San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 4, capítulo 2

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1880.
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Capítulo II. Ejercicios de los ordenandos.

I. Su origen. –Primer retiro en Beauvais.

Salido de una familia de toga, Augustin Potier de Gesvres, era hijo de  Nicolas Potier de Blancmesnil quien, habiéndose distinguido por su fidelidad a Enrique IV durante la Liga, y a la causa de su hijo, después del asesinato de este príncipe, recibió de María de Médicis por recompensa el título de caballero. Había sido precedido en la sede de Beauvais por su hermano mayor, René Potier, quien, en los estados generales de 1614, fue encargado por el clero de solicitar adhesión del tercer estado  a la publicación del concilio de Trento. Augustin estaba en Roma cuando murió René. Nombrado en su lugar, fue consagrado en 1617 en la iglesia de Saint-Louis de los Franceses. De vuelta a Francia, obtuvo muy pronto toda la confianza de Ana de Austria, que hizo de él en primer lugar su gran capellán y, llegada a regente, le introdujo en el consejo con el título de ministro de Estado. Pero caído en desgracia al cabo de algunos días, fue invitado a volver a su diócesis, donde murió en 1650. Ha pasado a la historia por un ministro incapaz, sobre todo porque fue enemigo de la política de Richelieu y quiso reemplazar las alianzas protestantes por las alianzas católicas. Es hacer oír al menos algún juicio que se emite sobre el hombre de Estado, quién era el obispo en Augustin Potier. En efecto, por su celo, su vigilancia pastoral, su amor a la Iglesia, fue uno de los mejores prelados de su tiempo.

Nos encontramos en 1628. desde su nombramiento al obispado de Beauvais, A. Potier gemía ante Dios por los males de su diócesis. De ello le hablaba con frecuencia a Bourdoise a quien les gustaba ver en París, con más frecuencia todavía con Vicente de Paúl quien, por sí mismo o por los suyos, había evangelizado con un éxito maravilloso casi todos sus campos. Pero si las Misiones, las Cofradías de la Caridad habían renovado a sus pueblos, habían dejado a su clero en el desorden y la ignorancia. Tal era el objeto de todas las conversaciones del digno obispo con Vicente sea en París, sea en Beauvais, a sonde le invitaba a menudo a volver. Un día que apremiaba vivamente al santo sacerdote para que le indicara un remedio a un mal tan grande: «Monseñor, respondió Vicente, vayamos derechos a la fuente. Imposible enderezar a los eclesiásticos endurecidos en el desorden, pues un mal sacerdote no se convierte casi nunca. Es pues en los aspirantes al sacerdocio, y no en los que están ya revestidos de él, donde debéis buscar el principio de la renovación del clero. No admitáis a las órdenes más que a aquellos en quienes veáis la ciencia requerida y todas las señales de una verdadera vocación; y a esos mismos preparadlos durante el tiempo posible, para hacerlos cada vez más capaces de las funciones del santo ministerio.»

A Potier le pareció bien este pensamiento. Pero ¿cómo ejecutarlo en un tiempo en que no había ni seminarios, ni colegios eclesiásticos? Pasaron algunas semanas. En el mes de junio de ese año de 1628, el obispo y el santo sacerdote viajaban en la misma carroza, y la conversación entro por los cauces acostumbrados. De repente los ojos del obispo se cerraron, y pareció caer en un profundo sueño. Pero pronto levantándose: «No estoy durmiendo, dijo. Acabo de reflexionar seriamente en el mejor medio de preparar a los jóvenes eclesiásticos a las santas órdenes. Por ahora yo no puedo hacer otra cosa que recibirlos en mi casa, tenerlos allí unos días, y mandar instruirlos durante ese tiempo, por medio de conferencias regladas, sobre las cosas que deben saber y sobre las virtudes que deben practicar. – Oh! Monseñor, interrumpió Vicente en un santo arrebato y elevando la voz muy por encima del tono ordinario de su modestia, ése es un pensamiento que viene de Dios, ése es un excelente medio de poner poco a poco a todo el clero en buen orden.» La conversación continuó así por largo tiempo, Vicente animando al obispo, y el obispo reafirmándose cada vez más en su propósito. «A vos, Señor Vicente, toca ayudarme a llevarlo a cabo, dijo por fin Potier cuando se separaron. Yo voy a prepararlo todo; vos poned por escrito el orden de los ejercicios que seguir durante este retiro y el proyecto de las materias que conviene tratar en él. luego diríjase a Beauvais quince o veinte días antes de la ordenación próxima. – Obedeceré, Monseñor, respondió Vicente, estando más seguro de que Dios me pide este servicio, saliendo de la boca de un obispo, que si me lo hubiera revelado un ángel.»

El mes de setiembre siguiente, estaba Vicente, en efecto, en Beauvais con Duchesne y Messier, doctores de la facultad de París. Después de examinar a los ordenandos, el obispo mismo hizo la apertura de los ejercicios, y los doctores comenzaron sus charlas, que prosiguieron hasta el día de la ordenación. Charlas y ejercicios, todo se hizo según el orden y la programación trazados por el siervo de Dios. Cosa única tal vez en su vida, a pesar del poco tiempo permitido a su lentitud acostumbrada y el control de la experiencia que esta vez le faltaba, a la primera alcanzó la perfección, aunque el retiro de Beauvais sirvió literalmente de modelo a todos los retiros de ordenación que se hicieron en adelante, después como antes de la erección de los seminarios. Vicente se había reservado la explicación del decálogo. Lo realizó de una manera tan clara, tan fuerte y tan sentida que casi todos los asistentes quisieron hacer con él su confesión general. Duchesne mismo, que no descansaba de sus propias charlas al pie de la cátedra del santo sacerdote, adonde seguía acudiendo a buscar inspiraciones, quedó impresionado como los demás y, con gran edificación de los ordenandos, hizo también con Vicente una confesión de toda su vida.

II. Su fundación en París, en Bons-Enfants y en San Lázaro.

Tal fue el primer retiro de los ordenandos. Al cabo de dos años, llegado a París el obispo de Beauvais, contó al arzobispo Juan Francisco de Gondi los grandes frutos que estos ejercicios comenzaban a producir en su diócesis y la importancia o mejor la necesidad de extenderlos a toda la Iglesia de Francia, comenzando por la capital. Además, más afortunado que ningún otro obispo, ¿no tenía Juan Francisco a su disposición y a mano a Vicente de Paúl, este hombre preparado para todo bien, y a quien una experiencia decisiva había mostrado tan idóneo para asegurar el éxito de esta obra excelente? Impresionado por estas razones y espoleado por el celo, presionado además por Bourdoise, el arzobispo ordenó, por un mandato escrito del 21 de febrero de 1631, que todos los aspirantes a las órdenes en su diócesis estuvieran obligados a prepararse a ellas con un retiro de diez días. Bourdoise había pensado en prestarse él mismo a la ejecución de este reglamento; pero, como casa era muy incómoda, pidió a Vicente que se encargara de la obra y de recibir a los ordenandos en el colegio de   Bons-Enfants. Vicente se negó en un principio, diciendo que los ejercicios no eran del instituto de los Misioneros. Se rindió al final y abrió su colegio a los ordenandos. En efecto, este colegio primero, y pronto San Lázaro, fue designado como lugar de reunión por las ordenanzas del arzobispo de París.

