San Vicente de Paúl y los Gondi: Capítulo 18 y último

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Régis de Chantelauze · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1882.
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Capítulo XVIII: Epílogo

Regreso del cardenal de Retz a Commercy. – Su dimisión del arzobispado de París a cambio de la abadía de Saint-Denis. – El Señor de Marca, su sucesor. – Muerte del P. de Gondi. – Regreso a París del cardenal de Retz.

Su hubiéramos tenido que consultar solamente las reglas del gusto y de la composición, habríamos debido terminar este estudio por el capítulo que precede. Pero como, en la mayoría de las obras históricas, es la cronología la que se impone ante todo y se pliega raramente a otras reglas que las suyas, nos vemos obligado, en lo que se refiere a este tema, a volver sobre nuestros pasos y contar brevemente al lector cuál fue el fin de los dos principales amigos y bienhechores de Vicente de Paúl, el P. de Gondi y el cardenal de Retz.

Cuando el P. de Gondi conoció la muerte de Vicente, estaba todavía en el exilio de Clermont en Auvergne , en la casa de los Padres del Oratorio. En este piadoso retiro, el antiguo general de las galeras dividía su tiempo entre la oración y las buenas obras. «Soportaba esta triste situación, dice el P. Batterel, con una sumisión y una paciencia admirables, haciendo el bien a nuestra casa de Clermont como, en su primer exilio, lo había hecho a la de Lyon, las dos muy pobres, y buscando su consuelo en rezar mucho, en meditar la ley de Dios, en adorar sus juicios sobre él y los suyos».

En cuanto a su hijo el cardenal de Retz, hasta después de nueve años de prisión y de exilio, y un año después de la muerte de Mazarino, no recibió por fin la autorización de volver a su señorío de Commercy (14 de febrero de 1662). Se sabe con qué noble desinterés él dio de nuevo, y esta vez sin condición alguna, su dimisión de arzobispo de París, y cómo Luis XIV, que no quería quedar en deuda de generosidad con él, le ofreció en compensación la abadía de Saint-Denis, con una renta de ciento veinte mil libras, y un pequeño beneficio de dos mil libras en el ducado de Retz. Como había retirado anteriormente su dimisión después de fugarse del castillo de Nantes, la corte tomó las mayores precauciones para que un acto semejante no pudiera repetirse. Recibió la orden de no salir de Commercy antes de la instalación de su sucesor, el sr de Marca, antiguo presidente en el parlamento de Pau, arzobispo de Toulouse.

¿Quién era este prelado que había elegido la corte para ocupar la primera sede arzobispal de Francia? Bossuet ha trazado de él un retrato de una espantosa verdad y que deja adivinar más todavía: «Era, dice, un hombre de buen genio, de un espíritu flojo y variable, que tenía la desdichada facilidad de pasar de un sentimiento al otro, sirviéndose de algunos equívocos, y de tratar como riéndose las materias eclesiásticas… Para agradar los oídos delicados de los Romanos, dio una idea nueva de las libertades galicanas».

¿Hasta dónde no podía llegar un hombre de este carácter? Con Richelieu, había sido del número de los comisarios que enviaron al cadalso a Cinq-Mars y a de Thou. Fue también, según sus consejos, el causante de que el terrible cardenal mandase deponer a varios obispos acusados de complicidad en el asunto del duque de Montmorency. El sabio Baluze, a quien el sr de Marca confió el cuidado de publicar sus obras póstumas, declara que entraba mucho cálculo en las opiniones de este prelado. Y nada por desgracia estaba más claro. Cuando Marca publicó su libro De concordia sacerdotii et imperii, el tratado más completo que haya aparecido sobre las libertades de la Iglesia galicana, antes de la célebre Défense de Bossuet, la curia de Roma se inquietó. Marca solicitaba entonces sus bulas por el obispado de Conserans, y como surgían dudas en expedírselas, firmó sin titubear una declaración en la que condenaba todo lo que, en su libro, era contrario a las doctrinas de la Iglesia de romana. Hacia el final de su vida, para añadir sin duda el capelo de cardenal a la mitra de arzobispo de París, escribía un tratado a favor de la infalibilidad del Papa. Por fin, durante las dificultades del cardenal de Retz con la corte, consultado por Mazarino sobre los mejores medios que poner en práctica para obligarle a dimitir de su sede, el sr de Marca, que aspiraba ardientemente a ser su sucesor, proporcionó al ministro, en numerosas memorias, todas las mejores armas que pudo encontrar en los antiguos procedimientos de los soberanos contra los obispos y los cardenales. Tales hechos dicen bastante para que haga falta comentarlos. Se puede juzgar del descontento que experimentó la curia de Roma al ver subir a la sede de París a un hombre tan fluctuante y poco seguro. Así que le hizo esperar sus bulas hasta el mes de junio de 1662, con el pretexto de verificar si la dimisión de su predecesor estaba o no mancillada por alguna nulidad. Por una extraña fatalidad, el nuevo arzobispo murió tres o cuatro días antes de la recepción de sus bulas, a la vista de la Tierra prometida y sin haber podido poner el pie en ella (29 de junio de 1662).

