- Un místico de verdad
¿En qué sentido alguien puede ser considerado místico? Hay muchas respuestas posibles a esta pregunta. Nadie ignora que, sin embargo, algunas características definen sustancialmente a una persona mística, dotada con una vigorosa interioridad, habitada por convicciones profundas, iluminada por altos ideales, dinamizada por una conciencia recta. Y todo esto se expresa en una consistente fibra moral, una personalidad equilibrada y una praxis coherente y perseverante. En el horizonte de la fe cristiana, todo místico se distingue por su familiaridad con el misterio de Dios, por su apasionada identificación con Jesucristo, por su docilidad a las inspiraciones del Espíritu. En esta perspectiva, mística es la persona que se reconoce alcanzada y rodeada por un amor que la encanta y compromete, aclarando su entendimiento, movilizando su voluntad y empeñando su libertad. Este amor no se confunde con una fuerza cósmica, un sentimiento fugaz o un concepto abstracto. Este amor personal es Dios mismo (cf. 1Jn 4,8.16), que se ofrece como regalo, como fuente de sentido verdadero, permitiendo al ser humano la gracia inmerecida y la alegría indecible de experimentarlo, acogerlo y conocerlo, sin jamás agotarlo. La experiencia de Dios, el acogimiento de su amor y el conocimiento de su misterio se desarrollan en el seguimiento de Jesucristo y en la receptividad a los dones del Espíritu. La mística cristiana no es una realidad meramente interior, no se restringe a arrebatos emocionales, ni exige fenómenos sobrenaturales para testificar su autenticidad y eficacia. La densidad de una mística se comprueba principalmente en el ejercicio de las virtudes teologales: en una fe confiada, en una esperanza dinámica, en un amor oblativo. En otras palabras, a pesar de que germine en las profundidades del ser, la mística produce y ofrece sus frutos en la vida cotidiana, en el tejido de las relaciones interpersonales, en el procedimiento ético, en la palabra transparente, en la entrega generosa de sí mismo, en el testimonio convencido y convincente de la verdad[2]. Por lo tanto, mística es misterio de gracia y libertad, de don y compromiso, de oferta y acogida, en el cual la finura de la iniciativa del Señor se une al ser humano que a él se abandona.
En la trayectoria de San Vicente se esboza una mística de muchos quilates, enraizada en una profunda experiencia de Dios y en una asimilación visceral del espíritu de Jesucristo, alentada por un proceso gradual de conversión y probada en la fidelidad inquebrantable de una vida toda entregada a la evangelización y al servicio de los pobres[3]. San Vicente anduvo por los caminos de Dios, porque Dios caminó primero por las sendas de su historia, iluminando su ruta, animando sus pasos, corrigiendo desviaciones, indicando nuevas direcciones, haciendo del hombre ambicioso e inquieto de antaño un singular «instrumento de su inmensa y paternal caridad que quiere establecerse y dilatarse en las almas» (ES XI, 553|SV XII, 262)[4]. La percepción interior de este misterio configuró la mística de San Vicente, dándole un corazón capaz de enternecerse ante las miserias de su tiempo y escrutar las llamadas de la Providencia en cada encuentro o confronto que la vida le proporcionaba. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, en Gannes-Folleville (enero de 1617), en el encuentro con un pobre campesino deseoso de la paz que sólo el perdón de Dios le podría conceder y en el desafío del abandono espiritual del pueblo del campo. La fe le permitió al Padre Vicente intuir la llamada a entregar su vida en la evangelización de los pobres, uniéndose a otros sacerdotes también tocados por la situación. En Chatillôn-les-Dombes (agosto de 1617), otro retrato de la carencia humana, el encuentro con una familia debilitada por la enfermedad y necesitada de lo elemental para una supervivencia digna. Interpelado por la indigencia y edificado por la generosidad espontánea de tantos, Vicente capta la llamada del Señor a una caridad inteligente, compasiva y organizada. También el encuentro con el celoso obispo de Beauvais (1628) y el desafío del estado de inmoralidad e ignorancia a la que buena parte del clero se encontraba. Esto fue suficiente para que el Espíritu le revolviese las entrañas y lo guiase, por caminos hasta entonces desconocidos, a un titánico esfuerzo de reforma del estado eclesiástico, de cuya eficacia dará testimonio el futuro. En la lectura contemplativa de los acontecimientos y en sus respuestas audaces a los desafíos y llamadas que surgen de ellos, brillan el heroísmo de la fe de Vicente de Paúl y la exuberancia de su mística.
