Capítulo II. Canonización.
I.- Nuevos milagros.
Mientras tanto ni Vieillecases ni la Congregación de la Misión se dormían en los laureles concedidos ya a su santo fundador y, para satisfacer su ambición religiosa y su piedad filial, pedían un decreto de canonización que extendiera a toda la tierra el culto de aquél cuya caridad no había conocido límites. Para ello, eran necesarios nuevos milagros, dos al menos operados a partir de la beatificación. Durante las ceremonias de la beatificación misma en Francia y en otras partes, Dios se había complacido en confirmar con evidentes prodigios el juicio de la Santa Sede y la piedad confiada de los fieles, Otros, más numerosos, habían seguido. Vieillescases presentó una súplica, al efecto de obtener la firma de una comisión de repaso de la causa y de las cartas remisorias que revisten a la comisión con el derecho a hacer en los lugares, por autoridad apostólica, un proceso sobre los nuevos milagros. Desde 1730, el asunto estaba encauzado. El papa se mostraba voluntarioso. El rey y la reina de Francia acababan de transmitirle sus instancias, y el rey de Cerdeña y el duque de Lorena se disponían a escribirle para lograr la reintroducción de la causa con vistas a la canonización1.
Y no fue porque la humildad de los hijos de Vicente sintiera miedo por tanto honor uno tras otro obtenidos. Pero ¿Había que dejar morirse tan hermosos y grandes milagros con las personas sobre quienes habían sido operados?¿No era tal vez temeridad, o tentación culpable de la Providencia, esperar otros más?.¿No se debería aprovechar las buenas disposiciones del papa, entonces Clemente XII, quien repetía sin cesar querer trabajar él mismo en esta canonización? Por último, ¿por qué dejar evaporarse el buen olor de las virtudes de Vicente, del que estaban embalsamadas la curia y la ciudad de Roma?2
Las gestiones pues se continuaron y, el 5 de mayo de 1731, se dirigían cartas dimisorias a Charles-Gaspard-Guillaume de Vintimille, arzobispo de París; a Luis le Bel de Moronval, obispo de Bethléem, y a Flodoart Moret de Bourchenu, antiguo obispo de Vence, constituidas las tres en comisión encargada de informar sobre los nuevos milagros como se había hecho con los primeros.
Firmada la comisión, Vieillescases se dirigió de Roma a París para asistir a la construcción del proceso, escoger él mismo los milagros más propios para ser sometidos al examen de los tres obispos, y hasta, si era necesario, para ser enviado de allí como juez delegado en Polonia, donde se habían operado tres milagros.
Los poderes de la comisión debían durar tres años; por solicitación y cuidados de Vieillecases, el examen estaba terminado al final de 17323, y el proceso, copiado, sellado y cerrado, era remitido al procurador el 24 de abril, para ser llevado a Roma. Los comisarios habían escuchado entre tanto a ciento treinta y cinco testigos, entre los cuales sin contar los enfermos curados, eran obispos, canónigos, sacerdotes seculares y regulares, médicos, cirujanos y otros muchos notables. Sus declaraciones no ocupan menos, en la copia auténtica, de dos gruesos volúmenes in-folio.
Los tres obispos escribían al mismo tiempo a Clemente XII para informarle de su comisión. «Dios ha querido, decía Ventimille, operar muchos prodigios, y oponerlos a los prestigios engañosos de los novadores, con el fin de que la secta, a la que Vicente había resistido con todo el celo de su alma, durante su vida, fuera otra vez vencida por él mismo después de su muerte.» El arzobispo constataba luego la permanencia y la extensión del culto de Vicente desde su beatificación, el deseo universal de su canonización, y por último la duración de sus obras. «Apenas, decía él, existe en Francia una obra de piedad que no le tenga por autor, y que los sacerdotes de la Misión y las Hijas de la Caridad no mantengan.»
Los otros dos obispos hablaban en términos poco más o menos parecidos sobre los milagros cumplidos, decían ellos, casi a la vista de sus ojos, singularmente de los operados en dos nobles inglesas. También daban la fecha de su carta por una alusión a los convulsionarios del cementerio Saint-Médard. «Ni estas jóvenes, añadían ellos, ni ninguna de las personas sanadas han resentido el menor movimiento de estas locas convulsiones que han producido tanto rumor en París; ninguna ha vuelto a caer enferma, como suele suceder a los fabricantes de prestigios. Que Vicente sea canonizado y los novadores entrarán en razón o al menos se ruborizarán de sus locuras.»
Los dos subpromotores de la fe, Blaise le Blanc, doctor en Sorbona y párroco de Saint.Christophe, y Jean Beal, también doctor, describían, por su lado, al promotor de Roma para dar testimonio de la veracidad de los testigos y de la autenticidad de los milagros. Vieillescases, constituido de nuevo procurador de la causa por cartas de Jean Bonnet, superior de la Misión, hizo sucesivamente reconocer la validez del proceso, el incremento del culto y del renombre del beato, el concurso siempre mayor en San Lázaro, el número cada vez más incalculable de ex-votos que daban fe de su eficaz protección, y llegó a proponer los milagros examinados en París. Se requerían solamente dos,; él presentó siete a la sagrada congregación, que él redujo luego a cuatro.
El primero se había realizado en la persona de Catherine-Jean. Esta mujer, a la edad de unos setenta años, fue atacada de una apoplejía que le dejó un temblor general y una parálisis casi completa. Desesperando de curarla, los más célebres médicos no le habían indicado otro remedio que la paciencia. Ella encontró otro más eficaz. El 14 de agosto de 1729, el domingo de la octava de san Lorenzo, se propuso ir a la iglesia del santo diácono, su iglesia parroquial. De su casa a san Lorenzo, había apenas un cuarto de hora de camino. Al cabo de dos horas se encontraba sólo junto a la iglesia de San Lázaro. Agotada, entra en ella. Una Hija de la Caridad se le acerca, y, oyendo lo que le pasaba, le dice: «Habéis venido al sitio debido. El cuerpo del beato Vicente de Paúl está en medio del coro: comenzad una novena en su honor, y, si Dios lo quiere, seréis curada.». Catherine no había oído hablar nunca del santo sacerdote. no obstante, se deja llevar a la tumba, y exclama: «Dios mío, curadme de mi parálisis espiritual y corporal!, sin embargo que se cumpla vuestra voluntad. Beato Vicente, rogad por mí!» Y se puso a recitar nueve Pater y nueve Ave. No había acabado, cuando se levanta sin ayuda, regresa a su casa con paso firme, derecha como una vela, dice ella en su declaración y llevando su bastón en alto en señal de victoria.
