Tradición e inspiración
En aquel sillón próximo al fuego donde, el 27 de septiembre de 1660, se había dormido el Señor Vicente, no podría su espíritu permanecer en reposo. Comenzaba una nueva carrera. Continuaba activo
- en las instituciones que había fundado,
- en las orientaciones religiosas que guiaría,
- en los movimientos del espíritu y del corazón que no cesaría de imantar.
LA TRADICION DE LAS INSTITUCIONES
En aquel año de 1661, cuando el Señor René Alméras sucedió al Señor Vicente, la organización de las dos familias religiosas estaba prácticamente acabada. Los Superiores mayores de los Sacerdotes de la Misión y de las Hijas de la Caridad abrigaban por lo demás una devoción tal hacia el fundador, que hubiesen creído cometer un sacrilegio cambiando la menor práctica querida o simplemente deseada por el santo «Institutor». Fue su principal cuidado alimentar la devoción al Señor Vicente, hacer se escribiera su vida y sobre todo mantener las instituciones en el espíritu que las había hecho vivir.
La expansión de las obras – (1660-1960)
Esta ambición fue común a todos los superiores generales que se sucedieron hasta la Revolución francesa en la Central de la Caridad en que se había convertido San Lázaro. Entre ellos, dos sobre todo aparecen como maestros de obras, y marcaron profundamente la- vida de la doble familia religiosa.
El primero, Señor E. Jolly, a quien el Señor Vicente había ya señalado a la Duquesa de Aiguillon como su sucesor, tuvo durante 24 años el destino de las obras vicencianas en sus manos. Carácter imperioso,. capaz de encararse con Luis XIV y con Lou-vois, trasformó totalmente la casa de San Lázaro y abrió no menos de 40 nuevas casas entre 1673 y 1697. El segundo, Jean Bonnet (1711-1735), administrador consumado y pastor vigilante, tomó netamente posición contra las formas más corrientes del Jansenismo y no dudó en despedir a una veintena de súbditos. Presidió asimismo las fiestas de la beatificación del Señor Vicente (1729), la cual había sido preparada, en París y en Roma, por los trabajos del Señor Pierron (1697-1703). Pero fue el Señor Couty, séptimo general (1736-1743) quien asistió a la canonización del bienaventurado Vicente por el papa Clemente XII.
Sin ruido, pero sin interrupción, misioneros e Hijas de la Caridad entregáronse en las obras creadas por el Señor Vicente. La de los seminarios se desarrolló considerablemente, y la Congregación de la Misión aseguraba en 1789 la dirección de 56 seminarios diocesanos. Muy deferentes en relación con el poder real, los superiores generales se resignaron a aceptar algunas obras que juzgaron poco conformes a la primera orientación de la Compañía. Así es como en 1661, los lazaristas, por petición de Ana de Austria, se establecieron en la real parroquia de Fontainebleau. En 1674. sirvieron la real parroquia de Notre-Dame de Versailles y, a este título, fueron los capellanes de la Corte. Los feligreses y cortesanos de esta época recordaron largo tiempo al Señor Francois Hébert (1651-1730), que fue durante veinte años el párroco del Gran Rey. «Es uno de los mejores predicadores del reino», proclamaba Bourdaloue. Nadie sabía entonces que, además de los cuatro volúmenes de sermones que publicó, guardaba todavía sesenta volúmenes de sermones redactados en latín. En recompensa de su celo, Luis XIV le nombró obispo de Agen. Cosa que habría ciertamente contrariado al Padre Vicente.
Fue igualmente por orden del Rey como los lazaristas, «los barbiches», como se les llamaba entonces, se hicieron capellanes del Hótel des Invalides (1674), y de la real casa de Saint-Cyr (1690). Tuvieron asimismo que aceptar el curato de Saint-Louis-des-Invalides (1727) y del hospital de Saint-Cloud (1688).
FUERA DE FRANCIA
Fuera de Francia, se abrieron numerosas casas. Así es con se fundaron en Italia 17 casas entre 1669 y 1734. En Polonia, Rusia, en la Prusia polaca, se erigieron 17 casas entre 1677 y 1719.
La misión española comenzó en 1704 en Barcelona. Lisboa acogió a los misioneros en 1734, Hungría en 1762, Heidelberg 1781.
Absorbida por las obras europeas, durante los 130 años que precedieron a la Revolución no había desplegado su celo misionero más que en tres sectores.
