San Vicente de Paúl (Renaudin). Capítulo 7

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: Paul Renaudin · Traductor: Máximo Agustin, C.M.. · Año publicación original: 1929.
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Capítulo VII: Vicente de Paúl, director de conciencia

Vicente de Paúl no pasa por uno de los maestro de la vida espiritual. No se encontraría tal vez, en su inmensa Correspondencia, una decena de «cartas de dirección», en el sentido propio de la palabra, esta mezcla de teología familiar y de psicología, esta terapéutica  moral que, de  Francisco de Sales y de Fénelon a Mons. Gay y a Mons. de Hulst, nos ha dejado obras maestras.

No obstante él ha aceptado, un poco a pesar suyo, dirigir a algunas mujeres de elite. Ha aceptado también, por piedad para con la memoria del Obide Ginebra, ser el Superior de las Hijas de la Visitación de París; y las veía todas las semanas.

Él ha multiplicado, sobre todo, los consejos, charlas a sus sacerdotes y a las jóvenes de la Srta. Le Gras, creando, formando según su espíritu a dos grandes familias espirituales. Descuidar este papel de Vicente de Paúl, sería olvidar que fue sobre todo un hombre interior1.

Amaba  las almas que van hacia Dios buenamente, sencillamente. No tuvo suerte, sus dos penitentes fueron almas complicadas, ingeniosas en cortar los escrúpulos por lo sano. No es de extrañar si fue un poco rudo con ellas. Rudo, no patán: este campesino no empleó, en el terreno moral, más que tacto y delicadeza. Fíjense que la Señora de Gondi, al cabo de unos meses, le suplicó (a él, un subalterno en su casa) que la aceptara como penitenta. Le dio a conocer, en varias ocasiones, que no debía apegarse demasiado  a él. Se ve despuntar el método que aplicará más tarde con toda claridad con Luisa de Marillac. Presentarse como inútil, habituar a sus dirigidas a caminar solas bajo la dirección de Dios y de la gracia. Es un gran principio, muy reflexionado y que no siempre se ha aplicado en la dirección.

Un segundo principio no es menos claro: salvar las almas de ellas mismas, es decir con una introspección exagerada y penas interiores que acompañan siempre la búsqueda de la perfección. No disponemos por desgracia de ningún dato de su dirección de la Sra. de Gondi, al detalle; pero los resultados hablan lo suficiente. De una mujer llena de buena voluntad, pero verdaderamente enfermiza, él logró hacer una apóstol infatigable, que recorría sus pueblos en toda estación, que conseguía dominar su alma como su cuerpo, aceptar sus terrores, y hasta la pérdida de su director: «Él no busca más que la mayor gloria de Dios, y yo no le deseo contra su voluntad», escribe en el peor momento de su desamparo. Así ella llevó ante Dios la medida plena, agobiada, con sus buenas obras y el gran honor de haber llevado al santo a establecer su Misión: devolviéndole con creces lo que él le había dado.

Se comportó igualmente con esta verdadera hija de su espíritu, Luisa de Marillac. Era «un espíritu claro y fuerte», decía de ella su primer director, y ¡qué firmeza de alma! Asistió sola a su marido moribundo, le enterró con sus manos por la noche, por la mañana fue a confesarse, a comulgar, a ofrecer a Dios su viudez. Pro este espíritu estaba atravesado de «debilidades y de nubarrones»; una imaginación sombría la atormentaba, le hacía a veces dudar de la inmortalidad del alma, otras veces le reprochaba ser infiel a su primera vocación religiosa (hasta el punto que por poco se separa de su marido), y la dejaba, después de bellas aspiraciones hacia Dios, en grandes abatimientos. Y entonces, ¿qué es lo que Dios quería de ella? Esta inquietud la arrojaba en agotadores debates, le inspiraba constantemente, «consagraciones» admirables y un tanto vanas. La primera preocupación de Vicente fue sustraerla a su imaginación crucificadora. «No admitáis más  los pensamientos de singularidad que os han molestado». Sobre todo, no os examinéis más durante el día: «Reflexionáis demasiado sobre vos misma… Vamos un poco buenamente y sencillamente «. Descansad respecto de vuestro interior; él no deja de estar donde le corresponde, si bien no os lo parezca». No obstante, la pone en un duro régimen, ya que durante cinco años, mientras que la observa y consulta él mismo sobre lo que hará de ella, no le da otra consigna que esperar. Mas, en esta espera, una regla luminosa: todo lo que nos inquieta es sospechoso, la voluntad de Dios no nos pone en confusión, ella nos pone en paz. «Sí, me diréis, pero es por Dios por quien entro en pena. –No es por Dios por quien entráis en pena, si os apenáis por servirle». Y también un remedio soberano: la alegría. «Sed bien alegre», es el refrán de todas las cartas. «Tratad de vivir contenta entre vuestros motivos de descontento». «Os ordeno además que os granjeéis la santa alegría de vuestro corazón por medio de todas las diversiones que os sean posibles».