El primer retiro se dio en la cuaresma siguiente y fue seguido de otros cinco en el curso de este año de 1631. Lo mismo pasó después hasta 1634, cuando los retiros se redujeron a cinco cada año por la suspensión del de mediados de la cuaresma. Se comprende con facilidad qué aumento de trabajo y de gastos supuso para la naciente congregación, que no poseía por entones más que un puñado de sacerdotes y muy escasos recursos. Y, a pesar de ello, en el año de 1638 la carga se agravó más todavía. No sólo el arzobispo y el clero, sino las gentes del mundo y las mujeres mismas se dieron cuenta pronto con admiración de los cambios que estos ejercicios operaban en los eclesiásticos de las parroquias, cada vez más modestos, más piadosos, más atentos a las santas ceremonias. Todo el mundo los distinguía a su favor de los clérigos extraños a la diócesis de París que no habían sido formados bajo la misma disciplina. Algunas damas piadosas propusieron entonces a Vicente que admitiera a los ejercicios a todos los ordenandos, fuera cual fuera su diócesis, y ellas se ofrecieron a ayudarle con sus limosnas. Una de ellas la presidenta de Herse se encargó de todo por cinco años y envió en cada ordenación 1.000 libras a San Lázaro. La hermana del arzobispo, Carlota Margarita de Gondi, marquesa de Maignelay que consagraba su viudez y su fortuna a toda clase de buenas obras1, y las Damas de la Caridad de París se unieron después a la presidenta de Herse y contribuyeron a los gastos. Pronto incluso hubo motivos de esperar una fundación duradera. Al comienzo de su regencia, Ana de Austria vino un día a Bons-Enfants durante un retiro de ordenación, asistió a una charla dada por Francisco de Perrochel, alumno y compañero de Vicente de Paúl, que acababa de ser nombrado al obispado de Boulogne. Quedó vivamente impresionada, y su honda piedad no tuvo dificultad en comprender qué importante era proseguir una obra tan útil a la Iglesia. Las damas de su séquito, algunas de las cuales, entregadas a esta obra, la habían arrastrado sin duda a Bons-Enfants, aprovecharon la ocasión para decirle: «Esta sí que es, Señora, una obra que merecería una fundación real.» Prometió pensarlo. Pero las dificultades de la Regencia y las demás necesidades del reino le hicieron abandonar este proyecto, y ella se contentó, al expirar los cinco años de la presidenta de Herse, con enviar durante dos o tres años algunas limosnas para contribuir al mantenimiento de los ordenandos. Después de lo cual, todo el peso del gasto recayó sobre la casa de San Lázaro; peso muy duro, sobre todo a partir del año 1646, cuando se debió en lo sucesivo, por ordenanza del arzobispo, admitir a los ejercicios incluso a los que no debían recibir más que las órdenes menores para darles más tiempo de reflexión con tiempo sobre su vocación y sobre los deberes del sacerdocio. El número de los ordenandos se elevó así de setenta a noventa y a veces a cien eclesiásticos que, cinco veces al año, y once días en cada ordenación, es decir durante cerca de dos meses, eran alojados, alimentados, mantenidos totalmente en San Lázaro, a expensas de la compañía de la Misión solamente. Calcúlese este gasto y júzguese la sobrecarga que imponía a Vicente en particular durante los años de disturbios y escasez, en que ya costaba tanto mantener vivos a los suyos. Y no obstante, en estas rudas circunstancias, resultó en vano que personas de importancia le comprometieran a renunciar, al menos momentáneamente, a esta onerosa caridad. En su desprecio de los bienes de este mundo, sobre todo cuando el bien de Dios y de la Iglesia estaban en juego, él no quiso nunca consentir. No sólo continuó recibiendo a su cargo a los ordenandos, sino que se opuso a todo ahorro que, disminuyendo su bienestar, habría podido encoger su alma y cerrarla a las gracias del retiro2

III. Reglamento de estos ejercicios.

Este es el orden que prescribió para el mejor empleo de estos días preciosos. Al llegar a Bons-Enfants o a San Lázaro, los ordenandos daban sus nombres y cualidades. En la puerta se encontraban con los hijos de Vicente de Paúl, sacerdotes, clérigos y hermanos que los esperaban como criados que esperan a sus dueños. Los misioneros recibían su pequeño equipaje, se encargaban de él, los conducían a sus habitaciones, y se ponían a su disposición para toda clase de servicios. No sólo los dirigían por la casa, les explicaban el oren del día, los animaban, les recomendaban la fidelidad, el recogimiento, el silencio y la modestia, sino que les hacían cada día las camas y las habitaciones, se rebajaban para servirles a los más bajos oficios. Un director de ordenación llevaba la intendencia de unos y de otros, y vigilaba para que los oficiales y ordenandos cumplieran con su deber para mayor éxito del retiro. De les daban cada día dos charlas: una por la mañana, sobre los principales capítulos de la teología moral; la otra, por la noche, sobre las virtudes y funciones de las sagradas órdenes. Las de la mañana comprendían sucesivamente las censuras e irregularidades; el sacramento de penitencia y las disposiciones que requiere ya en sus ministros, ya en los que se acercan a él; las leyes divinas y humanas; los pecados con sus circunstancias, sus efectos y sus remedios; el decálogo, los sacramentos y el símbolo de los apóstoles.

Las charlas de la tarde trataban de la oración mental, de su necesidad y de su método; de la vocación eclesiástica, de su importancia, de sus señales, y del modo de corresponder a ella; del espíritu sacerdotal, de su naturaleza y de su adquisición; de las órdenes en general y en particular, de sus obligaciones, de las disposiciones de ciencia y de virtud para recibirlas bien, para conservar y aumentar su gracia; por último, de la vida santa y laboriosa de los eclesiásticos en el mundo.

