San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 5, capítulo 1

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CREDITS
Author: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1880.
Estimated Reading Time:

Libro V: San Vicente de Paúl y el Jansenismo

Capítulo Primero: Origen y comienzos del Jansenismo.

I. Cuestiones de la gracia hasta el Augustinus.

Antes de entrar en este gran debate, es necesario estudiar su historia, naturaleza y lengua. Y antes que nada expliquemos esta palabra de gracia, este gran grito de guerra que oiremos resonar a cada instante.

Se toma generalmente por todo don gratuito salido de la pura liberalidad de Dios; y, en este sentido, la creación, la conservación, las facultades del cuerpo y del alma, en una palabra, todos los dones naturales serían para el hombre gracias, ya que todo ello le viene de Dios a título gratuito, sin ningún mérito anterior de su parte.

Pero, en un sentido más estricto y más riguroso, y en nuestra larga polémica, se entiende por gracia los dones sobrenaturales concedidos al hombre en el orden de la salvación eterna. Estos dones comprenden los privilegios que le fueron otorgados en el estado primitivo de inocencia, y la gracia medicinal que le fue dada desde su caída en virtud de los méritos de la redención. Y ahora, ¿qué es lo sobrenatural? Consiste esencialmente en una excelencia extraordinaria añadida a las facultades naturales del hombre y que sobrepasa la exigencia y las fuerzas de toda naturaleza creada e incluso de toda criatura posible, en una comunicación de Dios tal como es en sí mismo, en una participación y una unión inmediatas, por la inteligencia y la voluntad, en la esencia divina.

La gracia necesaria al hombre, incluso en el estado primitivo de inocencia, para cumplir su destino sobrenatural le ha resultado más indispensable desde su caída. Y no obstante, por profundos, por destructores que hayan sido en su alma los daños del mal, conserva todavía, el sentimiento de su fuerza y de su libertad. Y es que en efecto la voluntad, aunque lesionada y enferma, no fue aniquilada por la falta primitiva, ni reducida a una capacidad absoluta.

La gracia y la libertad son pues siempre los dos factores del destino humano. ¿Cuál es su papel respectivo y cómo se concilia su acción? Inmenso problema que, bajo nombres diversos, ha preocupado siempre y fatiga la curiosidad de los hombres. Todas las escuelas filosóficas, los diferentes sistemas religiosos, han dado a una y a la otra una parte más o menos grande, a veces una parte exclusiva; y entonces Dios desaparece bajo el hombre o el hombre debajo de la acción divina.

El cristianismo, al proclamar de una manera más explícita la falta primitiva y su transmisión a toda la raza de Adán, al enseñar la necesidad absoluta de una gracia reparadora, necesidad tal que Dios había debido morir para merecérsela al hombre, daba al problema una importancia infinita, pero le daba la solución tan difícil, que no se podía halla, al parecer, más que en la negación de uno de los dos términos. Así será en efecto en adelante, fuera del catolicismo, el escollo fatal a donde fueron a parar y a estrellarse todas las teorías filosóficas o religiosas.

Los primeros cristianos se preocuparon muy poco por estos terribles misterios. el heroísmo con que lucharon contra el hierro del verdugo y el diente de las fieras les daba la convicción de su libertad: y, al mismo tiempo, cuando bajaban al anfiteatro, no saludaban a César, como el gladiador esclavo, sino que bendecían la gracia que les daba la fuerza de morir.

Cuando la victoria conseguida sobre el imperio romano hubo liberado la inteligencia cristiana, aparecieron los sistemas que no habían encontrado lugar ni tiempo en medio de las persecuciones. En el siglo V aparece el monje inglés Pelagio. Niega que el pecado de Adán haya sucedido a su raza. Nuestro libre albedrío posee en consecuencia la misma energía que en el día de la creación. Ninguna necesidad para él de un auxilio divino, a menos que no se entienda por gracia los dones naturales.

El error pelagiano echaba por tierra el cristianismo, cuyas dos bases destruía, el pecado original y la necesidad de la redención. Asimismo, la autoridad eclesiástica y la autoridad civil se pusieron de acuerdo en proscribirle, al mismo tiempo que era batido en retirada por todo lo que había de ilustre entonces en las filas católicas por la ciencia y el genio. El más grande de sus adversarios fue san Agustín. Ya había defendido contra los maniqueos la libertad humana, pero el combatió con mucha más energía y perseverancia para mantener los derechos de la gracia divina; también se le llama por ello el «doctor de la gracia.»

