San Vicente de Paúl (Henri Lavedan) (07)

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Henri Lavedan · Translator: I. Fernández. · Year of first publication: 1928.
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La fuga de Vicente

Es raro que las grandes obras dejen de producir, aun en forma imprevista, un cambio inmediato y radical en la existencia de sus iniciadores. Vicente, no bien recobrado de la profunda impresión de aquellas fecundas jornadas, experimentó la necesidad, no de descansar, sino de reco­gerse, de aislarse, tanto para meditar la lección de los he­chos como para abandonar un ambiente cada vez en menor consonancia con el nuevo estado de su espíritu.

También influyó en la determinación la fama del éxito, rápidamente divulgada a pesar suyo y el cúmulo de alabanzas de siervos y señores que lo abrumaban y ofus­caban. Se complacía en el pueblo, pero no en la popula­ridad. Temía vacilar en el vértigo de la soberbia donde habían caído tantos, adornados al parecer, de sólidas vir­tudes, desde las cumbres de la santidad.

Sus alumnos crecían, acentuando la edad el violento temperamento heredado del padre. Carecía además sobre ellos de la influencia necesaria. Hasta la excelente Mme. de Gondi llevada de las perpetuas exigencias de su ima­ginación, de la tiranía de su religiosa amistad y más que nada de su excesivo reconocimiento llegó a discrepar con él y a considerarlo injusto. ¿Pero podía admitir —aun­que ella se empeñara en repetirlo— que su discreción era indispensable? Ninguna persona de recto juicio sería ca­paz de pensar tal y menos él «el miserable» como se ape­llidaba a sí mismo en la esperanza de volverla a la cordura.

Finalmente los disturbios precursores de la Fronda conmovieron a París y le impulsaron a retirarse a algu­na apartada provincia, para consagrarse exclusivamente en la paz y el retiro al servicio de los pobres campesinos. Este era su único deseo. La ciudad lo rechaza y el surco lo atrae. Como había entrado en la casa de Gondi sólo a persuasión de M. de Bérulle, tampoco quiso abandonarla sin su parecer. Viéndole éste tan decidido que parecía ins­pirado, aprueba su resolución y le propone «ir a traba­jar» a Chátillon-les-Dombs, en Bresse.

Era ésta una pequeña ciudad abandonada y arruina­da por las guerras de religión, habitada por católicos y protestantes en continuas discordias, sin párrocos ni pas­tor, en manos de mercenarios que sólo la visitaban para co­brar sus rentas, y se contentaban con hacerse representar por sacerdotes relajados y sin sentimiento de sus deberes. ¡Magnífico presente el que se le hace! Otro que Vicente se hubiera sentido desesperar. El parte inmediatamente y con alegría. Precisamente entonces el general de las gale­ras se encontraba en Provenza. Vicente le escribe para dar­le a conocer su decisión. Le manifiesta que carece de los méritos y distinción necesarios para educar a dos jóvenes señores de gran porvenir en la corte y le ruega acepte su dimisión. Después, habiendo terminado sus preparati­vos, dando por excusa un corto viaje, abandona la casa de Gondi sin duelos ni despedidas y parte para Chátillon donde quisiera estar ya en aquel momento. Mme. de Gondi lo sabe cuando ya está en camino, no por él sino por una carta de su marido en la cual le dice en estilo lleno de dolor, que se halla inconsolable, «la conjura que le im­plore por todos los medios posibles que desista del viaje». Pero es demasiado tarde. A esas horas está muy lejos, quizá ya ha llegado. Mme Gondi conoce muy bien a aquel hombre extraordinario y firme para ignorar que una vez determinado sea posible hacerle cambiar de decisión a su voluntad. El golpe sin embargo fue rudo y quedó desolada. Era el día de la Exaltación de la Cruz. Derramó torrentes de lágrimas, perdió el apetito y el sueño y has

ta se temió por su razón. Jamás pudo imaginar la huida del guía y protector en quien había depositado sus más seguras esperanzas de salvación y que la abandonaba so­la y débil a todas las corrientes de sus miserias. El ale­gaba su «misión». Evidentemente. Pero aquella que ha­bía aceptado desempeñar en su casa y que ahora dejaba, ¿no hubiera debido retenerle? Sentía una especie de de­cepción moral, cierto desencanto de espíritu y los sufría sin saber a quién confiarse. Sin duda no se atrevía a pro­nunciar la palabra cobardía ante tan extraña conducta, pero el vilipendio resonaba en el fondo de su corazón pro­nunciado por una voz secreta que a duras penas lograba acallar. Pero la virtud habló en su alma más alto que la amargura y volvió a ser la mujer fuerte y cristiana de siempre.