En Túnez y en África del Norte.
En Madagascar de 1648 a 1674, de donde los misioneros entraron a la Isla de Bourbon en 1712 y a la Isla Mauricio en 172
En China, donde después de las infructuosas tentativas de Ios Señores Appiani, Mullener y Pedrini, la Compañía no tenía ni un misionero más en 1746.
En 1791, la Misión contaba 168 casas. En Francia llevaba seminarios, reforzados habitualmente por una parroquia o por una casa-misión. Sumaba en Francia 990 personas (508 sacerdotes, 262 coadjutores y casi doscientos clérigos).
LAS HIJAS DE LA CARIDAD
Las Hijas de la Caridad habían conocido un desarrollo igual envergadura.
En 1668, en el momento en que el cardenal de Vendóme, legado de la Santa Sede, aprobada una vez más las constituciones, habían establecido en 60 localidades. Medio siglo después estaban presentes en 300 casas. En 1790, contaba la comunidad 450 casas, 20 de ellas en Polonia. 120 novicias había en la Casa-Madre de París y 4.300 hermanas en las casas de caridad.
La Revolución francesa y los disturbios que siguieron asestaron un terrible golpe a las dos familias religiosas. Aunque la Casa-Madre de las Hijas de la Caridad fue respetada, se entró a saco en el priorato de San Lázaro el 13 de julio de 1789. En 1792, en, el Seminario de Saint-Firmin, antiguo Colegio des Bons-En-fants, degollaron los «septembristas» a los misioneros y arrojaron sus cadáveres por las ventanas.
Se ejecutó a Hermanas en Arras, Angers, Mayenne, Dax. Al salir de la tormenta, fueron precisos años para que se reanudaran las actividades.
Las Hijas de la Caridad habían abandonado la casa de Saint-Laurent, casi enteramente destruida. Instaláronse primero en la rue du Vieux-Colombier (en la casa que sirve actualmente como cuartel a los zapadores-bomberos). Allí es donde Pío VII vino a bendecirlas el 23 de diciembre de 1804, y donde tomaron de nuevo el «hábito», y luego renovaron los votos en la misa del cardenal Fesch, el 25 de marzo de 1805. En razón de un reclutamiento particularmente floreciente (283 casas en 1806), se instalaron en el Hótel Chátillon, rue du Bac, el 28 de junio de 1815 (actualmente 140, rue du Bac).
La unión de la Misión y de la Compañía de las Hijas de la Caridad, comprometida un momento por la voluntad de Napoleón I, quien había hecho encarcelar al vicario general de la Misión, Señor Hanon, fue restablecida a la caída del emperador, bajo el generalato de la madre Elisabeth Baudet.
LA MISIÓN
La prueba impuesta a la Misión había sido particularmente cruel. Echado de San Lázaro, el Superior general había muerto en Roma el 12 de febrero de 1800. Había sido remplazado por un vicario general, el Señor Fr. Brunet, a quien sucedió el Señor Hanon. Pero las reyertas de este último con Napoleón, que quería confiar las Hijas de la Caridad a los obispos, retardaron considerablemente la reorganización de la Misión. Sucesivamente, suprimida por la Convención el 6 de abril de 1792, la Compañía fue restablecida por un decreto de Napoleón el 27 de mayo de 1804. El 26 de septiembre de 1809, era de nuevo suprimida y se metía en la cárcel al Señor Hanon. Hubo que esperar a la caída del Emperador para que la Compañía recobrara su existencia legal (3 de febrero de 1816). Un año después, los misioneros se instalaron en el Hótel de Lorges, 95, rue de Sévres, el 9 de noviembre de 1817. En la capilla que hicieron edificar en 1826 se recibieron solemnemente las reliquias de san Vicente el 24 de abril de 1830. También ellas habían emigrado en 1792.
Las pérdidas sufridas por el personal no eran menos conside_ rabies. De los 508 sacerdotes que componían en 1792, el personal de las provincias francesas, apenas un centenar estaba a disposición del Superior general en 1809.
RENACIMIENTO
Tres superiores generales fueron los artífices del renacimiento en el siglo XIX: el Señor J.-B. Etienne, que fue llamado segundo fundador, el Señor Eugéne Boré y el Señor Antoine Fiat. Por cuidados suyos, recobró la Congregación no sólo sus antiguas funciones, sino que adquirió una fisonomía misionera que apareció entonces como una de sus características.