Si se exceptúan las conferencias estrictamente teológicas, inútiles en adelante desde el establecimiento de los seminarios, tal es el orden que se observa todavía en todos los retiros de ordenación y, como casi todas las instituciones destinadas para bien del clero y de los pueblos, se remonta hasta Vicente. Pero como era imposible tratar en diez días, con un desarrollo conveniente, materias tan extensas, se adaptaban a dar al menos un compendio que recordara a los sabios lo que habían estudiado ampliamente, y sirviera a los más ignorantes de primer informe y también de programa para estudios posteriores. Después, a fin de inculcar a todos con mayor profundidad la ciencia competente, todos los días, después de cada charla, ante todo después de las charlas teológicas, se los distribuí en  pequeñas academias compuestas de doce o quince ordenandos de igual fuerza más o menos. Cada una estaba presidida por un sacerdote de la Misión quien preguntaba a los ordenandos sobre lo que se había dicho de más importante, los animaba a conversar entre ellos, dirigía y resumía la discusión, de suerte que quedara en todas las cabezas un rasgo profundo y duradero.

Con el fin de unir la práctica a la teoría, cada día se ejercitaba también a los ordenandos en la oración mental, en la recitación pública del oficio divino, en las ceremonias de la Iglesia, en las funciones de las diversas órdenes que iban a recibir. Por último los disponían a una confesión de toda su vida o a una revisión de los últimos años, que iba seguida de una comunión general. no podían salir y volver a sus casas hasta el domingo siguiente a la ordenación, después de una misa mayor y una comunión de acción de gracias.

Con todo, no se les imponía, ni siquiera durante este retiro, un régimen demasiado austero. Alimentación, sueño, recreaciones, todo se les daba en proporción conveniente. En una palabra, se los sometía al plan de vida que debían y podían continuar con facilidad en el mundo.

IV. Espíritu de estos ejercicios.

Ese es el cuerpo, de alguna manera,  de estos piadosos ejercicios. Vicente era el alma por sí mismo o por aquellos a los que infundía su espíritu. En los días que precedían a cada ordenación, insistía con celo y santa elocuencia para disponer a los suyos a la gran obra de la que iban a ser los instrumentos.

Buscaba en primer lugar hacerles comprender su grandeza divina y su necesidad: «Emplearse en hacer buenos sacerdotes, decía, y colaborar en ello como causa segunda eficiente instrumental, es hacer el oficio de Jesucristo que, durante su vida mortal, parece haber puesto todo el empeño en formar a doce buenos sacerdotes, que son los apóstoles; habiendo querido, para ello, permanecer varios años con ellos a fin de instruirlos y formarlos en este divino ministerio… Nosotros somos pues llamados por Dios en el estado que hemos abrazado para trabajar en una obra maestra: puesto que es una obra maestra hacer buenos sacerdotes, después de lo cual no se puede pensar en nada más grande ni más importante… ¿Qué hay más grande en el mundo que el estado eclesiástico? Los principados y los reinos no se le pueden comparar. Los reyes no pueden, como los sacerdotes, cambiar el pan en le cuerpo de Nuestro Señor, perdonar los pecados, y todas las demás ventajas que tienen por encima de las grandezas temporales.»

Si tal es la grandeza del sacerdocio, que se piense en su acción, saludable o funesta, según sea fiel o no a su vocación: «Como son los pastores, así son los pueblos. Se atribuyen a los oficiales de un ejército los buenos y los malos éxitos de la guerra; y se puede decir también que si los ministros de la Iglesia son buenos, si cumplen su deber, que todo irá bien; y al contrario, si no lo cumplen, que ellos son causa de todos los desórdenes… Sí, nosotros somos la causa de esta desolación que asola a la Iglesia, de esta deplorable disminución que ha sufrido en tantos lugares; habiendo quedado arruinada casi por completo en Asia y en África, y hasta en una gran parte de Europa, como en Suecia, en Dinamarca, en Inglaterra, Escocia, Irlanda y otras Provincias unidas, y en una gran parte de Alemania. ¡Y cuántos herejes no tenemos nosotros en Francia! .. Sí, Señor, somos nosotros quienes hemos provocado vuestra cólera; son nuestros pecados los que han atraído esas calamidades. Sí, son clérigos y los que aspiran al estado eclesiástico, son los subdiáconos, son los diáconos, son los sacerdotes, nosotros que somos sacerdotes, los que hemos causado este desolación en la Iglesia.» Y, entrando en detalles más particulares, recorría los rangos de eclesiásticos de su tiempo. Unos son inútiles: Dicen su breviario, celebran su misa, y eso muy pobremente, algunos administran los sacramentos más o menos bien, y eso es todo.» Pero un gran número de los demás están en el vicio y en el desorden. Y hablaba de os sacerdotes de toda una provincia, de tal manera entregados a la bebida, que se había necesitado una asamblea de obispos para buscar  a este mal innoble un remedio que no se encontraba. «No es, añadía él para consolarse y consolar a los suyos, no es que todos los sacerdotes están en el desorden. No, oh Salvador, que hay santos eclesiásticos! . Nos vienen tantos aquí al retiro, párrocos y otros, que vienen de muy lejos exclusivamente para poner buen orden en su interior. Y cuántos buenos y santos sacerdotes en París. Los hay en gran cantidad; y entre estos Señores de la conferencia que se reúnen aquí, no hay ninguno que no sirva de ejemplo: trabajan todos con frutos sin igual. Si pues hay malos eclesiásticos en el mundo, -yo soy el peor, el más indigno y el mayor pecador de todos, -también por el contrario los hay que alaban altamente a Dios por la santidad de sus vida.»

Pues bien, nuestra vocación es corregir a los malos y perfeccionar a los buenos. Pero ¿quiénes somos nosotros para este ministerio?  «No somos más que unos pobrecitos, pobres trabajadores y campesinos; y ¿qué proporción hay de nosotros miserables a un oficio tan santo, tan eminente y tan celestial?… Es a nosotros a pesar de todo a quienes Dios ha confiado una gracia tan grande como la de contribuir a restablecer el estado eclesiástico. Dios no se ha dirigido para ello, ni a los doctores, ni a tantas comunidades y religiones llenas de ciencia y de santidad; sino que se ha dirigido a esta pequeña, pobre y miserable Compañía, la última de todas y la más indigna. ¿Qué encontró Dios en nosotros  para un empleo tan grande? ¿Dónde están las acciones ilustres y resonantes que hemos hecho? ¿dónde esa grande capacidad? Nada de eso; es a unos pobres miserables idiotas a quienes Dios, por su pura voluntad, se dirigió, para tratar una vez más de reparar las brechas del reino de su hijo y del estado eclesiástico. Oh, Señores, conservemos bien esta gracias que Dios nos ha dado con preferencia a tantas personas doctas y santas que la merecían más que nosotros; pues si nosotros llegamos a hacerla inútil con nuestra negligencia, Dios nos la retirará para dársela a otros y para castigarnos por nuestra infidelidad. Ay, ¿quién de nosotros será la causa de una desgracia tan grande, y quién privará a la Iglesia de un bien tan grande? ¿No seré acaso yo, miserable? Ay, no se necesita más que un miserable, tal como yo, quien por sus abominaciones aparte los favores del cielo de toda una casa, y haga caer la maldición de Dios. Oh Señor, que me veis todo cubierto y lleno de pecados que me abruman, no privéis por ellos de vuestras gracias  a esta pequeña Compañía, haced que continúe sirviéndoos con humildad y fidelidad, y que coopere al plan que parece que tenéis de hacer, por su ministerio, un último esfuerzo para contribuir a restablecer le honor de vuestra Iglesia.»

