San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 7, capítulo 3

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1880.
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Capítulo III: Los hospitales

I. Los Niños Expósitos.

Se sabe el desprecio que la antigüedad sentía por la infancia, el derecho de vida y de muerte que ejercía sobre ella, y la crueldad con que este derecho se llevaba a cabo; todos los escritores de Grecia y de Roma dan testimonio de ello; y además, en todos los países idólatras, en todas partes donde no es adorado el Dios que se hizo niño para rescatar a la infancia, ocurre hoy también la misma barbarie.

La cuna del cristianismo fue también la primera cuna del niño. No solamente los cristianos, viendo al Niño-Dios en sus hijos los criaban a todos con respeto y amor, sino que no era algo raro ver al niño rechazado por la madre pagana recogido por la cristiana y alimentado con la misma leche que el suyo.

En adelante el niño vio romperse la sentencia de muerte que desde hacía tanto tiempo le acogía a su entrada en la vida. O en el amor purificado y engrandecido de sus padres, o en la caridad cristiana, se encontró con la acogida de la bienvenida; en la iglesia o bajo el techo paterno, una cuna preparada para recibirle; el seno de una madre adoptiva henchido por la leche de la caridad para sus labios, cuando era rechazado del seno de una madre desnaturalizada.

También, en todos los siglos cristianos vemos instituciones sorprendentes a favor del niño huérfano o abandonado. Aquí también, como en casi todas las obras, Vicente de Paúl ha sido pues, no el creador, sino el restaurador tan sólo. Es el Dios Salvador, es la Iglesia, quienes han creado todas las instituciones caritativas, las han multiplicado y diversificado en proporción de las miserias humanas. Y a pesar de todo las restauraciones de Vicente de Paúl podrían llamarse, en cierto sentido, verdaderas creaciones. Lo que, antes de él, no había sido más que un estado incierto e inconstante, él lo ha terminado, ordenado, fijado con todas las condiciones de estabilidad, de difusión y de duración; lo ha hecho pasar al derecho y a la costumbre de los Estados cristianos; de manera que, en adelante, a él solo parecen recurrir casi todas las instituciones caritativas; que a él solo, a sus reglamentos, hay que volver para darles su primera vitalidad; que no se apartan de ellos sin apartarse al mismo tiempo de los verdaderos principios de la caridad cristiana, para perderse en una falsa y fría filantropía, que no tiene ninguna acción sobre el alma, ni siquiera con frecuencia sobre la miseria material del pobre. Así pues, si a él no pertenece siempre la patente de invención, a él pertenece esa patente de perfeccionamiento que, en los santos descubrimientos de la caridad, como en los descubrimientos de las artes y de la industria, sigue siendo la única en la memoria y la práctica de los hombres. Por eso, hablad, no solamente al pueblo sino a los sabios mismos de los niños expósitos; preguntadles quién les ha dado madres, les ha abierto un asilo y una familia; quién les ha servido de padre y de providencia: ninguno se ha quedado más que con el nombre de Vicente de Paúl.

En efecto, en el momento en que el santo llevó su ternura infinita a este sector, los pobres expósitos eran tratados con demasiada frecuencia al estilo pagano. Una noche, de regreso de una de sus misiones, se encontró, alpie de las murallas de París, a un mendigo ocupado en deformar los miembros de uno de estos niños, que debía servir luego para excitar la compasión pública. Horrorizado, se acerca: «Ah, bárbaro, exclama bien me habéis engañado, de lejos os había tomado por un hombre!»Le arranca a su víctima, se la lleva en los brazos, atraviesa París invocando la cardad de todos, reúne a la gente alrededor de sí, les cuenta lo que acaba de ver y, acompañado de aquella gente, se dirige a la calle de Saint-Landry.

Fue allí, en casa de una viuda, en una casa llamada la Couche. donde se amontonaba a estas desdichadas víctimas. Los informes del lugarteniente del Châtelet que se exponían por entonces de trescientos a cuatrocientos niños al año en la ciudad y los barrios de París, que la policía hacía llevar a la Couche. Toda la administración de esta casa consistía en una viuda y dos criadas. Éstas, incapaces de realizar la tarea, no teniendo con qué mantener a nodrizas, dejaban morir de hambres a estos pobres niños. Agotadas, para apagar sus gritos y dormir ellas mismas, los sumían, con ayuda de drogas soporíferas, en un sueño del que no despertaban, cuando no se los daban a mujeres de mala vida, hacían con ellos un comercio escandaloso. Por quince centavos, veinte todo lo más, se los vendían bien a nodrizas que les hacían beber una leche corrompida y les inoculaban así enfermedades mortales; bien a infames calculadores, que los introducían fraudulentamente en las familias para trastornar allí el orden de las sucesiones; bien a pordioseros que los mutilaban, les rompían los brazos o una pierna, como el mendigo de hace un momento para hacerles servir de un cebo lamentable a la caridad; bien a gentes dominadas por el furor de vivir, quienes los degollaban para procurase baños de sangre; bien incluso a los buscadores de, tan numerosos por entonces, de sortilegios que los despiezaban y hacían servir sus entrañas para operaciones mágicas. Así casi todos estaban condenados a muerte; los que escapaban iban a engrosar el número de los mendigos o de las prostituidas1.

Llegado a la casa de la Couche, Vicente fue testigo de parte de estos horrores. Su fe tuvo que sufrir tanto como su humanidad cuando se enteró de que muchos de estos pobres niños morían sin bautizar. Sus entrañas se conmovieron. Pero, nunca precipitado, ni siquiera en sus arrebatos más vivos, quiso, antes de actuar, conocer mejor la situación de las cosas. Encargó pues a algunas Damas de su Asamblea que estudiaran el servicio interior de la Couche Saint-Landry. El informe de las Damas fue que la suerte de estos niños era `peor que la de los pobres inocentes masacrados por orden de Herodes. Vicente regresó a la Couche con las Damas. Habría querido sacar a todos estos huérfanos. No siéndole posible, se llevó a doce elegidos a suertes, los bendijo y los puso en manos de la señorita Le Gras y de las Hijas de la Caridad.

Era en 1638. Los doce pequeños escogidos por la Providencia fueron trasladados a una casa vecina de la iglesia Saint-Landry, y pronto cerca de la de San Víctor. Se trató en primer lugar de criarlos con leche de cabra o de vaca; pero, con su salud quebrantada, les pusieron luego nodrizas.

Su número creció con los recursos. Durante dos o tres años, los canónigos de Nuestra Señora corrieron con los principales gastos. En el momento que la caridad traía algún regalo, Vicente corría a la Couche a llevarse más huérfanos para aumentar su familia adoptiva. Ay, que dolor templaba su gozo, había que seguir echándolos a suerte! Imposible aún adoptarlos a todos. El santo se llevaba a los que la suerte, o más bien la Providencia, le había dado, y echaba una mirada de dolor y ternura a los que dejaba; porque qué diferencia ya entre estos abandonados y los de la casa de San Víctor! Qué pálidos, sufridores unos, en comparación de los otros, tan frescos y bien atendidos! Por fin, los desdichados tenían al menos un asilo, por pobre que fuera, y tantos otros se veían arrojados todavía en los cruces de caminos o en el umbral de las iglesias. ¿No es a éstos a quienes se debía auxiliar en primer lugar? De esta manera el santo se mostraba ya tal y como nos le presenta el arte a nuestros ojos, en la actitud de la Caridad urgente de los niños en su seno fecundo. En medio de las noches de invierno, cuando la nieve cubría las calles, a la hora en que solos velan el crimen y el dolor, recorría los barrios de la pobreza y del vicio, los arrabales más apartados y recogía a las tiernas víctimas del abandono y de la miseria. Cubierto con un amplio abrigo que aún se conserva, lo abría a los pobres pequeños para hacerles pañales y una camita; luego lo cerraba sobre ellos, los calentaba a su corazón, continuaba su caminar y no volvía hasta que se doblaba bajo el peso. Ningún testimonio, fuera de Dios y los ángeles de estas criatura, sobre estas búsquedas nocturnas, de esta cosecha humana, si no es tal vez el ojo furtivo de una infeliz madre que, contando con su paso, se tranquilizaba del abandono de su hijo con la adopción del santo, o bien de los granujas que, dueños entonces de las calles, se le encontraban de vez en cuando en horas en que su caridad y su crimen buscaban al mismo tiempo su botín. Le conocían y no temían que disputarle el único objeto de sus ‘amores’. Una noche, ellos le abordaron y de primeras no le reconocieron. Pero apenas se dio a conocer, cuando cayeron a sus pies y le pidieron su bendición.

Mientras tanto las Hijas de la Caridad le esperaban cada noche, siempre dispuestas a acoger a los pobres niños que él les debía traer. Ellas llevaban una especie de diario en el que además de sus propias impresiones contenía los boletines de sus expediciones y de sus conquistas nocturnas. Se lee: «22 de enero. El Sr, Vicente ha llegado hacia las once de la noche; nos ha traído a dos niños; uno puede tener seis días, el otro tiene más; lloraban los pobres pequeños! Mi hermana superiora se los ha confiado a nodrizas. -25 de enero. Las calles están llenas de nieve, estamos esperando al Sr. Vicente; no ha llegado esta noche. -26 de enero. El pobre Sr. Vicente está transido de frío y nos viene con un niño; éste está muerto de hambre. Da pena verlo; tiene el pelo rubio y una señal en el brazo. Dios mío, Dios mío, hay que tener el corazón duro para abandonar así a una pobre criaturita! -1º de febrero. La obra va lentamente, cómo necesitamos las caridades públicas; -3 de febrero. Algunos de nuestros pobres pequeños vienen de nodrizas; parecen estar bien; la de más edad de nuestras pequeñas tiene cinco años; sor Vitoria le enseña el catecismo, ya comienza a hacer algunos trabajos de agujas. El mayor de nuestros pequeños, que se llama André, aprende de maravilla. -7 de febrero. Tira un aire frío. El Sr. Vicente ha venido a visitarnos. Ha ido corriendo a sus pequeños. Es maravilloso oírle sus dulces palabras: las pequeñas criaturas se las escuchan como a un padre. He visto correr sus lágrimas; uno de nuestros pequeños se ha muerto. «Es un ángel, ha exclamado; pero es bien duro no verlo más.» Vicente no lloraba casi nunca, ni siquiera a la muerte de sus misioneros a quienes quería tanto. Su sensibilidad, su ternura no estaban ni en su imaginación ni en sus nervios, sino en su fe. Dos ocasiones sobre todo le arrancaron las lágrimas: la muerte de este niño y la muerte de una hija de la Caridad.

«La obra va muy despacio, necesitamos mucho de las caridades públicas», acaban de decirnos las hermanas; y en efecto, hasta 1640, la obra no tenía más que 1 400 libras al año de renta asegurada. Y sin embargo en número de los niños adoptados seguía creciendo, y el número de los abandonados engrosaba más y más. Las Damas de la Caridad continuaban echando a suertes para decidir quienes a los que debían ser conservados y alimentados. Al cabo de dos años, Vicente de Paúl había tolerado lamentándose esta costumbre. Finalmente le pareció cruel. En los primeros días del año 1640, convocó a las Damas en asamblea general. Les expuso de manera tan patética las necesidades de estas inocentes criaturas, la gloria que se daría a Dios con ello, las bendiciones que ellas mismas recogerían, que se comprometieron al punto a encargarse de todos estos pobres niños. Ellas prometían más allá de sus fuerzas, pero el santo contribuyó él mismo a los gastos en una amplia proporción; luego interesó la piedad de Ana de Austria, que había sido madre hacía poco contra toda esperanza, y por la reina llegó hasta el rey. En 1642, Luis XIII, habiendo sido informado, dijo que «por el poco cuidado entregado a los niños expósitos, durante tantos años, sería casi imposible encontrar un pequeño número de ellos garantizado contra la muerte, y que han sido vendidos para ser supuestos y servir para otros malos efectos», lo que ha llevado a damas caritativas a cuidarlos, de manera que se ha elevado a una gran cantidad» que hace una suma anual de 4 000 libras; 3 000 por el mantenimiento de los niños y 1 000 libras para el de las hermanas, contra el arriendo y castellanía de Gonesse. dependiente de la granja general del dominio de París2.

Dos años después, nuevas letras patentes del joven rey Luis XIV, de edad por entonces de seis años, entregadas a petición de Vicente de Paúl y de las Damas oficialas de la Caridad del Hôtel-Dieu, declaran que no podrá hacerse ninguna venta o enajenación del dominio de Gonesse sino a cargo de las 4 000 libras otorgadas por Luis XIII; ellas constatan además que este don, unido a las limosnas de los particulares, ha permitido recoger a la mayor parte de los niños expósitos; que su número se elevaba entonces a cuatro mil, y sus gastos a 28 000libras; finalmente añaden en lenguaje cristiano: «Imitando la piedad y caridad de nuestro señor y padre, que son virtudes verdaderamente regias, dejemos a los pobres niños expósitos de nuestra ciudad de París, en forma de limosna, la suma de 8 000 libras de renta al año, comenzando por 1º de enero de 1646, a percibir sobre las cinco granjas, para ser empleada en la alimentación y educación de los niños expósitos. Esta suma de las 8 000 libras será invertida en la tesorería de la Caridad de los Niños-Expósitos, es decir a las Damas de la Caridad del Hôtel-Dieu.»

Lo que hace 12 000 libras de rentas adquiridas a la obra; pero las limosnas particulares debían alcanzar casi el triple de dicha suma, ya que los gastos se elevaron pronto, con el número creciente de los niños, por encima de las 40 000 libras. Pues bien, Vicente debía por entonces hacer frente a las necesidades de la Lorena, cosa que restringía por fuerza sus caridades en París. por otra parte, la fortuna pública viéndose amenazada por las facciones que ya rugían, las fortuna privadas se hallaban también con miedo; la Caridad se volvía tímida; se encerraba en una prudencia estrecha y egoísta; tanto que las Damas de la Caridad declararon finalmente que un gasto tan excesivo sobrepasaba sus fuerzas, y había que renunciar a él.