En China, los Lazaristas recogieron parcialmente la sucesión de los Jesuitas cuya Compañía había sido disuelta por Clemente XIV. En Levante, abrieron casas en Constantinopla, Esmirna, Naxos, Santorin, Salónica, Damasco, Alepo, Trípoli y Antour En 1815, entraron en Estados Unidos. En 1818, en Brasil, en 18 en Abisinia, en 1841 en Persia, en 1844 en Egipto y en México, en 1835 en Chile, en 1858 en Perú, en 1859 en la República Argentina, en 1862 en Guatemala y Filipinas, en 1863 en las Antillas, en 1870 en Ecuador, en 1877 en Colombia, en Panamá y en Costa Rica, en 1880 en Paraguay, en 1884 en Uruguay, en 1885 en Australia, en 1898 en San Salvador, en 1900 en Palestina.
En 1896, el 28 de enero, la Santa Sede les confiaba la parte meridional de Madagascar.
En 1905, penetraban en Bolivia, en 1910 en la República de Honduras, en 1921 en las Islas Británicas, en 1923 en la Isla de Java, en 1925 en el Congo Belga, en 1955 en Canadá, en 1956 en Viet-Nam.
Pese a las leyes de separación, las guerras mundiales y la persecución que causó estragos en los países de obediencia marxista, la Congregación de la Misión, en 1976, cuenta: 3.863 sacerdotes, 397 coadjutores, 587 miembros (clérigos y coadjutores) no vinculados aún definitivamente, es decir, 4.906 miembros, de los que una treintena son obispos.
La Compañía de las Hijas de la Caridad cuenta, en 1960: 4.211 establecimientos y cerca de 45.000 súbditas. Representa 1/20 de las religiosas del mundo entero.
Las dos expresiones del espíritu vicenciano
Retrocedamos ahora un poco. Los tres siglos de historia de la caridad, sostenidos por la misma inspiración, dan origen sin embargo a dos tipos psicológicos, dos comportamientos de la gracia. Estos determinan dos maneras de prolongar la obra del Señor Vicente y de serle profunda y totalmente fiel.
TIPO MISIONERO
La primera manera caracteriza a un tipo de hombres y de mujeres a quienes se llamará fácilmente misioneros, si se designa así al espíritu de iniciativa y de aventura, al gusto del riesgo y al vigor en la adaptación.
Cualquiera que sea su tierra de origen, estos vicencianos ricos en gracias prevenientes, gravitan naturalmente hacia las obras arduas y las conquistas difíciles. Herederos de un sólido temperamento, marcan su existencia con creaciones originales, y disfrazan sus actitudes innovadoras con una bondadosa sonrisa, expresión de una fundamental modestia que desarma.
En este grupo que sospecha su fuerza e ignora su originalidad encontramos a los grandes obispos misioneros de China y Etiopía, a pioneros tales como el Señor Appiani, Mullener, los Padre Huc y Gabet, san Justino de Jacobis y el beato Ghebra Miguel. Acompañan a éstos sin esfuerzo, ciertos lazaristas de garbo proconsular como el Señor Joseph Baetemann, el Señor Lobry, Sarloutte, Coulbeaux. Si estos misioneros a toda vela tuvieran necesidad de patronos o de protectores, escogerían al Beato Juan Gabriel Perboyre, martirizado en China en 1840, o al Beato Francisco-Régis Clet. Pero no pensaron en ello siquiera, pues tenían la sensación de su propia vida. Nunca carecerán de admiradores, y si no encuentran memorialistas, es que bastará a la Iglesia con que hayan existido.
«CONTEMPLATIVOS»
Menos visible y menos encantador, un tipo psicológico de La-zarista traza en estos tres siglos una segunda tradición vicenciana. Los hombres que la forman se asemejan a los Cartujos cuyo silencio honran, y se confunden con los pedagogos que dan su existencia a crédito en fastidiosas repeticiones. Reúnenlos los seminarios mayores y menores y ahí acuartelan ellos sus valores. Ahí se asumen los riesgos silenciosamente, y la aventura gira entre las cuatro paredes del cuarto y del aula.