El lugar afrentoso

El prófugo había llegado a Chátillon. ¿Qué encon­tró allí? Todas las suposiciones de M. de Bérulle no eran más que pálido reflejo de lo que le esperaba. Un largo y severo proceso verbal invocado por los vecinos más ca­racterizados y del cual damos un resumen, testimonia el deplorable estado de aquel lugar a la llegada de Vicente. Muchas casas derruidas o abandonadas por sus antiguos dueños servían de asilo a los vagabundos y asaltantes que infestaban los caminos. Otras de aspecto hermético y hos­til eran morada de numerosos protestantes amargados por los sufrimientos y repletos de crueldad. Las pasiones y los peores excesos reinaban doquier, pero lo que apenaba más al hombre de Dios era la casa parroquial inhabitable y en ruinas y la iglesia despojada, de un desaseo tal que suble­vaba el corazón y revolucionaba el espíritu. Este espec­táculo le dio ánimos ¿No era él la justificación de su conducta y la prueba fehaciente de que estaba en lo justo al creerse más necesario en aquel muladar que bajo los ar­tesonados de los Gondi o en sus opulentos dominios de Joigny y Montmirail? Procedió por orden. Comenzó por hacer venir de Lyon un auxiliar y un doctor cuya capa­cidad y celo le fueron recomendados Ambos, instalados en una casa modestamente reparada, dieron el primero ejem­plo de vida regular y piadosa.

Se levantaban a las cinco, a continuación, oración, lim­pieza, oficio, misa, visitas a todos sin distinción, enfermos v sanos, católicos y hugonotes. Además el estudio, el con­fesionario y el trabajo manual si las circunstancias lo exigían.

Al mismo tiempo se llevó a cabo una limpieza a fondo de la iglesia profanada, la cual acondicionada, quedó por efectuarse otra clase de «limpieza», la de los antiguos ministros del culto que habían descuidado al resplandor de sus almas. Todos o casi todos languidecían en una vida de malicia y de groseros placeres. Sin renunciar a sus ar­mas favoritas cuales eran su mansedumbre y bondad de férrea contextura interna, logra conmoverlos. Los que recibían en sus casas—»ciertas personas que él llamaba sos­pechosas» las destierran para siempre. Aparta de las tabernas y de las casas de juego a los más empedernidos. Suprimió ciertos abusos vergonzosos como el de cobrar una suma por el sacramento de la Penitencia. Sin detenerse un instante a respirar después de tan abrumadoras tareas, ha­blaba, aconsejaba, exhortaba con palabras y gestos llenos de dulzura y gracia, con ojos de sonrisa infantil. Cuan­do no se encontraba afuera en plena labor, era seguro ha­llarlo en la iglesia donde estaba a disposición de todos.

Al menor ruido de pasos, aparecía balanceando su gran cabeza en la cual resplandecía la belleza de la eter­na acogida. Ignoraba la impaciencia y aunque aceptaba las fatigas por aliviar a los demás, jamás se fatigaba. Las car­gas ajenas lo fortificaban. Eran éstas las que robustecían sus espaldas rotundas de molinero, agobiadas por los sacos de grano celestial, convirtiéndolas en portadoras de la Cruz. Gracias a este régimen inflexible, en menos de un año quedó restablecido el orden. Las conversiones y los retor­nos a la fe se sucedían con un ritmo de avalancha.

El juego y los duelos terminaron. Se purificaron las costumbres; la iglesia parecía pequeña; el pueblo era fe­liz. Vicente había renovado en Chátillon el milagro de Cli­chy. Si no convirtió a sus feligreses en «ángeles», al me­nos hizo de ellos hombres cabales y buenos cristianos. Su caridad fina y discreta, el encanto de una frase dirigida al corazón y a la razón por caminos humildes y elevados, habían obtenido estos resultados sin ninguna violencia. Dos de sus más hermosas victorias merecen ser citadas en la orden del santo ejército, del cual fue y sigue siendo jefe, ante los asaltos del enemigo per saecula saeculorum.

El conde de Rougemont

La primera fue la conversión de dos jóvenes damas, de vida escandalosa que renunciando a la frivolidad y deseosas de servir a Dios se dedicaron para siempre al ser­vicio de los pobres. Ejercía sobre los libertinos un sin­gular influjo, procedente no tanto del conocimiento de los vicios en el confesionario, cuanto de la inmensa perfección de su castidad que purificaba a quienes se le aproximaban.

El segundo de sus éxitos, más difícil quizá, por tra­tarse de un individuo de mayores dotes y poseído del de­lirio caballeresco, lo obtuvo del conde de Rougemont. Era éste un señor de las cercanías, pendenciero y licencioso, que pasaba, no obstante, por modelo de caballeros, des­pués de haber vivido muchos años en la corte. Entre los funestos hábitos adquiridos en ésta y pese a su edad, se contaba el de acudir a la espada por el motivo más insig­nificante. Poseído de manía furiosa, lo solucionaba todo a estocadas. Los duelos formaban parte de su vida con detrimento de las ajenas, pues su rival quedaba tendido a poco de cambiar golpes.