Sin embargo supo conservar y defender los dos puntos esenciales del dogma, la gracia y la libertad que, en su persona y en sus escritos se dan el beso de paz y de conciliación.. se entiende entonces que goce en la iglesia de una autoridad tan grande, que todos hayan querido prevalerse de su nombre, y que las más célebres escuelas y los concilios hayan adoptado sus principales doctrinas.

Vencido en este primer combate, el orgullo de la libertad pareció abandonar el campo y dejárselo libre a la gracia, y se retiró a los límites de la arena, pero con la esperanza de poder muy pronto invadirlo todo. Marsella, la Isla de Lérins, eran entonces la residencia de hombres eminentes a la vez pos sus virtudes y su ciencia: en sus filas nació el semipelagianismo, que rechazaba la necesidad de toda gracia interior preveniente para el comienzo de la fe y la perseverancia en el bien. Las primeras cabezas de este pelagianismo mitigado estaban de buena fe, y no creían que fuera posible mantener de otro modo la acción de la libertad. Por eso, en ciertas Iglesias, son colocados en el número de los santos. Pero san Agustín, san Próspero, san Fulgencio, demostraron entonces que si se sostuviera sobre un punto los derechos exclusivos de la libertad, se la convertiría pronto en enteramente independiente, y se aniquilaría la gracia divina. El semipelagianismo sucumbió

La inteligencia humana pasa pronto de un error a otro contradictorio. Los pelagianos habían luchado contra la gracia en nombre de la libertad; las predestinaciones de los siglos V y IX sacrificaron el libre albedrío a la gracia. Sostuvieron estos principios odiosos, que algunos hombres estaban predestinados a la condenación eterna, que Jesucristo no había muerto más que los elegidos, y que el libre albedrío estaba aniquilado después del pecado.

Lutero, que había tenido un precursor en Wiclef, renovó en primer lugar todos los errores de los predestinacionistas. Sostuvo luego que la justicia primitiva de Adán era debida a su naturaleza, de la que se seguía que el hombre había sido herido por la falta de origen en sus dones naturales, que estaba hoy esencialmente modificado; de sano e íntegro, hecho enfermo y corrompido, no quedándole ya en herencia más que la miseria y el pecado. En otro tiempo la vida, ahora la muerte. Dos palabras que resumen las dos partes de nuestra historia: el hombre no es más que un cadáver. Todos los movimientos de la concupiscencia son culpables en él. Los más justos pecan siempre y necesariamente, e incurren en la condenación eterna; y si los pecados no les son imputados, no lo es más que por pura condescendencia de la misericordia divina. El libre arbitrio se ha vuelto esclavo, y Lutero inscribe a la cabeza de su libro este título enérgico: De servo arbitrio. La gracia y la concupiscencia imprimen a la voluntad una necesidad, no de coacción y violencia, pero no obstante invencible e insuperable. De suerte que el acto contrario no está ya en su poder, y bajo el impulso de una y de otra, es puramente pasiva, como la piedra en las manos del niño. El hombre está pues en la imposibilidad de cumplir los mandamientos de Dios; y como, por otra parte, sus actos los mejores en apariencia no son más que pecados, no puede por sus obras llegar más que a la condenación, y no a la justificación ni a la salvación. Por eso Lutero adelantó que no estaba justificado y salvado más que por la fe.

A todos estos errores, Calvino añadió algunos más, que le son particulares: que todos los fieles deben estar seguros, con una certeza de fe divina, no solamente de la gracia y de la justicia, presentes, como lo exigía Lutero, sino también de su perseverancia, de su predestinación y de su elección a la gloria; que en los elegidos la fe y la justicia son inadmisibles, por enormes que sean sus faltas: no pierden entonces más que el sentimiento de la gracia, pero no la gracia misma.

Algún tiempo después, Baius, profesor de la universidad de Lovaina, enseñó principios análogos. Con Lutero, decía que la gracia y la gloria estaban en la naturaleza inocente, que los mandamientos de Dios eran imposibles, que todos los movimientos de la concupiscencia eran pecados; todos los pecados, mortales; todos los actos de los infieles, culpables; las virtudes de los filósofos, vicios; que, sin la gracia, el libre albedrío no era capaz más que de mal; que la violencia sola repugnaba con la libertad, y que toda acto voluntario, incluso necesitado, era libre. Pero toda la doctrina de Baius consistía sobre todo en este principio, que no había medio entre la caridad divina y una viciosa concupiscencia, y que todo amor en el hombre se refería a una o a la otra.