No hay duda. En San Vicente, descubrimos un auténtico místico, un competente maestro espiritual, un contemplativo en la acción y la oración, que supo reconocer y secundar la Divina Providencia en su vida y en la historia, transmitiendo con diligencia lo que contemplaba[5]. La labor caritativa de este hombre olvidado de sí mismo y entregado a los demás dimanaba de su profunda intimidad con Dios, como el arroyuelo que fluye de su fuente. Su ardor apostólico atrajo fuerza de una vida fecundada por el Espíritu, como la planta que fructifica gracias a lo que le viene de sus raíces. Todo lo que hacía era en realidad como un rayo que se desprendía del sol que lo iluminaba por dentro. La familiaridad de Vicente con el Señor – generadora de convicción, compromiso y coherencia – desembocaba en sabiduría práctica, caridad audaz y celo misionero. De su mística – una mística de «ojos abiertos» (J. B. Metz)[6] – nacía el vigor de su profecía. En el silencio de su oración se perfilaba su arte de formar y transformar. Como recuerda el Papa Francisco, sin interioridad, «toda acción corre el riesgo de ser vana y el anuncio, al final de cuentas, carecer de alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Nueva, no sólo con palabras, sino sobre todo con una vida transfigurada por la presencia de Dios»[7]. Transfigurada por la presencia de Dios, la vida de Vicente de Paúl se convirtió en reflejo e irradiación de la compasión activa de Jesucristo hacia los pobres, en los que podía contemplar y palpar la imagen de su Maestro y Señor, tocando su conciencia y su corazón, cada vez más dilatados e iluminados por la Gracia. Su primer biógrafo conservó esta declaración suya: «No se puede esperar mucho de un hombre al que no le gusta entretenerse con Dios. Si alguien no cumple como debe sus tareas en el servicio de Nuestro Señor, es porque no se unió a él y no le pidió el auxilio de su gracia con una perfecta confianza»[8].
De hecho, la vena mística de San Vicente se muestra en su insistencia en el valor indispensable de la vida espiritual. Una vez, deseoso de ayudar en el discernimiento de un austero y dedicado Misionero, que se declaraba atraído por el recogimiento de los Cartujos, dijo el fundador de la Misión: «La vida apostólica no excluye la contemplación, sino que la abraza y se sirve de ella para conocer mejor las verdades eternas que tiene que anunciar» (ES III, 320|SV III, 347) [9]. En varias ocasiones, Vicente se revelará profundamente convencido de la necesidad de cultivar la dimensión propiamente contemplativa de la vocación de sus Misioneros, cuidando especialmente la práctica de la oración: “Dadme un hombre de oración y será capaz de todo; podrá decir con el santo apóstol: ‘Puedo todas las cosas en aquél que me sostiene y me conforta’ (Filp 4,13). La Congregación de la Misión durará mientras se practique en ella fielmente el ejercicio de la oración, porque la oración es como un reducto inexpugnable, que pondrá a todos los Misioneros al abrigo de cualquier clase de ataques” (ES XI, 778|SV XI, 83)[10]. Más contundente aún es la conclusión de una repetición de oración: “Pongamos todos mucho interés en esta práctica de la oración, ya que por ella nos vienen todos los bienes. Si perseveramos en nuestra vocación, es gracias a la oración; si tenemos éxito en nuestras tareas, es gracias a la oración; si no caemos en el pecado, es gracias a la oración; si permanecemos en la caridad, si nos salvamos, todo esto es gracias a Dios y a la oración. Lo mismo que Dios no le niega nada a la oración, tampoco nos concede casi nada sin ella (…). Así pues, pidámosle con toda humildad a Dios que nos haga entrar por esta práctica” (ES XI, 285|SV XI, 407-408)[11]. Sólo un auténtico místico es capaz de dar a la oración el lugar que le corresponde como ejercicio que nos predispone a recibir con docilidad lo que el Señor quiere darnos para hacer fructífera nuestra vida y perfeccionar nuestro empeño apostólico[12]. A las Hijas de la Caridad, llamadas a ser como «otras Santa Teresa», el fundador asegurará que «la oración es tan excelente que nunca se reza demasiado, y cuanto más rezamos más queremos rezar, cuando en la oración buscamos a Dios» (ES IX, 388|SV IX, 417)[13]. Por eso, constata, «es imposible que una Hija de la Caridad pueda vivir sin oración” (ES IX, 381|SV X, 583) [14].