Más ilustre por su asunto, ya que no por sí misma, fue la curación operada en Louise-Elisabeth de Sackville, noble joven inglesa. En 1730, después de algunos meses de fiebre esta joven perdió absolutamente el uso de la pierna derecha, que pendía de su cuerpo como pende de un árbol una rama que no recibe ya la vida, y el menor movimiento le producía en la cadera dolores intolerables. Todos los remedios no habían servido sino para aumentar su mal. Dos jóvenes de Saint-Thomas de Villeneuve la comprometen entonces, contándole la curación reciente de una joven Irlandesa, a hacer una novena ante el relicario de Vicente. Se determina a ello después de unos días de repugnancia. El 20 de diciembre de 1732, ella se hace llevar a San Lázaro en carroza de la que la bajan como una masa inerte, para arrastrarla después en muletas y brazos de dos criados hasta el lugar en que ella debe oír la misa. El noveno día ningún cambio todavía en su estado. pero un sacerdote de la Misión quien le hacía el relicario en que estaba encerrado el corazón del corazón del beato, la exhortó a la perseverancia, y ella continúa rezando. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, se siente de repente curada. Ella se lo dice a su hermana Teresa, camina delante de ella sin apoyo, y ésta, asustada más todavía que gozosa, la deja sola y corre a anunciar el prodigio a toda la casa. las dos hermanas se alojaban en casa de una protestante, la Sra. Hayes quien, en un papel con su mano nos va a contar el milagro y a decirnos las últimas circunstancias:
«Yo, la abajo firmante, por propia iniciativa, declaro ante Dios y certifico al público para dar testimonio de la verdad, que habiendo dado, a título de pura amistad, un alojamiento en un apartamento de mi casa, a la señorita Louise-Élisabeth de Sackville, ella cayó enferma de peligro hacia el mes de marzo de 1730, y que entre otros accidentes de su enfermedad, que la redujeron varias veces a las puertas de la muerte, quedó paralítica del todo… o atada a la pierna derecha que se volvió más pequeña que la otra y fría como el hielo. Doy fe de que, durante el espacio de unos tres años, yo he visto a esta señorita arrastrar la pierna sin poder de ninguna manera servirse de ella en modo alguno; lo que ha durado hasta el 29 de diciembre de 1732, cuando recobró en un momento el uso de su pierna, a pesar de que desde hacía mucho no hubiera puesto ningún remedio, y se hubiera visto condenada, por el señor Chirac y todos los que la habían tratado, como incurable; de manera que no se puede atribuir más que a Dios solo una curación tan pronta y tan perfecta; y yo me quedé tan sorprendida que en el momento que ella llegó, habiéndome hecho llamar la dicha de Sackville para contarme que tenía una buena noticia que darme, me desvanecí al verla andar y me quedé largo rato sin poder recuperarme de mi estupor y confusión. Yo pasé la mayor parte de la noche sin poder dormir; y, queriendo asegurarme si la curación era constante y sólida, me levanté por la mañana a ver si bajaba la escalera con facilidad y si montaba en carroza para ir a San Lázaro a la tumba del beato Vicente de Paúl, a quien ella se había encomendado; y ví con mis propios ojos que bajaba la escalera y montaba sola en la carroza sin apoyo; y le recordé que no se olvidara de llevar las muletas a la tumba del beato. Además doy fe de que a partir de entonces ha continuado caminando con la misma facilidad que cualquier otra persona, sin haber pasado ni crisis, ni sudor, ni haberse servido de remedios antes ni después de su curación.
Dado en París el 3 de febrero de 1733.
Firmado Catherine Sorocold Hayes.»
Cosa increíble y triste que decir, la señora Hayes no regresó a la única religión en la que se operan tales prodigios! Pero la señorita de Sackville, para rendir homenaje a Dios por la salud que le había devuelto entró rn las Benedictinas de la calle Saint-Louis donde murió en 1742.
Por milagrosas que fueran evidentemente estas dos curaciones, no fueron admitidas como tales en Roma. Las dos siguientes escaparon únicamente a todos los ataques de la teología y de la medicina.
Marie-Thérèse Pean de Saint-Gilles, en religión hermana Saint-Basile, había sido recibida con dificultades a la profesión en 1706, entre las Benedictinas de Montmirail, tan débil y enfermiza estaba desde el nacimiento. Dos años después un ataque de apoplejía la dejaba paralítica y le producía en las entrañas desórdenes y úlceras horribles, con una hinchazón casi general, un rechazo absoluto, una sed devoradora, un insomnio continuo, sudores y crisis nefríticas que acababan debilitando y quebrantando su constitución. Llevaba con esto casi diez años, cuando Jean-Joseph de Languet de Gergy, entonces obispo de Soissons y más tarde arzobispo de Sens, llegó a Montmirail para abrir allí la beatificación de de Vicente de Paúl. Conociendo el estado de la hermana Saint-Basile, quiso que le llevaran la reliquia del beato. La enferma la besó con respeto y pidió que le pasaran un paño por la reliquia que luego se aplicó al cuerpo. Feliz por sufrir y dispuesta a sufrir hasta la muerte, no pedía la curación de su parálisis, sino tan sólo de sus úlceras y, en particular, de una retención humillante que la forzaba a recurrir todos los días a la mano de un cirujano. Fue escuchada. Apenas terminada su oración, se acabaron las úlceras y la retención, también la inflamación, pero seguía paralítica. Algunos días después, , mientras le leían la Vida del siervo de Dios, se preguntó por que no obtendría también por él el uso de sus miembros imposibilitados; y, toda decidida a no servirse de ellos más que para la gloria de Dios, comenzó una novena. Al tercer día se sintió inspirada a salir del lecho. En vano su compañera la trata de insensata; se levanta y anda! Todo el convento, toda la ciudad fueron testigos del prodigio.
François Richer, comerciante de París y mayordomo de la parroquia Saint-Laurent, al levantar un peso se había roto el peritoneo; de ahí una hernia de tan horrible naturaleza que, en ciertas crisis y perdía el conocimiento y devolvía los excrementos por la boca. Había tenido una de esas crisis la mañana misma en que el arzobispo de París debía hacer la apertura de la tumba del beato. Uno de sus amigos, Benoît Gaudicher, a quien se lo contó, le ruega que lo acompañe a San Lázaro. Richer consiente y hace sobre la tumba una oración corta pero viva. Al punto siente una revolución en sus entrañas, y exclama sin dudar: «Estoy curado!» Encarga algunas misas de acción de gracias, vuelve a su casa y, convencido cada vez más de su liberación, arroja sus vendajes al fuego. En Efecto, radical y sin vuelta atrás era su curación. Los médicos, tras la visita y pruebas, la constataron milagrosa; Richer los ayudó, entregándose impunemente a los ejercicios más violentos, y Dios mismo, como último argumento, permitió una caída profunda que pudo afectar a todo el cuerpo, pero sin abrir la peritonitis ni caer en los desórdenes anteriores.
Todos estos milagros fueron examinados en Roma, primero en una congregación antepreparatoria que se tuvo el 23 de agosto de 1735. Todos los consultores propusieron sus dificultades. a las que los postuladores de la causa respondieron en la congregación preparatoria del 20 de diciembre siguiente. Por último, el 24 de junio de 1736, tiene lugar la congregación general, en la que se planteó por última vez la duda si se podía proceder con seguridad a la canonización. Se dio un decreto afirmativo. El Papa respondió que lo aconsejaría. Algunos días después llamó a consejo a todos los cardenales, así como a los patriarcas, arzobispos y obispos no sólo que se encontraban en la ciudad, sino también a los que habitaban a cien millas de Roma. Comenzó por reunir en consistorio secreto sólo a los cardenales. A cada uno, para que pudiera pronunciar, con conocimiento de causa, se le había remitido un compendio de la vida y de los milagros del beato y de las actas del proceso. El Papa les dirigió una alocución y los consultó. En su nombre, el cardenal prefecto leyó un breve informe sobre toda la causa; después de lo cual, el Papa preguntó: «¿Os place que se proceda a la canonización?» Los cardenales se levantaron sucesivamente y respondieron, con la cabeza descubierta: Placet.
Al consistorio secreto sucedió el consistorio público, al que todos tienen derecho a ir. Se llama, por intimación con los cardenales, a varios prelados más designados por la costumbre. El abogado consistorial expuso, en un largo discurso, la vida y los milagros del beato y las instancias hechas para su canonización. El secretario de los breves a los príncipes respondió, en nombre del Pontífice: «Su Santidad exhorta a todo el mundo a implorar con súplicas y buenas obras el auxilio divino; además, quiere, en el próximo consistorio, oír también el parecer de los cardenales y de los obispos.»