A penas se habían condenado los errores de Baiis por la constitución de Pío V, en 1567, cuando se levantaron graves disentimientos entre los teólogos católicos. Los dominicos acusaban a los jesuitas de renovar el pelagianismo, y los jesuitas acusaban a los dominicos de caer en los errores de Calvino.

La discusión subía de tono, cuando el papa Sixto V le evocó en su tribunal , culpó a los censores que se peloteaban las partes, y les impuso silencio.

Pero las discusiones se reavivaron todavía en España,, con ocasión de los libros de Molina.

En 1588, Molina, profesor de teología en Evora, publicó su obra famosa sobre le Concordia de la libertad y de la gracia. El dominico Báñez le denunció, pero sin lograr condenarle. La obra pasó entonces de Portugal a España, y la querellas volvieron a empezar entre los dominicos y los jesuitas, que se estrellaron mutuamente en el tribunal de la inquisición. Informado por el gran inquisidor, Clemente VIII, se reservó todavía el asunto, impuso un nuevo silencio a las partes, y sometió los documentos del proceso a las célebres congregaciones llamadas de Auxiliis.

Duraron cerca de diez años, del 2 de febrero de 1598 al 28 de agosto de 1607. Los dominicos y los jesuitas expusieron sus doctrinas ante hábiles consultores designados por el soberano Pontífice, ante los propios soberanos pontífices, Clemente VIII y Paulo V, y todo se terminó con un decreto que permitía a las dos partes seguir su sentimiento, les prohibía tratarse de herejes y publicar nada sobre estas materias sin la autorización de las Santa Sede.

Las cosas estaban así, cuando apareció el demasiado conocido Augustinus . No hablaremos de este grueso libro, huérfano de nacimiento, antes de decir por quién y cómo le habían sido preparados entre nosotros una cuna y unos patronos.

II. Comienzos de Saint-Cyran y de Jansenius.

Jean Du Verger o Du Vergier de Hauranne, nació en Bayonne en 1581, de una familia enriquecida por el comercio. Después de hacer sus humanidades en su patria, vino a París donde siguió los cursos de Sorbona, en compañía de Petau, más tarde jesuita tan célebre. Los dos se alojaban juntos en la misma pensión burguesa. Interrogado más tarde sobre su antiguo condiscípulo, el P. Petau decía: «Era un espíritu inquieto, vano, presuntuoso, farruco, poco comunicativo, y muy particular en todas sus maneras.»1 Pronóstico ya completo del futuro sectario.

De Sorbona pasó a Lovaina, donde tal vez entrevió a Jansenius, con quien, al decir de los jansenistas, no se relacionó sin embargo hasta algunos años después, en París. Antes de dejar Lovaina, sostuvo sobre toda la teología una tesis que le valió un bonito elogio de Juste-Lipse. Pero se trajo consigo también los gérmenes del baianismo siempre vivos en esta universidad, a pesar de tantas censuras pontificias. De regreso a París, se encerró durante algunos años, en el estudio y en el silencio. Su primer novedad fue su Question royale (1609, compuesta con ocasión de una fanfarronada de Enrique IV. En ella, no sólo sostenía que a veces se permite sacrificar la vida por el rey, sino que enumeraba hasta treinta y cuatro casos en que un hombre puede matarse inocentemente. Juego mental, dijeron los mejores amigos2, donde se afirma la paradoja para hacer valer mejor su arte y su elocuencia. Juego mental, en buena hora; pero juego de una mente poso sana y de través, amante de la paradoja, del galimatías, como decía el propio Nicole ante el P. Bouhours! Golpe de ensayo que no es golpe maestro en materia de engaño de sí mismo y de los demás. Triste entrada en la vía de la composición y de la publicidad. ¿Qué será si vemos a Du Verger reincidir pronto?

