San Vicente y la Escuela Francesa (II)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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BÉRULLE

Pierre de Bérulle (1575-1629) estuvo primero bajo la influencia de la «escuela abstracta». La frecuentación de sus maestros jesuitas y el contagio benéfico de la espiritualidad tere­siana de Ana de Jesús tuvieron una evolución decisiva en senti­do cristocéntrico, que se combina en él con la teología del pseudo-Dionisio, leída directamente en las fuentes, o bien transmitida por los autores renano-flamencos17. Imagen de esta teología es la pirámide, que pone a diversos mediadores en suce­sivos niveles: Cristo, los ángeles, los obispos, los sacerdotes, y en la base los laicos. El sacerdote es entonces el «religioso del Padre», porque hace que los hombres, a través de sucesivas mediaciones, reciban la gracia de Dios y le transmitan su alaban­za. Es el doble movimiento de la «encarnación» y la «religión». Es la suya una espiritualidad de la Encarnación, pero inserta en la visión jerárquica dionisiana. El cristiano «se adhiere» a Cristo, «honra» al Padre, principio de la misión del Hijo, «honra» al Hijo en su kénosis, convirtiéndose en instrumento unido a Él, «honra» al Espíritu Santo, lo que es la cumbre de la acción pastoral y la realización del hombre «espiritual».

Unido sacramentalmente a Cristo, el cristiano debe hallar en el Verbo su «subsistencia» espiritual, debe ser «pura capacidad de Él, por Él colmada, que tiende a Él». Como la humanidad de Cristo es instrumento unido personalmente a la Divinidad, los sacerdotes son órganos de su gracia e instrumentos vivientes de Dios en la tierra. Son como una humanidad asumida, que con­vierte al sacerdote en lugar de la adoración del Verbo. Para él, «el estado sacerdotal es el origen de toda cuanta santidad debe haber en la Iglesia de Dios». Los sacerdotes deben hacer «profesión solemne de piedad».

No bastaba con ser un agitador de ideas. Precisaba inventar un instrumento apto para una reforma eficaz del clero. Pensó en una comunidad sacerdotal, y reunió un grupo de sacerdotes, a los que indujo a vivir juntos en una comunidad cuyo centro de gravedad estuviese constituido, no por el servicio apostólico, sino por la exaltación del sacerdocio. Para ello no eran necesarios los votos. Recogiendo un motivo que gustaba a san Carlos, que encontró en los Oblatos de san Ambrosio, quería que los suyos fuesen para los obispos lo que eran los jesuitas para el Papa.

Nació, pues, el Oratorio de Jesús (1611), una comunidad cuyos miembros deberían santificarse, no por la emisión de votos, sino por la sola pertenencia al sacerdocio, en la que ya reside toda la santidad, y con ello reunir las tres gemas del sacerdocio antiguo: autoridad, santidad y doctrina. Los miembros del Oratorio debí­an permanecer incardinados en sus diócesis de origen, e imitar a Cristo «religioso del Padre». La actividad del sacerdote debería estar vinculada a su ser, más que a su ejercicio. En la «adhesión» el sacerdote se deja compenetrar por Cristo; ya no tiene necesi­dad de reglas, de autoridad, ni de otros superiores que los obis­pos, ni de otra alma salvo la caridad.

Los principales discípulos, en su línea dionisiana, fueron: Saint-Cyran Condren, Olier, Eudes.

Jean Duvergier de Hauranne, abad de Saint-Cyran (1581­-1643), tras una experiencia mundana, se hizo ordenar de sacer­dote en 1618, entrando de inmediato en la órbita de influencia de Bérulle, justo cuando se enfriaban las relaciones entre éste y san Vicente23. Seguidor de la visión teocéntrica de su maestro, tomó parte en sus batallas. Los enemigos de Bérulle eran enemigos suyos. Así los jesuitas, y así también los carmelitas, contra los cuales defendió el voto de esclavitud.

Poco a poco se convirtió en persona influyente. Tras la muer­te de Bérulle fue más y más un punto de referencia para una tendencia más radical de la reforma de la Iglesia, la vinculada a Port-Royal. Tuvo nuevos choques, mas cuando pareció que se le atravesaba en la ruta a Richelieu, éste hizo que cayera en des­gracia.

En lo que atañe a la concepción teológica de Saint-Cyran, está inspirada en su maestro. Por mano del sacerdote, la Trinidad produce el Verbo en la consagración, «como el Padre lo produjo por su boca en la eternidad». El sacerdote se identifica con Cristo resucitado en el ofrecimiento al Padre de un sacrificio eterno en el cielo, y en el despliegue de las incumbencias de un sacerdote eterno en favor de los hombres. Todo sacerdote es por ello una manifestación de Cristo mismo. Como la eucaristía es signo de una presencia divina. Representa, pues, a Cristo, perdo­na los pecados y predica en su nombre, pero en un cierto sentido hace suyos y carga sobre sus espaldas los pecados del mundo. No son exageraciones para él, pues el consagrar le constituye en un nuevo «estado» que arraiga en lo más hondo del alma. Afir­ma por ello que el sacerdote tiene una dignidad superior a la de los ángeles e igual a la de la Virgen María, porque como ella forma y produce el cuerpo de Cristo.

