La fuga de Vicente
Es raro que las grandes obras dejen de producir, aun en forma imprevista, un cambio inmediato y radical en la existencia de sus iniciadores. Vicente, no bien recobrado de la profunda impresión de aquellas fecundas jornadas, experimentó la necesidad, no de descansar, sino de recogerse, de aislarse, tanto para meditar la lección de los hechos como para abandonar un ambiente cada vez en menor consonancia con el nuevo estado de su espíritu.
También influyó en la determinación la fama del éxito, rápidamente divulgada a pesar suyo y el cúmulo de alabanzas de siervos y señores que lo abrumaban y ofuscaban. Se complacía en el pueblo, pero no en la popularidad. Temía vacilar en el vértigo de la soberbia donde habían caído tantos, adornados al parecer, de sólidas virtudes, desde las cumbres de la santidad.
Sus alumnos crecían, acentuando la edad el violento temperamento heredado del padre. Carecía además sobre ellos de la influencia necesaria. Hasta la excelente Mme. de Gondi llevada de las perpetuas exigencias de su imaginación, de la tiranía de su religiosa amistad y más que nada de su excesivo reconocimiento llegó a discrepar con él y a considerarlo injusto. ¿Pero podía admitir —aunque ella se empeñara en repetirlo— que su discreción era indispensable? Ninguna persona de recto juicio sería capaz de pensar tal y menos él «el miserable» como se apellidaba a sí mismo en la esperanza de volverla a la cordura.
Finalmente los disturbios precursores de la Fronda conmovieron a París y le impulsaron a retirarse a alguna apartada provincia, para consagrarse exclusivamente en la paz y el retiro al servicio de los pobres campesinos. Este era su único deseo. La ciudad lo rechaza y el surco lo atrae. Como había entrado en la casa de Gondi sólo a persuasión de M. de Bérulle, tampoco quiso abandonarla sin su parecer. Viéndole éste tan decidido que parecía inspirado, aprueba su resolución y le propone «ir a trabajar» a Chátillon-les-Dombs, en Bresse.
Era ésta una pequeña ciudad abandonada y arruinada por las guerras de religión, habitada por católicos y protestantes en continuas discordias, sin párrocos ni pastor, en manos de mercenarios que sólo la visitaban para cobrar sus rentas, y se contentaban con hacerse representar por sacerdotes relajados y sin sentimiento de sus deberes. ¡Magnífico presente el que se le hace! Otro que Vicente se hubiera sentido desesperar. El parte inmediatamente y con alegría. Precisamente entonces el general de las galeras se encontraba en Provenza. Vicente le escribe para darle a conocer su decisión. Le manifiesta que carece de los méritos y distinción necesarios para educar a dos jóvenes señores de gran porvenir en la corte y le ruega acepte su dimisión. Después, habiendo terminado sus preparativos, dando por excusa un corto viaje, abandona la casa de Gondi sin duelos ni despedidas y parte para Chátillon donde quisiera estar ya en aquel momento. Mme. de Gondi lo sabe cuando ya está en camino, no por él sino por una carta de su marido en la cual le dice en estilo lleno de dolor, que se halla inconsolable, «la conjura que le implore por todos los medios posibles que desista del viaje». Pero es demasiado tarde. A esas horas está muy lejos, quizá ya ha llegado. Mme Gondi conoce muy bien a aquel hombre extraordinario y firme para ignorar que una vez determinado sea posible hacerle cambiar de decisión a su voluntad. El golpe sin embargo fue rudo y quedó desolada. Era el día de la Exaltación de la Cruz. Derramó torrentes de lágrimas, perdió el apetito y el sueño y has
ta se temió por su razón. Jamás pudo imaginar la huida del guía y protector en quien había depositado sus más seguras esperanzas de salvación y que la abandonaba sola y débil a todas las corrientes de sus miserias. El alegaba su «misión». Evidentemente. Pero aquella que había aceptado desempeñar en su casa y que ahora dejaba, ¿no hubiera debido retenerle? Sentía una especie de decepción moral, cierto desencanto de espíritu y los sufría sin saber a quién confiarse. Sin duda no se atrevía a pronunciar la palabra cobardía ante tan extraña conducta, pero el vilipendio resonaba en el fondo de su corazón pronunciado por una voz secreta que a duras penas lograba acallar. Pero la virtud habló en su alma más alto que la amargura y volvió a ser la mujer fuerte y cristiana de siempre.