Mientras tanto, hacia 1605, se lió en París con el demasiado célebre Corneille Jansen, nacido en el pueblo de Acquoy, cerca de Leerdam, en 1585, y más conocido en la historia con el nombre latino de Jansenius. En Lovaina, donde estudió la filosofía y la teología, había tenido por maestro a Jacques Janson, que continuaba prefiriendo las doctrinas de Baïus a las doctrinas pontificias, y de su enseñanza y su trato había sacado los principios del futuro sistema sobre la gracia. En1605, venía a París para continuar sus estudios y para rehacer su salud siempre débil. En sus conversaciones diarias, Du Verger y Jansenio declamaban ya contra la escolástica, y se convencían de la necesidad del recurso a las fuentes, como decían, es decir a la Escritura, a los Padres y sobre todo a san Agustín. Peor fueron las cosas en Bayona a donde llevó a su amigo hacia 1611. Allá, en un campo cerca del mar, los dos se sumergieron en un estudio de san Agustín, donde ya su fe y su buen sentido hicieron naufragio. Estudio testarudo, infatigable, apenas interrumpido por algunas partidas de volante, juego que compartía su amor con el obispo de Hipona. «Acabaréis matando a este buen Flamenco, decía la Sra. Du Verger a su hijo, a fuerza de hacerle estudiar.» No por eso dejaban de estudiar, gracias al tiempo de que disponían. Du Verger había obtenido de Bertrand d’Eschaux, obispo de Bayona, un canonicato para él, y para su amigo la dirección de un colegio que el obispo acababa de fundar.

Cinco años transcurrieron así. En 1616, Bertrand d’Eschaux fue transferido al arzobispado de Tours, y los dos amigos dejaron Bayona. Llegaron hasta París, de donde Jansenio regresó al punto a Lovaina. En cuanto a Du Verger, acompañó en Poitiers a Henri-Louis Chatâigner de la Roche-Posay, quien le hizo su vicario general. Fue entonces cuando Du Verger de Hauranne volviendo a su primer pecado, hizo la Apología de su protector, que había tomado las armas contra los protestantes sediciosos de su ciudad episcopal. Armado él también de una erudición indigesta, pretende probar que la costumbre que permite las armas a los eclesiásticos ha sido universal en el cielo y en la tierra: testigo san Miguel contra Lucifer (no se podía subir más alto); testigo Abraham, Moisés, Elías, Samuel, que le proporcionan una transición y una aplicación, se ve, bien natural y bien sensible para llegar a los sacerdotes de la ley cristiana; testigo por último, ese valiente obispo de Sentlis quien, en Bouvines, machacó a los enemigos para no derramar la sangre que horroriza a la Iglesia. En el individuo como en la humanidad, es suficiente con un solo pecado original para viciar la naturaleza y determinar inclinaciones fatales. Estos son dos en la cuenta de Saint-Cyran, y todos sus escritos y toda su vida conservarán su marca indeleble. En general, en toda la historia de las letras, y en particular de las letras cristianas, no se citará a un solo hombre que no se haya equivocado y sobre todo que haya llegado al final, haya debutado con tales composiciones.

Du Verger no debió arrepentirse mucho de su Apología, llamada todavía el Alcorán del obispo de Poitiers, ya que le valió la abadía de Saint-Cyran, hoy en la diócesis de Bourges, de la que La Roche-Posay dimitió en su favor. Por ahí su nombre histórico, por el que le llamaremos en adelante. También fue en Poitiers, hacia 1620, donde vio por primera vez a d’Andilly, con ocasión de un viaje de la corte. Estos dos hombres se entendieron en seguida. D’Andilly puso a Saint-Cyran en comunicación con su hermana Angélica, y le introdujo en Port-Royal y la familia Arnauld.

III. Intrigas de Saint-Cyran. –Su entrada en Port-Royal.

Antes de instalarse en Port-Royal, debía llamar a muchas puertas. Jansenio, al encargarle de la difusión de la doctrina, le había recomendado reducir un cuerpo religioso que se hizo luego su propagandista. Para obedecer a la consigna, Saint-Cyran, de regreso en París, trató de unirse a lo que había de más influyente en el mundo eclesiástico. Logró ganarse a Bérulle, cosa no demasiado difícil, pero tuvo menos suerte con el P. de Condren. Después de muchas conferencias, el segundo general del Oratorio rompió con él, se convirtió en su gran adversario, siguiendo una expresión de Olier, y murió con el pesar de no haber hecho lo suficiente para hacerle conocer. Pero, a falta del jefe, Saint-Cyran, se adquirió el cuerpo. Desde el tiempo de Bérulle a quien halagaba, obteniéndole en Lovaina, por su amigo Jansenio, aprobaciones de sus obras, y procurando la fundación de varias casas de su Compañía en Flandes, había puesto un pie en el Oratorio, y no lo retiró ya. Por el oratorio fue como el jansenismo contagió los Países Bajos; y fue en los Países Bajos donde se refugiará en el tiempo de la persecución, y donde hará imprimir los libros del partido.