Este consistorio, el último, llamado semipúblico, ya que los mismos obispos tienen derecho de sufragio fue precedido de rogativas solemnes. A ellas se invitó por intimación a todos los cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos presentes en Roma, advirtiéndoles que dieran su parecer firmado sobre la canonización al secretario de la congregación de los ritos. Se invitó, además, a los protonotarios apostólicos, a dos de los más antiguos auditores de rota, al secretario de la congregación de los ritos, al procurador fiscal de la cámara apostólica y al promotor de la fe. El compendio ya mencionado había sido remitido de antemano a todos los miembros de la asamblea con derecho a sufragio. El consistorio se abrió también con una alocución pontificia, y se recogieron los sufragios en primer lugar de los cardenal, después los de los obispos. Los ausentes, legítimamente impedidos, habían trasmitido el suyo al secretario de la congregación de los ritos. El más antiguo de los protonotarios apostólicos, a petición del procurador fiscal declaró proceso verbal de todo lo que había pasado en el consistorio, y llamó a declarar a los asistentes al trono pontificio. Por último el Papa, después de encomendarse a las oraciones de la asamblea, pronunció el decreto en virtud del cual se podía proceder a la canonización, fijó la ceremonia para el mes de mayo del año siguiente. Esto sucedía el 10 de agosto de 1736; pero la bula no fue expedida hasta el 16 de junio de 1737, día en que tuvo lugar la solemnidad de la canonización en Roma. Hay que leer esta bula, ya que es siempre el más hermoso, el más sagrado panegírico que se pueda hacer a la gloria de un santo, y el más auténtico resumen de su vida y de sus obras4.
II. Canonización en Roma.
Es de ordinario en la iglesia de San Pedro donde se celebra la ceremonia de una canonización. Esta gran solemnidad tiene un teatro más conveniente en esta basílica vaticana, donde los emperadores recibían en otro tiempo la diadema, donde los reyes eran coronados, donde se celebran los principales misterios de nuestra religión, donde fueron celebradas las actas de la Sede romana y de la jurisdicción pontificia. Pero la edad y la salud obligaron a escoger la basílica de San Juan de Letrán para la canonización de san Vicente de Paúl. Como se suele hacer en casos parecidos para disminuir, o más bien repartir los gastos enormes de esta pompa espléndida, se habían unido a Vicente Juan Francisco Régis, Juliana Falconieri y Catalina Fieschi, a quienes el Papa acababa igualmente de colocar en el número de los santos; pero el primer rango se le cedió a Vicente de Paúl, como fundador de orden aprobada por la Santa Sede. El 16 de junio de 1737, desde las cinco de la mañana, el clero tanto secular como regular, en ejecución de las órdenes de Su Santidad, se reunió alrededor de la basílica de San Juan de Letrán y, una hora después, comenzaba una procesión solemne. Se contaba en ella veintisiete cardenales, un número infinito de patriarcas, arzobispos, obispos y otros prelados, y se había formado tal concurso de pueblo, que se había tenido que mandar a todas las tropas para impedir el desorden, guardar las puertas de la iglesia y las de las tribunas reservadas a la nobleza romana.
En medio de esta augusta asistencia, se desplegaban los estandartes de los cuatro santos, acompañados cada uno de diez personas que llevaban antorchas. Diez Misioneros escoltaban el estandarte de Vicente, diez Jesuitas el de francisco Régis; los de las dos santas iban también acompañados de semejante cortejo.
La procesión se hizo alrededor del palacio de Letrán, que estaba cubierto de ricas tapicerías y, por corto que fuera el recorrido, no entró hasta tres horas después por el gran pórtico de la basílica.
Durante este desfile, el papa partía de Monte-Cavallo, acompañado de su séquito ordinario, y se dirigía a la sacristía de San Juan de Letrán para revestirse de sus ornamentos pontificales. Llegado a la iglesia con la procesión, se sentó en su trono y recibió la obediencia de todos los cardenales, arzobispos y obispos, y de los abades y penitenciarios. Luego, el cardenal Corsini, acompañado del abogado consistorial, fue conducido al pie del trono por uno de los maestros de ceremonias, y el abogado, en su nombre, pidió al Pontífice por tres veces el decreto de canonización. A las dos primeras instancias, el secretario de los breves a los príncipes respondió por el Pontífice: «Roguemos primero para pedir el auxilio divino.» Aunque enfermo y dolorosamente afectado por la gota, Clemnte XII se puso él mismo de rodillas, y los chantres entonaron sucesivamente las letanías de los santos y el Veni Creator .
A la tercera instancia, el papa se levantó y pronunció el decreto siguiente:
«En honor de la santísima e indivisible Trinidad, para la exaltación de la fe católica y el incremento de la religión cristiana, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, y la nuestra, después de madura deliberación y la invocación frecuente del auxilio divino, por consejo de nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana, los patriarcas, arzobispos y obispos que se hallan en la ciudad, Nos decretamos y definimos que los bienaventurados Vicente de Paúl y Juan Francisco Régis, confesores, y las bienaventuradas Juliana Falconieri, virgen, y Catalina de Fieschi, viuda, son santos y santas, y nos los inscribimos en el catálogo de los santos, estableciendo que su memoria sea celebrada con una piadosa devoción por la Iglesia universal, cada año, en estos días: de Vicente, el diecinueve de julio, de Juan Francisco, el veinticuatro de mayo, entre los confesores no pontífices; y de Juliana, el diecinueve de junio, entre las santas vírgenes no mártires, y de Catalina, el quince de setiembre, entre las santas ni vírgenes ni mártires, . en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.»
El abogado recibió esta declaración en el nombre del procurador el cardenal Corsini, y después de dar las gracias a clemente XII, le hizo la petición de las cartas apostólicas, a la que el Pontífice accedió. Entonces el abogado invitó a los protonotarios y a los notarios a redactar con todo ello un proceso verbal para perpetua memoria, lo que hizo el más antiguo de ellos tomando como testigo a los asistentes al trono pontificio.
Acabado esto, el Papa entonó el Te Deum, durante el cual las campanas de todas las iglesias se pusieron en movimiento. A su carillón, que duró una hora entera, se unió la descarga de todos los cañones del castillo de Sant- Angelo y de cuatrocientas baterías de artillería dispuestas en torno a la basílica, y el concierto de las trompetas , óboes y demás instrumentos. Espectáculo conmovedor que arranca siempre lágrimas!
No pudiendo el Papa ni celebrar la misa ni siquiera asistir a ella, durante el Te Deum tuvo lugar por anticipado la ceremonia de las ofrendas. Dos gentilhombres del cardenal obispo Pico de la Mirándola llevaban dos grandes cirios dorados y pintados, de sesenta libras cada uno; seguía Su Eminencia acompañada de los dos Misioneros Della Torre y Cossart, llevando el primero un cirio de diez libras y el segundo dos tórtolas en una jaula artísticamente trabajada. Después de ellos venían dos gentilhombres del cardenal-sacerdote Lercari, que llevaban dos grandes panes dorados, luego, luego el cardenal acompañado de los Misioneros Rostagni y Perotti, superiores de Monte-Citorio y de Perugia, que llevaban uno un cirio y el otro dos pichones en jauta; dos gentilhombres del cardenal-diácono Ollivieri, que llevaban dos barriles pequeños admirablemente trabajados, y después de ellos Su Eminencia acompañada de los dos superiores de Tívoli y de Pescina.
Durante este tiempo, el Te Deum se había terminado. Entonces el Papa cantó la oración compuesta den honor de los cuatro santos, después de la cual el cardenal-diácono publicó las indulgencias. Clemente XII se retiró a continuación a la sacristía, y de allí a su palacio. El cardenal Rufo que había ya oficiado en la procesión en lugar del Papa y le había servido de cardenal-obispo asistente durante el resto de la función, cantó la misa muy solemnemente con la música del palacio, en presencia, además de los cardenales y de los prelados, del rey de Inglaterra, de los embajadores y de toda la nobleza romana. Por la noche, toda la ciudad se llenó de fogatas y resplandeció de iluminaciones. Las ventanas de los cardenales y de los embajadores eran arroyos de luz, y los particulares mismos hicieron también estallar su piadosa alegría. esto duró dos noches seguidas. Y tres en las casas de la Misión5.