El lugar afrentoso
El prófugo había llegado a Chátillon. ¿Qué encontró allí? Todas las suposiciones de M. de Bérulle no eran más que pálido reflejo de lo que le esperaba. Un largo y severo proceso verbal invocado por los vecinos más caracterizados y del cual damos un resumen, testimonia el deplorable estado de aquel lugar a la llegada de Vicente. Muchas casas derruidas o abandonadas por sus antiguos dueños servían de asilo a los vagabundos y asaltantes que infestaban los caminos. Otras de aspecto hermético y hostil eran morada de numerosos protestantes amargados por los sufrimientos y repletos de crueldad. Las pasiones y los peores excesos reinaban doquier, pero lo que apenaba más al hombre de Dios era la casa parroquial inhabitable y en ruinas y la iglesia despojada, de un desaseo tal que sublevaba el corazón y revolucionaba el espíritu. Este espectáculo le dio ánimos ¿No era él la justificación de su conducta y la prueba fehaciente de que estaba en lo justo al creerse más necesario en aquel muladar que bajo los artesonados de los Gondi o en sus opulentos dominios de Joigny y Montmirail? Procedió por orden. Comenzó por hacer venir de Lyon un auxiliar y un doctor cuya capacidad y celo le fueron recomendados Ambos, instalados en una casa modestamente reparada, dieron el primero ejemplo de vida regular y piadosa.
Se levantaban a las cinco, a continuación, oración, limpieza, oficio, misa, visitas a todos sin distinción, enfermos v sanos, católicos y hugonotes. Además el estudio, el confesionario y el trabajo manual si las circunstancias lo exigían.
Al mismo tiempo se llevó a cabo una limpieza a fondo de la iglesia profanada, la cual acondicionada, quedó por efectuarse otra clase de «limpieza», la de los antiguos ministros del culto que habían descuidado al resplandor de sus almas. Todos o casi todos languidecían en una vida de malicia y de groseros placeres. Sin renunciar a sus armas favoritas cuales eran su mansedumbre y bondad de férrea contextura interna, logra conmoverlos. Los que recibían en sus casas—»ciertas personas que él llamaba sospechosas» las destierran para siempre. Aparta de las tabernas y de las casas de juego a los más empedernidos. Suprimió ciertos abusos vergonzosos como el de cobrar una suma por el sacramento de la Penitencia. Sin detenerse un instante a respirar después de tan abrumadoras tareas, hablaba, aconsejaba, exhortaba con palabras y gestos llenos de dulzura y gracia, con ojos de sonrisa infantil. Cuando no se encontraba afuera en plena labor, era seguro hallarlo en la iglesia donde estaba a disposición de todos.
Al menor ruido de pasos, aparecía balanceando su gran cabeza en la cual resplandecía la belleza de la eterna acogida. Ignoraba la impaciencia y aunque aceptaba las fatigas por aliviar a los demás, jamás se fatigaba. Las cargas ajenas lo fortificaban. Eran éstas las que robustecían sus espaldas rotundas de molinero, agobiadas por los sacos de grano celestial, convirtiéndolas en portadoras de la Cruz. Gracias a este régimen inflexible, en menos de un año quedó restablecido el orden. Las conversiones y los retornos a la fe se sucedían con un ritmo de avalancha.
El juego y los duelos terminaron. Se purificaron las costumbres; la iglesia parecía pequeña; el pueblo era feliz. Vicente había renovado en Chátillon el milagro de Clichy. Si no convirtió a sus feligreses en «ángeles», al menos hizo de ellos hombres cabales y buenos cristianos. Su caridad fina y discreta, el encanto de una frase dirigida al corazón y a la razón por caminos humildes y elevados, habían obtenido estos resultados sin ninguna violencia. Dos de sus más hermosas victorias merecen ser citadas en la orden del santo ejército, del cual fue y sigue siendo jefe, ante los asaltos del enemigo per saecula saeculorum.
El conde de Rougemont
La primera fue la conversión de dos jóvenes damas, de vida escandalosa que renunciando a la frivolidad y deseosas de servir a Dios se dedicaron para siempre al servicio de los pobres. Ejercía sobre los libertinos un singular influjo, procedente no tanto del conocimiento de los vicios en el confesionario, cuanto de la inmensa perfección de su castidad que purificaba a quienes se le aproximaban.
El segundo de sus éxitos, más difícil quizá, por tratarse de un individuo de mayores dotes y poseído del delirio caballeresco, lo obtuvo del conde de Rougemont. Era éste un señor de las cercanías, pendenciero y licencioso, que pasaba, no obstante, por modelo de caballeros, después de haber vivido muchos años en la corte. Entre los funestos hábitos adquiridos en ésta y pese a su edad, se contaba el de acudir a la espada por el motivo más insignificante. Poseído de manía furiosa, lo solucionaba todo a estocadas. Los duelos formaban parte de su vida con detrimento de las ajenas, pues su rival quedaba tendido a poco de cambiar golpes.