Saint-Cyran lo intentó también con el P. Bourdoise y con su pequeña comunidad de San Nicolás. Con aquellos exteriores austeros que fingía, impresionó favorablemente a este sacerdote, un poco por fuera, que quería llevar al clero a la severidad de la disciplina. Luego le envió a algunos de sus adeptos que le sedujeron con su exactitud en los oficios, y su amor aparente por el hábito y las ceremonias eclesiásticas.

No obstante, no conquistó a Bourdoise él mismo, sino que le quitó a este amable Lancelot, el autor de las Mémoires , el futuro humanista, helenista y matemático de Port-Royal quien, desde hacía ocho años, era educado en la comunidad de San Nicolás. Y constituye uno de los mayores crímenes de los jansenistas haber pervertido tan frecuentemente a estas buenas naturalezas, apropiándose de su franqueza, para no darles a cambio más que la obstinación en el error.

Saint-Cyran no había encontrado pues aún la compañía que él buscaba. Tuvo, dicen, el pensamiento de fundar él mismo una nueva orden religiosa. Redactó sus constituciones en latín y en francés y se las presentó al arzobispo de París, quien las rechazó. He aquí algunos puntos que nos ayudarán a conocer al hombre y a juzgar de la verdad de las acusaciones lanzadas en seguida contra él. El abad debía ser laico: Oportet abbatem laicum esse. En medio de inmensos detalles, no se ha dicho una palabra de la comunión. Se habla de una confesión hecha en el capítulo; pero como no hay sacerdote, no es una confesión sacramental, ni siquiera una confesión seca, es decir sin absolución. De Iglesia romana ni de papa, ni la menor mención. Este bonito proyecto fracasó, y fue una pena: nada ha sido imaginado tan curioso antes del falansterio; pero fue retomado por sus discípulos como se ve por sus cartas secretas y los documentos pillados en en casa de Quesnel y de Gerberon. Se nos olvida decir que el nuevo orden debía tener sus fiestas particulares: era la profesión de la madre Angélica o de la madre Inés, de Port-Royal; el nacimiento de Singlin o de Sacy, sus confesores, etc. hay que descender todavía hasta nosotros para encontrar también en el calendario litúrgico del abate Chatel. Estos últimos detalles, dan bastante a entender que el proyecto sobrevivió, en el pensamiento de Saint-Cyran, incluso a su introducción en Port-Royal de los Campos. En efecto, después de verse cerrar tantas puertas, Saint-Cyran había llamado a ésta que, con la ayuda de la intriga y de la astucia, le había sido plenamente abierta. Este hombre había tenido la inteligencia de su tiempo. En una época de galantería, de pasiones literarias y de querellas escolásticas, vio que debía apoyarse en las mujeres y los hombres de letras. Existía entonces en París, en el barrio de Saint-Jacques, una comunidad de mujeres conocida con el nombre de Port-Royal. Comenzaba a llamar la atención, ya que, en 1608, había sido reformada por la madre Angélica Arnauld. En la abadía de Port-Royal des Champs, y había resultado tan floreciente que había tenido que emigrar a París en 1625, porque se hallaba en estrecheces en la del campo. Aparte de eso la influencia y las relaciones numerosas de la familia Arnauld, que reinaba entonces allí y ocupaba todos los cargos, le daban todavía importancia y celebridad. Fue en esta comunidad donde se deslizó Saint-Cyran. Estaba entonces bajo la dirección de Sebastien Zamet, obispo de Langres. Zamet acababa de trasladarla de la calle Saint-Jacques a la calle Coquillière, cercana al Louvre, con el nombre de Instituto del Saint-Sacrement. Allí, una de las religiosas, la madre Agnès compuso para su uso particular, dicen, un opúsculo de doctrina por lo menos extraña y a título singular: Chapelet secret du Saint-Sacrement3, del que la Sorbona emite este juicio, el 18 de junio de 1633: «Hemos encontrado este libro no ser de ninguna forma útil para la instrucción de las almas, sino, al contrario, contener muchas extravagancias, impertinencias, errores, blasfemias e impiedades que tienden a separar y extraviar a las almas de la práctica de las virtudes, especialmente de la fe, esperanza y caridad; a destruir el modo de orar instituido por Jesucristo, introducir opiniones contrarias a los efectos que el amor de Dios ha testimoniado para nosotros, y señaladamente en el sacramento de la santísima Eucaristía y misterio de la Encarnación.»

