JESUCRISTO EN EL CENTRO DE LA EXISTENCIA Y VIDA DE SAN VICENTE
Como consecuencia del encuentro místico con Cristo, su vida y existencia girará siempre en torno a Él. San Vicente tiene un centro: Jesucristo, que manifiesta y realiza la misericordia de Dios en la salvación de los hombres, en concreto en la evangelización y servicio de los pobres. A la luz de Jesucristo Salvador se acerca a Dios y a los pobres. Incluso materialmente no dejará de repetir y exclamar con frecuencia: «¡Oh Salvador!». Sólo piensa «unirse a Él» y «actuar como Él» para continuar su misión. ”Es preciso —manifiesta al P. Durand — que Jesucristo trabaje con nosotros, o nosotros con él; que obremos en él, y él en nosotros; hablemos como él y con su espíritu, lo mismo que él estaba en su Padre y predicaba la doctrina que le había enseriado».
1.- CENTRALIDAD DE CRISTO
El punto de partida de toda la existencia vicenciana tiene sus raíces en el misterio pascual de donde brota la incorporación a Jesucristo por el Bautismo. El 1 de mayo de 1635 comunica a su compañero, el P. Antonio Portail, su experiencia y convicción profunda: «Acuérdese que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo y debemos morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo. Nuestra vida debe estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo. Para morir como Jesucristo es necesario vivir como Jesucristo».
En ese empeño continuará hasta el final de sus días. Como comentaba el P. José María Ibáñez Burgos: «Una lectura, incluso superficial, de las 8.000 páginas de sus escritos y conferencias”, nos manifiesta las dos actitudes fundamentales de su vida: identificarse con Jesucristo, vivir en Él y por Él, a fin de continuar su misión de evangelización y servicio de los pobres.
De ahí deriva su espiritualidad propia, que su primer biógrafo, Luis Abelly, caracterizó como la imitación de Jesucristo en la edición de 1664, y añadió en la edición de 1667 en conformidad a la voluntad de Dios. Siguiendo los textos de san Pablo (Ef 4, 24; Gal 3, 26-27; Col 3, 5-12; Rom 6, 3-11), incidirá en la necesidad de despojarse del «hombre viejo» y «revestirse del nuevo» para continuar la misión de Jesucristo. Para eso, nada mejor que practicar las mismas virtudes de Jesucristo. Algunas de ellas son particularmente propias para seguir a Jesucristo evangelizador y servidor de los pobres: «sencillez, humildad, mansedumbre, mortificación y celo de la salvación de las almas», para los misioneros; caridad, humildad y sencillez, para las Hijas de la Caridad».
El encuentro con Cristo le enseñó a unir siempre indisolublemente el amor de Dios y de los pobres, la unión con Dios y el servicio a los pobres en el amor. En esa experiencia arraiga su actitud existencial y el comportamiento ante las distintas situaciones a las que tuvo que dar una respuesta. Es lo que me he atrevido a llamar «equilibrio existencial». En efecto, su misma vida trascurre siempre en equilibrio entre dos vertientes:
- hombre de oración profunda y decididamente volcado en la acción;
- totalmente entregado a los pobres y continuamente en relación con los ricos y poderosos;
- hombre con una vocación y misión bien definida y, sin embargo, mezclado en todos los asuntos religiosos, sociales y políticos;
- haciendo depender todo de la gracia, pero trabajando con todos los medios a su alcance.
Con razón A. Dodin, ha podido afirmar que se distinguía por el arte de armonizar los contrarios. En todo ello, lo específico, lo propio del señor Vicente ha sido, es «una gracia de unión, de comunión».
La fuente de ese equilibrio está en la identificación con Jesucristo. Y para eso sigue un camino claro y sencillo.
- UNIRSE A JESUCRISTO
La imagen de Jesucristo se había grabado tan profunda y plenamente en su vida, que nada de lo que podía pensar, hablar u obrar tenía otro sentido que la imitación y conducta de Jesucristo. Se había propuesto, nos dice L. Abelly, a este divino Salvador y la doctrina de su evangelio como la única regla de su vida y actuación.
Esta imitación de Jesucristo supone la unión a Él, en una perspectiva mística según la doctrina paulina y lejos de la «mística de esencia». Cuando el Espíritu de nuestro Señor, el Espíritu Santo actúa en una persona, explica el Santo, «le da las mismas inclinaciones y disposiciones que tenía Jesucristo en la tierra«.