No se transforma por completo una naturaleza: la Srta. Le Gras siguió escrupulosa, inclinada a atormentarse. Pero ved su buena voluntad: «Yo renuncio pues a estas aprehensiones del porvenir  no queriendo más que lo que Dios quiera ordenar cada día». También en 1651: «Tengo una gran necesidad de vuestra asistencia caritativa para desengañarme de mis imaginaciones, que me hacen, yo creo, pecar con tanta frecuencia…» Y ahí la tenemos haciendo su oración: en un momento en que ciertos pensamientos le oprimen el corazón hasta el punto «que apenas puede desplegar los labios», se acuerda del precepto de su director, y con todas mis fuerzas trato de reírme «.

Estas naturalezas inquietas y generosas tienen un recurso: lanzarse impetuosamente al bien. Vicente de Paúl abrirá toda la carera a esta temblorosa mujer, después de su larga prueba. Pero se conoce su paso prudente, su marcha de campesino; él va a imponérselo a su dirigida. Me imagino que fue lo más duro. Las mujeres tienen el corazón caliente y que quiere ir de prisa. «Tratad  sobre todas las cosas de no apresuraros. No os sobrecarguéis de reglas, de prácticas sino afirmaos en hacer bien las que tenéis, vuestras acciones diarias, vuestros empleos: en una palabra, que todo se oriente en hacer bien lo que hacéis». Pequeño programa, pequeño método en apariencia: rudo apremio para un alma inestable. Fue preciso plegarse. Y también en la acción exterior como en el trato personal. Tened cuidado, Nuestro Señor quiere que le sirvamos con juicio, y lo  contrario se llama celo indiscreto». Y no es que él no le haya dejado una gran libertad de acción  cuando estuvo seguro de ella, pero siempre le impone su método de espera. Que prefiere dejar escapar las ocasiones a precipitarlas; y se ve que ella se le adelanta siempre, y que ella tasca el freno. «Dios mío, Señorita, ¡qué feliz sois al tener el correctivo de la prisa! Las obras que Dios mismo hace no se echan a perder nunca por el no hacer de los hombres. Os ruego que tengáis esta confianza en él…»

Por lo demás, encontramos, con Luisa de Marillac, el gran principio de San Vicente: suprimir al director. Camus escribía a la joven, algunos meses después de haberla puesto en otras manos: «Perdonadme, mi muy querida hermana, si os digo que os apegáis algo demasiado a los que os dirigen, y os apoyáis algo demasiado en ellos. Vemos al Sr. Vicente eclipsado (de viaje), y a la Srta. Le Gras sin control y desorientada…» La pobre alma se volvía loca con sus propios arrebatos. El Sr. Vicente fue su regulador, su único apoyo: «Yo no puedo recibir asistencia de cualquiera en el mundo, y no la he tenido apenas más que de vuestra caridad» (1624). Pero él la enseña a mantenerse en pie sola, con una mezcla de dulzura, de compasión, de brusquedad y de autoridad que merece toda admiración. Él está siempre allí; recibe todas las «comunicaciones de su interior» que quieran hacerle. Pero él no responde largo y tendido: algunas líneas, un párrafo lo más, en una carta de asuntos, para colocar a cada cosa en su lugar e importancia. Imperatoria brevitas.  Luego, él la acostumbra a sus frecuentes ausencias; falta a una cita; parte sin decírselo; tiene siempre una excusa cortés, pero válida: los asuntos de Dios antes que los vuestros, ¿no es verdad, Señorita? «Prohibid a vuestro corazón murmurar contra el mío porque me marcho sin hablaros…» Si la cree apenada, venda la herida: «A vuestro parecer, Señorita, ¿no os soy un poco rudo? ¿No ha murmurado un poco vuestro corazón contra el mío porque hallándome tan cerca no os haya ni visto ni comunicado nuestras noticias? Bien, ya veréis un día la razón de todo ello ante Dios… Nuestro Señor hallará su ventaja en esta pequeña mortificación… y él hará por sí mismo el papel de director. Sí, por cierto, lo hará y de manera que os haga ver que es él en persona. Sed pues su querida hija, toda humildad, toda sumisión y llena de confianza, y esperad siempre con paciencia la evidencia de sus santa y adorable voluntad». Y en otra ocasión: «No pudiendo ir a veros en persona, ruego a Nuestro Señor que os diga él mismo lo que debéis hacer. Id pues, y haced in nomine Domini   lo que os parezca que nuestro amable Salvador os pida2.