Algunos días después, la solemnidad de la canonización era celebrada, antes que en cualquier otra iglesia de Roma, en la iglesia de los Misioneros de Monte-Citorio. La espléndida generosidad de duque de Saint-Aignan, embajador de Francia, había venido en ayuda de su pobreza. se veía de todas partes brillar el oro, la plata y los cristales, y las paredes estaban cubiertas de las más bellas tapicerías de las manufacturas reales. Aunque en la estación de los veraneos, se vieron en la ceremonia hasta diecisiete cardenales, y luego representantes de los Colonna, de los Borghesse, de los Orsini, de los Corsini, de los Crescenzi, de los Lenti, de los Pamphile, y de las mayores familias de Roma. La religión y la piedad de los Misioneros obtuvieron de su padre y de Dios nuevos prodigios, que señalaron esta primera octava solemne en honor de Vicente de Paúl.
Por lo demás, Clemente XII, mediante un breve fechado el 26 de agosto de 1737, había animado una vez más la piedad de los fieles abriendo más ampliamente los tesoros de la Iglesia, y había concedido una indulgencia primaria, con las condiciones acostumbradas, a todos aquellos que visitaran con devoción alguna de las iglesias sea de los sacerdotes de la Misión, sea de las Hijas de la Caridad, en los días que allí se celebre la solemnidad de la canonización de san Vicente de Paúl, o alguno de los 7 restantes días de la octava; y el 23 de setiembre siguiente, a ruegos de Jean Couty, superior general de la Misión, había extendido esta indulgencia a todos los aniversarios de su fiesta6.
III. Canonización en San Lázaro.
Entretanto la bula había llegado a Francia, y se disponían a celebrar allí en todas partes la solemnidad de la canonización. La iglesia donde reposaba el santo fue preparada pronto. Pequeña, las paredes se habían cubierto ya con once grandes cuadros7 representando las principales acciones de la vida de Vicente de Paúl, ornamento más piadoso y más elocuente que las más ricas tapicerías. Además, las miradas y los pensamientos se debían dirigir únicamente al relicario del santo elevado en el medio del coro en un estrado cubierto de un bello damasco con flores y franjas de oro, y de un mantel bordado con un magnífico encaje. Todas las decoraciones de la iglesia, que consistían en cristaleras, en arañas y en candelabros de muchos brazos, no tendían más que a iluminar este relicario. La solemnidad se abrió la tarde del 14 de octubre de 1737. El arzobispo había deputado, para ocupar su lugar allí, a su gran Vicario François Vivant, entonces gran chantre y canónigo de la Iglesia de París. Fue para Vivant un honor y un gozo inaugurar la fiesta de la canonización cuyos primeros procedimientos él había comenzado, treinta y dos años atrás. A las dos de la tarde, Vivant, en sotana roja, hábito de ceremonia de las tres dignidades de la catedral de París, se presentó en la puerta de la iglesia de San Lázaro, donde se había reunido ya un numeroso clero; y, una vez revestido con la capa, entró, en medio de seis acompañantes en capa, precedidos de dos acólitos y de un maestro de las ceremonias. Llegado a la sede del oficiante, Couty, superior general, llegó hasta él, con la bula y el breve de indulgencias en la mano, revestidos una y otro con el certificado de un notario romano y el sello del arzobispo Ventimille, y le pidió que mandara la lectura jurídica. Dada la orden, Martín, canónigo de Saint-Germain–l’Auxerrois y secretario del arzobispado, ascendió al púlpito y la hizo pública. Vivant entonó entonces el Te Deum, que fue seguido de las primeras vísperas solemnes del santo.
Al día siguiente, el arzobispo vino él mismo a cantar la primera misa mayor en San Lázaro. Había sido precedido por los canónigos y Capítulo de Notre Dame, que habían ido procesionalmente en hábitos rojos y violetas, con las cuatro jóvenes de esta iglesia metropolitana. También se reunieron allí el arzobispo de Embrun, el obispo de Bethléem, uno de los jueces delegados en el proceso de los milagros, el abate de Sainte-Geneviève, el general de los canónigos regulares de la Sainte-Croix-de-la-Bretonnerie, el marqués du Châtelet, gobernador del Castillo de Vincennes, Hérrault, lugarteniente de policía, el lugarteniente civil y demás personajes notables. El primer panegírico del santo fue pronunciado por Desjardins, doctor de Sorbona, párroco de Franconville y predicador del rey.
Y así fue todos los días de la octava que se celebra en honor de los santos recién canonizados. El príncipe de Mónaco, antiguo arzobispo de Bensançon, los obispos de Autun y de Joppé, el obispo de Nitrie, sufragáneo de Reims, el obispo de Vence, juez delegado en el proceso de los milagros, Goulard, arcediano de la Iglesia de París, y el párroco de Saint-Laurent, en lugar de los obispos de Saint-Brieuc y de Bethléem impedidos, oficiaron los demás días. Doctores de Sorbona, predicadores distinguidos, entre otros el P. Pérusseau, confesor de Luis XV, fueron invitados a hacer el panegírico diario. Todos celebraron a porfía las virtudes de Vicente y las maravillas de su vida, en pie todavía en tantas instituciones y establecimientos caritativos, vivas en su doble familia de los misioneros y de las Hijas de la Caridad; todos también, en esta época de los apelantes, de las rebeliones y de las locuras jansenistas, recordaron lo que había hecho contra el error, el celo de su fe y de su sumisión a los decretos de la sede apostólica.
El día de la octava fue más solemne tal vez que el mismo día de la apertura de las fiestas. Ese día, el cardenal de Polignac, último ponente de la causa, ofició con su majestad natural, en presencia de una numerosa e ilustre asamblea, en la que se distinguía al nuncio, luego cardenal Crescenzi, al arzobispo de Cartago a quien los asuntos de la religión habían llamado a Francia, al abate Lercari, en el séquito vice-legado de Aviñón, a Couturier, superior general de la comunidad de San Sulpicio, al párroco de esta gran parroquia, al general de la doctrina cristiana, a los marqueses del Châtelet y de Monti, y por último al duque de Richelieu, llegado de Fontainebleau para representar al rey y redactar un informe de la ceremonia. El abate Chéret, panegirista del día, dirigió a muchos de estos personajes cumplidos merecidos y, al hacer el elogio de la caridad de Vicente de Paúl, no dejó de asociar a ella las inmensas liberalidades de la duquesa de Aiguillon, mujer admirable, a la vista de un sobrino suyo.
Todos los días las principales casas religiosas de hombres, las más sabias comunidades eclesiásticas se dieron cita en San Lázaro, o en corporación o por deputados, para venerar al nuevo santo. Citemos los seminarios de San Nicolás del Chardonnet, de los Treinta y Tres, de San Sulpicio y de las Misiones extranjeras, los colegio del Plessis y de Sainte-Barbe, y en particular los jesuitas, que se señalaron por el entusiasmo ce su piedad por Vicente de Paúl. No hubo día en que profesos y novicios no vinieran en gran número a tomar parte en la fiesta por la comunión o celebración de los santos misterios. Por lo demás, cada día, era un número infinito de eclesiásticos y de religiosos los que venían a San Lázaro a celebrar la misa, de manera que los Misioneros debieron cederles el sitio e ir a celebrar a otras iglesias. Todos estos sacerdotes, todos estos religiosos, todas estas comunidades de hombres eran retenidos para cenar en San Lázaro, transformado durante ocho días en una hostelería en que Vicente continuaba alimentando los cuerpos como las almas. ¿Qué decir de la afluencia de cotidiana de personajes de todo rango a San Lázaro? El séptimo día se vio allí a la reina de España, quien asistió, en una tribuna, a las vísperas y completas, y quiso visitar luego una parte de la casa. el pueblo sobre todo acudió en masa ante los restos gloriosos de quien le había servido de padre, y hubo que dejar el relicario descubierto unos días después de la octava para satisfacer su devoción. Treinta soldados inválidos fueron suficientes para mantener el orden en esta multitud, donde la piedad hacía la mejor de las policías8.