El P. de Gondi había sido llamado de su exilio inmediatamente después del regreso del cardenal su hijo a Commercy: se le había permitido volver a París. «Pero, más asqueado que nunca del mundo, dice el P. Batterel en sus Memorias inéditas no pensó ya en otra cosa que en prepararse para la muerte, y se retiró a su tierra de Joigny. Existía un hermoso castillo, ante el cual se desplegaba una terraza que tiene vistas sobre una campiña vasta y agradable. Allí se pasaba con frecuencia horas enteras paseando solo, meditando las verdades eternas. Se le oía suspirar a menudo y, otras veces, con las manos y los ojos levantados al cielo, pronunciar algún versículo afectivo de los salmos que expresaban con toda viveza los sentimientos de su corazón. Hacía algunos años, se había formado una devoción de recitar cada día, aparte del oficio ordinario, el de los difuntos. A esto añadía las oraciones de la recomendación del alma y la recitación de cincuenta salmos de la penitencia, con el rostro en tierra, que se impuso como penitencia diaria. Hizo una confesión general de toda su vida… y limosnas más abundantes que de costumbre. Finalmente, prohibió que le hablaran nunca de la corte y de sus noticias, para no ocuparse más que de los juicios de Dios… Su avanzada edad y sus frecuentes indisposiciones eran para él un aviso continuo de que el Señor iba a llamar a su puerta[1]«.

Presa de una fiebre continua y no llevando más que una vida lánguida, vino a pasar el invierno de 1661a París, a la casa de los Oratorianos de Saint-Magloire. En la primavera, regresó a Joigny, donde bien pronto se le advirtió, en una recaída, de su fin próximo. Un día, encontrándole mejor su médico, le dijo que su enfermedad no traería consecuencias. «Me afligía, señor, le replicó el viejo marino, habituado desde hacía tiempo al espectáculo y al pensamiento de la muerte, pues me cuesta menos morir que vivir[2]«. Al aumentar su mal, recibió los últimos sacramentos, añade el P. Batterel, después ordenó al Hermano que le servía que le leyera la muerte de nuestro muy honorable Padre (el cardenal de Bérulle), y la del P. de Condren[3], para ver las santas disposiciones con las que se sometieron a la voluntad de Dios y esforzarse por imitarlos».

Así murió[4], a los ochenta y un años de edad, y los treinta y cinco de su entrada en el Oratorio, el digno amigo de Vicente de Paúl y el padre del célebre cardenal de Retz quien, de todas las virtudes, no heredó más que la intrepidez[5]

