Santa Luisa de Marillac, mística (II)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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LAS ETAPAS DE SU CAMINAR MÍSTICO

Paso a paso Luisa de Marillac caminaba por esa oración tan misteriosa que, aunque pasiva, era ella quien la hacía. Ella fue llamada al carisma de servir a los pobres, viviendo una vida de oración hasta los estados más altos de la contemplación mística al que llegaron santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Pablo y el mismo san Vicente de Paúl.

Podemos aprender mucho de la mística luisiana, pues ya están apareciendo movimientos que quieren revitalizar el cristia­nismo y hasta su sentido místico, buscando una experiencia de unión con Dios, un conocimiento experimental de Dios, un sen­tir y experimentar amorosamente la presencia de Dios en el alma, en nuestro interior.

LA MÍSTICA

Y con ello acabo de decir lo que entiendo yo por mística. Porqué si estamos hablando de la mística de santa Luisa de Marillac debiera haber comenzado por definir lo que entiendo por mística.

Y es que la palabra mística ha sido usada en tantos sentidos reli­giosos, filosóficos, sicológicos y hasta mundanos que se puede decir que cada autor le da el sentido personal que a él le intere­sa: mística de la filosofía, del teatro, del arte, de un paisaje, mís­tica de la acción, del servicio al pobre, de la vejez… En la reli­gión católica todavía se considera actual el sentido que le dieron los grandes místicos españoles santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, y es el que quiero darle yo al hablar de la mística de santa Luisa de Marillac: sentir, experimentar de una manera pasi­va e inmediata la presencia del Espíritu divino en nuestra alma, en nuestro interior profundo, y que en la conciencia supera la experiencia ordinaria y objetiva, de tal manera que a la experien­cia mística se la suele definir como sobrehumana. En breves palabras, algunos suelen definirla como conciencia de unión directa, íntima, pasiva e inmediata con Dios Uno y Trino que el Espíritu nos da a conocer en Jesús de Nazaret. El centro de la mística está en la experiencia, pasiva, inmediata y directa de la presencia divina. Teniendo siempre presente que la experiencia mística no es fruto del esfuerzo del hombre, es un don que da Dios gratuitamente.

Cuando leemos las experiencias místicas que nos relata santa Luisa de Marillac, nos damos cuenta de que habla no de lo que sabe por conceptos, sino de lo que ha vivido en su propia expe­riencia, usando el verbo sentir, y se da cuenta de que su lengua­je es insuficiente, porque la divinidad es inaccesible e inefable; por eso emplea la expresión me pareció. Y es que la presencia de Dios siempre es oscura, ya que la divinidad, como el sol, es una luz tan inmensamente potente que ciega si intentamos mirarla directamente. Los hombres en esta vida únicamente podemos contemplar su reflejo en la creación. Ha sido, además, una expe­riencia pasiva comunicada gratuitamente por Dios, el Otro, que se ha presentado en su interior sin que ella pudiera evitarlo. De ahí que, como todos los místicos, exprese sus vivencias en forma pasiva: se me dijo, me dio a conocer, fui arrebatada.

Antes de seguir adelante conviene recordar que la experiencia cristiana de la unión suele realizarse de dos formas: la mística de los esponsales, que sucede según la analogía del noviazgo, de los desposorios y del matrimonio espiritual del alma generalmente con Cristo, como la sintieron san Bernardo, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús. La otra forma de experimentar la unión del alma con Dios es la mística de las esencias, represen­tada por los místicos renano-flamencos, san Juan de la Cruz y, en Francia, por Bérulle, Canfield, Miguel de Marillac y por los espi­rituales de la Escuela Abstracta. Esta mística concibe la unión con Dios, misterio de unidad del Uno en Tres, como experiencia de la unión del ser creado con el Ser Creador, de cuyo Ser Abso­luto participa el ser del hombre. Esta es la forma en la que Luisa de Marillac experimenta la presencia de la divinidad en su ser, como lo experimentó en unos Ejercicios de los comienzos de su viudez: «Que la infinita perfección de Dios encierra en sí la de todas las criaturas que, todas ellas, no actúan, necesaria o voluntariamente, si no es por su solo poder; esto debe darme una gran confusión, haciéndole contribuir, en cierto modo, a mis iniquidades, por permisión suya; y para no ser ya causa de tal daño, pondré con la ayuda de su gracia, una atención más frecuente en su santa presencia de la que no salgo nunca, aunque yo no lo piense» . Esta idea la tenía tan clavada que aún la con­servaba al final de su vida: «Que en el único verdadero ser de Dios se halla la esencia de todos los demás seres que por su Bon­dad ha creado… Y como todo ha sido creado de Él con un orden perfectísimo, me aplicaré, más que hasta ahora lo he hecho, a vivir lo más ordenada que pueda, honrando ese sagrado orden que en la creación puso la verdadera y única divinidad».