Era el terror de la comarca, un loco, al que todos ansiaban ver muerto. No así Vicente que deseaba conocer este individuo de tan extraordinaria fama. Las grandes reputaciones, aun contrarias, se atraen. Por su parte Rougemont, intrigado al oír extenderse el rumor de la elocuencia y de las virtudes de Vicente y curioso de juzgarlo por sí mismo, entró un día en la iglesia mientras el santo predicaba. Salió tan conmovido que no acertó a ir inmediatamente en su busca; y con la brusquedad propia de su carácter se declara arrebatadamente criminal digno de todos los castigos y dispuesto a cualquier expiación.
El santo lo invita a una entrevista en la cual podría hacer una confesión general. Pero ya él antes lo había pensado. La hace pues y a fondo, como sus estocadas. Y he aquí al hombre ardiente, espoleado, por la gracia, correr desbocado en sentido opuesto. Vende sus tierras de Rougemont y dona a los pobres y a los monasterios los treinta mil escudos de la venta. Sin perder un punto de su altivez, antes dirigiéndola al bien, se entrega, dice un cronista, «a los ejercicios más heroicos de la vida cristiana». Arrepentido de sus culpas, llora, detesta el pasado, se abraza con la pobreza más absoluta. Ansioso de desatarse de las cosas de la tierra, exclama, empleando los términos de esgrima que resonaron tantos años en su boca: «Corto, rompo y rajo todo para ir derecho al cielo». Sólo el poder de Vicente le impide despojarse de su camisa. Obtiene el privilegio de poseer el Santísimo Sacramento en su capilla, en la cual se abisma en profunda meditación tres horas por día y más, de rodillas y sin apoyo. Los que antes le maldecían, no salen de su estupor. Muchos acuden desde lejos para verlo orar sin que él se inquiete poco ni mucho por ello.
Siguiendo el ejemplo del divino Maestro, «vende omnia», se había desprendido de todo cuanto poseía, a excepción de su espada. Ya no la desenvainaba, pero la llevaba siempre consigo aun en la iglesia. De noche la suspendía junto a la cabecera de su lecho. «Una vez, narra el santo, me contó que yendo él de viaje y ocupándose de Dios en todo el trayecto, como lo hacía habitualmente, me examinaba si después de abandonarlo todo, era víctima de alguna antigua o nueva afición. Recorrió los negocios, las amistades, la reputación, los grandes y pequeños placeres del corazón humano. De pronto detiene los ojos sobre su espada. «¿Por qué la llevas? (se dice a sí mismo). -¿Qué? ¡Separarte de esta querida espada que te ha servido en tantas ocasiones, y que después de Dios te ha librado de tantos peligros! Si ahora te atacasen estarías perdido sin ella. ¡Sí! Pero también podría sobrevenir alguna disputa y no tendrías valor suficiente para dejar de utilizarla y ofenderías a Dios. —¿Entonces, qué haré? , Es posible que el instrumento de mi vergüenza halle todavía tanto eco en mi corazón? ¡Sólo esta espada me estorba!… «.
En aquel momento, divisando una gran piedra, se apea, empuña la espada, y la hace trizas sobre ella. Luego vuelve a montar y se va».
Tal fue el gran milagro, más difícil aún que la conversión de las dos frívolas damas, obrado por Vicente en el conde de Rougemont.
Este confesó más tarde que el sacrificio le había sido muy costoso. Cuando se reflexiona que para un caballero sediento de batalla, era la espada la inseparable compañera, defensora de su amor y de su honor, admira que el viejo espadachín se pudiera deshacer de ella.
Comprendió que habiendo ella participado en su delirio de sangre, debíale llegar también la hora de la expiación; por eso con la propia mano que mil veces la había empuñado, blandido y acariciado la castiga reduciéndola a fragmentos y enviándola a acompañar en la tierra a los que diera muerte en sus épocas de furor.
¿Recogió al menos los pedazos? No. ¿Qué habría hecho con ellos? Después que «cortó, rompió y rajó todo» como él decía, arrojó también de sí sus galas y carruajes para vestir el sayal de San Francisco. La cuerda nudosa fue en adelante su cinturón, y Vicente el padrino, cuando al morir entró en el verdadero campo del honor donde recibió de mano de Dios su espada restaurada.