Sobre la oración, las ideas del santo son igualmente sencillas, voluntariamente un poco cortas. No hay vida religiosa, de progreso espiritual, sin la oración; pero la oración tiene sus peligros. Si no es más que un ejercicio del espíritu, aunque lleve consigo incluso la aspiración del corazón hacia Dios, tengamos cuidado con estas ilusiones. No son los que dicen: «Señor, Señor», los que aman a Dios, son los que le sirven. La oración no es nada más que «una elevación del espíritu a Dios para presentarle nuestras necesidades y para implorar el auxilio de su misericordia y de su gracia. «Ni las consideraciones que suscita, ni siquiera los sentimientos de amor que provoca, tienen nada de valor por sí mismos». Es una de las más importantes partes, y hasta la más importante, de la oración, formar buenas resoluciones… «El principal fruto de la oración consiste en resolverse bien, pero en resolverse con fuerza, en fundar sus resoluciones, en prepararse bien a ejecutarlas y prever los obstáculos para superarlos». –»Se conoce  a los que hacen bien  oración… todavía más por sus acciones y libertinaje, por los que dan a conocer el fruto que sacan de ella».

Además, el amor de Dios tiene sus excesos. «Ahí están las prisas del entendimiento, una aplicación forzada a buscar y rebuscar nuevos medios para tener esta presencia (de Dios) continua… Oh! que en estos excesos, estos arrebatos, hay peligro, inconvenientes! Es mejor, mucho mejor, no calentarse tan fuerte, moderarse, sin quebrarse la cabeza para hacerse esta virtud sensible y casi natural; ya que por último, después de todos estos vanos esfuerzos, hay que relajarse, hay que soltar presa; y cuidado, cuidado que no se llegue a aburrirse por completo y a caer en un estado peor que en el que se ha estado… Pero hermanos, las virtudes consisten siempre en justo medio; cada una de ellas tiene dos extremos viciosos… Por ejemplo, la caridad de la que hablamos tiene sus dos extremidades, que son malas, a saber : amar poco o nada, y amar con demasiado celo y arrebato… Dios, cuando quiere comunicarse, lo hace sin esfuerzo, de una manera sensible, muy suave, dulce, amorosa; pidámosle pues con frecuencia este don de oración, y con gran confianza. Dios, por su parte, no pide más…»

Todo lo que san Vicente ha podido decir de la oración se reduce a estas dos vistas prácticas. Este hombre ha tenido el desdén de espíritu, este místico había nacido para la acción.