Ninguna dignidad terrena es comparable a la de los «compa­ñeros» de Cristo. Tiene un rango altísimo, que sin embargo debe adoptar con ánimo humilde, porque posee como modelo al Cris­to «anonadado», y como él debe sufrir una muerte mística por las almas. En el centro de su vida debe estar por ello la caridad pas­toral, la cual santifica de modo superior al de la vida religiosa.

Naturalmente también los cristianos participan con el bautis­mo en el sacerdocio de Cristo. Son por ello sacerdotes «imper­fectos, incohados», llamados a tener parte en la solicitud por las almas y a ser hostia ofrecida a Dios.

En la práctica fue muy severo con los sacerdotes. Mejor que haya pocos, pero buenos, repetía. Si las misiones extranjeras servían para combatir a los herejes, las populares tenían como fin combatir los defectos de los sacerdotes. Fiel a un ideal inflexi­ble de la Iglesia primitiva, quería un clero iluminado, muy bien formado, maduro. Como para la penitencia, en la cual proponía a las almas por él dirigidas la dilación de la absolución y abste­nerse de la comunión por un cierto tiempo para reforzar la lucha contra el pecado venia128, así en la formación sacerdotal criticó a aquellos que, a sus ojos, promovían al ministerio con demasiada facilidad. Atacó en esto con dureza a Vicente, porque osaba eri­girse en maestro del clero. Se le acusó por ello de alejar las vocaciones. Más exacto sería decir que el ideal de Iglesia, en exceso elitista, le marginaba, en la necesidad de tener un clero con una preparación tal vez no muy refinada, pero cercano a la gente. Y es justo en tal área, donde se ubica la protesta contra él, por parte de los «espirituales»: Condren, Olier, Vicente.

El sucesor de Bérulle, Charles de Condren (1558-1641), un hombre genial, cuyo pensamiento es lástima se haya transmi­tido por vía indirecta a través de sus discípulos, quería ante todo hacer que naciera en las almas el espíritu de religión, «el cual no puede sufrir que haya cosa alguna sin Dios».

Condren asentó su enseñanza sobre el sacrificio. Pero el sacrificio de la nada sólo puede ser nada. Hay una impotencia radical, la que sólo el Hijo de Dios puede colmar. El Padre manda por ello al Hijo, para que ofrezca ese sacrificio perfecto, porque sólo Dios, y un acto de Dios, es digno de Dios. Cristo se conformó del todo a la voluntad del Padre en el sacrificio de la cruz, que así es «título de la grandeza infinita del Padre». En este sacrificio se realizan las condiciones del sacrificio de la anti­gua ley. La santificación tiene lugar en la Encarnación, en la cual el Salvador es consagrado por la divinidad: tal la oblación, que es eterna e inmutable; la muerte era necesaria, para que hubiese chivo expiatorio; la consumación tiene lugar en la resurrección, y la comunión en el acceso a la gloria. Esas mismas condiciones se realizan en la misa. El sacerdote deberá revestirse de los sen­timientos de oblación de sí; no le bastará imitar a Jesucristo, sino que deberá anonadarse en Él, y morir en su única inmolación. Por ello la santidad sacerdotal es mayor que la del simple cristia­no. En la comunión se participa de Cristo como miembros suyos, en el sacrificio consagra en su persona. Es Cristo mismo quien consagra en nosotros: el sacerdote no hace sino prestar su len­gua, sus manos, su espíritu, para una acción tan divina. Y como hay un único sacerdote y un único sacrificio, todos los sacerdotes forman un solo sacerdote, y están asociados a su sacerdocio. Por ello el sacerdote debe ofrecer la misa como Cristo, con su mismo amor por la cruz, y en disposición de sacrificarse a sí mismo, y de morir por Dios.