Su amor le lleva a tratar de compenetrarse íntimamente con Él. Es el sentimiento que transmite a los misioneros en la conferencia de 13 de diciembre de 1658: «Cada uno tiene que tender, por consiguiente, a asemejarse a nuestro Señor, a apartarse de las máximas del mundo, a seguir con el afecto y en la práctica los ejemplos del Hijo de Dios». Hablando sobre las máximas del Evangelio en la conferencia de 14 de febrero de 1659, confiesa con toda sencillez a los misioneros que «la Compañía, desde el principio, ha tenido el deseo de unirse a nuestro Señor para hacer lo que Él hizo al practicar estas máximas y hacerse como Él agradable al Padre eterno y útil a su iglesia».
Sin duda, abre su corazón, cuando en la conferencia de 9 de febrero de 1653, hablando a las Hijas de la Caridad sobre el espíritu de la Compañía, expone la necesidad de amar a nuestro Señor con amor afectivo y efectivo. Él había llegado a ambas clases de amor a Jesucristo y por eso les habla con tanto entusiasmo y de forma tan expresiva. Les habla con experiencia: «El amor afectivo es la ternura en el amor. Tenéis que amar a nuestro Señor con ternura y afecto, lo mismo que un niño que no puede separarse de su madre y que grita: ‘mamá’, apenas siente que se aleja. Del mismo modo, un corazón que ama a nuestro Señor no puede sufrir su ausencia y tiene que unirse con él por ese amor afectivo, que produce a su vez el amor efectivo».
- ADHERIRSE A SU DOCTRINA
El compenetrarse de los sentimientos y afectos de Jesucristo, supone ante todo emprender el propio camino del «que vino para servir y quiso tomar la forma de siervo«. Es decir, dar un giro completo en la propia vida, abandonando las máximas a las que de ordinario se encuentran inclinados los hombres, y tomando partido decidido por Jesucristo». El primer paso en este giro completo es vaciarse de uno mismo. Esta es la convicción que refleja san Vicente en la repetición de oración de 12 de septiembre de 1655: «Pues creedme, padre y hermanos, es una máxima infalible de Jesucristo, que muchas veces os he recordada de parte suya, que cuando un corazón se vacía de sí mismo, Dios lo llena; Dios es el que entonces mora y actúa en él».
El tomar partido por Cristo lleva a aferrarse absolutamente a su palabra, poniéndose confiada y amorosamente en sus manos. Cuando quiere asegurar las bases de su propia Congregación, de su espíritu misionero, empieza por decir: «Ante todo cada uno de nosotros se esforzará por convencerse de esta verdad: que la enseñanza de Cristo nunca engaña, mientras que la del mundo es siempre falaz. El mismo Cristo afirma que ésta es como una casa construida sobre arena, mientras su propia doctrina es un edificio fundamentado sobre roca sólida«. La doctrina de Jesucristo no es para san Vicente algo externo, aprendido desde afuera, sino algo asimilado y vivido; es su propia experiencia. Parte del encuentro con una persona, con Cristo y en ese encuentro se configura su pensar y su sentir al unísono de Cristo. Es la fe en la persona de Cristo la que ilumina todo y da solidez a su doctrina. El 5 de agosto de 1642 escribe al P.Codoing, superior en Roma, y le hace la siguiente confesión: “Quizá me diga usted: ¿qué sentirán de nosotros en esta corte, y qué pensarán en París? Deje usted que piensen y que digan lo que quieran y esté seguro de que los principios de Jesucristo y los ejemplos de su vida nunca nos llevan al desastre, que dan su fruto a su debido tiempo, que todo lo que no es conforme con ellos es vano, y que al que sigue las máximas contrarias todo le saldrá mal. Tal es mi fe y tal es también mi experiencia. En nombre de Dios, padre, tenga esto por infalible y ocúltese bien”.
La convicción y experiencia de san Vicente no admite la más mínima fisura. Hemos visto como lo expresaba en términos de «infalibilidad», porque la luz de su fe está apoyada en la confianza y en el amor de la persona de Cristo. Es un amor que le permite elegir con san Pablo antes la muerte que la separación de Cristo, y es una seguridad que no tiene límites, porque se apoya en el Señor. En efecto, constata san Vicente, la prudencia humana es engañosa y en cambio la «divina palabra merece todo crédito y amor». El amor y la confianza en Cristo le llevaría a descartar la misma evidencia: «Y estaremos seguros de que mientras nos enraicemos en este amor y nos basemos en esta esperanza, viviremos siempre bajo la protección de Dios del cielo…, aunque nos parezca que todo lo nuestro camina hacia la ruina».
