San Vicente, un hombre de humildad (III)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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  1. SAN VICENTE ESTIMA A LOS DEMÁS MÁS QUE A SÍ MISMO

En la correspondencia de san Vicente de Paúl podemos encontrar, como interlocutores, personajes pertenecientes a las más altas categorías sociales. En ocasiones, se han dirigido al señor Vicente para pedirle consejo. Las respuestas de san Vicen­te están repletas de expresiones de respeto, deferencia, estima.

La estima de los demás por encima de sí mismo aparece espe­cialmente desarrollada cuando Vicente de Paúl escribe para reco­nocer servicios prestados a la Compañía o a algunos de sus miembros, para dar gracias.

Ante la estima de los demás, Vicente de Paúl cede espontá­neamente el paso a sus compañeros, como confiesa ingenua­mente a las Hijas de la Caridad; y pide a sus compañeros que cedan el púlpito a un capuchino… porque tenemos como norma y principio ceder el pálpito a todo el que venga adonde estamos trabajando, basándonos para ello en que lo dice implícitamente Nuestro Señor: «Si alguien os pide el manto, dadle también el vestido», que fue lo que él mismo practicó.

A la estima y respeto por los demás, une san Vicente de Paúl la renuncia a defenderse, que comporta en muchos casos sacar a la luz aspectos menos favorables del adversario y hasta su des­calificación. Un magistrado del parlamento había afirmado que los misioneros de San Lázaro ya no daban misiones; la respuesta de san Vicente al sacerdote que le sugiere defenderse es definitiva: «Que digan lo que quieran; yo nunca me justificaré más que con las obras» . Un eclesiástico había hecho circular la noticia de que el señor Vicente había propuesto para un beneficio a quien previamente le había regalado una biblioteca y una importante suma de dinero; quiere escribir para defenderse de la calumnia: «¡Miserable de ti! ¿En qué estás pensando? ¿Quieres justificarte después de haber oído cómo un cristiano, falsamente acusado en Túnez, ha estado tres días en los tormentos y ha muerto finalmente sin proferir una palabra de queja, a pesar de ser inocente del crimen del que le acusaban? No, no será así». Extendieron algunos el rumor del matrimonio entre el cardenal Mazarino y Ana de Austria y aún de la celebración que habría presidido el señor Vicente; el hermano Robineau, que se lo hace saber, constata su paciencia y sólo escucha esta sencilla reflexión, sin referirse nunca más a tales rumores: «Eso es tan falso como el demonio».

Y Luis Abelly recoge, todavía, otra escena en la corte: «En otra circunstancia habiendo impedido que el Rey diera un Obispado a una persona que él sabía no era apropiada para estar al frente de una diócesis, sus parientes, que eran influyentes, concibieron por ello un resentimiento muy grande, y lo hicieron pronto público inventando contra él una calumnia; le añadieron además varios detalles para hacerla más creíble y así propalarla ante la Corte. Llegó el caso a oídos de la Reina, así que, en cuanto vio al señor Vicente, le preguntó riéndose, si sabía bien lo que se sabía de él, y que se le acusaba de tal cosa. Respondióle sin turbarse, ni alterarse: Señora, soy un gran pecador. Y como Su Majestad le indicara que debía justificarse, él le contestó: también otros dijeron cosas parecidas contra Nuestro Señor, y no se justificó nunca».

Vicente de Paúl no se defiende. Más aún, Vicente de Paúl no duda en postrarse a los pies del que había sido prior de San Lázaro para pedirle perdón por las molestias que experimenta, reales o figuradas, de parte de los misioneros. Él mismo lo con­fiesa en el Consejo de las Hijas de la Caridad de 20 de junio de 1647:

“¡Ay, hijas mías! No quedaba más remedio que ir a echarme a sus pies y pedirle perdón por todos los que le habían disgusta­do y hacernos culpables de todo. Se aplacaba por entonces, para volver a enfadarse en la primera ocasión que se presentase. Y vuelta a empezar. Creo que me ha visto más de cincuenta veces a sus pies”.