¿A dónde ha querido pues llevar a las almas? A dos cosas: a las buenas obras, y a la santa indiferencia». Las resoluciones mismas, fruto de la oración, no tienen valor más que si «descienden a lo particular», es decir al hecho, a esta sucesión de pequeños gestos o grandes que componen la jornada de cada uno de nosotros». Será bueno ejercitar en ello a las que hacen el retiro en vuestra casa; el resto no es más que producción del espíritu, el cual habiendo hallado alguna facilidad y hasta alguna dulzura en la consideración de una virtud, se gloría en el pensamiento de ser muy virtuoso… No lo es a menudo más que por imaginación». Falsas virtudes, trampas con nosotros mismos: él es sin piedad; él nos conoce bien. Visitando una casa de Sirvientas de los pobres: «Entre nuestras hermanas de Angers, no hay más que dos que tengan penas de espíritu…; las demás están contentas y bien exactas en su pequeño quehacer». Esas son las almas que él ama: exactas en su pequeño quehacer. Y, además contentas,   es decir que nada perturba, ni penas del alma, ni dificultades exteriores, porque ellas aceptan la voluntad de Dios manifestada en todas las cosas y la aman más que a su voluntad propia. Sí, es preciso llegar a la santa indiferencia. Todo es de temer, hasta que no se llega allí, siendo tan malignas nuestras inclinaciones que se encuentran en todo». No produciremos nada bueno por nosotros mismos: inútil hacernos ilusiones, engreírnos. Seamos más bien sufridores que actores»; dejemos a Dios obrar en nosotros. A Luisa de Marillac: «Dejadle hacer solamente su voluntad en vos… Oh, qué poco falta para ser toda santa: hacer la voluntad de Dios en todas las cosas». ¿Es pues tan simple? Oh, no, él lo sabe bien; pero también vaya recompensa: «Pido a Dios que vos y yo tengamos siempre un mismo querer y no querer con él y en él, porque es un Paraíso anticipado».

Hay algo más que dirigir una conciencia a través de las dificultades del mundo: es remodelar una materia dada por Dios, imperfecta, marcada con la caída original, para hacer de ella un alma nueva, marcada con la semejanza divina. En eso estuvo la tarea propia de san Vicente. Los sacerdotes de la misión. Las Hijas de la Caridad componen dos familias morales que ha caracterizado, marcado con su sello. No pertenece a un profano definir el tipo místico del Lazarista o de la Hermana de caridad; yo fracasaría ciertamente. Pero, incluso profano se puede sentir que esas son las verdaderas creaciones de Vicente de Paúl, mucho más que tal obra de los forzados o de los niños expósitos. No hay indudablemente «grandes obras» sino en el orden del espíritu.

Lo que se puede tratar de decir tal vez –ya que eso sale de la sicología humana, y que nosotros estudiamos los métodos de dirección de Vicente de Paúl- es la sencillez, la humildad de los medios empleados en esta gran obra. Y primero, nunca creador fue más modesto en su propio plan, no buscó menos apoyarlo con los prestigios de la imaginación. Ninguna aureola en torno a la cuna de la Misión o de las Hijas de la Srta. Le Gras: el azar, para creerle, lo hizo todo. Él ha ido «de rama en rama»  en sus planes y casi de sorpresa en sorpresa. Después, nunca fundador fue más proclive a rebajar y ocultar su obra. Algunos han preferido el secreto: pero el secreto es un atractivo para los iniciados, una especie de orgullo al revés; Vicente ha amado la oscuridad, la «pequeñez», compañeras que no atraen a nadie, y que no sostienen a los que han venido. En fin, los hombres y las mujeres que agrupaba en torno a sí, cuya grandeza les mostraba por demás en términos conmovedores, ¿cómo los retenía, cómo los aficionaba a una vida pobre y dura? No tenía a su disposición ni la belleza de la liturgia, los «grandes órganos» del claustro, ni el orgullo de pertenecer a una poderosa familia religiosa, ni el gusto de ciertas almas por la Regla monástica, puesto que sus hijos e hijas debían vivir en el mundo; ni el prestigio al fin de un gran Doctor, de un hombre que trae una doctrina espiritual, y como una nueva manera de comprender o amar a Dios. ¿Qué le quedaba después de todo? Le quedaba, para tratar con los espíritus humildes y los corazones sencillos que venían a él el atractivo de su sencillez misma y, una vez que se habían acercado a él, la toma de posesión de una personalidad fuerte, envolvente y discreta a la vez, contra la cual no hay razón para defenderse; en una palabra, una especie de doma moral, a la que asistimos al leer la serie de sus charlas a las dos casas madres de las Hermanas. Yo no quisiera que esta palabra chocase; no veo para ello nada más justo, y se explica. Ved al santo que viene a hablar a sus Hijas. Se ha elegido un tema; es una virtud que adquirir, un defecto que evitar, un deber de estado que cumplir. Todas han reflexionado; él les pregunta; ellas repiten más o menos los mismos «motivos» o las mismas reflexiones; él se las vuelve a decir tras ellas, con su aumento personal y su autoridad; pero al fin es siempre la lección de la que se impregnan de tanto repetirla: jóvenes sencillas cuya alma él forma, enseñándoles pensamientos, gestos actitudes morales que se convertirán en una segunda naturaleza. Ocurre lo mismo con los misioneros, que les habla o les escribe a distancia, es a fuerza de repetir los mismos consejos, de formular las mismas reglas de juicio o de conducta como llega a  construir un tipo de perfecto misionero, al que se deben conformar: tarea minuciosa, que no tiene nada de un «caporalismo», ya que llama a la adhesión íntima del alma, pero que a pesar de todo, a veces, parece un poco dedicarse a la variedad de los dones espirituales y a la libertad de los hijos de Dios.

