San Vicente de Paúl y la “Compañía del Santísimo Sacramento” (III)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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III

Hemos referido ya el origen de la Compañía del Santí simo Sacramento; ahora digamos algo de la manera como terminó esta Asociación, tan celebrada en nuestros días.

«El secreto de la Compañía, escribe el Sr. de Grandmaison, fue su fuerza , y éste fue también su flaco».

La última parte de esta aserción es segura: este fue su flaco, este fue la paja en el acero que hace que antes de usarle se rompa. La gente que se rodea de cierto misterio, excita las sospechas de los hombres honrados del mismo modo que de los malos; por nuestra parte, no apreciamos más las asociaciones secretas en la Iglesia que fuera de ella, y esto no impedirá jamás que aquellos que no son so­cios en el secreto sospechen que si se exige este secreto es porque hay alguna cosa que no se atreva a confesar. Se sospechará sin razón, yo así lo supongo; pero es la fuerza de las cosas que se inclinará a esta suposición, y esta es una causa de flaqueza para aquellos que viven en el mis­terio.

El Sr. de Graveson, en una parte de su interesante estu­dio, propone que se diga de la Asociación del Santísimo Sacramento que era una sociedad discreta, en lugar de de­cir una sociedad secreta, y juzga que así todo estaría bien. Todo estaría muy bien en el nombre, pero el cambio de palabra no produce el cambio de la cosa, y ésta permane­cerá la misma; no vemos cómo se podría poner en duda que los señores del Santísimo Sacramento, que eran gente dis­creta, hayan formado una Sociedad secreta. Ser discreto es una cualidad que indica prudencia en los procedimientos, y antes el discernimiento en la inteligencia. Tener discernimiento es una cosa pre­ciosa; ser discreto en sus palabras es una virtud. ¿Cómo dirigir los negocios, negocios de familia, de administra­ción, políticos, si no se puede contar con el discernimiento y con la discreción de aquellos que han hablado, y que tal vez han tomado parte? Pero todos lo experimentan; unos son una agrupación de gente seria y discreta, otros una reunión de gente que constituye una Sociedad, en la que se comprometen de antemano no dará conocer que existe tal Sociedad. Las dos palabras discreto y secreto no son sinónimas, y no se puede sustituir arbitrariamente la una por la otra, y persevera la desconfianza contra una agru­pación secreta.

Este secreto fue también una causa de flaqueza para la Compañía del Santísimo Sacramento bajo otro punto de vista. Es difícil poner en duda que se dejó llevar de algu­nas intemperancias de celo, pues aun cuando no se preten­da más que el bien, es útil estar protegido contra sí mismo, y una de las más saludables censuras es precisamente sen­tir que, obrando en público, se nos observe y se nos juzgue; las asociaciones que se fundan en el secreto, suprimen este freno, quedando expuestas a dejarse llevar de un celo ve­hemente que en su derredor nadie modera, y les hacen aca­bar comúnmente de manera poco consoladora para ellas ni para aquellos que, sin haberse afiliado a ellas, no les quie­ren mal y les desean mejor fin.

Esta fue la historia de la célebre Compañía del Santísi­mo Sacramento.

Al enderezar tantos agravios, escribe el Sr. de Grandmaison, a reformar tantos abusos, a contener tanta gente por más de treinta años, en una obra humana como aquella, se produjo un exceso de celo y defectos de ponde­ración; la Compañía no había podido dejar de suscitar sospechas, envidias y resentimientos. Su secreto no se con­servaba intacto. En 1657 los consejeros del Parlamento de Burdeos, afectados, y por consiguiente irritados de un acto de severidad del Príncipe de Conti, gobernador de la pro­vincia, murmuraban y conocían por sus amigos que la de­cisión se había tomado a petición de los Invisibles. Esta palabra era justa y explica mucho. Los Invisibles multi­plicaron sus prudencias habituales; sus cartas fueron más raras y sus archivos depositados en un cofrecito en casa de Guillaume de Lamoignon, con mención expresa de que era propiedad del primer Presidente, para que nadie osare tomar la libertad de abrirla. Circulaba un libelo lleno de burlas, sobre las extravagancias religiosas de cinco jóvenes aloja­dos en Caen, en una casa perteneciente a un miembro de la Compañía de esta ciudad, Sr. de Berniéres-Louvigni, que acababa de morir. La relación del hecho y su causa no nos parece exacto, pero basta para suscitar bromas y llamar la atención. Antiguos cofrades excluidos por espíritu de jansenismo, no dejaron de hacer confidencias agridulces a sus nuevos amigos, glosaron y amplificaron. Estas indis­creciones se aumentaron con la traición de un sectario, em­pleado en la correspondencia, que entregó papeles y una copia de los Estatutos.

Las denuncias estaban a la orden del día, llegaron a los altos puestos llevadas por un Cura de París, animado de un exclusivismo de envidia. Un personaje más importante aún entró en escena: era el Arzobispo de Rouen, Francisco du Harlay de Champvallon… Estos «devotos exagerados» le parecían importunos, y su reforma de la Sociedad una austeridad indiscreta, casi un ataque personal. Puede ser también que como la Compañía se honraba de contar en ella muchos Obispos, el Prelado, desconfiado más que in­formado, abrigase el temor de una usurpación laica de la autoridad sacerdotal. El Sr. de Argensón, al referir esta persecución contra su amada Compañía, prosigue su com­paración con la Pasión de Nuestro Señor, y dice aquí, a propósito del Ilmo. Sr. de Harlay: «las burlas de los prínci­pes de los sacerdotes ante Poncio Pilato. Poncio Pilato es Mazarino.»