Una muestra de estas extravagancias impías señaladamente en el tema de la Eucaristía: «Inaccesibilidad. Que Jesucristo esté en el Santo Sacramento, de manera que no salga de sí mismo; que la sociedad que quiere tener con los hombres sea de una manera separada de ellos, y residente en sí mismo, no siendo razonable que se acerque a nosotros, que no somos más que pecado. Que more en sí mismo dejando a la criatura en la incapacidad que tiene de acercarse a él. Que todo lo que él es no tenga relación alguna con nosotros; que su inaccesibilidad le impida salir de sí mismo. Que las almas renuncien al encuentro de Dios y consientan que él more en lugar propio a la condición de su ser, que es un lugar inaccesible a la criatura, en el que recibe la gloria de no estar acompañado más que de su esencia sola, Que no tenga ninguna relación con ninguna cosa que ocurra fuera de él; que las almas no se presenten a él como el objeto de su aplicación, sino más bien para ser rechazadas por la preferencia que se debe a sí mismo. Que no se rebaje a comunicaciones desproporcionadas a su infinita capacidad. Que las almas moren en la indignidad que soportan de una comunicación tan divina; que se consideren afortunadamente repartidas por no tener ninguna parte en los dones de Dios por el gozo de que sean tan grandes, que no seamos capaces de ellos.»

¡Suficiente de estas blasfemias nauseabundas! Que sirva de comentario singular de la palabra evangélica: Ad quem ibimus? Verba vitae aeternae habes; o de ésta: Venite ad me omnes!… Se necesitaría ser bien confiado y temerario, después de esto, para esperar poder franquear esta barrera infinita interpuesta entre el alma y Dios, y para buscar tener ningún trato con él.

Ahora bien, este Rosario secreto, si Saint-Cyran no es su autor, como le acusaron en un principio los jesuitas, y no sin verosimilitud, por lo meno se lo inspiró con sus doctrinas, por lo menos se hizo campeón de ello. Así se llevó bien con Zamet, quien por fin le introdujo en la casa del Santo Sacramento. Una vez en el lugar, se ganó a la abadesa y a todas las religiosas, las llevó, incluso a Angélicas, a hacerle confesión general, y logró, sobre el monasterio entero, un poder absoluto. Como todos los sectarios, se sirvió entonces del ministerio de las mujeres para insinuar más fácilmente y difundir sus errores. No se encerró en los límites del monasterio, trató de atraerse también a mujeres del mundo, que debían luego llevar la doctrina del partido a las altas clases de la sociedad. El jansenismo hizo desde entonces aquello de lo que él acusó tan amargamente a los jesuitas; aduló los gustos y las pasiones, transigió con la inmoralidad, se mostró rígido con los que profesaban principios rigurosos, tolerante para las debilidades y políticas, no temiendo siquiera renegar de sus principios cuando las circunstancias lo exigían.