No nos detengamos en las apariencias y tratemos de comprenderlo. En primer lugar, otra cosa es llevar a las almas hacia Dios en el abrigo de un claustro, otra cosa arrojar a la refriega del mundo a hombres que van a ser los rudos obreros del Evangelio. Vicente de Paúl forma para la acción  para el servicio del prójimo, de las almas que necesitan más que bellos impulsos, de una sólida armazón moral. Basta con leer su correspondencia con los superiores de sus casas; es un general que instruye a sus oficiales, y a veces a sus soldados. A estos hombres mal encuadrados, sin prestigio, sin pasado, ¡qué carácter personal se les ha debido dar! Pero la naturaleza humana es así: fuertes costumbres mentales, disciplinas de acción, un carácter en la prueba de todas las ocasiones no se adquieren sin un entrenamiento. En cuanto a las Hijas de la Srta. Le Gras «que no tienen por monasterio más que las casas de los pobres, por celda una habitación de alquiler, por capilla la iglesia de la parroquia, por claustro la obediencia, por reja el temor de Dios, y por velo la santa modestia», pobres jóvenes más expuestas todavía que los hombres, y colocadas en empleos más penosos, si no se les da una segunda naturaleza, bien despojada, bien sumisa y bien pura, ¿cómo esperar que la Compañía subsista? Varias abandonaban; las otras, incluso las más entregadas, eran a veces difíciles de retener. Necesario era el sello que les dio el santo.

Además, estos procedimientos que parecen en sí mismos un poco artificiales no se explican tan solo por el fin del santo. Se legitiman por la extrema preocupación que tenía de no reclutar nunca para sus Institutos, de no encargarse más que de las almas que le han manifestado con claridad, con tiempo, su voluntad de ponerse bajo su dirección. Tenía la misma preocupación para eliminar a las reclutas dudosas: volved a vuestra libertad. Al fin ¿no ha usado de los procedimientos tradicionales de la ascesis cristiana, de una gimnástica moral autorizada por los  mayores maestros de la vida espiritual? El hombre es una naturaleza corrompida por el pecado de Adán; si se quiere hacer aparecer en él la imagen divina hay que recrearlo destruyendo al «hombre viejo». Vicente de Paúl, como san Ignacio y muchos más, conduce a Dios por la voluntad, el esfuerzo, el razonamiento, la perpetua maestría del alma sobre la carne. En ello hay, ciertamente, un mecanismo, pero un mecanismo que  Dios mismo anima, que comienza por una llamada de lo alto, que se acaba en un abandono perfecto a la acción divina, y que, de una cabo al otro, bajo los gestos aprendidos, forma la parte de la libertad del corazón: «Dios es amor y quiere que se vaya por amor».