IV. Oposición del parlamento y del Jansenismo.
Las principales parroquias y comunidades religiosas de París iban a seguir el ejemplo de San Lázaro, cuando el jansenismo, irritado por tantos honores tributados a uno de sus mas decididos adversarios, amotinó al parlamento también infectado de herejía9. En consecuencia, el 4 de enero de 1738, las gentes del rey, por la boca del Maestro Pierre Gilbert des Voisins, abogado general, dicen «que un impreso que se publica les anuncia la nueva canonización de un santo tanto más venerable en este reino, por haber nacido en él, en él ha pasado su vida, y después de edificar con sus ejemplos, ha dejado en él monumentos duraderos de su piedad y de su celo; pero cuanta más parte debe tomar Francia en los homenajes religiosos con que se los honra, menos lugar tenía a esperarse que se hiciera de ello una ocasión de atacar indirectamente a sus máximas; que si, en medio del relato de tantas virtudes de acciones de santidad, era justo no omitir el celo por la religión y por la Iglesia; era conveniente también no explicarse de un modo ultramontano, capaz de dañar en Francia a nuestros intereses; que bien a pesar de ello es lo que se percibe demasiado sensiblemente en el impreso que la corte ve entre sus manos, y que, las expresiones que se emplean en él en este particular asunto, no se puede por menos de reconocer el espíritu de los partisanos irritados por la curia de Roma, sobre la plenitud de poder que le atribuyen en los asuntos de la Iglesia y sobre todo en materia de doctrina, sobre la obediencia ciega que quieren que se preste a sus decretos nada más ser publicados, y sobre las penas rigurosas que el poder secular no puede desplegar demasiado pronto a su gusto para hacerlos ejecutar; que piensan pues que no se puede también dispensarse de emplear en esta ocasión precauciones capaces de poner remedios al peligro y de impedir las consecuencias de un ejemplo parecido; que ellos presumen al mismo tiempo que la corte podrá juzgar conveniente ordenar por lo demás la ejecución de las disposiciones que ha publicado en diferentes ocasiones a propósito de las diversas empresas de la curia de Roma; que tal es el objeto de las conclusiones a que han llegado, y que dejan a la corte con el ejemplar del impreso de que se trata.» Ordena la supresión de la bula.
Al mismo tiempo, el doctor Boursier, uno de los arbotantes del partido, el redactor de todas las actas y de los escritos de los apelantes, el apologista de las convulsiones y de los socorros, consigue, aunque oculto entonces en París de donde había sido exiliado, reunir a algunos párrocos de la ciudad y alrededores en una guerra contra la bula de canonización, o mejor contra los elogios tributados a la fe celosa de Vicente, que estaban en la boca de todos sus panegiristas, la condena del jansenismo pasado y presente. Estos párrocos, los mismos que se habían declarado pior las convulsiones del cementerio Saint-Médard, reclamaron pues contra la bula, en la que se hallaban claramente señalados y calumniados , y diez abogados los apoyaron en una consulta, en la que aseguraban que «los defectos de este juicio autorizaban a los párrocos a formar oposición ante el Sr. procurador general al registro de todas las letras patentes que podrían haber sorprendido o que se podrían sorprender a favor de esta bula, trámite que no impediría que, en un tiempo oportuno, no se pudiera, si fuese necesario, pasar a la citación como por abusos».
Los párrocos formaron pues su oposición, que fue firmada el 22 de enero de 1738. pero ese día mismo intervenía una declaración del consejo, que iba a reducir a nada esta oposición así como la del parlamento.
Grande había sido la conmoción en San Lázaro, a pesar de los elogios de afecto arrancados a la corte por la popularidad de Vicente de Paúl y que, para ellos no eran más que el pasaporte obligado de su declaración; ya que, en el fondo, las rencillas jansenistas, más todavía que las pasiones galicanas, la habían inspirado en este asunto y, en la bula que suprimía, veía menos un ataque a las máximas llamadas francesas que una condena del jansenismo, en tanto sobre todo que el jansenismo era un levantamiento contra la autoridad de la Santa Sede. El superior general y todos los sacerdotes de la Misión formularon una petición al rey para expresarle que se trataba de una bula pedida por Su Majestad misma, que consagraba la memoria y publicaba las virtudes de un santo digno de la veneración de los fieles, como se reconocía en la declaración misma del parlamento, y suplicaron a Su Majestad que tuviera a bien ordenar la conducta que debían seguir en esta ocasión; «a lo cual Su Majestad, habiendo considerado que si el parlamento ha temido que se abusara de algunas expresiones difundidas en esta bula, tomándolas en el más estricto rigor, habría resultado fácil prevenir este inconveniente con precauciones generales y a menudo usadas en materia parecida, sin llegar a prohibir la impresión de una bula de la naturaleza de la que se trata, dejándola en un estado capaz de disminuir en el espíritu de los pueblos el respeto que deben a un santo a quien la Iglesia ha puesto entre el número de los que ella concede un culto público. Su Majestad habría juzgado oportuno explicar sus intenciones sobre este asunto, por el bien y el honor de la religión;» en consecuencia el rey, hallándose en su consejo suprimió el 22 de enero la orden del parlamento del 4, permitió que se imprimiera y distribuyera la bula, pero creyó, para condescender con los prejuicios galicanos, deber añadir esta restricción de forma: «sin no obstante que dicha impresión y publicación, ni los enunciados contenidos en dicha bula, pudieran ser sacados a consecuencia, directa o indirectamente, contra las máximas del reino libertades y usos de la Iglesia galicana, que Su Majestad quiere y entiende ser siempre conservadas en su totalidad».
La bula continuó pues imprimiéndose y difundiéndose. El Parlamento se dio cuenta pronto de la no ejecución de su orden, y conoció la causa. Irritado, publicó largas protestas , que fueron presentadas al rey el 29 de junio, y en las que protestaba otra vez que no había querido dirigir ningún ataque a la veneración de toda Francia hacia el santo sacerdote formado en su seno. El rey respondió solo el 24 de agosto: «He previsto lo que constituía el objeto de vuestras advertencias.» Y añadió para no descontentar demasiado a sus gentes: «Yo prestaré siempre una atención igual a mantener las leyes de mi reino, el reposo y la tranquilidad de mi Estado.» La corte, dos días después, ordenó «que se haría registrar, y sin embargo que continuaría previniendo y reprimiendo todo cuanto pudiera tender al cisma.» Y eso fue todo en cuanto a la bula.
Qué lejos estamos, gracias a Dios, de aquel tiempo! Nosotros sonreímos de piedad ante esta presunción de una corte judicial, de la que tantos miembros, levantados contra la Iglesia, se hacían la Iglesia ellos mismos, y fijaban los derechos y los límites en que debía encerrarse el poder pontificio. Hoy mismo, es semejante heredero de las pasiones parlamentarias que no temería usurpar el poder espiritual, so pretexto de detener las usurpaciones pretendidas de ésta; pero ningún católico tendría cuenta de ello, y no respondería a su veto ridículo de otra forma que con una obediencia más filial a los decretos de la Santa Sede.
V. Canonización en París y en Provincias.
Así se hizo, por lo demás, incluso en 1738. A pesar de la orden del parlamento, e incluso antes de la orden contraria del consejo del rey, las parroquias y las comunidades de París continuaron festejando al nuevo santo de conformidad con la bula de Clemente XII. Ya las Damas de la Visitación, dirigidas durante cerca de medio siglo por Vicente de Paúl, y la parroquia de San Lorenzo, , su parroquia, el teatro y el objeto privilegiado de sus inmensas caridades, se habían adelantado naturalmente a todas las demás comunidades y parroquias de París. A finales de 1737, san Lorenzo y la Visitación de la calle de San Antonio, del barrio Saint-Jacques y de Saint-Denis, habían rendido al nuevo santo su devoción y su agradecimiento. Este ejemplo era seguido, el 15 de enero de1738, , ocho días antes de la declaración del rey por la Visitación del barrio de Saint-Germain. El mismo día. La parroquia de San Salvador, en la que se había establecido la primera Caridad de París, y donde la Señorita Le Gras había colocado a sus primeras Hijas, festejaba, a pesar del parlamento, la canonización.