Exteriormente, estos vicencianos no tienen garbo valiente. Una presencia modesta y a menudo enjuta les aleja de los salones mundanos. Si se extravían en éstos, son presa del tedio, pues saben que su gracia está en otra parte. Criados por el trabajo, educados por la sencillez, sueñan siempre con ser los verdaderos amigos de los pequeños y de los pobres. Su vocación consiste en acogida, apaciguamiento, renuncia de sí propio y también en la sencillez que facilita la comunión de los corazones.
¿Tienen necesidad de antepasados? Pueden, si lo desean, apelar al buen Señor du Coudray al que el Señor Vicente prohibió traducir la biblia siríaca para la poliglota del Padre Morin. En todo caso, no osarían conversar mucho tiempo con el Señor Jac-ques Corborand de la Fosse, hebraísta desatinado y original embarazoso. Fue el Desmarets de Saint-Sorlin de la naciente Compañía. Fierre Collet —1693-1770— trabajador sañudo, y teólogo estimado, les serena. Su oposición a la teología jansenista, su sólida biografía de san Vicente les permite imaginar la cultura de que daban prueba los mejores profesores del siglo XVIII. Y, buen seguro, estos hombres se sienten como en familia con el señor Renato Rogue, ejecutado en 1796, con los Señores François y Gruyer, degollados en 1792, pues estos beatos que enseñaron en los seminarios, estos colegas, podrían ser sus patronos sus abogados.
Más cerca de nosotros, al alcance de la mano y del corazón ciertas siluetas vicencianas prolongan aún y diversifican esta tradición. Piensa uno en el laborioso Padre Coste, infatigable editor de las obras de san Vicente, en el anciano Padre Parrang que se rejuvenecían en los Archivos Nacionales, en el entusiasta Padre Joseph Guichard y en el tenaz Padre Ch.-F. Jean, quien a los 42 años aprendió el babilónico y enseñó 25 años en la Escuela del Louvre„
Pero sobre todo, dos «grandes hombres» ilustran esta tradición contemplativa, que se nutre de esperanzas y de éxitos ocultos. Emplazados ambos en la conjunción de los siglos XIX y XX, había nacido para ser mediadores.
El primero, de tronco cenevés, Fernand Portal, se sentía llamado a un apostolado de la amistad. No se cree a uno porque es muy sabio sino porque le juzgamos bueno y le amamos, había dicho el Señor Vicente. Gracias a la amistad trabada con Lord Halifax, el Señor Portal consiguió que hablaran amigablemente los católicos y los protestantes en aquellas conversaciones de Malinas presididas por el cardenal Mercier. Los discípulos del Señor Portal, el abate Gratieux, el canónigo Hemmer, el Pad Viller, s. j., por no citar más que a los desaparecidos, fueron amigos y obreros de esta unidad que ronda más que nunca al cristianismo contemporáneo.
El segundo «grande», Guillaume Pouget, hijo de Auvergn tuvo una carrera oscura y una vocación de emparedado. Ciego enamorado de la luz, fascinaba por su fabulosa memoria. Pero es asimismo un sañudo exegeta y un pensador… que se desconocía. Este «Sócrates cristiano», como le llama Claudel, halló por fortuna en Jean Guitton a un Platón simpático y seductor. Si reúnen los nombres de algunos de los que se honraron escuchando al Padre Pouget: Jacques Chevalier, Emmanuel Mounier, Maurice Legendre…, se asombra uno de la profundidad y de los secretos de su caridad.
Su encuentro con Lord Halifax y sus conversaciones con Henry Bergson quedan como acontecimientos simbólicos y reveladores de esa mística y de la sencillez. Buenos y piadosos doctores, decía el Señor Vicente, evocando el recuerdo del buen Señor Duval son los tesoros de la Iglesia.
Se podría asimismo, sin gran esfuerzo, discernir en la historia de la Caridad femenina, el croquis y el esbozo de una doble tradición. La primera, emparentada con santa Luisa y santa Catalina Labouré, se ve invenciblemente empujada a honrar la humilde entrega de la Virgen, de aquella que al decir de san Vicente, habla y ruega por los que no saben hablar. La segunda tendencia, de estilo más «social», invoca y secretamente recorta una mujer de gran corazón, sor Rosalie Rendu. Es ésta una patrona siempre disponible, pues en el barrio Mauffetard donde vivió hace casi un siglo y donde se entregó hasta expirar, continúa invisible su ronda.