Al fin Vicente de Paúl ha puesto, en este imperioso plan, su humildad acostumbrada, y en este duro ejercicio de las almas, una delicadeza, una ternura de padre: si mantiene a pobres Hermanas enviadas a lo lejos y expuestas a perder ánimos, si retiene dulcemente bajo la regla a un misionero tentado de buscar en otra parte un yugo menos severo (¡cuántos hubo!); si recuerda las virtudes o canta la victoria de los que se han ido allá arriba a gustar su recompensa, ¡qué amor profundo para todos sus hijos! Obligado a reprender, ¡cómo se acusa a sí mismo más fuerte que al que teme herir! Qué cuidado tiene con los temperamentos y los caracteres, haciendo doblegar la regla de la obediencia para ofrecer un cambio de empleo a los que no se acostumbran en un lugar o en una compañía! ¡Cómo ayuda a franquear todos los pasos difíciles!  Y cuando habla a sus hijas, ¡cómo  entra en sus aprietos, si se me permite! Este hombre que tiene tantos asuntos en mano, tan grandes planes en la cabeza, experimenta las pequeñas tentaciones de estas campesinas, siente todas ocasiones en que  su modestia, su humildad pueden estar a prueba, se diría que vive, piensa, que sufre con ellas, las toma de la mano para ayudarlas a romper una atadura, a vencer una desgana, a superar una debilidad. Se complace entre ellas, no corre el tiempo con sus queridas ovejas, él las conoce, y ellas le conocen, se le ve con una lágrima en los ojos, cuando se siente edificado o contento de ellas; y no se imagina nada más atento, más clarividente, más tierno y paternal.

La dirección espiritual de Vicente de Paúl se prestaría a muchas más anotaciones, pero lo esencial ya está, en este delicado manejo de las almas, y en esta perpetua exhortación a la acción. Hizo de su hija preferida una mujer humilde, activa, alegre; «un hermoso árbol de vida que produce frutos de amor». «Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios; pero que sea a expensas de nuestros brazos, con el sudor de nuestros rostros… Hay que unir el oficio de Marta con el de María. Debemos testimoniar a Dios mediante nuestras obras que le amamos: totum opus nostrum in operatione consistit».

Esta moral accesible a todos, Vicente de Paul la ha difundido, se puede decir, por todas las clases y todo el país. Al pueblo les ha enviado a los misioneros. Con las mujeres, ha continuado, reforzándola y haciéndole producir sus frutos prácticos, la obra de Francisco de Sales. Por su acción con el clero, ha multiplicado la predicación de la sencilla y bienhechora moral evangélica. Por último, por los innumerables ejercitantes de San Lázaro, he renovado en todos los medios la fe y las costumbres. No se podría exagerar su influencia. La lucha contra el espíritu jansenista, sin hablar de la parte activa que tomó en ello3, es en gran parte su obra. Ha contribuido más que ningún otro a mantener entre nosotros una fe tradicional, poco sabia o curiosa, una piedad confidente, humilde y vuelta hacia la acción… Este fondo de santidad religiosa nos ha ayudado a atravesar ciertas crisis espirituales que podían ser peligrosas: Jansenismo, Quietismo incluso (ya que nunca la caridad laica ha podido hacer milagros que hace el amor de Cristo en la persona de los pobres). Si no tiene un gran prestigio intelectual, tiene una gran eficacia social; ha ayudado al catolicismo francés a guardar su buena base y sus virtudes activas: este generoso amor de Dios, este humilde perfeccionamiento de sí mismo, que son lo esencial de la vida cristiana.

  1. Lamentablemente, sus charlas se han perdido. ¡Qué interesante hubiera sido compararlas con las de san Francisco de Sales!
  2. De igual modo escribe a una religiosa: «Es verdad, hermana, la dirección espiritual es poderosamente útil; es un lugar de consejo en las dificultades, de ánimo en las desganas, de refugio en las tentaciones, de fuerza en los agobios; por último, es una suma de bienes y de consuelos cuando el director es muy caritativo y experimentado. Pero ¿sabéis bien que ahí donde todos los hombres no llegan ahí comienza el socorro de Dios? Es él quien nos instruye, nos fortalece, quien nos es todo, y quien nos lleva a él por sí mismo».
  3. Vicente de Paúl, después de acoger los comienzos del jansenismo, entró en acción, y vigorosamente, contra él,  una vez que hubo constatado los peligros para la unidad de la fe y para la práctica cristiana. Esta acción que pertenece más bien a la historia de las ideas, nos llevaría demasiado lejos: que se nos permita dejarla, como también el papel propiamente político de Vicente durante la Fronda. Episodios muy curiosos indudablemente, pero que no son esenciales en la figura del santo.

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