Esta vivencia que él lega a los misioneros, no es improvisada, viene de una larga experiencia de vida en unión con Jesucristo. Ya el 14 de enero de 1640 manifiesta a L. Abelly, entonces vicario general de Bayona, y después obispo y primer biógrafo del santo: «Quizás le parezca rudo lo que le digo, señor, pero ¿qué quiere usted? Tengo un sentimiento tan acendrado de las verdades que nuestro Señor nos enseñó de palabra y de ejemplo que no puedo menos de ver que todo lo que se hace según esas enseñanzas sale siempre maravillosamente bien, mientras que sucede lo contrario con la conducta opuesta a las mismas».
La adhesión a la doctrina de Cristo penetra tan profundamente y llena de tal forma la vida de san Vicente, porque sus raíces se hunden en la respuesta global al amor misericordioso de Dios presente en Jesucristo Salvador, en «la infinita caridad de Jesucristo». El alma, la experiencia viva de san Vicente, palpita en la siguiente apelación a los misioneros, hecha durante la conferencia del 14 de febrero de 1659 sobre las máximas del Evangelio:
¡Ay, padres! Estemos convencidos de que estas máximas, que nos ha propuesto la infinita caridad de Jesucristo, no pueden engañarnos».
- HACER LO QUE HIZO NUESTRO SEÑOR Y CÓMO ÉL LO HIZO
La cualidad particular con que san Vicente ve a Jesucristo es la de Salvador. Este título resume al mismo tiempo el amor infinito de Dios a la humanidad y el amor incomparable de Cristo al Padre, demostrado precisamente en dar su vida por la salvación de los hombres, identificándose así con la voluntad del Padre. La vocación vicenciana intenta conectar en la misma corriente del Amor salvador. El mismo san Vicente lo explica a los misioneros: “Quien dice misionero, dice un hombre llamado por Dios para salvar a las almas; porque nuestro fin es trabajar por su salvación, a imitación de nuestro Señor Jesucristo, que es el único verdadero Redentor y que cumplió perfectamente lo que significa ese nombre amable de Jesús, que quiere decir Salvador».
Ahora bien, esta misión la cumplió Jesucristo principalmente en el servicio y cuidado de los pobres, de tal suerte que se puede decir que vino a este mundo a evangelizar a los pobres. El mismo Jesucristo dio esto por señal de su presentación como el Mesías esperado (Cfr. Mt 16,26). Pues bien, concluye san Vicente, la compañía ha sido llamada a «instruir a los pueblos del campo», de tal suerte que se puede afirmar que lo específico suyo «es dedicarse, como Jesucristo, a los pobres». Esta misión es tan alta que verdaderamente se puede decir que es el «oficio del Hijo de Dios»; el misionero es un instrumento por el que el «Hijo de Dios sigue haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra». La emoción embarga el corazón de Vicente, que prosigue: «Dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el reino de los cielos y que ese reino es para los pobres. ¡Qué grande es esto! … Evangelizar a los pobres es un oficio tan alto que es, por excelencia, el oficio del Hijo de Dios».
La evangelización de los pobres sólo será completa si abarca al hombre entero, si atiende al cuerpo y al alma. «Vais a hacer —confía a dos Hermanas enviadas a Arras— lo que el Hijo de Dios hizo en la tierra, pues no vino más que para dar vida al mundo, y vosotras vais a dar la vida a esos pobres enfermos tanto del cuerpo como del alma».
Pero no basta con hacer el bien, repetirá san Vicente. Hay que hacerlo bien a ejemplo de Jesucristo, de quien dice el Evangelio: “omnia bene fecit”: «Todo lo ha hecho bien» (Mc 7,37). Para ello es necesario entrar en los mismos sentimientos y afectos de Jesucristo. Esto se logrará conformando a él «nuestros pensamientos, nuestras obras y nuestras intenciones». Por eso, la regla de oro que practica y encarece tanto a los misioneros como a las Hijas de la Caridad, es la de acudir a Cristo y preguntarse: «¿Cómo juzgaba de esto nuestro Señor? ¿Cómo se comportaba en un caso semejante? ¿Qué es lo que dijo? Es preciso que yo ajuste mi conducta a sus máximas y a su ejemplo».
Nada identifica tanto a san Vicente con Jesucristo evangelizador como la caridad y la compasión. Y nada, por lo mismo, más opuesto a esta vocación que la falta de amor y la insensibilidad (Cfr. 1 Jn 3,14-15). Un corazón que va al unísono con Cristo, comunica amor, porque la «caridad, que es de suyo comunicativa, produce también caridad», dice san Vicente. El amor lleva a tratar al prójimo con muestras de afecto. El camino de la evangelización en la iglesia, si quiere dar fruto, pasa por acercarse a todos, a ejemplo de Jesucristo, con mansedumbre y cordialidad. ¡Salvador mío! —exclama san Vicente— ¡Quien tuviera ese aspecto amoroso y esa benignidad encantadora!»