El cardenal estaba aún relegado a Commercy, y la corte llevó la dureza hasta negarle ir a Joigny para cerrar los ojos de su anciano padre, y acudir a París para asistir a sus funerales, que tuvieron lugar en la iglesia de Saint-Magloire. Éste no fue sin duda el menos cruel de los castigos que tuvo que sufrir el antiguo jefe de la Fronda. Durante dos años todavía se vio solo frente a sí mismo en su viejo castillo de Commercy, y pudo meditar a sus anchas sobre sus culpas pasadas y sobre las vicisitudes de la fortuna. Por un encadenamiento inaudito de contratiempos, apenas hubo visto designar por sucesor del sr de Marca al sr Hardouin de Péréfixe, cuando se enteró del terrible diferendo que acababa de estallar entre la corte de Francia y la de Roma, a propósito del atentado cometido por la guardia corsa contra el duque de Créqui, diferendo que no se terminó hasta el 12 de abril de 1664, con la firma del tratado de Pisa. Hasta esta época, el desdichado cardenal debió seguir prisionero en sus tierras sin que le fuera permitido salir de ellas una sola vez. Hasta el 6 de junio del mismo año no le fue permitido abandonar su soledad y acudir a saludar al Rey en Fontainebleau. Luis XIV le invitó a pasar dos días a su lado, noble manera de ocultar el perdón con un favor; pero, mientras perdonaba, no se olvidó nunca de los atentados del antiguo jefe de la Fronda. Sabiendo a qué atenerse respecto de su genio diplomático, le confió varias misiones en Roma, misiones tan delicadas como difíciles, que Retz condujo con una destreza extraordinaria y totalmente satisfactoria para el Rey. Pero este príncipe, a la par que le abrumaba con testimonios de gratitud y hasta de admiración, no pudo jamás resolverse a darle el título de embajador, ni de enviado extraordinario, ni siquiera el de protector de los asuntos eclesiásticos de Francia ante la Santa Sede. No le envió nunca a Roma sino en calidad de simple cardenal francés. En vano fue que Retz realizara prodigios de habilidad en sus diversas misiones, en particular en la misión respecto de la infalibilidad del Papa y en la de la investidura del reino de Nápoles; en vano fue que hiciera triunfar a los candidatos de Francia en los cónclaves donde fueron elegidos los papas Clemente IX, Clemente X e Inocencio XI[6]. Luis XIV, inexorablemente fiel a los consejos que le había dado Mazarino en su lecho de muerte, no quiso nunca investirle con ninguna función, con ningún título oficial. Esta dura expiación de su pasado la aceptó Retz con más dignidad que resignación. Impasible en apariencia, llevaba en el corazón esta profunda herida de las grandes ambiciones decepcionadas, que no se cierra nunca. Pero hagámosle justicia sin remilgos: incluso cuando hubo perdido toda esperanza de conquistar el favor del Rey y de entrar en sus consejos, no cesó de mostrarse el más dócil, el más dedicado de sus súbditos, y de poner a su servicio todo cuanto había en él de prudencia adquirida con la edad, de habilidad y de genio político.

Retz trataba de consolarse por tantos desengaños y desgracias en la sociedad íntima de algunos amigos adictos, de algunas mujeres de elite (entre otras, de su prima por alianza, la señora de Sévigné), así como en la redacción secreta de sus admirables Memorias, a las que daba la última mano. No entra en nuestro asunto hablar de este libro sorprendente, cuyos relatos y retratos han sido juzgados dignos de Salustio y de Tácito, y cuyas reflexiones morales y sentencias políticas nada tienen que envidiar por su fineza y profundidad a las de Maquiavelo. Tampoco es éste el lugar de narrar cómo acabó este hombre extraordinario de entrar en los secretos motivos de su dimisión del capelo y de su conversión sincera o simulada, no más que el misterioso relato de sus últimos momentos. Hemos estudiado anteriormente estos problemas[7], y volveremos a ellos cualquier día. Que nos sea suficiente decir hoy que frente al hombre que ha hecho de sí mismo esta singular confesión: que tenía el alma menos eclesiástica que hubiera en el universo, es permitido al menos mantenerse en guardia. El espeso velo que Retz ha echado en sus Memorias sobre sus ambiciones y sus conspiraciones más secretas del tiempo de la Fronda, parece también haberlo tendido sobre sus disposiciones finales y sobre su muerte.

 


[1] Carta inédita del P. de Sinte-Marthe, del 2de enero de 1662.

[2] Mémoirs inédits du P. Batterel.

[3] Charles de Condren, segundo general del Oratorio después de la muerte del cardenal de Bérulle, en 1629, muerto en París el 7 de enero de 1641.

[4] El 29 de junio de 1662.

[5] «Su cuerpo fue embalsamado y puesto en un ataúd de plomo, de allí, transportado a Saint-Magloire, en un panteón construido expresamente para él, en medio del coro, y se le hizo un servicio sin decoración y sin pompa, según sus deseos, al que asistió su familia y nuestros Padres de las cinco casas de la diócesis de París». (Mémoires manuscrits du P. Batterel).

[6] Véase nuestro volumen titulado: le Cardinal de Retz et ses missions.

[7] En nuestra memoria: le Cardinal de Retz et les Jansénistes, inserto en el tomo V de la última edición de Port-Royal, por Sainte-Beuve.

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