Por otra parte, la corte misma no había visto nada aparentemente, en la bula pontificia de atentatorio a sus derechos y a las máximas francesas, pues no había tomado parte visible en la octava comenzada el 12 de diciembre de 1737 en Notre Dame de Versalles. Ese día, la reina había venido y asistido al sermón, a las vísperas y al saludo. El 15 había venido también el rey con toda su corte, cosa que hizo también el octavo día. El cardenal de Polignac quiso abrir y cerrar esta octava que, después de la de San Lázaro, fue la más solemne de todas, si exceptuamos tal vez la que se celebró algún tiempo después en Fontainebleau, donde se hallaba la corte aún. La iglesia que regían los Misioneros fue, por orden del rey, fue revestida a doble fondo y toda cubierta de las más hermosas tapicerías de la corona. El rey y la reina vinieron a rendir sus homenajes al nuevo santo, y su ejemplo fue seguido por el delfín, por el del duque de Orléans, por el cardenal ministro, por la embajadora de España y por lo más grande que había en la corte. allí se pudo admirar sobre todo la piedad de una jovencita de nueve años quien, curada en su infancia, por la intercesión de Vicente, de una parálisis formada, había venido, con el consentimiento y tras el examen del ordinario, a tributar a su liberador las acciones de gracias por las que a su edad le habían sido dispensadas hasta ese día.
Toda Francia, que había participado tan ampliamente de la caridad de Vicente de Paúl, quiso asociarse a la capital en los honores que le eran hechos. Su canonización fue celebrada no sólo en todas las diócesis que poseían algunos de sus establecimientos, sino en la mayor parte de las demás, en medio del concurso y de la devoción práctica de todas las clases de la sociedad. Marsella, Rodez, Angers rivalizaron en celo. Por todos los sitios, los jansenistas solos se esforzaron en luchar contra el impulsos de la piedad y del agradecimiento populares. En Sens, por ejemplo, sabiendo que, al día siguiente, 27 de abril de 1737, el P. Tournemine debía repetir el panegírico ya predicado en 1729 en París, hicieron cubrirlo todo de anuncios, en la noche del sábado al domingo, un Aviso importante al público, concebido así: «Los preparativos que se hacen en esta ciudad por la orden de Monseñor el arzobispo de Sens (Languet de Gergy), para solemnizar la canonización de san Vicente de Paúl, instituidor y primer superior general de la congregación de la Misión, deben hacer temer que se deshonre también hoy, como se hizo en otro tiempo, la memoria de este santo, recordando en los panegíricos que se pronunciarán en alabanza suya antiguas calumnias que publicaron los jesuitas a propósito de él, por la pluma del Sr. Abelly, antiguo obispo de Rodez, contra la reputación del Sr. abate de Sanit-Cyran. Por ello el interés de la verdad y el honor del nuevo santa obligan advertir los eclesiásticos y a los laicos que puedan oír los panegíricos que se mantengan en guardia contra estas calumnias ya puestas en solfa en dos escritos que el público podrá ver reimpresos; el primero bajo este título: «Defensa del Sr. Vicente de Paúl, instituidor y primer superior general de la congregación de la Misión, contra los falsos discursos del libro de su Vida, publicada por el Sr. Abelly, antiguo obispo de Rodez y contra las imposturas de algunos escritos más sobre este asunto, 1668; y el segundo bajo este título: «Réplica al escrito que el Sr. Abelly, antiguo obispo de Rodez, ha publicado para defender su libro de la Vida del Sr. Vicente, 1669 .»
El llamamiento no fue oído felizmente ni por el predicador ni por los fieles. El P. Tournemine predicó su panegírico ante un auditorio que las Noticias eclesiásticas se ven forzadas a confesar haber sido muy numeroso, y exaltó más que nunca la fe de Vicente y su lucha contra la herejía. En cuanto al santo, se vengó de sus enemigos a su modo, por un nuevo prodigio de su caridad. Marie-Antoinette Robbe, una de las señoras de la comunidad de las Huérfanas, atacada desde hacía más de dos años por un carcinoma al hígado que ni las aguas ni los remedios habían podido resolver, ni siquiera disminuir, fue instantáneamente curada por el santo o más bien, debido a su intercesión, por Dios, que respondía así a los ataques de los jansenistas. Prodigio tan manifiesto que los jansenistas mismos se ofrecieron a admitir con la condición de que los católicos admitirían, por si parte, los pretendidos milagros del diácono Paris, intercambio que no fue aceptado.
El espectáculo que ofrecía la ciudad de Burdeos resplandeció a la vez resplandeció del brillo de la miseria y del de las grandezas humanas. A la cabeza de una procesión que de la catedral se dirigió dando largos rodeos al hospital, donde se debía celebrar la fiesta, marchaban los niños abandonados, rama de la familia, en adelante extendida y multiplicada por todas partes, del padre de los huérfanos. Entre las dos banderas del santo, que precedían al clero del seminario y de la catedral, avanzaba, con un cirio en la mano, el joven de Savignac, hijo y hermano de consejeros del Parlamento quien, nacido durante las fiestas de la beatificación y decorado en su bautizo con el nombre de Vicente de Paúl, había sido colocado allí por su piadosa madre, para aprender a caminar bien temprano por las huellas de su santo patrón. El arzobispo primado de Aquitania cerraba la marcha del clero. Después venían el parlamento, la corte de los ayudas con mantos rojos, teniendo en cabeza a sus presidentes, a los tesoreros de Francia, a los oficiales del senescal y a los señores de la bolsa. Todos los días de la octava, tuvo lugar un piadoso concurso de la nobleza, de la burguesía y del pueblo y allí, como en casi todas partes, se pronunciaron hasta ocho panegíricos de Vicente de Paúl, asunto inagotable de cristiana elocuencia.
Pero las fiestas tuvieron algo más íntimo en los lugares habitados largo tiempo por Vicente y teatros privilegiados de su caridad y de su virtud.
En Toulouse, donde había pasado siete años, la ceremonia fue anunciada, por la tarde del 13 de abril de 1738, por toda mosquetería del Capitole. No fue el primer día sólo, sino todos los días de la octava, cuando se vieron desplegar en las calles hermosas y numerosas procesiones que se dirigían, desde diversos puntos de la ciudad, a la iglesia de Saint-Jacques, elegida para la fiesta. Eran ya los canónigos de Toulouse, ya los capítulos, revestidos con sus ropas contables y todos los oficiales y gentes del rey: luego los colegios y los seminarios, las parroquias y las comunidades, las diversas cofradías de penitentes, con bandera del santo a la cabeza, cada día era un nuevo panegírico y cada tarde cohetes voladores, piezas artificiales y una iluminación sobre el Garona.
En Lyon, los canónigos condes, legítimamente orgullosos por la elección, tan bien justificada, como sus predecesores habían hecho de Vicente para reformar su clero de Châtillon, prestaron a su fiesta una de sus iglesias y suspendieron una parte de sus severas costumbres para darle más vistosidad. En falta, pero en presencia del arzobispo, anciano y débil, , hicieron ellos mismos el oficio del primer día, con su majestad antigua. Allí también, todos los cuerpos de la ciudad, eclesiásticos y seglares rivalizaron en entusiasmo y en piedad. De admirar fue una procesión de más de ciento veinte párrocos de la diócesis que vinieron a rendir honor religioso a su antiguo cohermano, hoy su patrón.
Qué alborozo en Châtillon, cuando le fue permitido festejar a su santo patrón! Alborozo triunfo de familia, casi tan vivos y casi tan tiernos como entre los Misioneros y las Hijas de la Caridad.. Los niños se contaban lo que habían oído decir a sus padres sobre este hombre tan poderoso en palabras y en obras. Había hombres que le debían o la fe o la virtud, en adelante herederos en sus familias. Todos recibieron a sus reliquias como le habrían recibido a él mismo. Les parecía que venía encargarse de su dirección; y en efecto, desde lo alto del cielo, él iba a ser su rector con más poder todavía y gracia que antaño.