A su regreso, el obispo de Langres se encontró pues con el puesto ocupado y se vio él mismo suplantado. Ya se extendían los ruidos de que Saint-Cyran apartaba de la comunión. Prudentemente, se abstuvo y, para completar su obra, se inclinó del lado de la gente de letras. Ya hemos dicho que el monasterio del campo había sido abandonado por las religiosas desde 1625. hacia 1636, Saint-Cyran pensó en establecer en él, en medio de un siglo literario, una sociedad de gente de letras, una pequeña iglesia a la vez mística y sabia, imbuida de los principios de la secta y del sentimiento de su mérito y de su excelencia. De esta mezcla de literatura y de ascetismo, de orgullo y de virtud salieron los Solitarios. Del fondo de su retiro atrajeron pronto las miradas, como todo lo que es extraordinario y misterioso. Por su vida reglada y sus principios severos, ellos no eran a los ojos de las almas sencillas y cristianas más que una comunidad religiosa, destinada a mantener, en medio de un mundo corrompido por los jesuitas, la pura moral del Evangelio; por sus estudios y sus obras eran para las gentes de letras una verdadera academia, madre del buen gusto y del bello lenguaje. Saint-Cyran no descuidó nada para darles y conservarles este doble carácter, Los alimentó a la vez con humildad y amor a la gloria. El estudio mantenía en ellos el orgullo de la herejía, y esta herejía, por sus principios de aniquilamiento del hombre bajo la acción divina, les parecía humildad. Al mismo tiempo la religión y la soledad calentaban sus pasiones literarias, y se arrojaban al centro de la lucha con el doble ardor de sectarios y de escritores.

Port-Royal de París y Port-Royal des Champs, ése el doble campo que se adquirió Saint-Cyran , que pobló con sus sectarios, o que él armó con sus doctrinas. Con sus conversaciones y sus obras la formaba para la defensa y el ataque. En 1626, había publicado la Somme des fautes et faussetés capitales contenues en la somme théologique del P. Garasse; primer golpe lanzado a los jesuitas, en los que, como consecuencia de los protestantes, él veía al enemigo. Con ello, no obstante, al atacar a uno de ellos, incluía también a la Compañía. Oh, si hubieran aceptado sus novedades, cómo los habría exaltado, a pesar de sus errores dogmáticos y su moral relajada. Pero pronto, al ver que nada ganaba, no se mostró comedido, y les lanzó un desafío abierto con su Petrus Aurelius (1632-1633).

IV. Petrus Aurelius.

El papa Urbano VIII, aprovechando la buena voluntad de los Estuardos y la conjetura del próximo matrimonio de Henriette de Francia con Carlos I, había enviado a Inglaterra, a título de vicario apostólico, a Richard Smith, Inglés, obispo in partibus de Chalcedoine. «Este obispo, dice el Sr. Saint-Beuve, recibido al principio por los fieles de su comunión con mucho respeto y esperanzas, se había puesto pronto en lucha con los monjes, y en particular con los jesuitas del país, con motivo de los derechos episcopales, que él reivindicaba con toda su fuerza, y con más rigor quizá de lo que era prudente en un terreno tan poco seguro; abrogó los privilegios de los religiosos, y les quitó, por ejemplo, el poder de conferir los sacramentos sin el permiso de sus oficiales; pero el secreto, con frecuencia necesario en país hereje, no iba de acuerdo siempre con estas formalidades. En una palabra, quiso ser demasiado galicano en Inglaterra, allí donde era suficiente con ser católico a toda prueba.»4 Se ha de leer todo este pasaje del Sr. Saint-Beuve, que desenreda muy bien la política de donde salieron los diversos panfletos después en este grueso in-folio. A falta de los jesuitas, había que poner por su parte a los obispos. Luego los más piadosos personajes empezaban a asustarse; Richelieu sospechaba ya y amenazaba. Era tiempo de buscarse otros aliados. Haciendo de campeón de los derechos episcopales, de la disciplina eclesiástica contra los monjes, contra los jesuitas sobre todo, Saint-Cyran enrolaba a los galicanos bajo su bandera, o más bien parecía combatir por ellos. «Él avanzaba bajo su cobertura, dice también el Sr. Saint-Beuve, a la espera de desenmascarar lo que le era propio(p. 330).»

El Sr. Saint-Beuve comprendió muy bien la idea dominante del Aurelius : la Iglesia no es ya una monarquía sino una aristocracia bajo la dirección de los obispos; al mismo tiempo sin embargo que parece igualar a éstos con el papa no deja de acercar a ellos a los párrocos insensiblemente. «Todos estos gérmenes se han desarrollado a partir de entonces.» Estaban ya en el libro de tan bonito origen! y algunos otros también, por ejemplo, los gérmenes de una iglesia laica al lado de una iglesia presbiteriana, ya que Aurelius atacaba la indefectibilidad del carácter sacerdotal, enseñando que el sacerdocio se destruye por toda falta contra castidad, e incluso por todo pecado mortal. «Tan pronto como el obispo es pecador, dice también, decae de su estado, según el derecho antiguo, ya no está en él.»5 Y en otra parte dirá: «Es la Iglesia la que ha de corregir a los malos sacerdotes o suprimirlos, si le place; y entonces ya no son reputados sacerdotes, y pasan por laicos.»6