Asustado por semejante resolución, temblando por sus pobres huérfanos más que nunca una madre por sus propios hijos, Vicente de Paúl recurrió en primer lugar a la caridad de la señorita Le Gras y de sus Hijas, que consintieron en tomar a su cargo por algún tiempo todo el peso del gasto. La señorita Le Gras recordó a sus Hijas el consejo del Apóstol (Ef., VI, 28): «…más bien trabajad obrando con vuestras propias manos lo que es bueno, a fin de tener qué dar a los necesitados». Luego pidió prestado dinero que fue empleado en hacer pan y en preparar otros víveres, tan raros y tan necesarios en aquellos tiempos de calamidad y de hambre. La totalidad era vendida en provecho del hospital de los Niños-Expósitos. Yendo más lejos en su entrega, las Hijas de la Caridad quisieron imponerse las más duras privaciones, y resolvieron no tomar al día un alimento pobre. Todavía no era suficiente. Un día que los pobres niños se encontraban en extrema necesidad, la señorita Le Gras, con consentimiento de sus Hijas, les dio todo el dinero de su casa, menos dos doblones. Era todo lo que se reservaba por un mes, ya que no debía percibir nada antes de ese término. Se pedía a la Providencia que hiciera el resto.

Semejante estado de cosas no podía durar. Por eso, en 1648, Vicente convocó a las damas en asamblea general. Mandó decir en privado a las más celosas, las Marillac, las Traversay, las Miramion que no dejaran de faltar para animar a las demás.

Reunidas las Damas, el santo propuso el orden del día: era la deliberación sobre la obra comenzada: ¿había que continuarla o abandonarla? «Todos los recursos se han agotado, Señoras, les dice, y apenas nos queda para alimentar a estos pobres niños durante seis semanas, cuando se verán en extrema necesidad. En este caso no alimentarlos será matarlos. Se puede matar a un niño negándole el alimento lo mismo que dándole una muerte violenta. Qué crimen sería para vosotras a quienes nuestro Señor Dios os ha escogido como madres, y quienes los habéis adoptado! ¡ Nuestras Cuántas asambleas habéis celebrado para esto, y cuántas oraciones habéis dirigido a Dios! Cuántos consejos habéis recibido de personas prudentes y piadosas! Cuántas resoluciones habéis tomado a la vista de sus miserias para encargaros de estas pequeñas criaturas! Entre ellas y vosotras existe el lazo de la maternidad adoptiva. Si vosotras las abandonáis, es preciso absolutamente de se mueran. Pues ¿quién las salvaría? ¿La policía? Ellos no lo han hecho hasta ahora. ¿Otras personas en vuestro lugar? Si vosotras las dejáis, ¿quién se encargará de ellas? Entonces, si vosotras las abandonáis, morirán seguramente. Y entonces, ¿qué dirá Dios que os ha llamado para cuidarlos? ¿Qué dirá el rey, qué dirán los magistrados, que por letras patentes verificadas, os atribuyen el cuidado de estos pobres niños? ¿Qué dirá el publico que os ha aclamado y bendecido viendo vuestra caridad? ¿Qué dirán estas pobres criaturas? Ay, nuestras queridas madres, vosotras nos abandonáis! Que nuestras propias madres nos hayan abandonado pase: ellas eran malas. Pero que lo hagáis vosotras, vosotras que sois buenas, es como decir que Dios mismo nos ha abandonado, y que no es un Dios. ¿Me contestaréis, Señoras, las necesidades del momento que empobrece a todo el mundo, de manera que no se puede más que malvivir simplemente? Respondo que vosotras no os veréis incomodadas. Quien tiene piedad del pobre, dice el Espíritu Santo, no carece nunca de nada; dar al pobre es prestar a Dios. Además, vosotras sois cien, cuando os reunís todas. Pues bueno, que cada una se comprometa con cien libras, y es más de lo que se necesita con lo que ya se tiene. –Yo no tengo dinero, diréis. –Oh, cuántas pequeñeces no se tienen en la casa que no sirven para nada. Señoras, qué lejos estamos de la piedad de los hijos de Israel, cuyas mujeres daban sus joyas para hacer un becerro de oro! Reflexionemos pues, Señoras, roguemos a Dios. Comulguemos con la intención de esta hermosa obra. Hablemos de ello a nuestros parientes y amigos. Encomendémosela a los señores párrocos y a los predicadores, y por último tomemos una resolución.»

Fue entonces cuando el santo, no pudiendo contener más los arrebatos de su corazón, las dejó estallar en la célebre peroración: «Y bien, Señoras, la compasión y la caridad os han hecho adoptar a estas pequeñas criaturas como vuestros hijos. Habéis sido sus madres según la gracia, una vez que sus madres según la naturaleza los han abandonado. Mirad ahora si vosotras también queréis abandonarlos. Dejad de ser sus madres para convertiros ahora en sus jueces; su vida y su muerte están en vuestras manos. Voy a tomar las votaciones y los sufragios; es tiempo de pronunciar su declaración, y de saber si no queréis tener misericordia con ellos: Vivirán si continuáis teniendo un caritativo cuidado de ellos; y, por el contrario, morirán y perecerán infaliblemente, si los abandonáis: la experiencia no os permite la menor duda.»

La asamblea no respondió al principio más que con lágrimas y, recuperándose , decidió a una sola voz que la obra buena sería continuada.

No se trataba ya de la empresa en sí misma, sino de los medios de ejecución. En consecuencia, se pidió al rey y se obtuvo la edificación de Bicêtre, antiguo castillo construido bajo Carlos V por las órdenes del duque de Berry, que había sido restaurado bajo Luis XIII, para servir de hospital a los soldados inválidos. Se trasladó allí a todos los niños que más necesitaban de nodrizas. Pero el aire demasiado vivo de Bicêtre fue fatal a un gran número y pronto hubo que devolverlos a París3. Se quedaron alojados en el barrio de San Lázaro, donde diez o doce Hijas de la Caridad tuvieron cuidado de su educación. Allí estaban vigilados por nodrizas residentes, a la espera de que las nodrizas del campo vinieran a llevárselos para criarlos hasta su destete. Luego era llevados otra vez al hospicio y se quedaban bajo la dirección exclusiva de las Hijas de la Caridad. Estas santas hijas les enseñaban a hablar y a rezar a Dios. Después les enseñaban algún trabajo menor, les ponían poco a poco en situación de poder subsistir con su trabajo y su habilidad. Las Hijas de la Caridad estaban dirigidas en su obra por las visitas y consejos de Vicente. «Oh, hermanas mías, les decía una vez, debéis temer por encima de todo no hacer nada ni decir nada en presencia de estos pobres niños que los pueda escandalizar; y si la señorita Le Gras tuviera ángeles, debería dárselos para servir a estos inocentes. Porque tal como sea la tía, -que así es como os llaman4, -tales serán los hijos. Si la tía es buena, buenos serán ellos, si es mala ellos serán malos, porque harán fácilmente lo que vean hacer a sus tías; si os molestáis, ellos se convertirán en molestos; si cometéis ligerezas en su presencia, estarán sometidos a la ligereza; si murmuráis ellos murmurarán como vosotras; y si se condenan, ellos os echarán la culpa a vosotras, no lo pongáis en duda, puesto que vosotras seréis la causa. En el infierno, el padre maldecirá a su hijo que habrás sido la causa de su condenación, y el niño maldecirá también a su padre a causa de los ejemplos que la haya dado. Ah, malvado hijo, es por culpa tuya por lo que yo he ofendido a Dios, porque he querido conseguirte bienes, y te he dejado vivir a tus anchas. -Ah, desgraciado padre, ¿por qué, dirá el niño, me has dado el ejemplo de hacer el mal, en lugar de enseñarme a servir a Dios? Tú eres la causa de que yo esté en este lugar de suplicios. –Estos son los reproches que se hacen los condenados y que vosotras y yo oiremos si los escandalizamos. En cuanto a mí, yo tengo motivos para temblar. Ah, Salvador mío, qué podré yo responder cuando me vea convencido de tantos escándalos!»5

Vicente se preocupaba continuamente por su familia adoptiva. Se la encomendaba sin cesar a las oraciones de la Compañía y a la generosidad de las almas caritativas. Velaba por estos pobres niños no sólo en París sino en el campo. Los hacía visitar por las Hijas de la Caridad en casa de las nodrizas, y en 1649, encargó de este cuidado a un hermano de su congregación, que empleó seis semanas en recorrer los pueblos. Los puso bajo el patronato de las cofradías y de las Damas de la Caridad. Existe aún una Memoria, redactada probablemente por él, para uso de las Damas que tuvieran la caridad de visitar a estos pobres niños. Es de ordinario por la noche cuando trabajan, dice la Memoria: se necesita pues que siempre que alguien esté despierto para atenderlas. Los hay de tres clases: los sanos, los atacados de enfermedades ordinarias o de enfermedades contagiosas. A las Damas es a quienes corresponde ver cómo se trata a cada categoría, si las nodrizas son suficientes, si el servicio de día y de noche se realiza con exactitud. Ellas deben reunirse cada tres meses en asamblea general para deliberar sobre las necesidades de la obra y tomar las medidas necesarias.

Fue en la asamblea ya mencionada del 11 de julio de 1657, y en el discurso sobre el informe pronunciado ese día por Vicente, en la que hay que ver el estado y los progresos de la obra por aquel entonces. Según las cuentas de la señora de Bragelonne, que era entonces la tesorera, el número de los niños expósitos, tanto de los que estaban con nodriza en el campo o en la ciudad, como de los niños destetados, como de los que tenían oficio y servían o que se quedaban en el hospital, ascendía a 365. «Se ha visto, añadió el santo, que el número de los que se exponen cada año es casi siempre igual, y que se cuentan tantos como días al año. Ved, por favor, qué orden dentro del desorden, y qué gran bien realizáis, Señoras, cuidando de estas pequeñas criaturas abandonadas de sus propias madres, y haciéndolas educar, instruir y logrando que se ganen la vida y se salven. Antes de encargaros de ellos, os habéis visto obligadas durante dos años por los señores canónigos de Nuestra Señora. Como la empresa, queríais sopesarlo todo, y por fin os habéis entregado al trabajo, creyendo que sería del agrado de Dios, como lo ha demostrado después.. Hasta hoy, nadie había oído decir en cincuenta años que hubiera vivido un solo niño expósito; todos perecían de una forma o de otra. Es a vosotras, Señoras, a quienes Dios había reservado la gracia de hacerles vivir a muchos, y vivir bien6. Al aprender a hablar, aprenden a rezar a Dios, y poco a poco se los ocupa según la costumbre y la capacidad de cada uno de ellos. Se los observa, para dirigirlos bien según su talante y corregirlos temprano de sus malas inclinaciones. Se sienten felices por haber caído en vuestras manos, y serían infelices en las de sus padres, los cuales de ordinario son gente pobre o viciosa. No hay más que ver su empleo de la jornada para conocer bien los frutos de esta buena obra, que es de tal importancia que vosotras tenéis toda la razón del mundo, Señoras, para dar gracias a Dios porque os la confió a vosotras.»Grandes y sabias palabras que, según vamos a ver , zanjan la cuestión tan debatida hoy de los niños expósitos.

El informe de 1657 nos dice también que las entradas, en el transcurso del año, se habían elevado a 16 248 libras, pero los gastos alcanzaban siempre la cifra de 30 a 40 000. la diferencia enorme debía ser cubierta por la caridad. Vicente tomaba lo primero de las rentas de San Lázaro, o desviaba en provecho de los niños abandonados las limosnas que llegaban a su congregación. uno de sus sacerdotes lo vio mal, y se quejó públicamente del daño que se había impuesto de esa manera a la casa de San Lázaro y de la ruina que la amenazaba. Vicente que se enteró dio esta hermosa respuesta: «Que Dios le perdone esta debilidad, que le hace así alejarse de los sentimientos del Evangelio. Oh, qué bajeza de fe, creyendo que para hacer y procurar bienes a unos niños pobres y abandonados como éstos, Nuestro Señor tenga menos bondad con nosotros, él que promete recompensar con el céntuplo lo que se dé por él Ya que este buen Salvador dijo a sus discípulos: ‘Dejad venir a mí a estos niños,’ ¿acaso podemos nosotros rechazarlos o abandonarlos cuando vienen a nosotros, sin mostrarnos contrarios a él? ¡Qué ternura no mostró hacia los pequeños hasta tomarlos en brazos y bendecirlos con sus manos! ¿Acaso no nos ha dado con ello una regla de salvación al mandarnos hacernos semejantes a niños pequeños, si queremos tener entrada en el reino de los cielos? Pues bien, tener caridad para con los niños y cuidar de ellos es de alguna forma hacerse niño, y proveer a la necesidad de los niños expósitos es ocupar el lugar de sus padres y de sus madres, o más bien el de Dios que ha dicho que si la madre viniera a olvidarse de su hijo, él mismo se ocuparía de él, y que no le dejaría en el olvido. Si Nuestro Señor viviera todavía entre los hombres en la tierra y viera a niños abandonados, ¿pensaríamos que los quisiera abandonar también? Sería sin duda hacer injuria a su infinita bondad pensar semejante cosa. Y nosotros seríamos infieles a su gracia si, habiendo sido elegidos por su Providencia para procurar la conservación corporal y el bien espiritual de estos pobres niños expósitos, acabáramos por cansarnos de ello y por abandonarlos por las molestias que nos producen.»7

Vicente continuó pues su obra. Por lo demás, la caridad privada y los poderes públicos continuaron, por su parte, ayudándole. En diversas ocasiones, los señores altos justicias de la ciudad de París fueron condenados, en Parlamento, a pagar en beneficio de los niños expósitos diferentes sumas, que llegaron, en 1667, hasta 15 000 libras al año.