Una enseñanza más articulada y explícita viene de Jean-Jacques Olier (1608-1657). Discípulo de Condren, hombre dota­do de cualidades notables, no siempre bien equilibradas, afirmó que «el sacerdote, más que hombre, es un Cristo viviente»… «el sacerdote es el que continúa la vida de Jesús nuestra cabeza. En él vive Cristo para distribuir la gracia y la virtud a cada cuál según su estado». Los poderes y las funciones del sacerdote son: 1° generar a Cristo; 2° dar el Espíritu Santo a la Iglesia y santificar a los fieles; 3° elevar una oblación al Padre Eterno mismo, ofreciendo a Jesucristo, en comunión con la Iglesia. En el primer punto, Olier compara la función del sacerdote con María, que engendra en la Encarnación, y con la acción del Padre en la Resurrección. De aquí fluye el deber de la santidad: «El sacerdote debe vivir como hombre del todo muerto a esta vida y resucitado a la vida nueva». En él el Padre, que es principio de los dones, se hace don. Los sacerdotes deben expresar de este modo la vida escondida de Cristo en el cielo, y continuar aquí abajo la que Él habría querido llevar, si ello hubiese sido beneplácito del Padre. En Cristo se transforma en un hombre universal; «es el símbolo de la unidad de la Iglesia y de su comu­nión: la Iglesia se aúna con él, y por medio suyo se presenta a Dios, como todos los santos se unen a Jesucristo en el cielo». Es como si todo el peso de la Iglesia se juntara sobre él, por ello «debe recoger en sí toda la caridad, toda la santidad y todos los dones que vislumbra en ella, para no sucumbir a tanta responsa­bilidad. Debe abarcarlo y contenerlo todo en su gran corazón». Es, pues, algo prodigioso, es en verdad el hombre de Dios. Bro­tan de ahí como consecuencias: el deber de «vivir infinitamente alejado del mundo; ha de hallarse en la imposibilidad moral de amar la criatura, porque su estado espiritual, divinizado, le hace pasar a la santidad divina y a la excelencia de su ser, opuesto al del mundo». Como Cristo fue sacerdote y víctima, así el minis­terio del sacerdote culmina en el sacrificio y ofrecimiento de la víctima divina. Debe por ello dar forma a sus sentimientos, sus disposiciones interiores, estar en un estado de verdadera y propia consumación en Dios: «No deben sentirse satisfechos más que cuando se sientan perdidos, abismados, consumados enteramen­te con Cristo en Dios»’. Y más adelante añade: «Es una voca­ción del cielo en la tierra». Por fin concluye: «Dios ha hecho dos milagros en la Iglesia: el sacerdote y la Virgen Santísima; el sacerdote que estando solo, representa a todo el mundo, porque reúne en sí todo el amor y toda la devoción del mundo para el Señor; y la Santísima Virgen, que es la criatura universal, al llevar en su seno a todo el mundo y que, deseosa de salvarlo, inter­cede continuamente por él ante Dios».

Es, pues, un ideal muy alto el que se perfila en la enseñanza de Olier. Pero ha producido también convicciones comunes en la Iglesia. Se pone de relieve la idea de «vocación». A la pretensión de personas que ambicionaban las ventajas y los privilegios de ese estado, Olier opone algunos «signos», como la inocencia de vida y la inclinación a las funciones sacerdotales. Discípulo de san Carlos, acentúa la separación del mundo, si bien para fomentar la totalidad del compromiso pastoral. Al igual de san Carlos Borromeo, reunió a sacerdotes; no los quería religiosos, sino que viviesen en común, animados del solo deseo de vivir su sacerdocio. La irradiación olieriana ha sido de importancia, más que a través de escritos, por sus seminarios y sus sacerdotes. Quiso que su seminario estuviese vinculado a una parroquia de París, y aun a la más populosa, la de Saint-Sulpice. Gradualmen­te, por influjo de sus discípulos, en particular Tronson, el mode­lo sacerdotal transmitido fue más el del «religioso del Padre» que el del hombre de acción; se estimó a sus seminarios más como forja de obispos que de sacerdotes. Aun así, su estilo modeló en profundidad al clero del Antiguo Régimen.

También la doctrina de san Juan Eudes (1601-1680)48, en línea berullana y olierana, es fuertemente cristocéntrica: «Os mando … para anunciar el mismo evangelio que yo he anunciado». El sacerdote está revestido del sacerdocio regio de Cristo, su sacerdocio es por tanto uno con el suyo: «En el sacerdocio de Jesucristo sois vivientes que caminan por la tierra…, represen­táis su persona, hacéis sus veces». Como Olier, el sacerdote es, después de la Virgen, la conquista más gloriosa del Salvador, por ser partícipe del oficio de mediador, de juez y de salvador del mundo: «Sois los salvadores del mundo, a los que ha dejado aquí abajo el Salvador en lugar suyo, para continuar y llevar a cabo la obra de la redención del universo». En una página de efecto lírico, Eudes escribe: «Sois la parte más noble del cuerpo místi­co del Hijo de Dios. Sois los ojos, la boca, la lengua y el corazón de la Iglesia de Jesús o para decirlo mejor, sois los ojos, la len­gua y el corazón del mismo Jesús. Sois su corazón; porque es por medio de vosotros cómo da Él su vida, la vida de la gracia en la tierra y la vida de la gloria en el cielo, a todos los verdaderos miembros de su cuerpo».

Estas acentuaciones se resienten de la visión jerárquica dionisiana. No deben aun así olvidarse los pasajes donde se afirma, que también los fieles son «víctimas» y «sacrificadores».

De hecho, el sacerdote existe, no para sí mismo, sino para el servicio. Para ello el sacerdote debe responder a una llamada de Dios; no basta la propia decisión humana. Ni tampoco basta la mera atracción interior. A este efecto, más bien subraya Eudes el papel del consejero espiritual. Toda la espiritualidad sacerdotal que de ahí deriva está, pues, animada por la caridad pastoral, centrada en el símbolo tan característico de él, el «corazón»: el amor del corazón de Cristo ha salvado al mundo; en el corazón logra el sacerdote amar de manera oblativa.

Luigi Mezzadri

CEME 2011

 

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