Si no fuera por la intensa vida interior que impregnaba el diario vivir del Padre Vicente y regaba su colosal actividad, nunca conoceríamos al intrépido evangelizador y servidor de los pobres que «casi cambió el rostro de la Iglesia«[15] y de la sociedad de su tiempo, atravesando los siglos como el santo de la caridad y la misión. Con H. Brémond, no dudamos en afirmar que «la santidad le hizo [a Vicente de Paúl] verdadera y eficazmente caritativo«, aunque debamos añadir que la caridad, acogida en la fe y testimoniada en el servicio, constituye el impulso fundamental de su santidad. Si, por un lado, «no fueron los pobres los que le dieron a Dios, sino Dios quien lo dio a los pobres” [16], por otro lado, fueron los pobres – albergados en su corazón y en sus obras – quienes abrieron el camino para que Vicente encontrase o se dejase encontrar por el Dios de su vida y de su vocación, impregnándose de los sentimientos y actitudes de Jesucristo, revistiéndose de su espíritu, como recomendará en diferentes ocasiones, como en este coloquio con sus Padres y Hermanos de la Misión: “¡Qué negocio tan importante éste de revestirse del espíritu de Jesucristo! Quiere esto decir que, para perfeccionarnos y atender útilmente a los pueblos, y para servir bien a los eclesiásticos, hemos de esforzarnos en imitar la perfección de Jesucristo y procurar llegar a ella. Esto significa también que nosotros no podemos nada por nosotros mismos. Hemos de llenarnos y dejarnos animar de este espíritu de Jesucristo” (ES XI, 410|SV XII, 107-108)[17]. Con razón, concluirá Brémond: “Quien ve a Vicente de Paúl más filántropo que místico, quien no lo ve místico ante todo, se representa un Vicente de Paúl que jamás existió”[18]. Y el motivo es claro: el corazón de Vicente de Paúl “es el corazón de un santo, no el de un activista. Es el corazón de un hombre de fe, no el de un ideólogo”[19]. Nos resta, pues, escuchar lo que este corazón experimentó y quiere ahora transmitirnos, como la jovialidad de quien se reconoce alcanzado por Cristo y por él enviado a los pobres.
En la mística vicentina, santidad, caridad y misión se exigen y posibilitan mutuamente, porque proceden todas del corazón del Padre, encuentran en Cristo su referencia permanente y se alimentan de la fuerza creadora del mismo Espíritu. En sus didácticos consejos a un joven sacerdote de la Misión nombrado superior de un seminario, San Vicente insiste: “Es necesario vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo”. Y añade una llamada a la práctica de la oración como medio indispensable para asimilar el espíritu de Cristo: “Una cosa importante, a la que usted debe atender de manera especial, es tener mucho trato con Nuestro Señor en la oración; allí está la despensa de donde podrá sacar las instrucciones que necesite para cumplir debidamente con las obligaciones que va a tener” (ES XI, 236-237|SV XI, 343-344)[20]. ¡Vivir y actuar en el espíritu de Cristo, éste es el secreto de la vida de Vicente de Paúl y el fundamento revitalizador de su mística! Esta es también la experiencia que nos transmite, con la vivacidad de su espíritu todo impregnado del Evangelio.