COMIENZOS DE SU VIDA MÍSTICA: LA NOCHE OSCURA

Toda esta dinámica hay que tenerla en cuenta cuando habla­mos de la mística de santa Luisa, como de cualquier otro místi­co. Hay que tener presente también que Luisa de Marillac no escribió ningún tratado de espiritualidad. Sólo conservamos unos papeles generalmente sin fecha, a veces notas pequeñas, que escribe mientras hace oración, o que quiere recordar cuando, ter­minada la oración, va a su habitación. El año 1645, cuando tiene 54 años, se propuso ir escribiendo su oración mística que llama­rnos contemplación u oración contemplativa. ¿Por qué lo escri­be? Ella no lo dice. En ese año comienza describiendo lo que le pasó 22 años antes.

Ayudada por sus directores, la joven Luisa había penetrado hondamente en la oración al estilo de los espirituales renano-flamencos o mística abstracta. Y un día Dios le abrió las puertas de la oración mística o contemplación. La entrada la llenó de temor porque sintió que Dios la purificaba para desvanecer la pesada nube de su nacimiento y superar el sufrimiento en la enfermedad de su marido.

Durante quince años, se había esforzado en la oración en forma de meditación y el 20 de enero de 1622, con los inicios de la enfermedad de Antonio Le Gras, Dios se le presentó sin que ella lo reconociese. Se le presentó duro y terrible para purificarla de todo aquello que ella sola no podía erradicar de las entrañas de su vida interior. Era la noche pasiva de los sentidos de la que hablan san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús. Este Dios entre claridad y oscuridad la purificará hasta junio de 1623 y, de una manera más suave, hasta diciembre de 1625, terminando con la muerte de su marido.

En las navidades de 1621-1622, la noche se hizo horrible. Las frases que usó Luisa para narrar esta experiencia purificadora estremecen. Ella lo recordará años más tarde: «Tales penas llega­ron a tal punto que, si las hubiese dicho y hubiese hecho lo que ellas me impulsaban a hacer, yo creo que se habría juzgado…» Y le dio miedo terminar la frase. En marzo de 1623 no podía más de tanto dolor y acudió a su tío Miguel. No sabemos lo que le decía, pero la respuesta perfila lo hondo de su dolor: «Señori­ta, no puedo decirle en pocas palabras lo que pienso sobre lo que me ha escrito».

La noche mística avanzó hasta llegar a su explosión en los meses de mayo-junio de 1623. Dios se sirvió de la enfer­medad de su esposo que había introducido en su espíritu herido un complejo de culpabilidad:

«En el año 1623, el día de Santa Mónica, Dios me hizo la gracia de hacer voto de viudez, si Dios se llevaba a mi marido.

El día de la Ascensión siguiente, caí en un gran abatimiento de espíritu por la duda que tenía de si debía dejar a mi esposo como lo deseaba insistentemente, para reparar mi primer voto y tener más libertad para servir a mi prójimo.

Dudaba también si el apego que tenía a mi director no me impediría tomar otro, ya que se había ausentado por mucho tiempo y temía estar obligada a ello. Y tenía también gran dolor con la duda de la inmortalidad del alma. Lo que me hizo estar desde la Ascensión a Pentecostés en una aflicción increíble.

El día de Pentecostés, oyendo la Misa o haciendo oración en la Iglesia, en un instante, mi espíritu quedó iluminado acerca de sus dudas. Y fui advertida que debía permanecer con mi marido, y que llegaría un tiempo en que estaría en situación de hacer voto de pobreza, castidad y obediencia, y que estaría en una pequeña comunidad en que otras harían lo mismo. Entendí entonces estar en un lugar para servir al prójimo, pero no podía comprender cómo podría ser, porque debía haber idas y venidas.

Se me advirtió también que debía permanecer en paz en cuanto a mi director, y que Dios me daría otro, que me hizo ver, según me parece, y yo sentí repugnancia en aceptarlo; sin embargo, consentí, pareciéndome que no era todavía cuando debía hacerse este cambio.

Mi tercera pena me fue quitada con la seguridad que sentí en mi espíritu que era Dios quien me enseñaba todo lo que antece­de, y que, existiendo Dios, no debía dudar de lo demás.