La vocación vicenciana que pretende continuar la misión de Jesucristo, sólo acertará a hacerlo, si entra en sus mismos sentimientos de caridad y misericordia. Dios tiene sobre las Hijas de Caridad grandes designios, porque las ha llamado, dice san Vicente, «a honrar la gran caridad de Jesucristo»». El espíritu de compasión y misericordia es tanto más necesario cuanto más participa en la actitud de Cristo que, según la carta a los Hebreos, vino como pontífice capaz de compadecer la debilidad humana (Cfr. Hebr 4,15-16). De tal manera que un misionero debe ser definido como «un hombre lleno de misericordia». Para ello —advierte San Vicente— es preciso que sepamos enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia».
EPÍLOGO
Hemos visto como la trayectoria espiritual de Vicente de Paúl arranca de su incorporación a Jesucristo por el bautismo y se afianza paso a paso en la medida en que se acerca más a Él, lo conoce mejor y llega a la unión de vida con El. A través de los acontecimientos de su vida nunca cierra la puerta a la presencia de Cristo, de tal modo que siempre estará al alcance de su gracia. Llegado el momento, la luz de Jesucristo le concederá, mediante «los ojos de la fe», ver las cosas como son en Dios, renunciar a sus proyectos y entregar toda su vida a seguir a Jesucristo evangelizador de los pobres.
El hecho clave de este cambio no es otro que el encuentro con Cristo, quien, según su propia confesión se convierte para él en «su padre, su madre, sus hermanos y su todo». A partir de ahí se multiplica su capacidad y sus fuerzas, para emprender la organización y coordinación de toda clase de Instituciones al servicio de los pobres: desde la creación de las Cofradías de la Caridad, la fundación de la Congregación de la Misión y de la Compañía de la Hijas de la Caridad, hasta buscar el apoyo de las máximas instancias del Estado. No se detiene ni ante las dificultades que parecen insalvables ni ante su pequeñez, un simple sacerdote de «provincias», porque todo responde a la gracia de Dios.
Usando una reflexión del Papa Benedicto XVI referida a san Pablo, podemos concluir que la experiencia interior de san Vicente nos manifiesta que es fundamental poner en el centro de nuestra vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, por la comunión con Cristo evangelizador y servidor de los pobres.
La celebración del 350 aniversario de la muerte de los fundadores es una invitación especial que se nos hace para adentramos en el camino de encuentro con Jesucristo, a fin de participar también nosotros del amor de Jesucristo que los apremió a entregar toda su vida y energías al servicio de la evangelización de los pobres.
La clave del encuentro que nos permite acercarnos a Jesucristo es la fe. Por la fe en Jesucristo somos justificados, es decir, somos acogidos por la justicia misericordiosa de Dios y entramos en comunión con Él. «Somos justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Rm 3, 24). Este descubrimiento, esta experiencia suscita el asombro y la admiración de san Vicente: «Miremos al Hijo de Dios, exclama, ¡qué amor más misericordioso! …». Hay en esa expresión una mezcla de sentimientos de adoración, alabanza y entrega total de su persona.
En consecuencia, quien, de la mano de san Vicente, se adentre en esa experiencia, dejará de buscarse a sí mismo y se centrará decididamente en «vivir en Cristo» y que «Cristo viva en él», para participar de vida y misión. Se produce así una compenetración mutua de Cristo y el cristiano, característica de la enseñanza de san Pablo. Se trata de un componente que, según Benedicto XVI, podríamos llamar «místico», porque implica «una identificación de nosotros con Cristo y de Cristo con nosotros».
Los hombres de nuestro tiempo, marcado por el escepticismo y la renuncia a las certezas, dan fe de la actualidad del pronóstico de Karl Rahner para el siglo XXI: «el cristiano del futuro será místico o no será». Efectivamente, está creciendo el interés por místicos, como personas que toman a Dios en serio, porque no sólo creen en la existencia de Dios, sino que transmiten la presencia de Dios en su vida y en el mundo. Los seguidores de Vicente de Paúl estamos llamados a transmitir esa experiencia que nos une Jesucristo evangelizador de los pobres y nos permite descubrirlo presente en ellos.
La vocación vicenciana se inscribe en el núcleo de la misión la Iglesia: «Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a pobres y levantar a los oprimidos» (Le 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar necesidades y procura servir en ellos a Cristo».