La mística de San Vicente emerge en sus palabras impregnadas de fe y en sus obras llenas de misericordia. Palabras y obras son como efusiones de su corazón plenificado por la Gracia. En cierta ocasión, un Padre de la Misión declaró a otro Cohermano: “No puedo expresar con cuánta efusión, con qué abundancia del espíritu de Dios decía todo esto, con qué fuego, con qué vehemencia. Solamente puedo decir que mi corazón se llenaba de gozo y felicidad” (ES XI, 42|SV XI, 117)[21]. Para demostrar el poder de persuasión de las palabras de nuestro fundador, capaz de colmar de alegría los corazones de sus Misioneros, nada mejor que este testimonio del Hermano B. Ducournau, admirador sin límites y fidelísimo secretario del místico de la caridad misionera: «Él habla con una fuerza sin igual. La elocuencia y la gracia que lo animan le hace tratar de los menores asuntos con tanta devoción que él siempre la comunica a los que escuchan, imprimiéndoles en sus almas estima y reverencia por todo lo que se relaciona con Dios y afecto por las Reglas y prácticas de la Misión. Por eso, todos se quedan atentos cuando él habla, y muchos se quedan arrebatados al oírlo. Los ausentes, a menudo, se informan de lo que dijo y muestran su pesar por no haber estado presentes (…). ¿Quién habla como él, con tanta sabiduría, eficacia y amor, sin ostentación? (…). Es el superior escogido por Dios para inyectar espíritu y vida en los miembros del cuerpo” (SV XII, 447-448) [22]. Como afirma A. Orcajo: “Vicente de Paúl, como testigo de la Palabra de Dios, hablaba de la abundancia de un corazón abrasado por el fuego del Evangelio”[23]. De hecho, las palabras del santo, más que los artificios retóricos, eran desbordamiento de un corazón que ardía, parpadeos de un alma verdaderamente mística, inflamada por la caridad de Cristo.
Pero las palabras de San Vicente convencían y entusiasmaban porque nacían de convicciones asumidas en la fe y vividas en su práctica diaria. Tenemos un ejemplo en la pasión misionera que tan a menudo transmitió a los suyos y que brillaba en su vida y ministerio. Ya septuagenario, escribe a una leal colaboradora encargada de una de las Cofradías de la Caridad: “Voy a continuar la misión de Sevran, que he anunciado, a cuatro leguas de aquí. No sé si la podré dejar el viernes, para asistir a la reunión. Le suplico, señora, que presente mis excusas en la asamblea. Me parece que ofendería a Dios si no hiciera todo lo posible por las pobres gentes del campo” (ES IV, 546|SV IV, 586-587)[24]. Cuando se impusieron los achaques de la edad, sintió profundamente, como una privación dolorosa, la incapacidad para ir a misionar las aldeas más abandonadas. Nada le parecía más necesario, importante y gratificante que dedicarse, junto con sus Padres y Hermanos, a evangelizar a los pobres[25]: “¡Pobres de nosotros si somos remisos en cumplir con la obligación que tenemos de socorrer a las pobres almas! Porque nos hemos entregado a Dios para esto”. Y, dejando desbordar su celo apostólico, concluye con emoción: “En lo que a mí se refiere, a pesar de mi edad, delante de Dios no me siento excusado de la obligación que tengo de trabajar por la salvación de esas pobres gentes; porque, ¿qué me lo podrá impedir? Si no puedo predicar todos los días, ¡bien!, lo haré dos veces por semana; si no puedo subir a los grandes púlpitos, intentaré subir a los pequeños; y si no se me oyese desde los pequeños, nada me impedirá hablar familiar y amigablemente con esas buenas gentes, lo mismo que lo hago ahora, haciendo que se pusieran alrededor de mí como estáis ahora vosotros” (ES XI, 56-57|SV XI, 136)[26]. Palabra y vida en perfecta armonía, como fruto de una mística arraigada, que nunca se perdió en cavilaciones especulativas y altas elucubraciones, que nunca separó ni opuso profundidad espiritual y relevancia práctica, intensa contemplación y actuación calificada.