Saint-Cyran no confesó nunca la paternidad de Petrus Aurelius , y el partido, Pascal principalmente en su XVIª Provincial, ha supuesto siempre ponerla en duda. Para alabar a sus anchas este «excelente libro que no moriría nunca,» Saint-Cyran negaba descaradamente, no solamente que él fuera su autor, sino que hubiera tenido parte en él; sin duda que por humildad, dice el editor de Lancelot, y también «porque otro le llevaba la pluma»7 Más de una ocasión se presentará de ver que en materia de restricción mental, Saint-Cyran habría podido mostrarles algunas a los jesuitas.

Obligado a desaparecer por algún tiempo, Saint-Cyran siguió de director de Port-Royal, pero quiso introducir a un confesor de su estilo. Como había sustraído, en la persona de Lancelot, un secretario a Bourdoise, él robó un confesor a Vicente de Paúl. Antoine Singlin, sacerdote por los consejos de Vicente, había sido colocado por él en el hospital de la Piedad. Allí es donde fue a buscarle Saint Cyran. Comenzó por indoctrinar a este hombre sencillo, por deslumbrarle con su pretendida ciencia, bien preferible a la dirección ignorante del superior de San Lázaro; luego, para acabar de ganárselo, le suscitó tal vez una especie de visionario, que le asustó por cuenta de su primer director. Éste es al menos el hecho extraño relatado por Marguerite Pérrier, sobrina de Pascal.

Un día que Vicente se encontraba en la Piedad, Singlin, saliendo de la iglesia, le vio al fondo del patio, de conversación con una persona y, como él mismo tenía que hablarle, esperó en la escalinata de la iglesia. Allí estaba, cuando una hermana llamada Jeanne o Catherine, una devota del Sr. Vicente, dice Marguerite Perrier, o más bien una emisaria de Saint-Cyran, vino a decirle: «Bueno, Dios mío, Señor, es muy conveniente pedir a Dios por la Iglesia, ya que se va a suscitar un gran persecución, toda la gente de bien van a ser horriblemente perseguidos, y se derramará sangre. –Ay, hermana mía, respondió Singlin señalando a Vicente, ese santo hombre va ser perseguido también! -Ay, no, replicó la hermana con un suspiro; ay, no, Señor, él será de los perseguidores!»8 Después, Singlin se pasó a Saint-Cyran.

Su nuevo director comenzó por prohibirle por largo tiempo las funciones sacerdotales; de manera que cuando las reanudó el día de san Lorenzo, patrón de la iglesia de Port-Royal, todo el mundo creyó que se trataba de su primera misa. Se guardó mucho de continuar diciéndola todos los días, apenas se le podía obligar a decirla, cuenta Lancelot con admiración, las fiestas y los domingos y, de creerle a él, nunca habría ejercido las funciones de su orden y se habría retirado por completo a la soledad9: Saint-Cyran había elegido bien: el discípulo era digno de su maestro.

De todo lo que precede se desprende por anticipado la verosimilitud de todo lo que tenemos que contar ahora de las relaciones de Saint-Cyran con Vicente de Paúl; ; después de la verosimilitud vendrá la certeza.

  1. Extracto de los dieciocho tomos mas. del P. Rapin, Biblioteca del Arsenal, théolog. fr., nº 56.
  2. Mémoires touchan la vie de monsieur Saint-Cyran, por M. Lancelot ; 2 vol., in-12, Cologne,1738, tom. II, p. 111.
  3. «Secreto! Bueno, bueno, madre, ¿dónde está el secreto? ¿acaso es secreto el Santísimo Sacramento, o el Ave María? (De Maistre, de la Iglesia galicana, lib. I, c. VI.)
  4. Port-Royal, tom. I p. 327.
  5. Petri Aurelii opera, tom. II, Vindic., p. 296, 319.
  6. Lettres chrét., carta 93, tom. I, p. 672.
  7. Mémoires, tom. I, p. 181, texto y nota.
  8. Colección de breves documentos para servir a la hist. de Port-Royal, (Recueil…) Utrecht, 1740, p.169.
  9. Mémoires, tom. I, p. 290, 292 y 293.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *