desmanes revolucionarios contra la Iglesia; Masarnau se mantuvo firme, sin que consintiera ni de lejos mez­clar la Sociedad con la política, cualquiera que fuese su matiz. «Nada confío —decía Masarnau—en los partidos ni en sus hombres; de más lejos viene, y de más honda causa, la podredumbre de España y la relajación de costumbres».

Concepción Arenal, que en 1873 había sido des­poseída de su cargo, se enroló en la Cruz Roja. Al relatar Quadrado la vida habitual de Masarnau en estos años escribió que, sin dejar de hacer sus habituales visitas de caridad a los pobres, conti­nuaba siendo «exacto en hacer como en recibir visitas de urbanidad y afecto a sus convecinos de la capital, igualmente que a los recién llegados de provincias y del extranjero, ya conocidos, ya de­seosos de conocerle». Pero añade un dato que podría ser fecundo para futuras investigaciones. Dice:

De las que más elevada comunicación le brin­daron aunque en sus juicios no convinieran a veces, debían ser las que a menudo, cada mes por lo menos, tributaba a doña Concepción Are­nal; discurriendo con ella por la esfera peculiar de sus profundos pensamientos y de sus aspira­ciones generosas. Mientras, ambos, en caridad (…) aplicábanse, más bien que a discutir, a pres­tarse mutuo apoyo en atenuar todo lo posible los efectos de la orfandad legal que pesaba so­bre la clase menesterosa.

Dada, pues, esta amistad y constante relación, no puede extrañar que cuando la ocasión lo reque­ría C. Arenal recurriera a Masarnau, como lo muestra la siguiente carta:

Muy estimado señor don Santiago: Los seño­res de la Cruz Roja envían, o enviamos, una ambulancia para heridos graves, y quisiera un sacerdote propio para esta santa y difícil mi­sión. ¿Conoce usted alguno que quiera y pueda aceptarla? Las condiciones pecuniarias, las que él fije, partiendo de que es necesario que el obrero viva de su trabajo.

Memorias del ex-conspirador, y es siempre afectísima amiga, Concha.—Urge contesta­ción.-22/3/74.

No sabemos si Masarnau pudo atender la peti­ción. Por lo que va dicho de la relación entre Masarnau y Concepción Arenal, podrá colegirse que una investigación en la correspondencia de aquella extraordinaria mujer y en los papeles del no menos extraordinario Masarnau que manejó y tuvo José María Quadrado a su disposición, quizá pudiera aclarar esta especie de colaboración entre dos personas tan distintas y, sin embargo, tan coin­cidentes y tan afines.

Durante los años en que, por la decisión de la revolución, estuvo suprimida, la Sociedad de San Vicente fue perdiendo socios. No para sustituirla, pero sí para defender los derechos de la Iglesia nació la Asociación de católicos presidida por el marqués de Viluma, y de la que formó parte muy activa con todo su tesón de aragonés Vicente de la Fuente. En 1872 se reunían en Madrid doce Con­ferencias, variando el lugar de la reunión, por lo general el domicilio de alguno de los socios, y cambiando el nombre de Conferencias por el de Secciones, una de las cuales, precisamente a la que asistía Masarnau, solía reunirse en la casa de Pe­dro Madrazo. Fue más en las grandes ciudades donde, amparados en los derechos de asociación y de reunión, comenzaron a rehacerse las Conferen­cias con los dispersos socios, «más escasos en nú­mero que en importancia», habiendo vuelto a sus tareas los de Barcelona presididos por Joaquín Ribó y Orts. La defensa de las Conferencias —a las que también pertenecía el conde de Toreno— con­tra las falsas imputaciones de Romero Ortiz que se había hecho oír en el Congreso no sirvió para remediar el daño que se había hecho. Hacia 1872 sólo subsistía, aunque en las catacumbas, un tercio de lo que había en 1868.

Masarnau no dejó de trabajar en la empresa por cuantos medios estaban a su alcance, pero menos por medio de protestas (que sabía que eran inúti­les, pero necesarias para dejar constancia de su no aquiescencia a la arbitrariedad), que por la dedi­cación a las visitas de pobres, contacto con los socios mediante correspondencia con los de pro­vincias, y el mantenimiento del espíritu de la So­ciedad hasta que vinieran mejores tiempos.

Éstos llegaron con la Restauración. A fines de enero de 1875 se levantó el embargo de los libros y papeles incautados a fines de 1868. La secretaría se instaló en la calle de Atocha, y a ella fueron llevados desde el Gobierno civil los papeles de la Sociedad, entre los que faltó el libro de Tesorería.

 

Tampoco se recuperaron los 14.000 reales, que el Gobierno había aplicado a trasladar la cárcel de mujeres al convento de las monjas de Santo Do­mingo, que tuvieron que hacinarse en otro conven­to. Reconocida de nuevo la Sociedad, se reunió la Junta general, presidida en esta ocasión nada me­nos que por Don Bosco; reapareció también el Boletín.

En 1877 todavía no llegaban al centenar las Conferencias que se habían rehecho después de la supresión, una séptima parte de las disueltas. Pre­cisamente de este año, en septiembre y noviembre hay dos cartas de Mariano Roca de Togores, mar­qués de Molíns, a Santiago Masarnau, desde París, contestando a una recomendación que éste le ha­bía hecho para que se interesara a favor de un tal Víado, y probablemente de sus dos hermanos, a juzgar por la respuesta. Podía hacerlo porque era entonces Embajador en París, de modo que inter­puso su influencia con el prefecto de Policía. No dio muchas esperanzas del resultado de su gestión:

Embajada de S. M. Católica en París.—Sr. D. Santiago de Masarnau.—Mi siempre respetado y querido amigo: Hice como a usted he dicho la recomendación de los tres Víado y Carbonell; aún no me han contestado, antes bien me han enviado una Gaceta de los Tribunales, de la cual corto y dirijo a usted ese retal referente a aquellos infelices. En este negocio ha habido partes ofendidas en sus intereses, cuyas reclamaciones han pesado justamente en el ánimo de los tri­bunales.

Crea usted que desea vivamente complacer a usted su afmo. y s.s.q.s.m.b., Mariano Roca de Togores.

Como en la década de los cincuenta, de nuevo las Conferencias comenzaron a crecer, tanto su número de socios como en familias visitadas. En 1879 recibió Masarnau un golpe que influyó en su salud: el fallecimiento de su hermano Vicente, tan distinto de él, pero tan unido por el afecto y largos años de convivencia, primero en el Colegio de la calle Alcalá, y luego, cuando Vicente se jubiló, en el piso de la calle de Cedaceros. Dejó a Santiago su fortuna, que no era pequeña, la que sumada a la herencia paterna que ambos disfrutaban pro in­diviso, y con los ahorros que tenía el mismo San­tiago producto de sus clases y la venta de sus partituras y su Método, pudo hacerle pasar una vejez cómoda y hasta más que holgada. Pero —es­cribe Pedro de Répide— si bien en 1880 entró «en posesión de la considerable herencia de su herma­no, no tardó en distribuirla entre los menesterosos,

hasta el extremo de morir él, tres años después, en la más absoluta pobreza».

Cada vez más sus achaques le obligaban a dis­minuir el ritmo de sus trabajos, y cada vez también eran menores las distancias que podía recorrer a pie y subir a las buhardillas donde vivían «sus pobres»; todavía se ocupaba de los trabajos de secretaría de la Sociedad, pero en menor medida y no con tanta intensidad como antes. Continuaba yendo al asilo de Santa Isabel, donde durante tan­tos años había impartido clases gratuitas de músi­ca y canto, y en cuyas fiestas tocaba el órgano. En el otoño de 1880 pasó tres meses enfermo por una dolencia de estómago, para mejorar en el invierno del año siguiente; de nuevo el otoño de 1881 le postró con la misma enfermedad; en diciembre tuvo que guardar cama durante dos semanas, y el resto del mes y durante enero de 1882, por consejo de los médicos, no se levantaba hasta bien pasado mediodía. A primeros de febrero ya pudo salir a la calle en carruaje, incluso asistir a Misa; por las noches se quedaba a asistirle una hermana de la Esperanza. Tuvo que ser sustituido en la presiden­cia de la Sociedad.

Durante estos diez años, como en los anteriores, había seguido dedicando a la música el tiempo que sus obligaciones le dejaban libre. Componía espe­cialmente música religiosa con el fin de dignificar­la, tarea en la que coincidió con el maestro Hilarión Eslava, animado del mismo propósito. «De esta época data su precioso libro de Cánticos de la Alemania Católica, armonizados por él, y un sin­número de composiciones, escritas la mayor parte para voces blancas»; terminó, además, una Misa de pastorela.

En el verano de 1882, ya muy mal de salud Masarnau, todavía mantenía correspondencia con Concepción Arenal, en la que, a juzgar por la respuesta, daba noticia de su mala salud y las limi­taciones a que se veía constreñido. Contestando a una de sus cartas, escribía esta última el 23 de julio recordando su santo:

Mi querido señor don Santiago: Llegó su car­ta de usted, y con las tristezas que traía y las que había por acá se completó la suma, fuerte aun para la que tiene el hábito de ellas.

No escribo para que usted conteste, sino para que lea esta carta y en el corazón el recuerdo de pasado mañana deseándole todo bien, aunque sin pedir nada, porque no sabiendo lo que pedi­mos, no parece probable, ni es deseable, que nos hagan caso.

Cuando vuelva la gente a Madrid mandaré a saber de usted, y ojalá me den las noticias que desea su buena amiga, Concepción Arenal.

A continuación de esta carta escribió también su hijo Fernando (al que a veces aludía su madre como «el conspirador»), que lo mismo que ella, profesaba desde pequeño un sincero afecto por Masarnau, afecto y confianza que se trasluce en la carta:

Mi querido don Santiago: Bien quisiera sus­tituir estas letras por una visita a mi inolvidable viejo, tanto más querido cuanto más padecido y triste. He visto con profunda pena que no puede usted distraerse trabajando, y pocos apreciarán mejor la mortificación que esto representa que el antiguo conspirador y siempre cariñoso ami­go, Fernando.

En noviembre todavía tenía ánimos para tratar con el editor Romero la reimpresión de unos vi­llancicos, así como para corregir las pruebas de la Misa de pastorela. Los paseos eran cada vez más cortos, y tenían que subirle a su casa sentado en un sillón, incapaz ya de subir escalones. El 14 de diciembre recibió el Viático, y a media tarde, ro­deado de socios y pobres, expiró. Durante cuatro días «sacerdotes, amigos, seguidores de toda cate­goría, menesterosos de toda edad, condición y rango, santas mujeres de todo instituto, españolas y francesas del de San Vicente de Paúl y de la Espe­ranza, Hermanitas de los pobres, niños y niñas y jóvenes de todos los asilos» le rindieron el testimo­nio de respeto y reconocimiento. Al entierro fue una muchedumbre; le enterraron en el cementerio de San Justo.

El violinista Jesús Monasterio, «digno heredero de las tradiciones de su gran amigo Masarnau», compuso para su funeral el Requiescat, a voces solas, «hermosas y sentidísimas páginas que, en breves horas y con los ojos nublados por el llanto, escribió para los funerales de su santo amigo» (Quadrado).

Federico Suárez

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