Pocos misioneros supieron ser tan místicos como Vicente de Paúl, así como pocos místicos llegaron a ser tan apostólicos como el profeta de la caridad y de la misión. Su concepto de misionero es un retrato de su propio perfil espiritual: «Un misionero, un verdadero misionero es un hombre de Dios, un hombre que tiene el espíritu de Dios» (ES XI, 122|SV XI, 202)[27]. Mencionemos, para concluir, la hermosa oración que brotó del corazón místico de nuestro fundador, en una de sus conferencias más substanciales a sus Padres y Hermanos, la de 30 de mayo de 1659, sobre la Caridad: “Dios mío… concédeme la gracia de que tu santo amor se imprima bien hondo en mi alma, que sea la vida de mi vida y el alma de mis acciones, para que, al salir fuera, entre y actúe también en las almas a las que yo me entregue” (ES XI, 554|SV XII, 263)[28]. Así fue la vida de Vicente de Paúl. El manantial de su mística era un desbordamiento continuo del amor grabado en lo recóndito de su corazón, amor que nutría su vida y latía en sus acciones, amor que contagiaba a todas las personas que se confiaban a su orientación, amor que, sobre todo, cubría la desnudez de los pobres y de los que sufren, enjugándoles las lágrimas, disminuyendo su dolor, recreando sus esperanzas y dándoles la seguridad de que Dios los había elegido, por pura gracia y misericordia, para hacerlos «ricos en la fe y herederos del Reino prometido a los que le aman» (Stg 2,5).
[1] Publicado en: Anales de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, Madrid, tomo 126, n. 3, pp. 271-293, mayo-junio 2018.
[2] Inequívocamente, los místicos “viven, al impulso de la fe, de la esperanza y del amor teologal, la indignación ética, la compasión solidaria, el compromiso activo, la perseverancia y la alegría, en el servicio humilde a los hermanos. Acogen con gratitud la experiencia de una presencia, la contemplación sabrosa del misterio que les trabaja el corazón” (GROSSI. Um místico da Missão, p. 297). Sobre la mística como desarrollo de la vida teologal, cf. también: ORCAJO. San Vicente de Paúl, místico de todo tiempo, p. 148-151.
[3] Sobre la mística de San Vicente en su relación con la caridad y la misión junto a los pobres, vale la pena detenerse en el primoroso abordaje de esta obra de inestimable valor: GROSSI. Um místico da missão, p. 298-322.
[4] Conferencia sobre la Caridad. 30 de mayo de 1659.
[5] “Contemplata allis tradere”, como sugiere la tradición tomista.
[6] Expresión formulada por el teólogo alemán Johann Baptist Metz, colocada como título de una de sus obras, publicada en 2011.
[7] Evangelii gaudium, n. 259.
[8] ABELLY, tomo III, p. 50. “La oración le llevaba a evangelizar a los pobres, y éstos le devolvían al recinto de su interioridad para continuar en la carrera del seguimiento de Jesús compasivo y misericordioso” (ORCAJO. San Vicente de Paúl, místico de todo tiempo, p. 154).
[9] Carta al Padre Claudio Dufour, misionero en Saintes, de 24 de julio de 1648. Para conocer mejor el perfil de San Vicente como orientador espiritual, vale recorrer las cartas que tratan del acompañamiento de este singular discernimiento vocacional, cuyo resultado fue la feliz y fructuosa perseverancia del Padre Dufour en la Compañía (cf. SV II, 496; III, 164, 173, 202, 489, etc.).