La actitud humilde de Vicente de Paúl, que le lleva a estimar a los otros más que a sí mismo, sin embargo, no se hace cómpli­ce de la injusticia. La humildad no equivale a debilidad. A un personaje influyente en la corte, que reprocha al señor Vicente su persistente oposición a que uno de sus parientes reciba un bene­ficio eclesiástico, para el que es claramente indigno, le responde con serenidad: «Señor, sé que os debo respeto; pero, por la gra­cia de Dios, no tenéis poder sobre mi conciencia». La dulzura de la humildad no es contraria a la firmeza en la fidelidad a Dios, ni se doblega por respetos humanos.

  1. SAN VICENTE EVITA EL APLAUSO Y LOS RECONOCIMIENTOS

La humildad de Vicente de Paúl se manifiesta también en sil forma de reaccionar ante las palabras elogiosas o ante los gestos de reconocimiento que se le dirigen. Lejos de sentirse complacido, sufre profundamente y siente la necesidad de destacar defectos.

Se llena de confusión y se siente torturado cuando alguien se expresa en términos de alabanza hacia él. En el Consejo de la Compañía de las Hijas de la Caridad de 29 de febrero de 1651, las Hermanas han expresado su dicha de poder escuchar la palabra del señor Vicente como expresión de la voluntad de Dios «La gran humildad de nuestro venerado padre se vio sorprendí da por nuestras palabras y empezó a decirnos, según su costumbre, frases de gran desprecio de sí mismo. «Yo soy un miserable pecador, que lo único que hace es estropearlo todo. Si ha habido algún defecto en la compañía, he sido yo la causa de ello. Y entrando profundamente dentro de sí mismo, su silencio y su recogimiento nos dieron a conocer claramente que le habíamos llenado de confusión».

A las personas que le han escrito pidiéndole consejo o expresándole su gratitud, Vicente de Paúl se ve obligado a responder les sonrojado, lleno de confusión, insistiendo en su torpeza o escasa formación. Basten algunos recortes de dichas cartas corno muestra:

Enrojezco de vergüenza, señor arzobispo, cada vez que leo la última carta que me hizo el honor de escribirme, e incluso cada vez que pienso en ella, al ver hasta qué punto Su Excelencia se rebaja ante un pobre porquero de nacimiento y miserable anciano lleno de pecados«.

Estoy lleno de confusión al ver que se dirige usted a un pobre sacerdote como yo; seguramente ignora usted la pobreza de mi espíritu y mis miserias.

He recibido su carta con el debido respeto y sumisión, al ver los sentimientos de reverencia y de benevolencia especiales que nos profesa. Me he sentido muy confuso por ello, al verme tan lejos de las eminentes cualidades que me atribuye la bondad de su corazón, ya que nada he hecho para merecerlo. En efecto, ¿qué es lo que hay que alabar en un hombre despojado de todo, hijo de un pobre labrador?

Como manifestación de su humildad, señala Luis Abelly, y antes Enrique Maupas du Tour, que al establecerse en París, Vicente de Paúl quiso ser llamado sencillamente señor Vicente, para que nadie le pudiera confundir con alguien perteneciente a la nobleza. El Hermano Robineau hace notar, y esto correspon­de mejor a la verdad histórica, que fue en los comienzos de la fundación de la compañía cuando comenzó a hacerse llamar señor Vicente. «Señor Vicente, como quien dijera señor Pedro o señor Juan, un cualquiera».

En diversas ocasiones, Vicente de Paúl ha rechazado mues­tras de cortesía, alabanzas o reconocimientos:

  • No acepta que los misioneros le hagan reverencia cuando pasa, aunque sea práctica en otras comunidades. “Lo sé muy bien, y hay que respetar las razones que tienen para hacerlo, pero yo las tengo más fuertes para no tolerar!, conmigo: no deben compararme ustedes con los demás, pues soy el peor y el más pequeño de todos los hombres”.
  • Rehúsa la dedicatoria de un libro. “Pero ¿qué es lo que usted me dice que me ha dedicado usted un libro? Si hubiese usted caído en la cuenta de que soy hijo de un pobre labrador, no me habría usted puesto en esta confusión ni habría cometido con su libro la injusticia de poner en su frontispicio el nombre de un pobre sacerdote que no tiene más excelencia que la de sus miserias y pecados. En nombre de Nuestro Señor, si todavía es posible dedicar esa obra a otro autor, no mi cargue usted con esa obligación…”.
  • Un Hermano, durante la repetición de oración, ha manifestado que tendría que saber aprovecharse mejor de los buenos ejemplos del padre Vicente. Vicente de Paúl dejó que pasaran aquellas palabras y después de la repetición dijo: «Hermano mío, entre nosotros existe la práctica de no alabar nunca a nadie en su presencia; que la verdad era que él era una maravilla, pero una maravilla de maIicia, peor que el demonio; que el demonio no había merecido estar en el infierno tanto como él; y añadió que no exageraba nada en esto»’.
  • Rechaza una cortina que quisieron colocar en la salita de San José, donde recibía a quienes venían a visitarle; rechaza igualmente una colgadura que pretendieron colocar en su habitación rodeando su jergón.
  • Un hombre llegó con unos versos que había compuesto y se puso a leerlos ante el señor Vicente. Al ver que se refe­rían a él, en su alabanza, Vicente de Paúl se marchó inme­diatamente.
  • Cuando algún personaje público, al que ha ido a visitar, desea acompañarlo hasta la puerta o bajar con él hasta la salida, Vicente de Paúl trata de disuadirlo recordando que no es más que el hijo de un pobre labriego.
  • No quiere ningún título por el hecho de ser superior de la comunidad. “Yo soy hijo de un labrador, me han educado muy pobremen­te, ¿y voy a querer distinguirme ahora y verme tratado como un monseñor por el hecho de ser ahora superior de la Misión? Hijas mías, acordémonos de nuestra condición y veréis cómo encon­tramos muchos motivos para alabar a Dios”.
  • Parece que rechazó, en más de una ocasión, dignidades eclesiásticas.
  • Se reconoce indigno de los favores o servicios que las per­sonas prestan a los misioneros, a las comunidades, a la Compañía.
  • Reconoce con gusto que no se cuenta ningún personaje distinguido entre sus parientes; ni ninguna virtud en su conducta; ni capacidad para ayudar a otras personas.
  • No pide nada para sí; al contrario, «estaba siempre dispuesto a desprenderse de todo lo que estaba a su disposición”.
  • Se niega a que le hagan un retrato, a pesar de los ruegos de entre otras personas, las Presidentas Goussault y Lamoignon, «de modo que hubo que hacer venir, unos años antes de su muerte, a un pintor, quien, sin que le viera ni reconiciera, logró su objetivo, no sin pasar dificultades y mucho tiempo, ya cuando oficiaba en la iglesia los días de fiestees solemnes, o cuando decía la Santa Misa, o en otros momentos viéndolo en la mesa, mientras comía, cuando estaba en el comedor… En todos esos sitios le hacían ponerse al pintor donde él podía observar al señor Vicente y, después que lo hubo así contemplado, se iba a encerrar en una habitación en la que se ponía a trabajar; y de esta forma, poco a poco, logró terminar el retrato».

Entre las manifestaciones de la humildad del señor Vicente tenemos que mencionar su habilidad para atribuir el bien a otros o a la comunidad, más que a sí mismo, llegando a confesar: «Me siento muy feliz de que Dios realice sus negocios sin mí, que soy un miserable». «Había cogido tal hábito de ocultarse a sí mismo y a todo lo que hacía de bueno, que los de su Compañía sólo sabían una parte de tantas obras santas como emprendía».

Aún así, llega a acusarse de vana complacencia ante los misioneros por haber permitido que las damas comentaran en una reunión todo el bien que hacía el Hermano Juan Parré por las fronteras de Champaña y Picardía y apostillara la señora Talon: «Si los hermanos de la Misión tienen tanta gracia para hacer todo ese bien que nos acaban de contar, ¡cuánto más harán los sacerdotes!». Al recordar lo sucedido, confiesa san Vicente: «… mis queridos padres y hermanos; esto fue, miserable de mí, lo que causó en mi esta complacencia de la que me dejé llevar; en vez de atribuirlo todo a Dios, de quien procede todo bien».

CEME

Corpus Juan Delgado

 

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