Así es como Vicente se complacía siempre en su bajeza, se sumergía en ella muy feliz, y se esforzaba en arrastrar a los suyos con el mismo sentimiento. Pero, lejos de encontrar la desesperación, encontraba en ello la confianza. Dios, decía, ha empleado siempre instrumentos débiles para los grandes designio. En la institución de la Iglesia, ¿no escogió a unos pobres ignorantes y rústicos? Sin embargo, con ellos destruyó la idolatría, sometió a la Iglesia a los príncipes y a los poderosos de la tierra, y extendió nuestra santa religión por todo el mundo. Él puede servirse también de nosotros, despreciables como somos, para ayudar al avance en la virtud del estado eclesiástico. En nombre de Nuestro Señor, Señores y hermanos míos, entreguémonos a él, para contribuid todos con nuestros servicios y buenos ejemplos, con oraciones y mortificaciones.»

Y con estas últimas palabras resumía los medios que le gustaba aconsejar para asegurar el éxito de la santa obra. Antes y después de todo, en todo la oración: «Conviene orar mucho, en vista de nuestra insuficiencia… Salvador mío, todo no servirá de nada, si vos no ponéis en ello la mano. Es necesario que sea vuestra gracia la que opere todo en nosotros, y la que nos dé este espíritu sin el cual no podemos nada. ¿Qué sabemos hacer, nosotros que somos miserables? Oh Señor, dadnos vuestro espíritu de vuestro sacerdocio que tenían los apóstoles y los primeros sacerdotes que los siguieron. Dadnos el verdadero espíritu de este sagrado carácter que vos habéis puesto en pobres pecadores, en artesanos, en gente de aquel tiempo, a quienes por vuestra gracia comunicasteis este grande y divino espíritu.» Entonces pedía a todos, en la época de las ordenaciones, que ofrecieran a Dios, con el fin de obtener buenos sacerdotes, sus comuniones, sus oraciones y todas sus buenas obras. Se lo pedía a los suyos, se lo pedía a las comunidades religiosas, a las Damas de la Caridad, a quienes enviaba a implorar esta gracia al altar de la Virgen en la iglesia de Nuestra Señora3. Y, para animar estas peticione, decía: «Santa Teresa, que veía en su tiempo la necesidad que tenía la Iglesia de buenos  obreros, pedía a Dios que hiciera buenos sacerdotes, y quiso que las hijas de su orden hiciesen a menudo oración por ello. y puede ser que el cambio en mejor que se ve en esta hora en el estado eclesiástico, es debido en parte a la devoción de esta gran santa.» Cuanto más humildes, más seguras le parecían de ser escuchadas. Por eso, se lo pedía a los hermanos más humildes de su comunidad. «Podrá suceder quizás, decía, que si Dios quiere que haya algún fruto sea por las oraciones de un hermano que no se acerque a estos señores ordenandos. Estará ocupado en su trabajo ordinario, y mientras trabaja se elevará a Dios con frecuencia para pedirle que tenga a bien bendecir la ordenación, y puede ser también que, sin que lo piense, Dios haga el bien que él desea por las buenas disposiciones de su corazón. Se lee en los salmos: Desiderium pauperum exaudivit Dominus…» Aquí Vicente se detuvo de repente, por no acordarse del resto del versículo y, siguiendo su humilde costumbre, familiar y dramático, se volvió hacia sus asistentes y preguntó: ¿quién me dirá el resto?» uno de ellos terminó: «Praeparationem cordis eorum audivit auris tua. –Dios le bendiga, Señor,» respondió el santo. –Era su agradecimiento ordinario. Y encantado de la belleza de este pasaje, lo repitió varias veces con transportes de alegría y de devoción; saboreó su dulzura, y añadió, para comunicar el gusto a sus discípulos: «¡Maravilloso modo de hablar, digno del Espíritu Santo! «El Señor ha escuchado el deseo de los pobres, él ha oído la preparación de su corazón;» para hacernos ver que Dios escucha a las almas bien dispuestas antes de que se lo pidan. Esto es de gran consuelo, y nosotros debemos sin duda animarnos en el servicio de Dios, aunque no veamos en nosotros más que miserias y pobreza.»

A la oración recomendaba unir la humildad. «Estas deben ser, decía, las armas de los Misioneros; por este medio es como todo tendrá buen fin, por la humildad que nos hace  desear la confusión de nosotros mismos; ya que créanme, Señores y hermanos míos, es una máxima infalible de Jesucristo que yo les he anunciado a menudo de su parte, que antes que un corazón se vacíe de sí mismo, Dios lo llena; es Dios quien queda y quien actúa ahí dentro, y es el deseo de la confusión el que nos vacía de nosotros mismos, es la humildad, al santa humildad; y entonces ya no seremos nosotros los que actuaremos, sino Dios en nosotros, y todo andará bien. Oh ustedes pues que trabajan inmediatamente en esta obra, ustedes quienes deben poseer el espíritu de sacerdocio inspirándoselo a quienes no lo tienen, ustedes a quienes Dios ha confiado estas almas para disponerlas a recibir este Espíritu santo y santificador, no apunten más que a la gloria de Dios; tengan la sencillez de corazón con él y el respeto con estos Señores sepan que es así como les aprovechará a ustedes. Todo lo demás les servirá de poco. No hay otra cosa que la humildad y la pura intención de agradar a Dios que haya hecho triunfar esta obra hasta ahora.»

La humildad es entregada y servicial. «Rindamos a los señores ordenandos, añadía el santo, toda clase de respetos y de deferencias, no nos hagamos los entendidos, sino sirvámosles cordial y humildemente…usando una vigilancia particular en ver, en buscar y en facilitarles sin demora todo lo que pueda contentarlos; siendo ingeniosos en proveer a sus necesidades; adivinando incluso, si es posible, sus inclinaciones y sus deseos, y adelantándonos para satisfacerlos en lo que se pueda razonablemente.»Ël mimo daba ejemplo y no temía rebajarse a las más viles funciones. Se le vio un día lustrar los zapatos de un ordenando, a quien un Hermano le había negado este servicio4.