Y qué pasó pues en la diócesis de la que Vicente era originario. Apenas Louis-Marie de Suarez-d’Aulan hubo anunciado por su mandamiento del 10 de junio de 1738, la fiesta de san Vicente de Paúl, sacerdote y confesor, , nativo de la parroquia de Pouy, en la diócesis de Acqs, cuando todo se conmocionó, hasta en el Béarn y la Basse-Navarre. Hubo en la ciudad episcopal un concurso tan prodigioso, -es la palabra misma de la gaceta jansenista,- que, a pesar de las precauciones de la policía, llegaron a faltar los víveres y los más ricos se vieron reducidos al pan de centeno. Pero el hombre no vive sólo de pan; todo este pueblo se arrojó sobre el alimento espiritual que se les daba con una inagotable abundancia y en particular sobre el pan de los ángeles, cuya distribución, cada día de la octava, se acababa apenas a las cuatro o a las seis de la tarde- Allí también, el gobernador, el presidencial, el senescal, la Elección, todos los oficiales civiles y todas las comunidades religiosas cumplieron con su deber con un celo que animaba también el patriotismo, la familia de Vicente ni se hacía distinguir más que por la pobreza y la virtud que él le había dejado en herencia10.
Al propio tiempo, el culto del recién canonizado y se extendía por Saboya y Piémont, a Génova y por Toscana, en Nápoles y por los estados de la Iglesia, por Austria y Polonia, por España y Portugal. En ninguna parte fue celebrado con mayor magnificencia que en Lisboa. Es la fiesta del 19 de julio de 1739 la que dio lugar al establecimiento definitivo de los Misioneros en este reino. El rey Juan V corrió con los gastos, como lo había hecho en la época de la beatificación. Nunca se había visto en Lisboa octava tan célebre, tan espléndida, tan principesca: cada día, el rey, la reina y su familia, toda la corte acudían a las ceremonias , comían y pasaban la jornada en la casa de la Misión, transformada así en palacio real.
El culto franqueó los mares, lo celebraron hasta en China, en todas partes donde los Misioneros tenían alguna fundación. El Canadá quiso unir al nuevo santo a sus protectores, y la primera parroquia que se erigió en Québec después de su canonización fue puesta bajo su nombre y bajo su patrocinio. A la súplica del superior del seminario de esta ciudad, se envió allí una partecita de sus huesos, y el superior respondió:»Espero que Dios glorifique a su siervo en América como le ha glorificado en Europa.» Esperanza profética, cuyos numerosos establecimientos de Misioneros y de hijas de la Caridad en las dos Américas han llevado la realidad más allá de los límites previstos.
En todas partes, sobre todo en el Estado pontificio, la Iglesia, tan atacada entonces, vio un triunfo en el triunfo de Vicente de Paúl. Apenas en el trono, Benedicto XIV quiso revisar en persona el oficio, sometido al examen de la Santa Sede. Cambió, añadió, cercenó, e hizo de ello su propia obra. Era el complemento de lo que, promotor de la fe, él había hecho, en las mismas dificultades, para dar un mayor brillo a la obra del siervo de Dios11.
En todas partes asimismo, , y en especial también en los Estados de la Iglesia, la fiesta estuvo señalada por milagros manifiestos. Así, en Amelia o Ameria, una religiosa benedictina, llamada Dieudonnée, atacada de una horrible inflamación, de insoportables dolores, de un rechazo total de toda alimentación que, en lugar de fortalecerla, le desgarraba las entrañas, comienza una novena a san Vicente de Paúl. El noveno día, su confesor, siguiendo la indicación recibida de un Misionero, le da la comunión, hace sobre ella la señal de la cruz con una reliquia del santo; pero, al verla preparada a entregar el alma, él no se atreve a seguir la prescripción hasta el final y, faltándole a él mismo confianza, omite decirle la palabra evangélica: «Levántate y anda!» -«Hombre de poca fe, le responde el Misionero, ¿por qué habéis dudado? Hablad y seréis obedecido!» El confesor duda aún , y se contenta con transmitir por escrito el sagrado mandato. La hermana se levanta y va, ya curada, a la iglesia, a dar gracias a Dios. pero ella misma, a la sugerencia de algunas de sus hermanas, siente vacilar su fe y duda de su plena curación. . ella se recupera al punto. «Desdichada, dice ella enseguida a la hermana que la vela. Yo he dudado y por eso me han castigado. Reanimemos nuestra fe, mi querida hermana y digamos un Pater .» El Pater se recita; se practica aplicación a las partes dolorosas con un paño que había tocado la reliquia de Vicente de paúl: toda debilidad desaparece al instante mismo como por ensalmo, y la hermana vuelve a bajar a la iglesia, donde sus compañeras estaban entonces reunidas para mezclar con sus cantos su cántico. Las religiosas de Amelia no dudaron más y, para perpetuar la memoria de este prodigio, que fue jurídicamente constatado, obtuvieron del soberano pontífice el permiso de recitar, como los Misioneros, el oficio propio de san Vicente, y celebrar su fiesta solemne de primera clase y con octava.
Transcurrido ya más de un siglo, es así siempre en todas las fiestas de san Vicente de Paúl, señaladamente en la casa madre de la Misión, donde reposa su santo cuerpo. Ni una sola que no esté señalada con algún milagro, en particular operado en los pequeños y en los pobres por este padre y este patrón de los miserables. Todos los años y muchas veces al año, este fiel discípulo del buenísimo Salvador parece repetir la palabra divina: «Id, y contadlo por todas partes; los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos andan, los enfermos son curados, los pobres son evangelizados.»
- Circular de Bonnet, del 1º de enero de 1731.
- Circular del 29 de agosto de 1731.
- Circular del 1º de enero de 1733.
- Véase la bula en los documentos justificativos.
- Circular de Couty, del 7 de julio de 1737
- Hoy, se puede ganar una indulgencia plenaria todos los días, en toda visita hecha en la iglesia de la casa madre de la Misión, donde reposa el cuerpo de san Vicente de Paúl.
- Estos once cuadros, ejecutados después de la beatificación, estaban dispuestos de esta manera: en la nave, Apoteosis de san Vicente de Paúl, catorce pies por diez, por el hermano dominico André; Vicente dando su bendición a los superiores generales representados de rodillas, y la Señorita Le Gras a la cabeza de sus Hijas de la Caridad; en el coro, predicación en el santo Nombre de Jesús, por el hermano André; Misión de los Campos, muerte de Luis XIII. Conferencias a eclesiásticos. Consejo de conciencia, cuatro cuadros, por de Troy; las Galeras, por Restout; Vicente ofreciendo a Dios a sus sacerdotes para el servicio de los soldados, por Baptiste; y por último, de Galloche, Asamblea de las hijas de la Caridad.
- Relación de lo que pasó en San Lázaro durante la octava solemne de la canonización de san Vicente de Paúl, mss. Archivos de la Misión.