[10] Extracto de una conferencia sobre la Oración.
[11] Repetición de Oración de 10 de agosto de 1657, sobre la Oración. Será de grande valía esta constatación de un experimentado y abalizado Padre de la Misión: “La oración va a ser el soporte de la mística bautismal de la pobreza y del ‘dejar todo’ del ‘estado de misionero’ y del desapego apostólico, en favor de la libertad para la Misión. Como hombre ‘muy feliz por estar en la Misión’, ‘alegre’ por el envío, y ‘sintiendo gran honra, al ser interrogado, en poder decir con Nuestro Señor: – El Señor me envió para evangelizar los pobres’. ‘¿Será misionero un hombre que negligencia la oración? No, él falta a lo principal’ (SV XII, 78). Si nos entregamos ansiosamente al trabajo y minimizamos la oración, no perseveramos en la Misión: ‘La gracia de la vocación está vinculada a la oración’ (SV III, 606)” [GROSSI. Um místico da Missão, p. 43].
[12] Vicente de Paúl utilizaba muchas imágenes para ilustrar la importancia y la necesidad de la oración: ella es para el alma lo que el alimento es para el cuerpo (cf. SV IX, 416); es una fuente de rejuvenecimiento interior (cf. SV IX, 217); fortalecimiento para el servicio de los pobres (cf. SV IX, 416); predicación que nos hacemos a nosotros mismos para convencernos de la necesidad que tenemos de Dios (cf. SV XI, 84); rocío que fecunda nuestra vida (cf. SV IX, 402); etc.
[13] Conferencia sobre la Oración. 31 de mayo de 1648.
[14] Conferencia sobre el levantarse, la oración, el examen y otros ejercicios. 17 de noviembre de 1658.
[15] «Il a presque changé le visage de l’Église!», expresión atribuida a uno de los célebres predicadores de los funerales de San Vicente, el obispo Henri Maupas de Tours.
[16] Histoire littéraire du sentiment religieux en France, tomo III, p. 229.
[17] Conferencia sobre los miembros de la Congregación de la Misión y sus ocupaciones. 13 de diciembre de 1658.
[18] Histoire littéraire du sentiment religieux en France, tomo III, p. 218.
[19] FERNÁNDEZ. El pobre en el corazón de San Vicente, p. 516.
[20] Consejos al Padre Antonio Durand, nombrado superior del Seminario de Agde (1656).
[21] Repetición de Oración de 26 de junio de 1642.
[22] Memorias del Hermano Ducournau sobre las Conferencias de San Vicente.
[23] ORCAJO. San Vicente de Paúl, místico de todo tiempo, p. 149.
[24] Carta a la Duquesa de Aiguillon. 14 de mayo de 1653. En el día 20 de mayo del mismo año, la Duquesa escribió al Padre Portail esa vehemente objeción: “No puedo menos de extrañarme mucho de que el Padre Portail y los demás buenos Padres de San Lázaro permitan que el Padre Vicente vaya a trabajar al campo con el calor que hace, con los años que tiene y estando tanto tiempo al aire con este sol. Me parece que su vida es demasiado preciosa y demasiado útil para la Iglesia y para su Compañía para que se le deje prodigarla de este modo. Me permitirán que les suplique que le impidan obrar así y que me perdonen si les digo que están obligados en conciencia a ir a buscarle, que se murmura mucho de ellos de que lo cuidan tan poco. Se dice que no conocen ustedes el tesoro que Dios les ha dado y la pérdida que sufrirían. Me siento demasiado sirviente de ustedes y de la Compañía para dejar de darles este aviso” (ES IV, 546|SV IV, 587 nota).
[25] Conferir también: SV XI, 258; XII, 3, 5, 367.
[26] Repetición de Oración de 25 de octubre de 1643.
[27] Repetición de Oración de 24 de julio de 1655.
[28] Conferencia sobre la Caridad. 30 de mayo de 1659.
Vinícius Augusto Teixeira, C.M.