Contaba muy en particular para el éxito de los ejercicios con la predicación del buen ejemplo, de todas la más elocuente y la más eficaz «Lo que el ojo ve, decía, nos llega mucho más que lo que el oído oye, y creemos más bien en un bien que nosotros vemos que en el que oímos. Y aunque la fe entre por el oído,  fides ex auditu, sin embargo, las virtudes cuya práctica vemos causan más impresión en nosotros que las que se nos enseñan. Las cosas físicas tienen todas sus especies diferentes por las cuales se las distingue. Cada animal, y el hombre mismo, tiene sus especies, que le dan a conocer tal como es y distinguir de otro de parecido género, de la misma manera los siervos de Dios tienen especies que los distinguen de los hombres carnales; es una cierta composición exterior humilde, recogida y devota que procede de la gracia que tienen dentro, la cual lleva sus operaciones al alma de los que las examinan. Hay personas aquí tan llenas de Dios. que no las miro sin sentirme impresionado. Los pintores, en las imágenes de los santos, nos los representan rodeados de rayos; es que los justos que viven santamente en la tierra difunden una luz especial al exterior que no es propia más que de ellos. Aparecía tanta gracia y tanta modestia en la santísima Virgen, que imprimía reverencia y devoción en los que tenían la suerte de verla; y en Nuestro Señor aparecía todavía más; sucede la mismo en proporción con los demás santos. Todo ello nos hace ver, Señores y hermanos míos, que si trabajan en la adquisición de las virtudes, que si se llenan de las cosas divinas, y si cada uno en particular tiene una tendencia continua a su perfección; aunque no tuvieran ningún talento exterior para emplearlo en estos señores ordenandos, Dios hará que con sola su presencia les lleguen luces a su entendimiento y encienda sus voluntades para hacerlos mejores.»

Siendo el buen ejemplo la única predicación en uso entre los hermanos, Vicente se lo recomendaba, en este sentido, con la misma insistencia que la oración y el buen servicio; pero hacía de ello una urgencia no menos estrecha a sus clérigos y a sus sacerdotes, sobre todo en la iglesia y en las ceremonias. La precipitación, las genuflexiones trucadas(simulacro de), las menores negligencias en el oficio eran un suplicio para su espíritu de religión, y un espanto a su alma siempre temblorosa ante la posibilidad de un escándalo. También avisaba en particular, y cuando hacía falta en público, de todas las infracciones que observaba. Uno de los suyos pasaba ligeramente por delante del altar con una inclinación inmodesta e irreflexiva, le llamaba enseguida y le mostraba cómo y hasta qué punto había que rebajarse ente Dios. Y decías entonces: «Nosotros ni debemos presentarnos como marionetas, a las que se les obliga a hacer movimientos ligeros y reverencias sin alma y sin espíritu5.» Y añadía en su costumbre humilde de hacerse responsable de todas las faltas: «¿Quién es culpable, hermanos míos? Es este miserable que se pondría de rodillas, si pudiera. Excusen mis incomodidades6.» En efecto, cuando se vio incapaz de colocar la rodilla en tierra, fue para él una privación cruel, que atribuía a sus pecados, y por la que pedía públicamente perdón, con ruego de que no se escandalizaran. «No obstante, añadía, si veo que la Compañía se relaja, me esforzaré en poner la rodilla en tierra, me cueste lo que me cueste, manos al levantarme lo mejor pueda, con la ayuda de alguno de ustedes, o apoyándome en las manos, para dar de esta forma el ejemplo que debo. Ya que las faltas que se cometen en una comunidad, se imputan al superior, y las de la congregación en este punto son de consecuencia: bien a causa de que se trata de un deber de religión, y de una reverencia exterior que marca el respeto interior que tributamos a Dios; que ya que si somos los primeros en faltar en ello, los ordenandos y los eclesiásticos de fuera que vienen aquí creerán que no están obligados a hacer más y los de la Compañía que vengan después de nosotros y que se comportarán según nosotros, harán todavía menos, y de esta forma todo irá decayendo; puesto que si el original es defectuoso, ¿qué les pasará a las copias?. Les ruego pues, Señores y hermanos míos, poner en ello mucha atención y comportarse en esta acción, de manera que la reverencia interior se adelante y acompañe siempre a la exterior. Dios quiere ser adorado en espíritu y en verdad, y todos los verdaderos cristianos deben comportarse de ese nodo, a ejemplo del Hijo de Dios, el cual, prosternándose con el rostro en tierra en el huerto de los Olivos, acompañó esta devota postura con una humillación interior muy profunda, por respeto a la majestad soberana de su Padre.»

Lo que decía de la genuflexión, lo extendía al resto de las ceremonias. «No son, en verdad, más que la sombra, pero es la sombra de las cosas más grandes, que requieren que se las haga con toda la atención posibles, y que se las muestre con un silencio religioso, y una gran modestia y gravedad. ¿Cómo las harán estos señores, si nosotros mismos no las hacemos bien? Que se cante reposadamente, con moderación, que se salmodie con un aire de devoción. Ay, ¿qué responderemos nosotros a Dios, cuando nos pida cuenta de esto, si se hizo mal?»

Y concluía así este capítulo de la edificación de los ordenandos: «¡Qué dichoso son ustedes, Señores, por extender con su devoción, dulzura, afabilidad, modestia y humildad, el espíritu de Dios en estas almas y servir a Dios en la persona de estos mayores servidores! ¡Qué dichosos son ustedes que les darán buen ejemplo en las conferencias, en las ceremonias, en el coro, ene. refectorio y en todas partes! Oh, ¡qué dichosos seremos todos, si con nuestro silencio, discreción y caridad, respondemos a las intenciones para las cuales Dios nos los envía!»