Siempre he creído haber recibido esta gracia del Bienaven­turado Monseñor de Ginebra [San Francisco de Sales], por haber deseado mucho, antes de su muerte, comunicarle esta aflicción y por haber sentido después gran devoción y recibido por este medio muchas gracias; y en aquel entonces, tuve algún motivo para creerlo, del que ahora no me acuerdo».

Todo el escrito da la sensación de encontrarnos ante un com­plejo de culpabilidad del que se vale Dios para purificarla y reve­larle, al mismo tiempo, la misión que le reservaba, como una parte del carisma que había comenzado a darle a los dieciséis años.

Sucede un hecho desgraciado: en un momento trascendental para el porvenir económico de la familia, el esposo cae grave­mente enfermo. Dios castiga a la familia, es el primer pensa­miento de la mujer que tiene miedo a Dios. La causa es algo malo que han hecho, algún pecado que han cometido. Y Luisa hace un raciocinio de una lógica incuestionable: Su marido es bueno y su hijo, un niño de nueve años, es inocente. Ella se sien-le la culpable por no haber cumplido su «primer voto» de ser reli­giosa, por el contrario, se casó. Y ahora, Dios la castiga quitán­dole al esposo. Inmediatamente, brota en ella el deseo de aplacar a Dios, de borrar el pecado, haciendo lo contrario, para que Dios vuelva a ser su amigo: «Yo debía abandonar a mi marido».

Junto con estas penas físicas y sicológicas, aparecen las espi­rituales. Su afectividad y su inseguridad la llevan a apegarse entrañablemente a su director que debe alejarse de París por mucho tiempo, y surge en ella una lucha: por un lado, sabe que debe buscar un nuevo director, y por otro, «teme estar obligada a ello». Piensa que debe, pero no quiere, y sufre.

Finalmente, echa la vista atrás y ve sus 16 años de oración sin­cera, ha sentido la dulzura del encuentro con Dios en la oración y, de golpe, la oscuridad negra de una noche; se ve pecadora y hun­dida; todo ha sido una ilusión y una mentira; Dios se ha burlado de ella. ¿O es que Dios no existe, ni el alma es inmortal? ¿Todo se acaba en la tierra con la muerte? Esta duda es terrible para una mujer que ama a Dios de verdad, aunque ahora sea de noche.

Dios mismo la sacará de la Noche. Ella es pasiva, a no ser en la callada aceptación, por medio de la fe, la esperanza y el amor, de la presencia purificadora de Dios. Todas las señales lo in dican: Los verbos están en pasiva: «fui advertida, se me aseguró, me fue quitada». Es decir, ella es pasiva y hay un Otro que es el activo. Luisa tiene el convencimiento y la certeza de que este Otro que actúa es Dios: «Dios me dio la seguridad que sentí en mi espíritu de que era Dios quien me enseñaba».

Y es que las prácticas ascéticas que había llevado hasta entonces con las virtudes y sus potencias humanas, ya no eran suficientes para desprenderla del apego al mundo de los sentidos, de la disipación de la imaginación en las cosas materiales, de la dispersión de la memoria en su pasado. Y es entonces cuando la fe, esperanza y caridad la colocan en un punto en que el Espíritu divino la va a purificar por sí mismo y de una manera sobrehumana para que se interiorice y se convierta en un ser espiritual.

Es lo que suele llamarse en el camino del seguimiento, desde que lo empleó un contemporáneo de santa Luisa, Luis Lallemant, segunda conversión.

La presencia mística de Dios queda confirmada con tres fenó­menos místicos: todo es de repente, sin que ella lo provoque ni pueda impedirlo y «en un instante». El Otro la llena de paz, calma y tranquilidad. Y, tercero, el recuerdo es imborrable. Si descontamos pequeñas dudas, recuerda fijamente y con detalle todo lo sucedido entonces, a pesar de escribirlo 22 años después.

Ni cuando acaeció esta escena ni en los años inmediatos Luisa de Marillac comprendió el sentido místico ni la importan­cia que tenía en la espiritualidad y menos en su vida contempla­tiva. Tampoco se imaginó que en ese momento Dios empezaba a mostrarle su carisma. Debió considerarlo como una de tantas realidades espirituales comunes a todas las personas que buscan a Dios sinceramente. Es normal, por lo tanto, que nada escribie­ra sobre aquella Noche en el Acto de Protesta, en la Obla­ción a la Virgen o en el Reglamento de Vida.

Benito Martínez

CEME 2010

 

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