- No se podría creer a qué ultrajes se dejaron llevar los jansenistas contra la bula y hasta contra la memoria de Vicente de Paúl. Las Nouvelles ecclésiastiques del 5 de marzo de 1738 dicen que los rasgos más salientes de la bula no permiten desconocer la mano de un jesuita. Los jesuitas siempre y en todas partes!. Pues bueno, lo curioso del asunto es que el P. general se había negado a dar su declaración en la causa de Vicente de Paúl, y que el P. Dobenton, que proseguía entonces en Roma la canonización de san Francisco Régis, interrogado sobre los títulos de Vicente a los honores de los santos, respondió que veía sin duda en él grandes virtudes pero no milagros en su vida (Hist. mss. de la Congrégation de la Mission). –Es verdad que los jesuitas de Francia, como ya lo hemos visto hace poco protestaron enseguida contra este juicio por los honores apresurados que rindieron al nuevo santo. –La Gazette jansenista añade que, si lo que se dice en la bula de los sentimientos de Vicente, «es de sus disposiciones en relación bien a los pretendidos jansenistas bien a la autoridad del Soberano Pontífice, era verdadero, se haría así incontestablemente un santo de un sacerdote delator, calumniador y perseguidor de sus hermanos. Imbuido de opinión errónea de la infalibilidad, y opuesto por principio a nuestras santas libertades. Que si, por el contrario, la bula, como así parece, se le impone sobre todos estos puntos, se le calumnia pues al canonizarle, y no se publica su santidad más que con perjuicio de la verdad, de la sinceridad cristiana y de la caridad!» –El jansenismo afectaba no ver en la conducta de Vicente contra él único fundamento de su canonización (l’Abocat de diable , t. II, p. 306, nota, y passim) . –Algunos meses después, apareció una Lettre d’un chanoine de province à un des curés de Paris que el gacetero jansenista anunció en su hoja del 31 de diciembre de 1738. Bueno pues, en esta Carta el pretendido canónigo, trazando la conducta que los Lazaristas habrían debido, según él, tener en el asunto de la canonización, dice que no tenías que escoger más que entre dos partidos: o guardar la bula secreta o lograr una que habría tratado a su fundador como a un buen hombre que había procurado en su establecimiento un retiro a los insensatos y un domicilio para los incorregibles, hermanas de la olla en las parroquias, seminarios, si se quiere, misiones en los campos (al jansenismo no le gustaban ni los seminarios ni las misiones). Se habría dado a eso un aire de heroísmo; y, como es preciso en semejante caso maravillas, algunos milagros operados lejos de aquí de los que nunca se han tenido ni viento ni noticias hasta entonces, tales como son los que están en la bula, habrían consumado perfectamente el asunto. Habría sido devoto al santo quien hubiera querido.» Así es como hablaban del héroe de la caridad estos hombres, en cuyos anales no se encuentra un solo fundamento útil! No hay ya nada debajo de estas repugnantes vulgaridades.
- Aquí es donde hay que indicar los honores prestados, en la sucesión de los tiempos, a Vicente de Paúl en el lugar de su nacimiento. La visita que él había hecho en 1623 preparó los caminos de la fundación de los Lazaristas que, negociada desde 1647 (Carta del 3 de octubre al obispo de Acqs), no fue sin embargo consumada hasta 1706, bajo el episcopado de Bernard d’Abladie d’Arbucave. Un sobrino del canónigo Saint-Martin, amigo íntimo de san Vicente de Paúl, facilitó su ejecución resignando el curato de Pouy. Desde entonces los Lazaristas se convirtieron a la vez en párrocos y señores del territorio que abrazaba Buglosse con derecho de alta y media justicia, y título de barones. De esta forma los hijos eran barones y señores, allá donde el padre había sido simple pastor; pero le recordaban siempre por su celo y caridad, y abriendo su casa a todos los peregrinos. Gracias a las indulgencias otorgadas en 1725 por Benedicto XIII, el mismo pontífice que, cuatro años más tarde, debía colocar a Vicente en el número de los bienaventurados, la peregrinación era entonces floreciente y la Revolución misma no pudo interrumpirla . La capilla fue también respetada; pero los Misioneros fueron dispersados, los archivos destruidos y la casa de los Lazaristas confiscada. Tiempos mejores trajeron el renacimiento de la peregrinación, y pronto se pensó en levantar una capilla sobre la cuna de san Vicente de Paúl y un hospicio de los incurables, cuya dirección sería confiada a las Hijas de la Caridad. hasta entonces, en efecto, esta cuna, fuente oscura como la fuente de los grandes ríos, de tantas olas de misericordia, había quedado en su humildad primera. Tras la beatificación del santo en 1729 sus conciudadanos habían tenido la idea de levantar un altar sobre el lugar de nacimiento- A este efecto, su casa natal había sido desplazada a algunos pasos hacia el sur, y se muestra todavía hoy la pobre habitación donde su madre le dio la vida. que debía ser la vida de tantos pueblos. En el lugar vacío se construyó una capillita que fue durante más de un siglo el único monumento levantado por los hombres al héroe de la humanidad y de la religión. Un monumento tan mezquino se parecía a un monumento de ingratitud, y ya era tiempo que Francia pagara más dignamente al más misericordioso de sus hijos. Pero la revolución de 1839 vino a detener todos los proyectos y los fondos recogidos fueron aplicados a la construcción y al mantenimiento de rutas que no eran destinadas a facilitar la marcha de los evangelistas de la paz. No es más que a partir de 1839 cuando monseñor Lannéluc, obispo de Aire y sucesor del obispo de Acqs, a quien Vicente había ayudado a reconstruir su catedral restauró la capilla y la peregrinación de Buglosse, en 1834, la antigua casa de los Lazaristas fue readquirida y se instaló en ella a misioneros diocesanos. El establecimiento fue autorizado por ordenanza real en 1846, con el nombre de «Casa de retiro de Notre Dame de Buglosse, para los sacerdotes enfermos. El año siguiente Buglosse era erigida en sucursal, y un pobre cuidador se convertía en sucesor de los arciprestes de Lannesq, barones y granjusticias de Buglosse. La peregrinación era así separada de la parroquia de Pouy que tenía suficiente gloria para con su título de patria de san Vicente de Paúl, cuyo nombre llevaba desde 1828. Al lado de la casa de retiro se levantó el establecimiento de las Sirvientas de María, que con las nuevas indulgencias concedidas por Gregorio XVI atrajeron un mayor concurso de peregrinos. Después de 1848.se volvió a los proyectos interrumpidos por 1830, pero en un plan mucho más vasto. No se trataba ya tan sólo de una capilla y de un hospicio, sino de toda una historia de san Vicente de Paúl escrita en monumentos. En primer lugar, una iglesia, punto central de todas las obras de la piedad y de la caridad católica; luego, alrededor, cunas para los niños abandonados, camas para los ancianos y los enfermos, una escuela para los huérfanos, una granja modelo para los sucesores del pequeño pastor de Pouy. El 19 de julio de 1850, Monseñor Lannéluc hizo al mundo católico una llamada que fue bendecida por Pío IX. El 6 de agosto del año siguiente, se colocaba la primera piedra de la iglesia en presencia del obispo, de las principales autoridades, del Sr. Étienne, escoltado por la doble familia de san Vicente de Paúl, los Lazaristas y las Hijas de la Caridad, de un clero numeroso, y por último parientes del santo sacerdote. Cuatro años más tarde, la nueva iglesia era inaugurada y enriquecida con indulgencias otorgadas por Pío IX, pero el resto de los monumentos está todavía por venir. Después de 1853, las conferencias de san Vicente de Paúl parecen haber tomado la piadosa costumbre de dirigir cada año una peregrinación hacia esta cuna de la caridad católica. La peregrinación de 1856 fue particularmente célebre por la presencia de Monseñor Dupuch, que había llegado con el hijo y el sobrino del bey de Constantina. Habló a los peregrinos con una inspiración sacada de las fuentes más fecundas de la caridad de de Vicente; el pueblo donde recibió el bautismo cristiano, la ciudad berberisca donde recibió el bautismo de la desgracia. Ángel de caridad él mismo, solo tenía por lo demás que dejar hablar a su corazón. Esperemos que esta elocuencia cristiana, que la elocuencia mayor todavía de la piedad católica y de los recuerdos de Vicente de Paúl, realice las fábulas antiguas, y haga mover y surgir las oraciones en monumentos de caridad».
- Circular de Couty, del 15 de junio de 1741. Histoire de Notre Dame de Buglosse et souvenirs du berceau de Saint Vincent de Paul, por el Sr- abate A. Labarrère, in-4, París, 1857.