En estas recomendaciones multiplicadas había, aparte del acento de la virtud, sabiduría profunda y experiencia consumada. Entre los eclesiásticos den número casi infinito que venían a San Lázaro, se hallaban hombres de un talento eminente y de una ciencia ya muy difundida, sobre los que el espectáculo del bien debía producir más efecto que el lenguaje más elevado del saber y de la elocuencia. Así Vicente decía de ellos: «No es con la ciencia como se los gana ni por las bellas cosas que se les dice. Son más sabios que nosotros. Muchos son bachilleres, y algunos licenciados en teología, otros doctores en derecho, y hay pocos que no sepan la filosofía y una parte de la teología. Investigan todos los días, y casi nada de lo que se les pueda decir aquí les resulta nuevo; ellos lo han oído o leído ya. Dicen ellos que no es eso lo que los impresiona, sino que es las virtudes que ven practicar aquí7

Sencillez en la exposición y la palabra, pureza en la intención, es lo que Vicente pedía a los oradores de los retiros  de ordenandos, y en estos dos puntos se resumía su retórica: «Conviene que dicten la moral familiar y desciendan siempre a lo particular, con el fin de que entiendan y comprendan bien. Conviene apuntar a eso, obrar de manera que los oyentes se queden con todo los que se les ha dicho en la charla. Guardémonos mucho de que esa mal espíritu de la vanidad se introduzca en nosotros al querer hablarles de las cosas altas y escogidas; ya que eso no hace más que destruir, en lugar de edificar. Pues bien, se llevarán todo cuanto se les haya dicho en la conferencia si se les inculca con sencillez y si se les habla de ello solamente, y no de otras cosas… La sencillez los edifica, y se sienten satisfechos con ello y no vienen a buscar aquí otra cosa. Las verdades que se les enseñan son bien recibidas con este hábito; sin bien recibidas con este adorno natural.»

Mas, para eso, hay que olvidarse de sí mismo, elevarse a Dios y pedirle toda inspiración. «Ya que Dios es una fuente inagotable de sabiduría, de luz y de amor. En él debemos  encontrar lo que damos a los demás. Debemos anular nuestro propio espíritu  y nuestros sentimientos particulares para dar lugar a las operaciones de la gracia, única que ilumina y calienta los corazones. Hay que salir de sí mismo para entrar en Dios, hay que consultarle para aprender su lenguaje, y rogarle que hable en nosotros y por nosotros. Él haré desde entonces, y nosotros no echaremos a perder nada. Nuestro Señor, conversando con los hombres, no hablaba por sí mismo: ‘Mi ciencia, decía, no es mía, sino de mi Padre; las palabras que yo hablo no son las mías, sino que son de Dios’. Esto nos muestra cuánto debemos recurrir a Dios, para que no seamos nosotros los que hablemos y actuemos, sino que sea Dios.»

Estas reglas de predicación se las daba Vicente no sólo a los suyos sino a los oradores extraños a quienes llamaba en su ayuda en la época de las ordenaciones. Ya que sus Misioneros, poco numerosos todavía, y que no volvían a San Lázaro, después de varios meses de trabajos evangélicos, más que para descansar de su fatigas y prepararse a nuevas fatigas, no podían evidentemente ser suficientes en estos retiros tan frecuentes de las ordenaciones. Vicente escogía con preferencia a sus coadjutores entre los que, habiendo hecho ellos mismos estos ejercicios, estaban ya al corriente del método que seguir. Les pedía ante todo fe, celo y caridad. Pero se sentía dichoso de encontrar en ellos la virtud realzada por el talento y la ciencia. Sería muy brillante la lista de los predicadores de ejercicios que se sucedieron durante treinta años en Bons-Enfants o en San Lázaro. Había doctores ilustres en las justas de Sorbona, prelados de los más distinguidos del reino. Pero doctores u obispos, todos debían conformarse al estilo sencillo del piadoso fundador y seguir las memorias y programas que les ponía en las manos; y, si se apartaban, se lo recordaba con una humildad llena de valor y de fuerza. Escribía a Ozenne, en Polonia, el 17 de marzo de 1656: «Me he visto obligado, durante una ordenación, a echarme por dos veces a los pies de un sacerdote, para pedirle que no se apartara de este hermoso camino, y no quiso creerme. Por lo que Dios nos ha librado de este espíritu vano.» Por el contrario, cuando un predicador, y sobre todo un obispo, impregnaba sus charlas del aire de sencillez de San Lázaro, él le felicitaba con entusiasmo. Sucedió que después de una charla de esta naturaleza, dada en 1656 por el obispo de Sarlat, fue a ver al prelado en su habitación: «Monseñor, le dijo, hoy me habéis convertido.

-Y ¿cómo así, Señor?

-Es que habéis declarado todo lo que habéis dicho tan buenamente y tan sencillamente, que me ha parecido muy impresionante, que no he podido por menos que alabar y bendecir a Dios por ello.

-Ah, señor, debo confesaros con la misma sencillez que habría podido decir alguna cosa más elegante y más elevada, pero habría ofendido a Dios, si lo hubiera hecho8

Edificado cada vez más, Vicente no perdió la ocasión, según su costumbre, de escribir sobre la conferencia y la conversación a sus Misioneros alejados. Así leemos en la carta citada hace un instante: «Nuestros ordenandos se han ido muy satisfechos, gracias a Dios, después de edificarnos grandemente. El Monseñor el obispo de Sarlaat les ha dado la charla de la tarde admirablemente bien; y como se ha observado de cerca la causa de un éxito tan feliz se ha visto que es su humildad para seguir palabra por palabra el proyecto de estas charlas que se ha preparado por los primeros que las han comenzado, sin añadir pensamientos curiosos ni palabras nuevas, así como otros han querido hacer anteriormente, que han echado todo a perder por no ceñirse al método y sencillez ordinarios, ni mantenerse en las materias propias.»