Era el terror de la comarca, un loco, al que todos an­siaban ver muerto. No así Vicente que deseaba conocer este individuo de tan extraordinaria fama. Las grandes reputaciones, aun contrarias, se atraen. Por su parte Rou­gemont, intrigado al oír extenderse el rumor de la elo­cuencia y de las virtudes de Vicente y curioso de juzgarlo por sí mismo, entró un día en la iglesia mientras el santo predicaba. Salió tan conmovido que no acertó a ir inmediatamente en su busca; y con la brusquedad propia de su carácter se declara arrebatadamente criminal digno de to­dos los castigos y dispuesto a cualquier expiación.

El santo lo invita a una entrevista en la cual podría hacer una confesión general. Pero ya él antes lo había pen­sado. La hace pues y a fondo, como sus estocadas. Y he aquí al hombre ardiente, espoleado, por la gracia, correr desbocado en sentido opuesto. Vende sus tierras de Rouge­mont y dona a los pobres y a los monasterios los treinta mil escudos de la venta. Sin perder un punto de su al­tivez, antes dirigiéndola al bien, se entrega, dice un cro­nista, «a los ejercicios más heroicos de la vida cristiana». Arrepentido de sus culpas, llora, detesta el pasado, se abraza con la pobreza más absoluta. Ansioso de desatar­se de las cosas de la tierra, exclama, empleando los tér­minos de esgrima que resonaron tantos años en su boca: «Corto, rompo y rajo todo para ir derecho al cielo». Sólo el poder de Vicente le impide despojarse de su camisa. Obtiene el privilegio de poseer el Santísimo Sacramento en su capilla, en la cual se abisma en profunda meditación tres horas por día y más, de rodillas y sin apoyo. Los que antes le maldecían, no salen de su estupor. Muchos acu­den desde lejos para verlo orar sin que él se inquiete poco ni mucho por ello.

Siguiendo el ejemplo del divino Maestro, «vende omnia», se había desprendido de todo cuanto poseía, a ex­cepción de su espada. Ya no la desenvainaba, pero la lle­vaba siempre consigo aun en la iglesia. De noche la sus­pendía junto a la cabecera de su lecho. «Una vez, narra el santo, me contó que yendo él de viaje y ocupándose de Dios en todo el trayecto, como lo hacía habitualmente, me examinaba si después de abandonarlo todo, era víctima de alguna antigua o nueva afición. Recorrió los negocios, las amistades, la reputación, los grandes y pequeños pla­ceres del corazón humano. De pronto detiene los ojos sobre su espada. «¿Por qué la llevas? (se dice a sí mismo). -¿Qué? ¡Separarte de esta querida espada que te ha servido en tantas ocasiones, y que después de Dios te ha librado de tantos peligros! Si ahora te atacasen estarías perdido sin ella. ¡Sí! Pero también podría sobrevenir al­guna disputa y no tendrías valor suficiente para dejar de utilizarla y ofenderías a Dios. —¿Entonces, qué haré? , Es posible que el instrumento de mi vergüenza halle to­davía tanto eco en mi corazón? ¡Sólo esta espada me es­torba!… «.

En aquel momento, divisando una gran pie­dra, se apea, empuña la espada, y la hace trizas sobre ella. Luego vuelve a montar y se va».

Tal fue el gran milagro, más difícil aún que la con­versión de las dos frívolas damas, obrado por Vicente en el conde de Rougemont.

Este confesó más tarde que el sacrificio le había si­do muy costoso. Cuando se reflexiona que para un caba­llero sediento de batalla, era la espada la inseparable com­pañera, defensora de su amor y de su honor, admira que el viejo espadachín se pudiera deshacer de ella.

Comprendió que habiendo ella participado en su delirio de sangre, debíale llegar también la hora de la expiación; por eso con la propia mano que mil veces la había empuñado, blandido y acariciado la castiga redu­ciéndola a fragmentos y enviándola a acompañar en la tie­rra a los que diera muerte en sus épocas de furor.

¿Recogió al menos los pedazos? No. ¿Qué habría he­cho con ellos? Después que «cortó, rompió y rajó todo» como él decía, arrojó también de sí sus galas y carruajes para vestir el sayal de San Francisco. La cuerda nudosa fue en adelante su cinturón, y Vicente el padrino, cuando al morir entró en el verdadero campo del honor donde re­cibió de mano de Dios su espada restaurada.

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