Vicente no estaba ya, pero su obra, como tantas otras seguía viviendo. Fue entonces cuando Luis XIV quiso tomarla a su cargo. El hospital de los Niños-Expósitos fue construido en 1669. En 1670, el rey cristianísimo hace esta hermosa declaración: «No habiendo deber más natural ni más conforme a la piedad cristiana como cuidar de los pobres niños expósitos, a quienes la debilidad y el infortunio hacen dignos por igual de compasión, los reyes nuestros predecesores han provisto a la fundación y establecimiento de ciertas casas y de hospitales donde pudieran ser recibidos y educados con piedad: en lo cual se han seguido sus buenas intenciones por nuestra corte de Parlamento de París que, conforme a las antiguas costumbres de nuestro reino, habría ordenado, por su decreto del 13 de agosto de 1652, que los señores justicieros mayores, en la extensión de nuestra ciudad y suburbio, contribuirían cada uno con alguna suma a los gastos necesarios para el mantenimiento, subsistencia y educación de los niños expósitos en la extensión de su justicia mayor: y luego, el difunto rey nuestro muy honorable rey y padre viendo qué importante era conservar la vida de estos desdichados, desprovistos de los auxilios de las personas mismas de quienes la han recibido, les habría dado la suma de 3 000 libras, y 1 000 libras a las Hermanas de la Caridad que los sirven, para percibir cada año en forma de feudo y limosna, sobre el dominio de Gonesse. Y considerando qué ventajosa era su conservación, puesto que unos podían convertirse en soldados y servir con nuestras tropas, los otros obreros o habitantes de las colonias que nos establecemos para el bien del comercio de nuestro reino, nos les habríamos dado, por nuestras letras patentes del mes de junio de l644, 8 000 libras a percibir por cada año, por nuestras cinco grandes arriendos. Pero como nuestra buena ciudad de París ha crecido mucho desde aquel tiempo y el mundo de los niños expósitos se ha incrementado sobremanera el gasto que ha habido que hacer desde hace algunos años para su alimentación ha ascendido a 40 000 libras por año, sin que haya apenas ningún otro fondo para contribuir más que las limosnas de muchas damas piadosas, cuyas caridades, animadas por el difunto seños Vicente, superior general de la Misión y fundador de las Hijas de la caridad, han contribuido con notables sumas con sus bienes y sus cuidados y trabajos en la alimentación y educación de estos niños. Nuestra corte de Parlamento de París habría estimado necesario convertir el mantenimiento y subsistencia que los justicieros mayores están obligados a dar a los niños expósitos dentro de su justicia mayor en una suma de 15 000 libras anuales, para ser entregada en poder de personas piadosas, que caritativamente cuidan de ellos, siguiendo su disposición del tres de mayo de 1667; lo que nos habríamos confirmado mediante disposición otorgada en nuestro consejo del 20 de noviembre de 1668. Mas como el establecimiento de esta casa no ha sido especialmente autorizado por nuestras letras patentes, aunque lo hayamos aprobado por las donaciones que allí hemos efectuado, sintiéndonos satisfecho de mantener y confirmar una tan buena obra y de establecerla lo más sólidamente que podamos; con estos razonamientos, declaramos el hospital de los Niños-Expósitos uno de los hospitales de nuestra buena ciudad de París, deseando que en esta calidad pueda hacer, contratar, vender, enajenar, comprar, adquirir, comparecer en juicio y pleitear, recibir todas las donaciones y legados universales y particulares, etc.; confirmamos y renovamos, en cuanto de necesite o necesitara, las donaciones hechas a dichos niños, por el difunto rey y por nos, en unión con todas las donaciones hechas ya.»

El edicto regula a continuación y el empleo de las precedentes donaciones reales, y de las 15 000 libras de los justicias mayores, a quienes disculpa del pago de las sumas señaladas por la disposición del 13 de agosto de 1652; regula también la dirección del hospital de los Niños-Expósitos. Esta dirección es confiada a los directores del Hospital-General, al que va unido desde esa época. Con todo, un comité de administración especial le es otorgado entre los directores del Hospital-General. se compone desde un principio del primer presidente y del procurador general del Parlamento, y más tarde de cuatro directores del Hospital-General y de los comisarios nombrados ante las demás casas para visitarlas. Las funciones del comité se renuevan cada tres años. Se extienden a todas las necesidades del hospital, salvo a las adquisiciones y alienaciones, que quedan en manos de la oficina general. El hospital de los Niños-Expósitos tiene también su recaudador especial que da cuenta cada año a la oficina del Hospital-General, a la que los justicias mayores tienen el privilegio de asistir. El edicto termina xcon una exhortación a las Damas para continuar a los niños expósitos sus caritativos cuidados y tomar parte en la administración del hospital.

En 1674 y 1675, el reu habiendo reunido en el Châtelet a todos los justicias de los señores, ordenó que se tomaran 20 000 libras al año en provecho de los niños expósitos. Los señores estaban así exonerados por completo, y la obra quedaba definitivamente fundada8. En lo sucesivo, estos pobres niños, por tanto tiempo, condenados a la muerte o a la miseria y la corrupción, podían decir con el Profeta: «Mi padre y mi madre me abandonaron; pero gracias a Vicente de Paúl, el Señor me ha tomado bajo su protección y me ha dado mucho más de lo que había perdido.»9

Las cosas duraron así hasta la Revolución. La admirable institución de París se extendió a todas las provincias, y en todas partes los niños expósitos encontraron una cuna, unas madres, una familia, preparada por una religión y por una administración cristiana. Con las instituciones religiosas, la Convención echó por tierra las instituciones caritativas y en los hospicios de niños expósitos puso en su lugar a la inmoral primera oferta a las jóvenes madres. Pero, después de la tormenta, la religión recupero sus derechos. El genio de la caridad y el genio de la legislación se dieron la mano a través de dos siglos, y mediante su decreto de 1811, Napoleón ratificó la obra de Vicente de Paúl al hacer obligatorios para cada departamento los tornos que Francia había copiado a Italia. «Ingeniosa invención de la caridad cristiana, ha dicho el Sr. de Lamartine, quien tiene manos para recibir y quien no tiene ojos para ver, tampoco boca para revelar!» A un repique de campana, una hermana, despertada de pronto, toma al niño de la Providencia, que siente muy cerca un seno de nodriza. Luego se lo lleva una mujer del campo, sin que la caridad cese de velar sobre él. Crece en la familia que ha recibido; de ella reparte el trabajo, el pan, la instrucción; en ella se establece o al menos en el pueblo, y descarga así a las ciudades de una población peligrosa, para incrementar la población más sana más moral de los campos.

Pero, después del 1830, los tornos fueron suprimidos en varios departamentos, e inmediatamente surgió una gran cuestión, debatida por todas nuestras asambleas políticas, y bajo todos los regímenes que hemos atravesado desde entonces; cuestión todavía pendiente y en litigio, al menos fuera de las filas cristianas. Para disminuir el número de los niños expósitos y descargar en otro tanto las cajas departamentales, y las economías, más sensibles al ahorro que a la compasión y a la moralidad, propusieron sustituir la exposición nocturna y secreta por la exposición de día y pública; o mejor forzar a toda madre culpable a educar públicamente a su hijo, ofreciéndole un socorro. No confesaban este motivo sórdido de economía, o al menos trataban de disfrazarlo con un color moral, diciendo que la exposición libre y secreta era una prima ofrecida a la inmoralidad¸ como si el pudor ahogado, el crimen exhibido, no fueran el más poderoso aliento al vicio. Decían también que la población de los hospicios se incrementaba considerablemente por la facilidad de los tornos dr niños legítimos cuyos padres se descargaban en la administración pública. Caso infinitamente raro, no obstante, gracias a la naturaleza, y casi imposible en nuestras costumbres y nuestra legislación. Para salir al paso de este inconveniente pretendido, se adoptó el desplazamiento de los niños, que se arrancaban, al cabo de algunos años, a la familia que los había recibido, para transportarlos a otro extremo de Francia. Doble suplicio: suplicio para los padres adoptivos, suplicio para los niños convertidos por segunda vez en huérfanos. Familia adoptiva rota por la ley, después que la familia natural lo había sido por el crimen. Algunos departamentos cantaron a pesar de ello victoria, al ver disminuir con ello el número de los niños a su cargo. Mas si, a consecuencia de esta medida, se disminuía el número de los niños, no por haber sido retirados por los padres legítimos, sino que habían sido retenidos gratuitamente por sus padres nutricios, que no podían ya separarse de ellos, a veces por personas caritativas o incluso por sus madres naturales. Se reconoció pronto la ineficacia y la barbarie de este sistema hoy generalmente abandonado.

Pero queda la cuestión de los tornos. Un gran argumento en su favor es que todos los cristianos los reclaman. Pues bien, ellos solos son de todos los puntos competentes cuando se trata de una obra nacida bajo la influencia cristiana de una obra en la que la cuestión económica está dominada por una cuestión de moralidad y de caridad.

El cristianismo ha abierto siempre los brazos a los niños abandonados, sus asilos a las madres arrepentidas; en ninguna parte, en su historia, encontramos instituciones con vistas a la joven madre unida a su hijo: entre ellos siempre se ha temido el contagio.

Aquí, la cuestión es múltiple: está la cuestión del niño, la cuestión de la madre, la cuestión de la sociedad.

Suprimid los tornos, y la madre colocada en la alternativa o de guardar a su hijo al precio de su honor o desembarazarse de él al precio de un crimen, con demasiada frecuencia elegirá el crimen; y además, si se queda con él, con mayor frecuencia todavía, le criará en los principios a los que debe su nacimiento. Así, por ambas partes, su vida está amenazada, aquí, su vida física; allá, su vida moral. Una de las ilusiones del adversario de los tornos está en estas palabras de maternidad, de sentimientos maternales, tan raramente aplicables a la madre culpable que confunde demasiado con la madre legítima.

Y la madre misma, ¿qué será de ella?. Ahí está forzada a rechazar la vergüenza y el pudor, único resto de su virtud naufragada. Su hijo es su deshonor público, con lo que ella no puede entrar ni en una familia ni en una casa de arrepentidas.

Y ¿qué gana con ello la sociedad? La experiencia y la estadística se ponen de acuerdo en mostrar que los niños expósitos cuestan más caros a los Estados protestantes que a los Estados católicos, a los Estados con jóvenes madres socorridas que a los Estados con tornos y madres adoptivas. Además, en razón de los gastos, hay que hacer entrar los gastos de prisión y presidios, de policía y de gendarmes; pues, con mucha frecuencia, estos hijos, sin familia y si educación cristiana, no llegan a ser más que agentes de crímenes y de revoluciones. Ya que junto a y por encima del interés material de la sociedad, existe su interés moral, que exige que la religión cubra primeramente el escándalo con el manto de la caridad, luego se ocupe de los niños del crimen para darles con su educación un segundo bautismo que corrija su segundo vicio de origen para sustraerlos también al arrastre fatal de sus malos instintos y de ejemplos perniciosos. La educación por las madres jóvenes, testimonio público de la depravación de las costumbres, convertiría esta depravación en contagiosa, al mismo tiempo que frutos de crimen haría casi siempre agentes de crimen. Si pues hubiera oposición entre el interés moral y el interés material de la sociedad, se ve cuál habría que sacrificar. Pero aquí están de acuerdo uno y otro en reclamar el mantenimiento de las instituciones cristianas. El sistema de las madres jóvenes renuncia la Convención y a Robespierre; el de los tornos o de la exposición secreta y libre, al cristianismo y a Vicente de Paúl: que se escoja!

II. Hospital del nombre de Jesús.

Después de la infancia, Vicente de Paúl se ocupó de los ancianos: tomaba así la vida humana por sus dos extremos; las dos tan débiles, tan desprotegidas, tan dignas de compasión y de cuidados. Al principio del año.1653, un burgués de París vino a hablar con Vicente como representante y ecónomo de la Providencia, y le dijo que se sentía interiormente impulsado a hacer algo para el servicio de Dios en la persona de los pobres y que, a fin de obedecer a esta inspiración, ponía a su disposición una suma de 100 000 libras, del mejor empleo de la cual le dejaba él como juez y señor, ratificándolo todo de antemano y prohibiéndose todo derecho a reclamar. En cuanto a él, él no pedía más que una cosa, a saber que su nombre no fuera conocido más que de Dios sólo.

Según la información de Chollier, sacerdote de la Misión10, que él mismo lo había sabido de Ducourneau, secretario de Vicente, el caritativo burgués habría emitido sin embargo un deseo de que esta suma se aplicara a las casas pobres de la Congregación naciente, y el santo fundador, siempre desinteresado, se habría preferido los pobres.

Como quiera que sea, Vicente no lo dudó un momento, y resolvió al punto emplear la suma en la fundación de una obra de caridad duradera. ¿Cuál elegir?

Como siempre, reflexionó, consultó a Dios. Decidido su plan y madurado, no quiso, aunque investido de todos los poderes, ejecutar nada sin comunicarse con el piadoso donante. Se fue pues a verle y le dijo: «Estamos viendo todos los días a cantidad de pobres artesanos que, no pudiendo ya, por enfermedad o por vejez, ganarse la vida, se ven reducidos a la mendicidad. En esta situación, únicamente atentos a los medios de vida, descuidan de ordinario su salvación. Abriéndoles un lugar de retiro, se podría a la vez cuidar su cuerpo y su alma; doble caridad que sería doblemente agradable a Dios.»

Habiéndole sonreído este proyecto al donante, se pasó enseguida un contrato, el 29 de octubre de 1653, a efectos de reglar el empleo de las 100 000 libras en su aplicación a la obra de los pobres ancianos. 10 000 libras se destinaban a comprar una casa, llamada del Nombre de Jesús, sita más allá de la fuente del arrabal Saint-Martin, y una vez adquirida por el mismo precio por la Misión, el 28 de setiembre de 1647, a uno llamado Bonhomme; «para ser dicha casa destinada a retirar, alimentar y vestir a cuarenta pobres de uno y otro sexo, y enseñarles las cosas necesarias para la salvación, administrarles los santos sacramentos, y así hacerles vivir en el temor de Dios y en su amor, como también ocuparlos en algún trabajo y de este modo evitar la mendicidad y la ociosidad que son la madre de todos los vicios.» 20 000 libras debían bastar para la construcción de una casa en caso de insuficiencia de la primera; sino, ser invertidas en algunas construcciones nuevas, y en la compra de alguna heredad. 60 000 libras eran colocadas a un interés del 5% por la casa de San Lázaro, bajo la obligación de todos sus bienes, para ser empleadas en el rescate y amortización de las rentas que debía a diversos particulares; y los atrasos anuales de este fondo, a saber 3 000 libras, debían servir a la alimentación y mantenimiento de estos ancianos pobres a perpetuidad. San Lázaro quedaba libre de rescatar esta renta en seis veces, con la condición de poner el capital en compra de heredades o en rentas sobre particulares. El resto de las 100 000 libras pagaba bien los gastos de los cuarenta pobres durante un año, a comenzar por el mes de marzo precedente, bien el mobiliario de la casa y de la capilla, bien por último la reparación de los lugares y su adecuación a la obra.