V. Retiro de Bossuet y sus predicaciones en San Lázaro.

De todos los ordenandos que, salidos de San Lázaro, volvieron luego como predicadores, para comunicar a otros el don que habían recibido, el más ilustre es, sin discusión, Bossuet. En la cuaresma de 1652, vino a hacer su retiro de preparación al sacerdocio, y los dos mayores del siglo, uno por el genio, otro por la caridad, se comprendieron al momento y formaron entre ellos un lazo que la muerte misma no pudo soltar. Vicente, cuya humilde sencillez ayudaba, muy lejos de dañar, a un discernimiento exquisito y a una sagacidad infalible, conoció enseguida el mérito de este joven diácono, en quien una reputación prematura y la predicción pronto divulgada de Cospéan, obispo de Lisieux, le habían revelado además una de las grandes luces futuras de la Iglesia. Quedó impresionado, cuenta Le Dieu, por la amplitud y la solidez de un espíritu tan penetrante y tan luminoso, y todavía más por su piedad sincera, la inocencia de sus costumbres, su sencillez, o más bien su candor, su rectitud, su desinterés, la modestia pintada en su rostro, con todas estas virtudes tan queridas y estimadas por él, que poseía él mismo en un grado soberano, y de las que hacía el fundamento  de la vida y de la piedad de sus sacerdotes. También este hombre tan humilde y este hombre tan grande se unían por la sencillez que es, en efecto, el carácter común de la verdadera virtud y del verdadero genio. Es la sencillez del joven Bossuet la que atraía a anciano; es a la sencillez, a la sencillez admirable del santo anciano, a la que Bossuet dará toda su vida testimonio con una emoción manifiesta, a la que pagará, anciano ya él, un último tributo en su carta a Clemente XI. Vicente quiso pues encariñarse con este hombre, a quien el gran maestro de Navarra, Nicolás Cornet, le había recomendado más de una ve con una admiración llena de ternura, y que era por sí mismo tan digno de su estima y de su protección. muy pronto le asociará a las Conferencias de los martes. Entretanto piensa en prepararle la abundancia de las gracias del sacerdocio. Con este propósito, confía a esta persona eminente, ya licenciado, y mañana doctor, no al más sabio, al más hábil, sino al más sencillo, al más humilde de los eclesiásticos de su conferencia, al abate Le Prêtre, a quien veremos reaparecer en su muerte. Y lo que honra el corazón de Bossuet tanto como la perspicacia de Vicente, es que el joven abate dedicó a su humilde director una veneración de la que se sentirá con frecuencia, incluso al crecer en gloria y en saber, satisfecho en prodigarle los más sentidos testimonios. Es justo añadir que a los esfuerzos de Le Prêtre se unieron los templos de otros tantos santos que Bossuet encontró en San Lázaro, y de los que, algunos años antes, Rancé, su feliz rival en la licencia, había escrito después de un retiro de doce días en medio de ellos: «He tenido la gran satisfacción  de esta buena gente, que tienen tan grande piedad. Es una verdadera casa de Dios; no se encuentra en otra parte un ejemplo parecido9.» Bossuet, por su parte, algunos años más tarde, hablará de ello en términos parecidos, y lo atribuirá todo a las lecciones que había aprendido en su compañía10. Por encima de todo pongamos las lecciones y los ejemplos que recibió del mismo Vicente; porque se duda mucho, adivinando una tal gloria y un servidor de la Iglesia tal, no descargó por entero en Le Prètre su preparación al sacerdocio, pero que puso en ello también su mano con su acción poderosa y su superioridad ordinaria. Además, ¿acaso no tenemos el testimonio de Bossuet en la carta ya citada a Clemente XI? «El venerable sacerdote Vicente de Paúl nos fue conocido, dice, desde nuestra juventud, y es en sus piadosos discurso y sus consejos en los que hemos bebido los verdaderos y puros principios de la piedad cristiana y de la disciplina eclesiástica; recuerdo que, incluso a esta edad, nos resulta de un encanto maravilloso11

Transcurrieron siete años. Iniciado en el sacerdocio y arcediano de Metz, Bossuet se hallaba, en 1659, en París, donde su palabra había resonado ya en las cátedras con un estallido y un fruto que justificaban los presentimientos y recompensaban los cuidados de Vicente de Paúl, cuando éste le invitó a dar las conferencias de San Lázaro para las órdenes de Pascua. Bossuet, tan agradecido siempre, aprovechó esta ocasión para desquitarse de la deuda de su sacerdocio, y lo hizo con toda la liberalidad de su celo y de su genio. También, cuando, una vez cumplida su misión, fue a saludar a Vicente y decirle adiós, el venerable superior, estrechándole en sus brazos, le pidió la promesa de venir, en 1660, a hacer, para las órdenes de Pentecostés, lo que había hecho tan bien para las de Pascua. Y en efecto, el año siguiente, Bossuet fue fiel a la cita y esta vez se sobrepasó a sí mismo. La afluencia de los ordenandos fue mayor que nunca. Ya, en 1659, su nombre y su reputación los había atraído en gran número; pero, cuando supieron que debía volver al año siguiente,.pospusieron a esta época su preparación a las órdenes, para asistir a sus instrucciones. Esto lo certifica al abate Fleury, al historiador de la Iglesia, que fue de ese número. También lo fue en 1663 y 1666, después de la muerte de san Vicente de Paúl, cuando Alméras, segundo superior de la Misión, que había admirado ya dos veces su piadosa elocuencia, logró de él que vendría una vez más a dar las charlas de los ordenandos. Hemos de creer incluso que en el intervalo, Bossuet, a quien le gustaba hablar a los sacerdotes, quien dio varias conferencias en el seminario de Saint-Nicolas-du-Chardonnet y en el seminario de los Treinta y Tres, predicó más de una vez también en San Lázaro. Lo que es seguro es que al término de su vida hablaba todavía de los retiros que había predicado a petición de Vicente de Paúl; que él se acordaba con emoción y al mismo tiempo con humildad «de aquel trabajo que nos atrevimos, decía él, a emprender, ayudado con los consejos de aquel hombre de Dios y sostenido por sus oraciones.» Lo que también es cierto es siempre ha tenido como un honor la piedad y el celo de los sacerdotes de la Misión. Trabajó con ellos, primero en Metz, luego en Meaux. Los sostuvo y confirmó en su diócesis, donde realizó también varias fundaciones a favor de las Hijas de la Caridad. Es un Lazarista,  Hébert, párroco de Versalles, quien escuchó su confesión en su enfermedad del mes de agosto de 1703, quien le administró la santa comunión y recibió su testamento; es este mismo Hebert, nombrado obispo de Agen, quien le vio también en París en su lecho de muerte y ofició pontificalmente en Meaux en la ceremonia de sus funerales. Así, por sí mismo o por los suyos, Vicente estuvo presente al comienzo y al final de esta grande carrera sacerdotal12.

VI. Frutos de estos ejercicios.

Con el impulso y la dirección de Vicente de Paúl, con un orden tan hermoso y tan piadosas lecciones, con tales ejemplos y tales predicadores, se puede juzgar del éxito de estos ejercicios de los ordenandos y de los incalculables servicios que prestaron a la Iglesia de Francia, en una época en la que no había seminarios todavía, en la que eran la única institución para la formación y la renovación del espíritu sacerdotal. Italia misma nos los envidió, y los veremos franquear los montes con los hijos de Vicente y establecerse en Génova y en Roma, donde produjeron los mismos frutos que entre nosotros.