«… El lunes 20 de Septiembre se reunió con gran secreto, muy numerosa y llena de emoción. El pensamiento de ver paralizadas tantas voluntades preocupaba únicamente aquellos corazones, llenos de tristeza. Se redoblaron en este día las oraciones, las obras de caridad; se designaron ocho secretarios para poner en marcha todos sus asuntos; Benig­no Bossuet era uno de ellos, el cual se separó con amargura, resuelto a practicar personalmente los deberes del aposto – lado, que en adelante no podría ejercer ya en común.

En efecto; se recibió aviso que, por orden de la Corte, al azar y casi a ciegas, el Parlamento dio un decreto el 13 de Diciembre prohibiendo a todos hacer asamblea alguna sin el expreso permiso del Rey.» Esto era muy vago, pero muy claro para los que querían obedecer. El primer Presidente, Sr. de Lamoignon, según se sabe, miembro de la Compañía, usó de toda su autoridad y su influencia para que el de­creto se redactase en términos generales, sin designar a per­sona alguna. Con mil precauciones, la oficina terminó al­gunas citas de cómo los últimos escudos de la bolsa fueron distribuidos a los prisioneros. «En estos momentos terminó propiamente la Compañía, puesto que ella quería someter al supremo poder, por más que con espantosa ceguedad destruía un gran bien sin conocerlo.»

Estas últimas palabras, en que se nota la amargura fi través de la resignación, son del historiógrafo y miembro de la Compañía, Verger de Argenson.

Tal fue la Compañía del Santísimo Sacramento y tal fue su posición en medio del florecimiento de otras obras católicas que se desarrollaron en Francia durante la primera mitad del siglo XVII, pero sin suscitar la misma contradicíón. Paralelamente a ella se estableció la Compa­ñía de las Damas de la Caridad, que comprendía la Presi­denta Gounaut, Madama de Miramion, Luisa María de Gonzaga, futura Reina de Polonia, y en «un momento más de doscientas damas de la más alta nobleza». Ellas reali­zaron las mismas obras de celo que los hombres en su Com­pañía del Santísimo Sacramento: visitaban los pobres del Hotel Dieu, socorrían con sus limosnas las provincias deso­ladas por la guerra y las cercanías de París, arruinadas por las turbulencias de la Fronda, proveían con sus rique­zas las necesidades más apremiantes de las Misiones leja­nas. San Vicente de Paúl, que tomó parte en las reuniones de las dos Asambleas, la Compañía de hombres del Santí­simo Sacramento y de la Compañía de las Damas de la Ca­ridad, se inclinó a favorecer la segunda; se conserva el re­sumen de algunas de las instrucciones que les hizo, por ejemplo, cuando la obra de los niños expósitos estaba en peligro de perecer. Fundada esta obra a cielo descubierto, como suele decirse, y de tendencias tal vez menos intran­sigentes que la Asamblea de los señores del Santísimo Sa­cramento, la Compañía de las Damas de la Caridad no llamó la atención de nadie y les sobrevivió.

Al lado de estas dos Asociaciones, creadas para las per­sonas del mundo, hombres y señoras, y que las dos produ­jeron mucho bien, conviene recordar el admirable floreci­miento de las Comunidades religiosas durante el mismo período: por este tiempo aparecieron Berulle y el Oratorio; 0lier y su Comunidad de San Sulpicio, en que se vieron en Francia las Ursulinas y las Carmelitas reformadas de Santa Teresa; en que San Francisco de Sales fundó la Or­den de la Visitación, y San Vicente organizó sus dos Con­gregaciones de Sacerdotes de la Misión y de Hijas de la Caridad. Este período fue seguramente uno de los más be­llos y más fecundos de la Iglesia de Francia. La unidad nacional y la unidad religiosa felizmente realizadas por Enrique IV y Luis XIII, crearon una atmósfera favorable a las hermosas obras de que acabamos de hacer mención.

Ningún hombre es absolutamente independiente del medio en que vive; es como la encina, que cuanto más ex­tiende sus poderosas ramas, da a conocer que ha hallado allí para sus raíces la tierra que le conviene: sin embargo, su propia savia es la que le hace ser el gigante de los bosques. Esto era un apoyo, nadie lo duda, para la elocuente voz. de Bossuet, que la hacía resonar ante la Corte de Luis XIV. Cuando Napoleón conducía sus ejércitos a los campos de batalla de Europa, en Rivoli, en Jena, en Austerlitz, no hay duda que era un apoyo para él dejar tras de sí la Francia, que aun vibraban en ella las ideas de libertad y de emancipación de los pueblos de que se había visto amenazada durante la Revolución. A pesar del concurso que le prestaron las circunstancias, estos grandes hombres deben a su propio genio el lugar que ocupan en la historia: Bossuet, uno de los reyes de la elocuencia; y Napoleón, uno de los más grandes capitanes. Vicente de Paúl, lo sabemos bien, ayudado por tan felices circunstancias, fue secundado por dos soberanos: Luis XIII y Ana de Austria; él se en­grandeció en este admirable medio tan religioso y celoso que acabamos de describir y en donde florecía la Compa-fila del Santísimo Sacramento: este fue para él medio fa­vorable. Pero esto nada disminuye su valor personal, que le ha hecho conservarse en la historia como una de las grandes figuras de la caridad y de la religión.

ALFREDO MILON.

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