Vicente debía tener su dirección durante su vida con dos burgueses nombrados por él, y reemplazados también por él en caso de fallecimiento, por consejo del superviviente. Después de la muerte de Vicente, el superior general de la Misión sucedía en los mismos derechos. El consejo de dirección y la administración tenía el poder de admitir y de despedir, de castigar a los que ofendieran a Dios o violaran los reglamentos dados por Vicente y sus sucesores por consejo de los dos burgueses. Finalmente, un sacerdote de la Misión debía tomar la dirección espiritual de los pobres; condiciones todas «sin las cuales, decía el acta, dicho burgués fundador no habría hecho tal fundación, según se lo habría declarado varias veces a dicho señor Vicente.» Para mayor seguridad, y como la Congregación entera estaba interesada ya en el traslado de la casa del nombre de Jesús al nuevo hospital, ya en la hipoteca sobre todos su bienes, los sacerdotes de San Lázaro se comprometieron con Vicente y firmaron el contrato con él.

Este contrato fue aprobado y homologado por los vicarios generales del cardenal de Retz, arzobispo de París, el 15 de marzo de 1654 y, en noviembre del mismo año, el rey entregó sus letras patentes afirmativas. «La grande cantidad de pobres, se dice en él, que se encuentran entre los burgueses y artesanos de nuestra buena ciudad de París además de los que afluyen de todas partes no podría subsistir, si no fuera por los favores que se realizan diariamente, tanto en particular como en general, en hospitales y otras partes, y en nuevas fundaciones por personas piadosas y caritativas que no tienen otra finalidad que hacer algo agradable a Dios, sin querer ser conocidos más que de él solo.» En consecuencia, el rey declara el nuevo hospicio bien inalienable, «como dedicado a Dios,» le otorgó, como el Hotel-Dieu, todos los derechos sobre sus géneros, » con el cargo, añade el rey, de mandar decir por los dichos pobres todos los días de la semana, el Exaudiat, por nuestra prosperidad y de nuestros sucesores reyes, conservación y descanso de nuestro Estado.»11

La casa del Nombre de Jesús se acomodó y amuebló con una rapidez extraordinaria, y en 1653, recibió a sus cuarenta huéspedes de ambos sexos. Vicente los alojó en dos cuerpos del edificio, separado uno de otro, pero de tal forma que los hombres y las mujeres podían oír la misma misa y la misma lectura de mesa sin hablarse ni verse. Además de los ancianos que se llamaban los obreros pobres de la familia de Jesús, había también, en el nuevo hospicio, muchachos jóvenes. A unos y a otros, dio Vicente a uno de sus sacerdotes y hermanas de la Caridad para su servicio espiritual y corporal. Él mismo se reservó venir con frecuencia para instruirlos y prepararlos a comparecer ante Dios mediante el reconocimiento de su misericordia y el sacrificio de sus últimos días. Tenemos también una conferencia que les dio sobre la doctrina cristiana, comenzó por el rosario; luego, después de recordarles que su fundador había querido proveer a su alma más que a sus cuerpos, les enseñó a hacer la señal de la cruz; preguntó a hombres, mujeres y niños sobre los principales misterios; les mostró qué felices eran por encontrar de qué vivir allí en aquellos años de carestía total y les predicó el gran deber del trabajo, del que no los eximía la seguridad de su vida. En efecto, en el reglamento, obra maestra de de fe y de sabiduría que les trazó, todo su tiempo debía repartirse entre la piedad y el trabajo. Mandó comprar bastidores y utensilios para ocuparlos según su fuerza y su industria. Nadie, mejor que Vicente de Paúl, conoció la moralidad del trabajo; por eso lo prescribía siempre en sus reglamentos que hacía para las asociaciones de los pobres. En el hospicio del Nombre de Jesús, todo el mundo estaba obligado al trabajo, todo el mundo trabajaba. Era una imagen, dicen los anales de la casa, de la vida de los primeros discípulos de Jesucristo, un taller cristiano, una comunidad religiosa ante que un hospital. Por eso no alentó entre los pobres la aversión que abunda en todos los asilos de este nombre. Las plazas estaban solicitadas con mucho tiempo antes, y personas dignas, al parecer, de mejor suerte, se sentían felices de ser admitidas.

El hospicio del Nombre de Jesús tuvo, como todas las obras de Vicente de Paúl, el privilegio de la duración. La Revolución misma lo ha transformado sin destruirlo, se ha convertido en el hospicio de los Incurables, situado hoy en el barrio de Saint-Martin12. Pero tuvo sobre todo el privilegio de la fecundidad, ya que de él nació el mayor el más vasto establecimiento de caridad de los tiempos modernos, la maravilla en este género del reinado de Luis XIV, el Hospital General.

III. HospitalGeneral.

Apenas se instalaron los cuarenta ancianos en el nombre de Jesús, cuando la buena fama de este establecimiento se extendió por todo París. Personas de piedad y de condición, en particular las Damas de la Caridad vinieron a hacer numerosas visitas. Quisieron verlo todo, examinarlo todo. Con sus ojos y los informes que pidieron, llegaron pronto al fondo de esta maravillosa economía. Cuarenta ancianos viviendo en la unión más perfecta, sin conocer ni la murmuración ni la maledicencia, obedeciendo, con una regularidad y una alegría religiosas, a la campana que los llamaba al trabajo o sobre todo a la oración, bendiciendo a Dios y a sus bienhechores de palabra y a veces con sus lágrimas; vaya espectáculo, no sólo por la fe sino por una sabia política! Pues se comparaba al momento a estos pobres tan ordenados con aquella multitud desordenada de mendigos que vagaban entonces por las calles de París. Efectivamente, nunca había sido tan espantosa ni tan amenazadora la mendicidad; era a la vez una vergüenza y un peligro para la capital del reino muy cristiano. Hasta dónde había caído desde los primeros tiempos del cristianismo, incluso desde el estado del pueblo Judío. No había mendicidad en Judea desde que el Deuteronomio (XV, 4) había dicho: «que no haya mendigos entre vosotros;»menos todavía entre los primeros cristianos, a quienes san Pablo había declarado (II Tes. III, 10) que el que no quiere trabajar no tiene derecho al alimento. El contraste entre el estado de los cristianos y la desvergonzada mendicidad pagana hacía enrojecer a Juliano el apóstata: «Es vergonzoso, decía él (carta a Arsace), que ningún judío mendigue.» Para conservar este contraste glorioso en nuestra fe, los primeros emperadores cristianos dictaron leyes contra la mendicidad. Los concilios han ordenado siempre, después del de Tours, en 570, que cada ayuntamiento alimentara a sus pobres. los papas, especialmente desde Sixto V , han trabajado por la extinción de la mendicidad, y nuestros reyes, a los ojos y con aprobación del clero, multiplicaron los remedios para curar esta plaga a la vez religiosa y social. Pero, en Francia, del siglo XII al XIV, habían aumentado de manera que eludían los esfuerzos combinados de la Iglesia y del Estado. No se pudo, como medida policial, más que abrirles asilos en los que estaban aparcados y vigilados. Organizados en corporación, formaban un Estado dentro del Estado. En Bretaña, tenían sus Estados Generales, que funcionaban en un lugar llamado el Pré-des-Gueux. En Poitou, en el siglo XIV, se eligieron un rey reconocido pronto por toda Francia, del que el siglo XVII pudo ver todavía al sucesor 92! Eran cuarenta mil en París solamente bajo los últimos Valois, , y hasta bajo Luis XIV; era la quinta parte de la población de esta capital. Inmenso ejército que amenazaba no sólo la fortuna, sino la libertad y la vida de los ciudadanos. Ya que se apoderaban con violencia de los adultos y de los niños, los vendían a reclutadores para formarlos en el bandidaje y, mientras tanto, los mantenían en carta privada en lugares llamados fours –hornos-, verdaderas mazmorras de esta feudalidad mendicante. En cuanto a ellos, distinguidos en cortadores de bolsa, sacadores de lana o simplemente pasa ladrón(ladronzuelo)??, según su origen o su profesión, era espada en mano como pedían la limosna, para quitar a la caridad todo mérito y todo medio de negativa..

Por la noche se retiraban a los cours des miracles, sus cuarteles generales, así llamados por allá tenían lugar, cada día, mediante un cambio de ropas y de papel, una innoble parodia de la palabra del Evangelio: «Los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos andan.» Allí, hasta el día siguiente, nada de heridas, de enfermedades ni de úlceras. Cuántas, escribía Jean Loret en su Musa histórica,

-A cuántos vemos lisiados Combien voyons-nous d’estropiés
piernas, brazos y pies Des jambes, des bras et des pieds,
que, sin usar ungüento ni bálsamo, Qui, sans user d’onguent ni baume.
serían del reino los más sanos ! Seraient des plus sains du royaume!

Los niños pobres que habían recogido en las calles o robado a sus madres guardaban solos sus miembros torcidos o mutilados.

Había en París hasta once cortes de los milagros: la corte del rey Francisco, la corte Santa Catalina, la corte Brisset, la corte Gautien, la corte Jussienne, la corte San Honorato, la corte del Bac, la corte de Reully, la corte de las Tournelles, la corte San Marcelo y la corte de la Butte del rey. La principal tenía sus entrada por la calle Neuve-Saint-Sauveur, y se extendía de le Callejón sin salida de la Estrella a las calles de Damieta y de las Fraguas. Constaba de una gran plaza y de un gran callejón tortuoso, embarrado e infecto, verdadera capital de la mendicidad en medio de la capital de la civilización cristiana; o más bien cloaca y sentina de París y de Francia: Para llegar allí, había que recorrer primero un laberinto de callejuelas repulsivas, fangosas y sospechosas, luego descender una larga pendiente tortuosa y resbaladiza. Entonces se presentaban diez guaridas de barro, hundidas en el suelo, en cada una de las cuales hormigueaban más de cincuenta parejas y se amontonaban innumerables niños, casi todos naturales o robados. Eran pues quinientas familias y al menos tres mil habitantes por esta única corte de los milagros. Ni ujieres, ni sargentos, ni comisarios de policía podían penetrar allí, pues no habrían recibido más que insultos y golpes. También era el bandidaje y la corrupción con plena impunidad, el depósito de todos los vicios, la escuela de todos los crímenes. Allí, robar se llamaba ganar, siendo la ociosidad y el robo el único medio de subsistencia. Cada noche se comía el producto del día sin pensar en el siguiente: primer artículo del código económico de la mendicidad. Ni fe, ni ley, aunque se admitiera un Ser supremo. Al final de la corte, en efecto, en un gran nicho se veía una imagen de Dios Padre, robada sin duda en alguna iglesia, adonde cada día se venía a hacer algunas oraciones. Pero este culto no tenía ninguna influencia en la conducta de la vida. En cuanto a los hombres, el bandidaje; en cuanto a las menos feas de las mujeres, la prostitución a vil precio; ningún otro dogma ni otra moral. Nación verdaderamente sin Dios, sin rey, sin leyes, ni divinas ni humanas, sin fe, sin costumbres; sin conocer ni matrimonio, ni bautismo, ni sacramentos, ni culto; sin relación con la Iglesia, el Estado y la sociedad más que para una guerra incesante: así nos lo han descrito aparte de los historiadores de París y de Vicente de Paúl, los gaceteros de la época y los oradores que, como Patru, Le Bossu, Lalemant, Brisacier y Fléchier hicieron los elogios fúnebres del presidente Pomponne de Belllièvre y de la Sra. de Aiguillon, los principales promotores de la obra del hospital General. «Tropas errantes de mendigos, sin religión y sin disciplina, ha contado Flèchier13, pidiendo con más obstinación que humildad, robando con frecuencia lo que no podían obtener, llamando la atención del público con enfermedades fingidas, y llegando hasta el pie de los altares a molestar la devoción de los fieles con el relato indiscreto e inoportuno de sus necesidades o de sus sufrimientos.» Y Bossuet, con más energía aún, ha hablado «de un pueblo de infieles entre los fieles; bautizados sin saber su bautismo; siempre en las iglesias, sin sacramentos; hombres muertos delante de la misma muerte, expulsados, desterrados, errabundos, vagabundos, reducidos al estado de los animales.»14

Contra tales excesos, se habían ensayado muchos esfuerzos, todos inútiles. En 1602, les habían rapado la cabeza a los mendigos para reconocerlos y cuidarse de ellos, sino tolerándoles como un mal, legítimo bajo su punto de vista, necesario a los ojos de todos. No obstante, en 1606, una disposición del Parlamento decretó contra ellos algunas medidas. Los pobres admitidos s la limosna debían llevar al hombro la marca ordinaria de la oficina; a los demás se les prohibía mendigar; unos eran remitidos a sus lugares de origen; los otros, mendigos de París eran alimentados por la caridad pública. Pero una orden real del 20 de abril de 1612, publicada durante la regencia de María de Médicis debió constatar la perpetuidad del mal. Admitió no obstante, en principio, la extinción de la mendicidad: y a la espera de los hospitales generales, asignó ciertos lugares donde los mendigos serían encerrados. Otras disposiciones se publicaron en 1626 y 1629, 1633, 1635 por el Parlamento o por la corte sin lograr gran cosa. Richelieu mismo, vencedor de sus enemigos, de los hugonotes y de Europa entera, fue menos poderoso frente a la mendicidad que contra la aristocracia, contra el rey de los pordioseros que contra los Marillac y los Montmorency. La institución de los mendigos acabó por ser casi reconocida; era como uno de esos grandes cuerpos del Estado; hasta el punto que en 1653, el año mismo en que nosotros llegamos, los mendigos de la corte de los milagros figuraban en el ballet real de la noche y Benserade compuso versos elegantes para acompañar su entrada.

Y sin embargo, repitámoslo, la extinción de la mendicidad era admitida en principio. En 1650, una ordenanza mandaba que los individuos mendicantes serían conducidos a los hospitales generales, cuyo nombre existía antes de la cosa. Pero antes de 1653 y sobre todo 1656, de todo lo que se había ensayado, no quedaba, para recoger a los mendigos, que la casa de la Pitié, bajo la dirección de «buenos y notables burgueses;» y también, desde hacía mucho, esta administración no funcionaba más que de forma imperfecta.

Tal era el estado de cosas, cuando las Damas de la Asamblea pensaron en Vicente de Paúl para ejecutar lo que no habían podido los más poderosos ministros, los Parlamentos ni los reyes. Lo que había hecho por los pobres del Nombre de Jesús, se trataba de extenderlo a todos los pobres de la capital, y después del reino. Dios, se decía, actúa con tanto agrado en grande como en pequeño; pues bien Dios está visiblemente con este hombre; Dios da gracia y bendición a todas sus empresas; idear, para él, es acabar; emprender, es lograr; fuera del concurso divino, cuántos instrumentos providenciales tiene a su disposición, los sacerdotes de San Lázaro, las Hijas de la Caridad! Que ponga mano a la obra y todo marchará como por encanto; el mayor inconveniente será tal vez encontrar un lugar bastante amplio para alojar y para ocupar a una multitud tan grande de pobres de toda edad y de todo sexo; pero él lo encontrará y, si es necesario, lo creará.

De esta manera hablaban las Damas. Ellas se comunicaron el proyecto; todas lo encontraron realizable con Vicente de Paúl. Para asegurarse, volvieron varias veces al Nombre de Jesús; y, después de estudiar más el orden y la economía, salieron de allí cada vez más convencidas de que era necesario, posible, fácil incluso extender esta buena obra a todos los pobres. Entretanto, antes de hablarle a Vicente, quisieron sondear a la que compartía todos sus pensamientos y cooperaba en todas sus obras, la señorita Le Gras. Le preguntaron si creía que unas mujeres podían comprometerse solas en una empresa parecida;. El mes de agosto de 1653, la señorita Le Gras les dio esta repuesta: «Si esta obra es considerada como política, parece que la deben emprender los hombres, pero si se la considera como obra caridad, pueden emprenderla las mujeres la pueden emprender de la manera que lo han hecho con otros grandes y posibles ejercicios de caridad que Dios ha aprobado con la bendición que les ha concedido.

Que sean ellas solas, parece que no se puede ni se debe. Pero sería de desear que a algunos hombres de piedad, bien de algún cuerpo de compañía o de los particulares les fuese concedido, tanto en cuanto al consejo como para actuar en los procedimientos y acciones de justicia que convendrá quizá hacer para mantener a toda esta clase de gentes en su deber, a causa de la diversidad de ideas, de costumbres y de humores.» La señorita Le Gras, de un solo vistazo, veía la obra en su doble aspecto de policía y de caridad. Con razón reclamaba, como primera observación, un concurso viril, pues por ese lado debían venir las verdaderas dificultades de la empresa. No obstante las Damas se decidieron por esta carta a seguir su generosa inspiración. Decidieron que, en la primera asamblea, formularían la propuesta a Vicente de Paúl. Obtener su consentimiento, todo en adelante estaba a su favor; el resto debía venir por sí solo. Asimismo, para determinarle, quisieron ofrecerle, más que planes y palabras: una de ellas prometió 50.000 libras, y otra 3 000 libras de renta.

La asamblea se reunió y se hizo la propuesta. Una empresa tan gigantesca asustó en un principio a Vicente. sin embargo alabó la generosidad de las donantes y los pensamientos caritativos de todas. «Pero, les dijo, un asunto de esta importancia merece ser examinado con madurez ante los hombres y sobre todo ante Dios.» Despidió a las Damas hasta dentro de ocho días. En este intervalo todos reflexionaron y pidieron. En la asamblea siguiente las Damas vinieron más determinadas que nunca. «El dinero no falta, le dijeron al santo, durante ocho días hemos visto a muchas personas de condición, todas preparadas a entrar en serio en una obra tan buena.» Luego ellas multiplicaron sus insistencias, de manera que el asunto se puso al día incluso en deliberación. Algunos instantes después, estaba decidido, sin que se alzara ninguna voz en contra; más aún, se convino que se comenzara sin dilación. Nunca se había sentid el santo arrastrado por torrente semejante; estaba asustado; pero volviendo sus miradas hacia Dios, veía en ello la mano de la Providencia.

No se trataba ya más que hallar el inmenso terreno necesario para una cantidad tan prodigiosa de pobres. Había entonces, por fuera y cerca de París, un lugar donde se fabricaba el salitre; de donde el nombre Salpétrère . Fue en este terreno donde puso Vicente los ojos, y pidió al rey, por mediación de Ana de Austria, la casa y todos los cercados; grande y enorme casa, cuya proximidad al río la hacía más apropiada a su proyecto original. La reina obtuvo enseguida y logró que se expidiera, en 1653, una patente de donación. No surgió ninguna oposición, a no ser por parte de un particular que se sintió lesionado, y a quien una Dama de la Asamblea se ofreció a compensarle con 800 libras de renta.

«Ya tenemos un alojamiento, dijeron entonces las Damas; tenemos ya algunos fondos, ropas, utensilios, y el resto llegará seguramente a su tiempo; ¿para qué pues diferirlo por más tiempo? Invitemos a los pobres a venir por su cuenta; y si se niegan traigámoslos por la fuerza. ¿Acaso no buscamos nosotras su bien, y el modo qué importa?»

Eran las prisas y la voluntad tan absoluta de las mujeres; pero ni la prisa ni los medios convenían a Vicente de Paúl. Su lentitud ordinaria no podía aflojar los pasos de ellas, y su mansedumbre repugnaba al apremio. Sin embargo, como había que preparar a personas más recomendables todavía por su caridad que por su nacimiento, maestría en esta obra y en casi todas las obras caritativas de París, culpables sólo por otra parte por exceso de amor por el bien, vio a las más influyentes a cada una en particular y las dispuso a moderar los ardores de su celo; luego, en la asamblea siguiente, les dedicó este discurso, al que ellas ya estaban a preparadas: «Las obras de Dios se hacen poco a poco; tienen su comienzo y su progreso. Cuando Dios quiso salvar a Noé del diluvio con su familia, le mandó hacer un arca que podía hacerse en poco tiempo; y sin embargo se la hizo comenzar cien años antes para que la hiciera poco a poco; Dios queriendo probablemente conducir y llevar a los hijos de Israel a la tierra de promisión, podía mandarles hacer este viaje en pocos días ; pero trascurrieron más de cuarenta años antes de que él les concediera la gracia de entrar en ella. Igualmente, teniendo Dios el plan de enviar al mundo a su Hijo para poner remedio al pecado del primer hombre que había manchado a todos los demás, ¿por qué tardo tres o cuatro mil años? Es porque no se apresura en sus obras y lo hace todo a su tiempo. Y Nuestro Señor, que vino a la tierra, podía venir en una edad perfecta a realizar nuestra redención, sin emplear treinta años de vida oculta, que podía parecer superflua. Y a pesar de ello, quiso nacer niño y crecer en edad a semejanza de los demás hombres, para llegar poco a poco a la consumación de este incomparable beneficio. ¿No decía también a veces, hablando de las cosas que tenía que hacer, que su hora no había llegado aún? Para enseñarnos que no nos adelantemos demasiado en las cosas que dependen más de Dios que de nosotros. Podía incluso en su tiempo establecer la Iglesia por toda la tierra; pero se contentó con echar sus fundamentos y dejó el resto a sus apóstoles y a sus sucesores. Según esto, no es conveniente quererlo hacer todo a la vez y en un abrir y cerrar de ojos, ni pensar que todo se perderá si cada uno no se apresura para cooperar con un poco de buena voluntad que tengamos. ¿Qué hacer entonces? Ir despacio, rogar mucho a Dios, y obrar de acuerdo.

«Según mi sentimiento, no hay que hacer más que un ensayo para comenzar, y tomar a cien o a doscientos pobres, y tan sólo a los que quieran de buen grado, sin obligar a nadie. Ésos, siendo bien tratados y bien contentos, darán ganas a los demás; y así se aumentará el número, según los fondos que quiera enviar la Providencia. Estamos seguros de no echarlo a perder actuando de esta manera; y, por el contrario, si se empleara la precipitación y las prisas, podrían representar un impedimento al plan de Dios. Si la obra es suya, llegará a buen término y subsistirá; pero si es solamente de la industria humana, no le irá demasiado bien, ni muy lejos.»

Ideas sabias y cristianas, bien opuestas a las que van a prevalecer en el proyecto del Hospital General. Por lo demás, llegaron obstáculos de fuera para detener la marcha demasiado rápida de las Damas. Como no se podía actuar, en asunto de esta importancia, sin la autoridad de los magistrados, se presentó al Parlamento, para registrarse, las letras patentes de 1653 que hacían a la obra donación de la Salpétrière. Pero muchos jueces, de los más destacados, asustados por el gran número de vagabundos, que erraban por la ciudad y por los barrios, temiendo la moción que podía arrojar entre estos hombres para todo, el proyecto de encerrarlos y, por mayor razón de contenerlos bajo un mismo techo dentro del orden, el trabajo y la obediencia, vieron el plan como quimérico, y se negaron a autorizarlo. Ni Vicente ya resuelto, ni la duquesa de Aiguillon, la señorita Legras y las demás Damas de la Caridad , se dieron por vencidos. A fuerza de celo y de prudencia, se ganaron para su causa al primer presidente Pomponne de Bellelièvre, opuesto en un principio, ahora de lleno en la obra. Por desgracia, Pomponne de Bellièvre, que había sucedido a Mathieu Molé en enero de 1656, murió el 13 de marzo siguiente, no sin dar a la obra un contrato de veinte mil escudos y legarle más por testamento: pero su sucesor Lamoignon le reemplazó también en sus planes caritativos y, después de las conferencias, numerosas es cierto, se fue al fondo. Quedaba por determinar la forma, lo que –tan graves eran las dificultades- consumió dos años enteros, que vieron nacer y morir mil proyectos antes de aquel donde se detuvieron. Por fin, en el mes de abril de 1656, entregó el célebre decreto por el que trataba de retomar la obra olvidada y estéril del difunto rey, su muy honorable señor y padre de feliz memoria, y remediar un mal que había ido en aumento por la licencia pública y por el desorden de las costumbres.

Atribuía la falta de éxito de las letras patentes de 1612 a la falta de empleo de los pobres en las obras públicas y manufacturas, a la escasez de apoyo por parte del gobierno y de autoridad suficiente por parte de los directores de la institución; por último, a las consecuencias de la guerra y a los desórdenes qua acarreaba consigo. El número de los pobres por otra parte había llegado a tal punto que el remedio se juzgaba desproporcionado con el mal. Después venía el cuadro, conocido por nosotros, del libertinaje de los mendigos y de sus espantosos excesos. En un sentimiento de gratitud por la protección visible del cielo, el éxito de sus armas y la felicidad de sus victorias, Luis XIV, no por orden policial sino por el solo motivo de caridad, viene en ayuda de a los pobres mendigos como miembros vivos de Jesucristo.

Así es el preámbulo del edicto. El edicto mismo tiene por objeto la fundación de un hospital general para la acogida de los pobres mendigos de la ciudad y arrabales de París. se aplica a los mendigos inválidos como a los capaces: todos deberán trabajar según la medida de sus fuerzas. Los lugares de acogida designados son, aparte de la Salpétrière, la Grande y Pequeña Pitié,.Bicêtre y demás dependencias. La administración, distinta de la del alto mando de caridad de la ciudad de París, se confía a la magistratura, al colegio de abogados, y ala municipalidad, a la cabeza están colocados el primer presidente, y el procurador general.

La mendicidad queda prohibida: «Hacemos muy expresamente inhibiciones y prohibiciones a toda persona y a todo sexo y lugar y edad, de alguna calidad, nacimiento y en cualquier estado en que puedan hallarse, válidos o inválidos, enfermos o convalecientes, curables o incurables, de mendigar en la ciudad y arrabales de París, ni en las iglesias, ni en las puertas de las mismas, en las puertas de las casas, ni en las calles ni demás lugares, en público ni en secreto, de día ni de noche, a penas de látigo contra los contraventores por la primera vez, y, por la segunda vez, galeras para los hombres y muchachos y destierro contra las mujeres y las jóvenes.» Las órdenes mendicantes están excluidas de las medidas, como también el derecho de cuestación a la puerta de las iglesias cerca de sus cepillos se deja a ciertos hospitales. Los propietarios, arrendatarios y sus criados están obligados a entregar a los delincuentes a la justicia, como malhechores. Y para la ejecución de estas medidas severas, los directores tienen no sólo derecho de jurisdicción, de policía y de castigo en el interior del hospital, sino que poseen una fuerza armada para detener a los mendigos por las calles. Se prohíbe dar a los mendigos, alojarlos, so pena de multa a favor del hospital. Se obliga a los oficiales de policía a no dejar habitar a ninguna persona en su barrio sin que se haya constatado que tiene medios de subsistencia, Se exceptúan a los pobres vergonzantes asistidos en parroquias o en otro lado, o los que el Hospital-General mismo subvenciones a domicilio.

La dirección espiritual del hospital se confía a los sacerdotes de la Misión, bajo la autoridad y jurisdicción del arzobispo de París, y según los reglamentos deliberados por la administración; pero el superior general de los Misioneros o su delegado ocupa su lugar en la mesa de directores, cuando se trata de modificar o aplicar estos reglamentos.

Después de la instrucción religiosa de los mendigos, el edicto provee a su educación profesional. En todo el ámbito del hospital y sus dependencias, se montarán manufacturas cuyos productos se venderán emplearán a favor de los pobres. Para procurarles maestros, el edicto ofrece inmunidades a todos los que durante algunos años, contribuyan bien a la enseñanza primaria, bien al aprendizaje de los mendigos.

La dotación del hospital era considerable. El edicto le hace copropietario de todos los bienes de los hospitales que abraza en su circunscripción. Le da parte en todos los legados y donaciones hechas a los hospitales en general, le adjudica todas las donaciones hechas a los pobres sin mención particular; somete a su favor las comunidades seculares y regulares a una tasa proporcionada; da a sus directores derecho a colectas y cepillos en todos los lugares; por último le otorga toda clase de inmunidades y de privilegios.

El rey se declaraba conservador y protector del Hospital-General y de sus dependencias, por ser de su fundación real. Ordenaba que los escudos de las armas de Francia fuesen enarbolados a las puertas de sus casas para servirles de salvaguarda. «Se quiere ver, ha dicho un escritor el orgullo de esta divisa; ‘El Estado soy yo’, aplacada a la caridad, y al rey de Versalles llamar a los mendigos los pobres del rey.»15

Un reglamento se publicó al mismo tiempo que el edicto. Contiene que los mendigos que no pertenecen ni a la ciudad de París ni a sus suburbios serán devueltos a los lugares de su domicilio, pero con la condición que existan casas de acogida o fondos de socorro; de otra forma el Hospital-General les servirá de asilo. En cuanto a los vagabundos y sinvergüenzas válidos, son expulsados fuera de París y de sus alrededores: se convierten en lo que Dios quiere y sus inclinaciones viciosas. Siempre en virtud del reglamento, los mendigos, en el interior del hospital, están separados por barrios, según la diversidad de los sexos, de los sanos y de los enfermos, del trabajo y de las manufacturas. Los que han llegado a la edad de dieciséis años, sin distinción de sexo, reciben un tercio del precio de su trabajo; los otros dos tercios se devuelven al hospital. Por lo demás, a los directores compete la facultad de una justicia distributiva para recompensar y castigar.

Se ha visto que la voluntad absoluta de Luis XIV, en el deseo de llegar a la extinción no sólo de la mendicidad, sino de la indigencia misma, llegaba hasta una especie de tasa de los pobres. El Parlamento, en su decreto de verificación, devolvió el edicto a los verdaderos príncipes de la caridad cristiana, y declaró la contribución no ya forzada, sino facultativa.

Sin embargo Vicente de Paúl había remitido a los nuevos directores la casa de la Salpétrière de la que le investían las letras patentes de 1653, y del castillo de Bicêtre que le había sido dado por los niños expósitos. Las nuevas construcciones llevaron una marcha sorprendente. Y el Hospital-General pudo abrirse el 7 del mes de marzo de 1657. por un decreto del Parlamento del 18 de abril de 16, publicado en París a son de trompeta, y por una proclamación hecha en todas las homilías de las iglesias, se dio orden a los pobres de buena voluntad, deseoso de ser admitidos en el nuevo asilo, de hallarse, del 7 al 13 de mayo, en el patio de la Pitié, de donde debían ser repartidos entre las divisiones de las que estaba compuesto el Hospital-General; los otros debían ser llevados por la fuerza y a todos se hacía prohibición de mendigar en adelante en París. Medida decisiva que iba a operar el discernimiento entre los buenos y los malos pobres, como se decía entonces; de los que preferían la ociosidad y la limosna al trabajo, y de los que, indigentes por incapacidad o contra su voluntad, no pedían otra cosa que encontrar recursos en una vida disciplinada y laboriosa. Cinco mil apenas, una octava parte de la masa de mendigos, fueron fieles a la cita; los otros treinta y cinco mil restantes, al primer son de trompeta, o se ocultaron en París, o huyeron lejos del resorte de la corte al que se extendía la medida, y se difuminaron por las provincias para reemprender sus hábitos independientes, desordenados y licenciosos. De enfermos y lánguidos, se habían convertido en válidos y ágiles de repente; y Juan Loret pudo escribir:

Nunca se ha visto en París -On n’a jamais vu dans Paris

A tanta gente curada tan pronto. Tant de gens si soudain gueris.

Era la prueba perentoria del mal y de la necesidad del remedio; una prueba también de que no estaba destruido y que iba a reaccionar contra los esfuerzos del poder público y de la caridad. En efecto, los mendigos reaparecieron bien pronto en París; se amontonaron en gran número, y sólo el año 1659 los vio hasta ocho veces levantarse en armas contra el bailío y los arqueros del Hospital General o contra los oficiales de la policía. Los decretos del Parlamento, las ordenanzas reales, las condenas se sucedieron contra ellos durante el reinado de Luis XIV, y hasta mediados del siglo XVIII, en el que se ve nacer la institución de los depósitos de mendicidad, que Napoleón generalizó y extendió a toda Francia. Sin embargo, la obra de Luis XIV, gracias a limosnas considerables16, tuvo el efecto que se había prometido, como lo reconoció en su edicto de 1662. Este edicto nos muestra «la capital aliviada de la importunidad de los mendigos; los hijos de los pobres alimentados en la piedad cristiana, instruidos en los oficios y obras, a la estpra de que en el hospital haya lugares y talleres para mayores manufacturas.» En cinco años, según una declaración del Parlamento de enero de 1663, «más de sesenta mil pobres encontraron en el Hospital-General alimento, ropas, medicamentos; además, a todas las parejas necesitadas se distribuyeron porciones, esperando que la casa les pudiera abrir.» Es una media de veinte mil pobres por año, y así continuó, en efecto, la población ordinaria del Hospital-General.

El establecimiento de esta casa fue pues un servicio inmenso hecho a París; fue también un servicio para todo el reino, puesto que pronto las principales ciudades, animadas por Luis XIV, adoptaron el sistema. Por eso, en todas partes se vio lo que San Juan Crisóstomo en su tiempo había deseado ver tan ardientemente, lo que él se había esforzado inútilmente procurar en su ciudad patriarcal; lo que habría penetrado, decía él, su corazón de consuelo y de gozo; los pobres alojados, alimentados, aliviados en común, en su cuerpo y en su alma. No nos extrañemos pues de que todos los contemporáneos, historiadores, poetas, magistrados, sacerdotes, religiosos, laicos hayan celebrado a cual más este vasto y soberbio edificio; este hospital, «una de las mayores obras del siglo»; «esta gran obra maestra, la más grande, la más maravillosa obra que haya emprendido jamás la caridad heroica;» «la fundación más hermosa que se haya visto en todos los siglos pasados.» Así hablan Fléchier, Patru, el P. Lalemant y el Parlamento mismo que en un principio había encontrado el proyecto quimérico; así habla sobre todo Bossuet, la gran voz del siglo, que debía su tributo a esta maravilla de su tiempo, tributo, en efecto, al que pagó más de una vez palabras poderosas que debieron hacer saltar tesoros. Se encuentra en sus Obras dos compendios o resúmenes de sermones predicados en el Hospital-General. «Salid un rato fuera de la ciudad, exclama y ved esta nueva ciudad que se ha levantado para los pobres, el asilo de todos los miserables, el banco del cielo, el medio común asegurado a todos de estar seguros de asegurar sus bienes y multiplicarlos por una celeste usura. Nada iguala a esta ciudad; no, ni esta soberbia Babilonia, ni estas ciudades tan renombradas que los conquistadores han erigido… Allá, se afanan en quitar de la pobreza toda la maldición que lleva la holgazanería, en hacer obres según el Evangelio. Se educa a los niños, se recoge a las parejas, reciben los sacramentos los ignorantes instruidos.»17 Alimentado con la lectura de los Padres, Bossuet, sin duda, se acordaba en este bello apóstrofe del pronunciado por san Gregorio de Nacianzo al celebrar el hospital fundado por san Basilio en Cesarea, su ciudad episcopal: «Si salís de Cesarea allí veréis como una nueva ciudad: la morada de la caridad, el tesoro común de todos los ricos, donde la miseria parece feliz y se sufre con alegría, y donde se abre para todos un corto camino para la salvación.» Pero fue el 29 de junio de 1657, cuando Bossuet debió enriquecer el Hospital-General, cuando pronunció su panegírico de san Pablo, esta maravilla de elocuencia cristiana.

El hospital no se abría hasta al cabo de unos meses y solos los gastos de primer establecimiento habían agotado todos los recursos. Las piadosas damas que habían ideado y llevado a término esta gran empresa, y que, cada semana, se reunían para asegurar su duración creyeron que unas reuniones de caridad producirían abundantes socorros, gracias a este calor de simpatía, que calienta y fecunda los corazones reunidos, ellas invitaron a Bossuet, cuya voz resonaba hacía algún tiempo en la capital con brillo inaudito, a prestarles el concurso de su elocuencia. En un lugar semejante, debiendo celebrar a san Pablo, Bossuet no habló más que de las poderosas debilidades del Apóstol y en su peroración, al hacer la aplicación a sus oyentes, exclamó: «¿No queréis, cristianos, imitar un ejemplo tan grande? Cuántos débiles que soportar, cuántos ignorantes que instruir, cuántos pobres que aliviar en la Iglesia…! Pero dirigid también la mirada hacia sobre las necesidades temporales de tantos pobres que gritan detrás de vosotros. ¿Acaso no parece que la Providencia haya querido reunirlos en este hospital maravilloso a in de que su voz fuera más potente y pudieran con mayor facilidad conmover vuestros corazones? ¿No queréis oírlos, y uniros a tantas almas santas que, llevadas por vuestros pastores, corren al alivio de estos miserables? Id a estos enfermos, hermanos, haceos enfermos con ellos; sentid en vosotros mismos sus enfermedades y participad de su pobreza. Sufrid primero con ellos y luego aliviaos con ellos, distribuyendo con abundancia vuestras limosnas. Llevad a estos débiles y a estos impotentes; y estos débiles y estos impotentes os llevarán a vosotros hasta el cielo.»18

¿Qué debieron producir estas palabras de oro, si fueron pagadas a su precio justo! Estas palabras pronunciadas en una asamblea tan digna, por su elevación, al oírlas: tan capaz por su caridad de corresponder, una asamblea donde se hallaban, con las damas de la primera nobleza, las Lamoignon, las Séguier, las Barrillon Morangis, sin contar la elite del clero, y a su cabeza Vicente de Paúl! Pues fue Vicente de paúl, no lo dudemos, quien sugirió a las Damas elegir a este brillante orador, cuya impresión, desde 1652, no se había borrado un punto de su espíritu, y que acababa de admitir, hacia tres años apenas, en su conferencia de los martes19.

Este fue también el papel de Vicente de Paúl en el asunto del Hospital-General; papel completo de caridad, que fue contrariado por modos de presión de los poderes públicos. A él le correspondía la primera idea; a él el honor de haber solucionado las principales dificultades, de haber obtenido de la corte el emplazamiento necesario, de haber conseguido los primeros muebles que mandó hacer a los obreros de su casa, por último, de haber formado esta asamblea de damas, cuyo celo echó por tierra tantos obstáculos y edificó tantas maravillas.

Pero, una vez más, su primer proyecto fue un tanto falsificado por el absolutismo de Luis XIV. Su plan, nos ha contado, era actuar con una caridad paciente, atraer a los pobres, en lugar de forzarlos; y, mientras tanto, que se los ganara por la dulzura de un asilo seguro y de una vida disciplinada, sufrirlos en París, y con precauciones necesarias de policía, mantenerlos por limosnas .También, cuando la obra comenzó a funcionar, no parece haber contribuido a ella más que procurándole recursos; pero él se negó a tomar una parte directa en ella y personal. En el mes de marzo de 1657, escribía: «Se va quitar la mendicidad de París, y recogerlos en los lugares propios para mantenerlos, instruirlos y ocuparlos. Es un gran plan y muy difícil, pero que está muy adelantado, gracias a Dios, y aprobado de todo el mundo. Muchas personas le dan con abundancia, y otras se emplean en él de buena gana. Tenemos ya diez mil camisas, y de lo demás en proporción. El rey y el parlamento lo han apoyado fuertemente y, sin pedirme el parecer, han destinado a los sacerdotes de nuestra congregación. y las Hijas de la Caridad para el servicio de los pobres, bajo el consentimiento de Monseñor el arzobispo de París. Todavía no estamos resueltos a comprometernos en este empleo, por no saber bien si el buen Dios lo quiere; pero, si lo hacemos, no será ante todo más que a prueba.»

Era la duquesa de Aiguillon quien había trabajado más que nadie en procurar a los Misioneros la dirección espiritual del nuevo hospital. Pero Vicente, según acaba de decirnos, antes de aceptar tal cargo, consultar a dios y a sus hermanos. Él rogó pues primero, luego reunió a los sacerdotes de San Lázaro en asamblea deliberante. Según su costumbre, presentó las razones en pro y en contra; prevalecieron éstas, y se resolvió que se declinara la obligación. En consecuencia el 23 de marzo de 1657, escribió a Mauroy, intendente de las finanzas, y a la Sra. de Aiguillon para anunciarles el resultado de la asamblea de San Lázaro y pedirles que aceptaran sus excusas. Pero como era un derecho, así como un cargo que, las letras patentes de rey atribuían a los sacerdotes de San Lázaro, éstos debieron renunciar a él por un acto auténtico. No obstante, para no suspender el bien espiritual de los pobres y cooperar en él indirectamente, Vicente de Paúl rogó a Luis Abelly, uno de los mejores eclesiásticos de su conferencia, que aceptara el cargo de rector del Hospital-General. a la voz de su padre, Abelly se inclinó bajo el fardo. Para llevarlo mejor, se rodeó de algunos otros sacerdotes celosos, muchos de los cuales, perteneciendo como él a la conferencia de los martes, habían sido formados bajo la misma disciplina, y juntos, aparte de sus funciones ordinarias, dieron, en las diversas casas del hospital, Misiones que difundieron en él el espíritu de orden y de penitencia. Pero los trabajos desmedidos de Abelly habiendo acabado con sus fuerzas, dimitió de su empleo en manos de los vicarios generales del cardenal de Retz, arzobispo de París, que le sustituyeron por un doctor de Sorbona, otro alumno de Vicente de Paúl.

Así fue como el santo sacerdote continuaba la dirección del hospital por hombres animados de su espíritu, si no podía encargarse él ni por sí mismo ni por sus Misioneros. en efecto, una obra semejante era extraña al fin de su congregación, entregada exclusivamente a la salvación del pobre pueblo de los campos y a la instrucción de los eclesiásticos, fin del que las capellanías de hospitales la habrían apartado muy pronto. Si aceptó el cargo de capellán del hospital de Marsella fue a favor de estos pobres forzados, a los que su caridad, la primera, había recogido, y en medio de los cuales, además, las funciones espirituales constituían una especie de Misión permanente.

Pero ya hemos señalado otro motivo, secundario aunque muy real, de sus negativas: su oposición a alguna de las ideas que prevalecieron en el establecimiento del Hospital-General. Nos queda por ver un curioso testimonio en una serie de cuadernos manuscritos redactados por el hermano Ducourneau, su secretario durante diecisiete años, con ocasión de su Vida y del proceso, presentido ya, de canonización. En uno de estos cuadernos, intitulados: «Acciones y palabras de humildad,… de sencillez,…de prudencia, etc., dichas y practicadas por el difunto Señor de Paúl, nuestro muy honorable padre y fundador; en el 10, el de la caridad y misericordia, el hermano Ducourneau refiere un corto viaje que hizo con el santo un caluroso día de verano de 1654 o 1655 para ir a Villepreux a ver al R. P. de Gondi. cenaron en Saint-Cloud en una hostelería, en la misma mesa, en la que Vicente no dejó de servir él mismo al hermano, y de lo mejor. Después de lo cual, dijo al secretario que tomara pluma y papel y, durante más de tres horas, -lo que les hizo llegar muy tarde a Villepreux-, le dictó las razones en pro y en contra el encierro de los pobres, al menos durante la guerra, en el hospital entonces proyectado, y los medios de asistirlos corporal y espiritualmente. Durante todo el camino, siguió conversando con el hermano sobre el mismo objeto, y le concedió el honor, según su humilde costumbre, de pedirle su parecer. Pues bien, lo que más repugnaba al caritativo sacerdote era, por un lado, el encierro por la fuerza, y por otro, la resolución donde se hallaban entonces de no abrir el hospital más que a los pobres de París, y de rechazar a las provincias a los pobres del campo. «¿Qué será de esa pobre gente? Decía. Hacer un hospital general y encerrar solamente a los pobres de París y dejar allá a los del campo, es algo que no me gusta. París es la esponja de toda Francia y la que atrae la mayor parte del oro y de la plata. Si esta pobre gente no tienen entrada, otra vez más, qué será de ellos, y en particular estas pobre gente de Champaña y de Picardía, y de las demás provincias arruinadas por la guerra?»

Se ve pues toda la teoría caritativa de Vicente: era partidario de la extinción de la mendicidad, perro con dos condiciones, una de no usar de violencia con respecto a los pobres, si no es por medida policial o de seguridad general; otra, de proveer primero a sus medios de existencia. Sí, más que nadie, quería abolir la mendicidad, mortal para el cuerpo, más mortal para el alma del pobre. Recordemos lo que hizo en Mâcon. En fin, todas sus obras caritativas, todas sus cofradías tendían a este fin; todas tenían por objeto principal el socorro a domicilio, el único remedio eficaz y cristiano contra la mendicidad. Pero él prefería la limosna manual al encierro del pobre, y la quería conservar hasta disponer a los mendigos a una vida disciplinada y proveerles en todas partes de los auxilios suficientes. También, fue para él una pena cruel cuando, tras el decreto de 1657, tuvo que cesar las distribuciones que mandaba hacer a la puerta de San Lázaro. Los pobres se quejaban a su padre: «Acaso Dios no ha mandado hacer limosna, le preguntaban? -Sí, amigos, sí, pero también ha mandado obedecer a los magistrados.» De esta forma rehuía la objeción con una respuesta que no debía satisfacer ni a sus queridos pobres ni a su corazón. Sufría asimismo cuando le hacían responsable de la medida cruel que reprobaba. Un día, a la puerta de San Lázaro, un pobre le dijo: «¿Queréis que os repita lo que se dice de vos? –Sí, amigo, hablad. –Y es que, padre, que os injurian por París, porque se cree que sois vos quien habéis hecho encerrar a los pobres en el gran hospital. –Bueno, bueno, mi amigo, voy a pedir a Dios por ellos.» Por eso le veremos más tarde durante un invierno riguroso, interpretar la ley, siguiendo su espíritu mas bien que la letra, , y distribuir pan y sopa a un buen número de familias pobres reducidas a una extrema indigencia.

Y, sin embargo, mantengamos nuestras primeras palabras: Vicente era opuesto en principio a la mendicidad; nos lo ha dicho él mismo en su carta de marzo de 1657, antes citada: ya que estaba contenido, sin duda, en esta aprobación universal, dada al proyecto del Hospital-General. y cómo hubiera pensado de manera diferente. Todas las obras de la caridad cristiana son para el mendigo como si no lo fueran y todas tienden a hacerle desaparecer: la cuna, el asilo el taller de caridad, el hospital. A todo ello el mendigo prefiere el aprendizaje de la mendicidad, la enseñanza de todos los vicios, la vida de ociosidad y de debacle. El mendigo no es el pobre, es su enemigo. Pues la limosna que se le da, inconsciente y a ciegas, es casi siempre un descuento a los recursos que deberían estar reservados al verdadero pobre. El mendigo, que de ordinario participa ya del fondo común de la caridad, busca en la mendicidad, no el alivio de necesidades reales, sino los medios de vivir en ociosidad y aventura, en una completa crápula. Un bastón y una alforja son para él un capital productivo; si hay una plaga es una fortuna. Dichosos los pobres, dichoso los que sufren, él encuentra el medio de hacer de estas palabras sagradas una realidad vulgar, o más bien una abominable parodia. Una primera vergüenza superada, ya no hay carga ninguna para él; es la independencia de la vida salvaje, el salario sin trabajo, el goce sin fatiga. Ha abandonado el deber, como el soldado su bandera. La mendicidad es menos la hija que la madre de la indigencia, pues es hereditaria con todos sus vicios. El bastón del padre se transmite a los hijos como un cetro; no hay dinastía más duradera.

Aparte del mal empleo, el desperdicio de la limosna material, no hay limosna espiritual para el mendigo; no se podría conseguir en ninguna época de su vida, ya que desde la cuna, de la casa cuna, hasta el lecho del hospital, abandona todos los puestos en que la caridad cristiana ha sabido unirlas tan bien una a la otra. Entonces, sin instrucción ni prácticas religiosas, sin Dios y sin ley, sin escuela y sin iglesia, no les queda ya más para él y sus hijos que la vagancia y el vagabundaje, que la trampa y la duplicidad, que la ignorancia y el vicio.

Funesta al pobre, la mendicidad es peligrosa para la sociedad. Priva al trabajo de los brazos, consume para nada una parte del capital social. Deja al azar la vida de un gran número de individuos que, si el azar no los acompaña, entran en guerra con la sociedad y pueblan sus prisiones. Plaga y peligro social, es un reproche a la economía caritativa del país, que no sabe remediarla, o también a su policía que la tolera. La sociedad tiene pues el derecho y el deber de prohibirla. Pero, evidentemente, es con la condición que procure al pobre trabajo y ayuda. «Para suprimir la mendicidad, ha dicho Bossuet en su Política sagrada, se han de encontrar remedios contra la indigencia.» Así pues, cuna al niños expósito o abandonado, hospital al enfermo, asilo al anciano, socorro accidental al válido caído en la miseria, hasta que pueda servirse por su trabajo.

Sin duda, no faltan objeciones a esta teoría. ¿No se ha llegado hasta objetar las órdenes mendicantes, y a los santos que se han reducido a una mendicidad voluntaria? Pero ¿quién no ve en ello una excepción y no una regla, una excepción para honrar la pobreza, no la mendicidad, para venir en su ayuda, no para mantenerla?

Sin duda, desde un principio, la prohibición de la mendicidad repugna a la caridad cristiana, Parece inhumano prohibir a quien sufre pedir ayuda, prohibir al transeúnte sacrificios fáciles y ligeros, más útiles a quien da que al que recibe. Y además, ¿cómo prohibirla? La pobreza y la caridad se conjuran siempre contra la ley, con la complicidad de sus propios agentes. Por último, prohibir la mendicidad, ¿no es proclamar el derecho al trabajo o el derecho al socorro, no es el compromiso adoptado por la sociedad de alimentar a todos los miserables, no es ir derecho a la tasa de los pobres?

Todo ello sería verdad, si la mendicidad fuera el único medio de dar a conocer y de socorrer la miseria en las libres condiciones de la caridad cristiana. Pero no es así, y la mendicidad, al seguir siendo mortal al pobre mismo y funesta al Estado, se hace preciso buscarle remedios que no encierren peligro ni para el uno ni para el otro, que rehabiliten el alma del pobre en lugar de degradarla, que liberen a la sociedad, sin imponerle compromisos, que exciten la caridad, la provoquen sin imponerla. Pues bien, ¿quién no ve todo eso en las instituciones de san Vicente de Paúl, sobre todo en la organización de la ayuda a domicilio, el más moral, el más útil de todos para el pobre y para el rico? Desde entonces, el pobre no tiene ya necesidad de ir a presentarse a la caridad; es la caridad la que sale al paso del pobre.

IV. Hospital de Sainte-Reine.

Vicente había provisto a todas las miserias ordinarias de todas las edades de la vida humana, pero las hay excepcionales de las que su caridad no podía olvidarse.

En Alise, la pequeña ciudad, según muchos, inmortalizada por la derrota de la Galia coligada y la victoria de César, existen aguas termales y una tumba que, después de largos siglos, atraen a un gran número de pobres y de peregrinos, no sólo de Borgoña, sino de otras varias provincias: son las aguas y la tumba de Santa Reina, virgen y mártir. Un burgués de París, llamado des Noyers, hizo allí una peregrinación con su mujer, hacia el año de 165820.

Se sintió dolorosamente sorprendido de ver a tantos desgraciados que, tras las fatigas del viaje, se veían reducidos, por falta de hostelería cristiana, a dormir en el duro suelo, ya en cualquier granero, ya incluso en las calles del pueblo, donde las inclemencias del aire les producían a veces enfermedades más funestas que aquellas cuya curación habían venido a pedir a las aguas medicinales y a la santa patrona. Pero, lo más triste, ellos nos estaban menos abandonados en cuanto al alma que en cuanto al cuerpo y, en medio de los sufrimientos, de la última hora, estaban privados de todo consuelo religioso. De esta forma, no enconreaban al hombre del Evangelio para sumergirlos en la piscina donde habrían recobrado la salud física y la salud moral. También, y en gran número, se morían miserablemente, de algún modo dejados de Dios y de los hombres.

De vuelta a París, des Noyers relató su viaje a un sacerdote de la Doctrina cristiana, su director, y le sometió su piadosos proyecto de ir a establecerse con su mujer en Sainte-Reine, y emplear allí sus haberes y su persona en el servicio de los peregrinos más enfermos y más pobres. su ejemplo tocó a algunas personas caritativas, que se unieron a ellos en cuerpo y alma y comenzaron la buena obra. pero no tardaron en reconocer que sobrepasaba sus fuerzas. ¿Dónde alojar a tantos impedidos, a tantos mendigos? Había una casa grande y cómoda, y ellos no eran lo suficiente ricos para construirla.

En este contratiempo, pensaron, como tantos otros, en el gran intendente de los asuntos de la Providencia, en Vicente de Paúl, y enviaron a des Noyers y a algunos más como emisarios a conversar con él. Llegados a París, éstos le expusieron la situación, y le pidieron el apoyo de sus consejos y de su experiencia. El santo anciano encomió su proyecto, pero vio toda la dificultad. En tiempos mejores, uno de sus más ilustres y más dignos cooperadores, el barón de Renti, había tenido la misma idea, sin poder llegar a ejecutarla. No obstante, creyó que Dios quería tal vez realizarla por instrumentos más débiles, y contra toda esperanza, para reservarse la gloria, y comprometió a des Noyers y compañeros a a consultarle en un retiro espiritual. Por su parte, él pidió. Cuando se volvió a reunir la conferencia después del retiro, les preguntó de nuevo y, según sus respuestas, les declaró decididamente que su proyecto era del cielo, y había que emprenderlo.

Quedaba por determinar los medios de ejecución. Una tarde entera fue dedicada a deliberar. ¿Había que comenzar con el escaso fondo ya reunido, o esperar recursos más abundantes? Vicente escuchó en silencio la discusión; luego, con un tono de voz firme y religioso: «Bendito sea Dios, exclamó de repente; quiere seguramente esta obra. Tened confianza en su bondad, esperadlo todo de su Providencia. Poned pronto manos a la obra y echad los fundamentos de un hospital, sin molestaros por de otra cosa que de servir a los pobres. Dios hará el resto. Referidlo todo a su gloria, humillaos mucho a la vista de vuestra nada, y haced buena provisión de paciencia: pues tendréis muchas persecuciones que sufrir, y los que deberían apoyaros con su protección serán los primeros en atravesarse en vuestros planes.»

Los delegados, quedaron menos asustados por esta predicción que afirmados en su proyecto por los ánimos del hombre de Dios y no pensaron en otra cosa que en regresar a Sainte-Reine para servir en la persona de los peregrinos a Aquel que apareció en la tierra como un viajero (Jer.., XIV) sin domicilio ni escondite. A su partida, vinieron a despedirse de Vicente y pedirle su bendición. «Marchad, hijos, les dijo en medio de mil señales de ternura; poned toda vuestra confianza en Nuestro Señor; yo le ruego con todo mi corazón que os dé su santa bendición.» Y añadió la suya.

De regreso a Sainte-Reine el 12 de mayo de 1659, recibieron primero la conformidad del obispo de Autun, de quien dependía Alise, antes de pertenecer a la diócesis de Dijon a consecuencia de la nueva circunscripción departamental; luego se pusieron a servir a los pobres y a construirles un hospital. Mientras se construía el hospital, ellos les habilitaron camas en el granero que les había servido hasta entonces de retiro, y proveyeron a todas sus necesidades. Entonces les llegaron las contradicciones predichas, mas, por eso mismo, incapaces de hacerlas callar, pues desde hacía mucho tiempo, se mantenían firmes frente a ellas; y además, por la misma boca, ¿no se les había anunciado el triunfo como la lucha? Sin sorprenderse, sin volverse atrás. Ellos urgieron pues la obra y, al año siguiente, el hospital estuvo en condiciones de recibir a los pobres peregrinos.

Vicente no se contentó con hacer a la nueva obra la limosna de sus consejos y de sus estímulos. Él le procuró el apoyo de Ana de Austria, quien la tomó bajo su proyección y le obtuvo grandes privilegios con letras patentes del rey verificadas más tarde en el parlamento de Dijon. A pesar de la dificultad de los tiempos, la inquietud de su casa, contribuyó a ello con sus limosnas, y por más que sus debilidades le colocaran en la impotencia casi total de salir durante los dos últimos años de su vida, hizo lo que pudo, con sus peticiones caritativas, que el hospital de Sainte-Reine, comenzado con diez mil libras, pudo pronto elevar sus gastos a cien mil. Desde entonces se recibieron todos los años, aparte de tres o cuatrocientos enfermos a más de veinte mil pasajeros. Al acercarse la fiesta de santa Reina y de la Trinidad, se vieron hasta 1 500 peregrinos pobres, a los que se distribuía todos los días pan y potaje; y si se sentían extenuados por la fatiga del viaje, allí recibían durante nueve días la hospitalidad Todos encontraban allí, para el cuerpo y para el alma, los cuidados más caritativos; pues Vicente, a falta de su sacerdotes, extraños en tales funciones, proveyó al hospital de buenos eclesiástico y le dio Hijas de la Caridad. También las curaciones morales eran numerosas así como las curaciones físicas.

Como todas las obras en las que Vicente ha puesto las manos, el hospital de Sainte-Reine existe todavía en las mismas condiciones que hace doscientos años. Los bañistas indigentes son siempre recibidos gratuitamente y se continúa dando a los viajeros sopa, pan y carne. Se educan allí dieciséis huérfanas incluso hoy. Y una vez más es a Vicente, a sus consejos siempre bendecidos por Dios, a sus limosnas, a sus influencias sobre las personas poderosas a quien esta obra debe sus comienzos, sus progresos y su duración.. También es a Vicente a quien Gabriel de Roquette, obispo de Autun, en su carta a Clemente XI, del 3 de marzo de 1702, atribuye todo el honor21.

V. San Lázaro.

Todas estas obras, las había reunido Vicente de alguna manera bajo sus ojos y su mano en la casa de San Lázaro, a fin de mantener y ejercitar así su caridad y formar en ello a sus discípulos. San Lázaro, en efecto, no era solamente seminario interno, casa madre de la congregación, lugar de conferencias y de retiros; era también un hospital y una prisión. Hasta la Revolución francesa, se continuó recibiendo, siguiendo su primer destino, a los pocos enfermos de la ciudad y de los suburbios que estaban todavía atacados por la lepra. Una sección especial se dedicó a los sacerdotes convalecientes. Se recuerda a los dos o tres locos pobres que había a cogido el prior Adriano Le Bon, y que Vicente, amenazado por los religiosos de San Víctor de evicción del priorato, habría echado de menos más que el priorato mismo: sustituido en el lugar de Le Bon, no sólo conservó el cuidado de estas desdichados, sino que, mediante una pensión módica, recibió a un gran número de otros alienados, a quienes mandó servir con una caridad admirable. Por último recogió, con la autorización y la ayuda del lugarteniente de policía, a jóvenes de condición, verdaderos hijos de dolor, que, por su libertinaje incorregible, eran la vergüenza y el tormento de sus familias. Conducidos de noche y con misterio a San Lázaro, y conocidos de nombre y familia tan sólo del superior, estos jóvenes libertinos no eran vistos por nadie de fuera, sino con el consentimiento de sus padres; y dentro incluso no se relacionaban más que estaban al frene de su servicio. Hermanos cuidaban de su alimentación y velaban por sus necesidades materiales; unos sacerdotes se encargaban de su alma, y mediante frecuentes visitas, por consideraciones tomadas por Dios, o por sus familias, o por su interés personal trataban de atraerlos al honor y a la virtud. Estos jóvenes se quedaban en San Lázaro hasta que se percibieran en ellos señales de una conversión sólida y duradera- antes de darles la libertad y de entregarlos a sus familias, debían hacer los ejercicios espirituales y se los preparaba por la confesión general y la sagrada comunión a llevar una vida cristiana. Tantos caritativos esfuerzos se veían coronados a menudo con éxito. Mientras que los alienados recobraban con frecuencia el espíritu, entre los jóvenes libertinos, unos salían de la penitencia, para seguir estudios abandonados; otros, volvían a sus familias cuyo gozo ellos formaban por su sumisión después de haberlos afligido con sus rebeliones; un gran número. Después de renunciar a sus hábitos de embriaguez y de impudicia, de robo y de bandidaje, honrarían con una vida santa las cargas públicas, e incluso se consagrarían a Dios en religiones austeras o en el sacerdocio secular. Pero, alienados y jóvenes libertinos, qué caros le habían salido en un principio a la caridad de Vicente y de los suyos. A los jóvenes pensionistas, el santo les prodigaba sus consejos y sabios reglamentos. Les recordaba el fin por el que Dios los había retirado de los desórdenes del mundo y llamado a la soledad. Los comprometía a someterse a la voluntad de Dios y a corresponder a los planes de su Providencia; a aceptar sus penas temporales en compensación por las eternas que se habían merecido; a pedir paciencia a Jesús crucificado; a huir de la ociosidad, «almohada sobre la que el diablo descansa a sus anchas»; a obedecer a los estaban propuestos para su dirección como a ángeles de la guarda; a tener, entre otros ejercicios de piedad, una gran devoción a los santos penitentes. En cuanto a lo demás, les imponía pocas prácticas y una vida poco dura22.

En frecuentes conferencias, sostenía el valor de aquellos a quienes aplicaba a una obra tan ingrata y tan repugnante. «Es tanto más meritoria, porque la naturaleza no encuentra en ello ninguna satisfacción y es un bien que se realiza en secreto, y para con personas que no se muestran agradecidos. Unos son enfermos de cuerpo, y los otros de espíritu; unos estúpidos y los otros ligeros; unos insensatos y los otros viciosos; en una palabra, todos enajenados de espíritu, éstos por debilidades, aquéllos por malicia. Vaya espíritu de dirección necesitan nuestros sacerdotes en estos casos. Cuánta gracia, de fuerza, de paciencia a nuestros pobres hermanos para quitar tantas penas y aguantar tantos trabajos.» Y los animaba con el recuerdo de algunos soberanos pontífices, condenados por los emperadores paganos a guardar los animales del circo. «Los hombre de los que os encargáis, les decía, no son bestias; sino que son no obstante de alguna manera peores que los animales por sus comportamientos y sus vicios.» Les proponía ante todo el ejemplo de Nuestro Señor, que quiso experimentar en sí las miserias, y exclamaba: «Oh Salvador, vos que sois la sabiduría increada, vos habéis querido ser el escándalo de los Judíos y la locura de los Gentiles, y habéis querido pasar por un insensato.»23 Y era otra vez por el ejemplo de Jesucristo, como respondía a aquellos de los suyos que le decían: «No tenemos regla que nos obligue a recibir en San Lázaro a locos o a jóvenes demonios.» «Nuestra regla en esto, les replicaba, es Nuestro Señor que ha querido verse rodeado de locos y de endemoniados, de lunáticos, de tentados y poseídos. De todas partes se los traían para librarlos y los sanaba, como lo hacía con gran bondad. ¿Por qué pues reprocharnos y protestar porque tratemos de imitarle en una cosa que él ha declarado que le era agradable? Si recibió a los alienados y obsesos, ¿por qué no nosotros? Nosotros no vamos a buscarlos, nos los traen; y ¿qué sabemos nosotros si su Providencia, que lo ordena así, no se quiere servir de nosotros para poner remedio a la flaqueza de esta pobre gente, de la que este buen Salvador se ha querido compadecer, hasta tal punto que parece haber querido hacerla pasar sobre sí mismo? Oh mi Salvador y mi Dios! Hacednos la gracia de ver estas cosas con el mismo ojo que vos las habéis mirado.»24

Era otro motivo con el que trataba de llevar a los suyos a asistir a estos desdichados, porque San Lázaro se convertía así en una gran escuela experimental, en la que se abrían a la compasión para todos los males y se ejercitaban en todas sus funciones caritativas. «Bendigamos a Dios, Señores y hermanos míos, les decía en consecuencia, y démosle gracias porque nos dedica al cuidado de esta pobre gente, privada de sentidos y de conducta; pues, al servirles, vemos y tocamos cuán grandes y diversas son las miserias humanas; y por este conocimiento estaremos más preparados para trabajar útilmente con el prójimo; desempeñaremos nuestras funciones con tanta mayor fidelidad cuanto mejor sepamos por nuestra experiencia lo que es sufrir. Por eso yo ruego a los que están empleados con estos pensionistas que lo hagan con todo el celo, y a la Compañía que los encomiende a menudo a Dios, y que tengan en gran estima esta ocasión de ejercer la paciencia y la caridad con esta pobre gente. De otra manera, Dios nos castigaría. Sí, que se espere ver caer la maldición sobre la casa de San Lázaro, si sucede que se descuida el justo cuidado que debemos tener de ellos. . Recomiendo sobre todo que se los alimente bien, y que sea al menos tan bien como a la comunidad., en particular a los que pagan mayor pensión. Vean, Señores, preferiría que me lo quitaran a mí mismo para dárselo, a no cumplir lo que les acabo de recomendar.»25

Así se mostraba Vicente el refugio de los pecadores, como se le llamaba, al mismo tiempo que el refugio y el apoyo de todos los miserables. Mas, por ambiciosas que sean las obras anteriormente descritas, tal vez no sean nada en comparación con lo que hará en ayuda a vastas provincias arruinadas por la guerra. Aquí es donde se le verá como el representante, como una encarnación de la Providencia.

  1. Casi todos estos detalles están tomados del esquema de discursos a las Damas de la Caridad que citaremos con mayor amplitud enseguida. Dicho esquema estaba, estos años pasados, en Florencia, en poder de los Padres de las obras pías. Pertenece hoy al superior general de dicha congregación, en Roma, quien nos ha permitido sacar una copia.
  2. Letras patentes de julio de 1642, registradas el 25 de octubre. Archivos del Estado. S. 6160
  3. Según una carta de la señorita Le Gras, del mes de julio de 1647, hubo dificultades también de parte de las Damas de la Caridad, hasta tal punto que la priora madre de los huérfanos se temió verse obligada a abandonar su servicio. Veamos esa carta: «Por último, la experiencia nos hará ver que no era sin razón cuando temía el alojamiento en Bicêtre, las Damas tienen el plan de sacar de nuestras hermanas lo imposible. Ellas escogen por alojamiento pequeñas habitaciones en las que el aire estará bien pronto corrompido, y dejan las grandes. Pero nuestras pobres hermanas no se atreven a decir nada. Ellas no quieren que se diga la misa, sino que nuestras hermanas vaya a oírla a Gentilly. Y ¿qué harán sus niños mientras tanto? Y ¿quién hará el trabajo? Ahí esta mi hermana Geneviève. Os suplico que os toméis la molestia de hablarle, ella os contará la pena que tienen y las pretensiones de las Damas. Me temo mucha que tengamos que dejar el servicio de estos pobres pequeños. Hágase la voluntad de Dios!» No dejaba de animar a sus hermanas en el dolor como en el ejercicio de la caridad, y de solicitar ayudas tanto más necesarias, porque muchos, imaginándose que el magnífico dominio de Bicêtre pertenecía a los pequeños, los creían suficientemente provistos, mientras que se veían obligados a pedir prestado para las provisiones menores (Carta de la señorita Le Gras a san Vicente, del 23 de enero de 1648).
  4. Es también el nombre que la joven duquesa de Bourgogne daba a la señora de Maintenon.
  5. Conf. del 13 de noviembre de 1654.
  6. Según Humbert Ancelin, antiguo obispo de Tulle, en su carta a Clemente XI, del 5 de junio de 1703, 40 000 niños expósitos fueron arrancados a la muerte durante la sola vida de san Vicente de Paúl.
  7. Conf. del 6 de diciembre de 1658.
  8. Resumen histórico del estado de los Niños-Expósitos, in-4º, 16 p., 1753. Paris. Archiv. del Estado., S. 6160
  9. Pater meus et mater mea dereliquerunt me; Dominus autem assumpsit me. (Ps. 26, v. 10.)
  10. Summ., p. 162.
  11. Arch. del Estado, S. 66º1, para los originales, y M. M. 534 para las copias. Según un relato del hermano Ducourneau, secretario de Vicente, el burgués desconocido dio también, algún tiempo después, 30 000 libras con el mismo objeto.
  12. La admirable institución de las Hermanitas de los pobres no debe ser considerada como un renacimiento de la obra del Nombre de Jesús.
  13. Oración fúnebre de la duquesa de Aiguillon, 2ª parte.
  14. Obras, t. XIII, p. 248; compendio de un serón predicado en el Hospital General.
  15. Dictionnaire d’économie charitable, por el Sr. Martin´Doisy, 4 vol., in-4º, Paris, 1857, to. IV, col. 936, en la serie de las Encyclopedies théologiques, publicadas por el Sr. abate Migne. Nosotros hemos recurrido con frecuencia a esta obra para todas las cuestiones de economía caritativa. Que nos baste con haber hecho una vez por todas la declaración agradecida.
  16. El cardenal Mazarino contribuyó a ello con 100 000 libras en un día, y con 60 000 a su muerte.
  17. Obras, tom. XIII, p. 248.
  18. Obras, tom. XVI, p. 275.
  19. Estudios sobre Bossuet, , por el Sr. Floquet, , tom. I, pp. 405 y ss.
  20. No se ha de confundir a des Noyers con el secretario de Estado de quien hemos hablado más de una vez: éste ya viudo entró en la Congregación de la Misión, en calidad de hermano coadjutor, y murió en Tréguier de Bretaña, en 1690.
  21. «Servus Dei auctor fuit piis hominibus et publicum accipiendis hoc loco miseris valetudinarium extrueretur, in quo nosocomio eius congregactionis alumnae, multis abhinc annis servientes, corporum sanitatem procurans, dum intenti animae salutem idonei qui ibi presto sunt praesbiteri spirituale remedium, supra caetera multo magis neccesarium, sedulo, sub episcopali autoritate , ministrant.
  22. Archivos de la Misión de Roma.
  23. Conf. del 30 de noviembre de 1654.
  24. Conf. del 6 de diciembre de 1658.
  25. Repet. de orac. del 14 de marzo de 1658.

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