Para expresar las bendiciones que mediante ellos le vinieron a Francia, no nos vemos reducidos a las conjeturas, no obstante tan  ciertas, que resultan de cuanto precede. Pero aquí abundan los testimonios directos y positivos. Y en primer lugar, el de Vicente mismo, cuya humildad ha debido callarse para dejar hablar al gozo y a la gratitud. Recuérdese el cuadro de desórdenes de los sacerdotes trazado a la cabeza de este libro y opóngase a este cuadro de la Iglesia de París renovada que Vicente enviaba a du Coudrai, uno de sus sacerdotes de Roma, el 5 de julio de 1653, es decir dos años tan sólo después del comienzo de estos piadosos ejercicios:

«Es preciso que sepáis que ha sido del agrado de la bondad de Dios dar una bendición muy particular, y que no es imaginable, a los ejercicios de los ordenandos. Es tal que todos los que han pasado por ellos, o la mayor parte, llevan una vida como debe ser la de los buenos y perfectos eclesiásticos. Hay incluso muchos que son respetables por su nacimiento o por las demás cualidades que Dios ha puesto en ellos, los cuales viven tan ordenados en sus casas como vivimos nosotros en la nuestra, y son tanto y hasta más interiores que muchos de nosotros, al menos más que yo. Tienen su tiempo reglado, hacen oración mental, celebran la santa misa, hacen los exámenes de conciencia todos los días como nosotros. Se dedican a visitar los hospitales y las prisiones, donde catequizan, predican, confiesan, como en los colegios, con bendiciones muy particulares de Dios. entre otros varios, hay doce o quince en París que viven así, y que son personas de clase, lo que comienza a ser conocido del público.» Y diez años después, el 30 de enero de 1643, escribió a Codoing, otro de sus Misioneros de Roma: «Todos reconocen que el bien que se ve hoy en París viene principalmente de ahí.»

Llegaron a Vicente parecidos informes de todas las provincias adonde había enviado a algunos de sus sacerdotes. En ciertas diócesis hubo primeramente oposición por parte de los ordenandos contra los ejercicios a los que se los quería someter. Unos se negaros a entrar en ellos; otros obligados a tomar parte en ellos formaron al menos la fatal resolución de negarse a la confesión general o a hacerla con los Misioneros. Pero una vez que disfrutaron de las charlas y demás ejercicios, se disputaron pronto el favor de ser admitidos y, en adelante ganados por la gracia, tocados y derramando lágrimas, era precisamente a los pies de los hijos de san Vicente a donde iban a depositar el peso de los crímenes de toda su vida. Entonces era una edificación que sobrepasaba los límites de la soledad, para difundirse, con los ordenandos convertidos, por las ciudades y por los campos. Los pueblos no podían contener las lágrimas de ternura al ver en el oficio divino a estos eclesiásticos transformados, el orden, la modestia, la devoción que llevaban en las ceremonias. «Ya no son hombres, decían dando gracias a Dios, son ángeles del Paraíso.» . así hablaban en sus cartas a Vicente, Henri Louis Chastaigner de La Roche Pozay, obispo de Poitiers; Jacques du Perron, obispo de Angoulême; Éléonor d’Estampes, arzobispo de Reims; Jacques Raoul, obispo de Saintes; Jacques Lescot, obispo de Chartres, y los eclesiásticos de la Conferencia de Noyon. Entonces eran acciones de gracias a Vicente, alabanzas de sus sacerdotes, peticiones insistentes de nuevos obreros, a las cuales, a pesar suyo, no podía satisfacer siempre. Pues había una santa emulación, entre todos los prelados del reino, en procurarse Misioneros para dar a los ordenandos los preciosos ejercicios. Repitámoslo, no se podía exigir nada de más entonces de los obispos más piadosos y más celosos. Se alquilaba como modelos del episcopado, a los que aportaban todos sus cuidados en elegir bien y en preparar bien a los ordenandos. Así, en 1639, cuando el P. Bourgoing, general del Oratorio, publicó su obra sobre los Ejercicios de diez días, no creyó poder hacer nada mejor en el estado actual de la Iglesia de Francia, que recomendar su práctica. «Para obtenerlo, dice, yo ofrecería sin titubear los sacrificios los votos y las oraciones de toda mi vida, y no temería suplicar de rodillas y con toda la humildad posible a los reverendos y piadosos obispos que forzaran a los ordenandos a entregar diez o al menos ocho días a estos piadosos ejercicios y a no eximir a nadie de esta ley, bajo ningún pretexto13.»  Convencidos de su importancia, pero no teniendo en un principio a nadie para darlos, algunos se resignaron a esperar; otros, en mayor número, se hicieron instruir por Vicente sobre el orden en estas clases de retiros; le pidieron memorias y bosquejos de charlas; y, acomodándose a sus instrucciones, produjeron ellos mismos frutos maravillosos. Vicente se alegraba de ver que se hacía el bien y se extendía por otras manos que las suyas. Aparte de la cuenta que tomaba en ello su humildad comprendía muy bien que el carácter de los servidores de Dios es trabajar en hacerse inútiles, buscándose cooperadores y sucesores que puedan actuar cuando ellos falten y perpetuar se obra.

  1. Margarita de Gondi, viuda de Florimond de Halluin, marqués de Maignelay, dio 18.000 libras para la alimentación de los ordenandos en San Lázaro, por testamento y ordenanza de última voluntad, en fecha de 1643 y 1647. Ella murió en 1650. –Archivos del Estado, M. 168.
  2. Entrega de Casset, sum. p.117.
  3. Sum. p. 181.
  4. Carta de Humbert Aucelin, antiguo obispo de Tulle, a Clemente XI, del 18 de julio de 1705. este obispo que fue enterrado en la iglesia de San Lázaro había conocido a muchas personas, que ellas mismas habían estado en relaciones íntimas con san Vicente.
  5. Rep. de oración del 28 de julio de 1655.
  6. Conf. de 25 de setiembre de 1659.
  7. Conf. del 8 de junio de 1658.
  8. Conf. del 8 de junio de 1658. entonces es cuando dijo que se había prosternado hasta tres veces sin éxito a los pies del sacerdote de espíritu vano.
  9. Cartas de Rancé publicadas por B. Gonod, París, 1846, in-8, p. 21. –Carta del 23 de diciembre de 1848.
  10. Carta a Vicente, fechada en Metz, el 12 de enero de 1658.
  11. Carta del 2 de agosto de 1702; (Obras, tom. XXXVIII, p. 336. – Sobre lo que precede, véase Mémoires et Journal de Le Dieu sur la vie et les ouvrages de Bossuet, publicados por el Sr. abate  Guettée, 4 vol. in-8. París, 1856, tom. 1, pp. 28, 30 y ss. –Études sur la vie de Bossuet, por el  Sr. Floquet. 3 vol. in-8, París, 1855, tom., p. 163 y ss.. –Aquí el Sr.. Floquet se equivoca haciendo de Le Prêtre un lazarista.
  12. Le Dieu, obra citada, tom., I, pp., 66, 87. – Floquet, tom., II, pp. 12, 67, 244.
  13. Institutio spiritualis ordinandorum, in-12, 1639, praefac.

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