San Vicente de Paúl, el hombre que centró toda su vida en Cristo (II)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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  1. EL CAMINO DEL ENCUENTRO CON CRISTO

El Camino del encuentro de Vicente de Paúl con Cristo pasa por un acercamiento progresivo, según va creciendo la atención, el conocimiento y el amor hacia El. Ni es un camino en línea recta que arranque desde la niñez, como se podría deducir de alguna biografía escrita con sentido hagiográfico, ni tampoco estamos ante una conversión repentina de un pecador.

El sentido del encuentro con Cristo de san Vicente se encua­dra mejor, salvadas las distancias, en lo que dice el Evangelio sobre Jesús: «Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres» (Le 2, 52). Como veremos, san Vicente llegará hasta la unión mística con Cristo, que se convierte en el centro de su vida y acción e inspira todas sus obras. Antes ha de pasar por diversas etapas.

  1. DEJARSE MIRAR POR JESUCRISTO

Como en la vida de todo cristiano, Vicente de Paúl inicia su encuentro con Cristo en el Bautismo. El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica su significado profundo y los efectos pro­ducidos. Quien recibe el bautismo es sumergido en la muerte de Cristo y resucita con Él «como una nueva criatura» (2 Co 5, 17). Los Santos Padres lo llaman también «baño de regeneración y renovación en el Espíritu Santo» (Tt 3, 5), e «iluminación», por­que el bautizado se convierte en «hijo de la luz» (Ef 5, 8). Sobre ese fundamento se abre para Vicente un camino de crecimiento en la nueva vida recibida, en la medida de su acercamiento, conocimiento y entrega a Cristo. Como recuerda el Concilio Vaticano II, toda profundización o consagración «radica íntima­mente en la consagración del bautismo”.

Desde su niñez, Vicente vive con sencillez y verdadera devo­ción su vida cristiana, en particular su confianza en Dios. Así lo atestigua en sus recuerdos, al exaltar las virtudes de las buenas aldeanas, cuando hablaba a las Hijas de la Caridad.

Algunos de los rasgos de esta vida quedarán definitivamente grabados en su talante: «¿Habéis visto jamás a personas más lle­nas de confianza en Dios que los buenos aldeanos? Siembran SUS granos, luego esperan de Dios el beneficio de su cosecha, y Si Dios permite que no sea buena, no por eso dejan de tener confianza en Él para su alimento de todo el año». En este clima familiar se alimenta y desarrolla la fe cristiana de Vicente.

En su carrera por llegar a ser sacerdote y lograr una buena posición que le permitiera vivir dignamente, se acomoda a la costumbre de la época, sin tener en cuenta todas las consecuen­cias. «En cuanto a mí, confesará más tarde, si hubiera sabido lo que era (el sacerdocio), cuando tuve la temeridad de entrar en este estado, como lo supe más tarde, hubiera preferido quedarme a labrar la tierra antes que comprometerme en un estado tan tremendo».

Sin embargo, nunca pierde la piedad sincera y el deseo de vivir dignamente su sacerdocio. Tampoco en el bienio de escla­vitud en Berbería. Ya en su primera visita a Roma confiesa que se emocionó y derramó lágrimas.

Toda esta etapa de su vida, con sus luces y sombras, con su deseo sincero de ser buen sacerdote y sus apegos personales y familiares, queda perfectamente reflejada en la carta que dirige a su madre, el 17 de febrero de 1610: «La estancia que aún me queda en esta ciudad para recuperar la ocasión de ascenso (que me han arrebatado mis desastres), me resulta penosa por impe­dirme marchar a devolverle los servicios que le debo; pero espe­ro de la gracia de Dios que Él bendecirá mis trabajos y me con­cederá pronto el medio de obtener un honesto retiro, para emplear el resto de mis días junto a usted».

En esta primera etapa de su vida, Vicente sigue cerca del Señor, aunque tal vez no lo suficiente para conocerlo más ínti­mamente y atender a su llamada. Con todo, podríamos definir esta etapa como «dejarse mirar por Jesucristo». En este primer paso, san Vicente se deja mirar, llamar y preguntar por Jesucris­to. En los momentos difíciles, sin duda, acudirá a su memoria la súplica del salmista: «Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí… Mira mis trabajos y mis penas» (Sal 24). Pero él pretende mar­car el ritmo e imponer su proyecto.

No acaba de desprenderse de sus propios intereses que le impiden ver claramente lo que quiere de él el Señor. Sin embar­go no cierra la puerta de su corazón ni pierde la sinceridad de su amor a Dios. Por eso, a pesar de sus continuos rodeos, sigue manteniéndose en el grupo de los que pueden reconocer a Jesu­cristo: los sencillos de corazón (cf. Mt 11, 25) y los que le buscan como Natanael (Jn I, 48). A pesar de sus incoherencias y fallos, se mantendrán siempre al alcance de «la mirada de Jesús» como Zaqueo (cfr Lc 19, 5) y sensible a ella como Pedro (Mt 26, 75).

El fundamento de su fe es sólido, pero necesita despertarla, purificarla y avivarla. La terminología clásica, de inspiración agustiniana, nos habla de tres dimensiones en el crecimiento de la fe que dan forma a otras tantas maneras de creer. Las tres dimensiones son: «Credere Deum», que significa creer que Dios «existe» y creer cuantas verdades se relacionan con Él; «Credere Deo», que quiere decir «creer a Dios», dar crédito a Dios (cre­emos las verdades de fe porque Dios nos las ha revelado); «Credere in Deum», que apunta a que nuestra fe no termina en las verdades de fe, sino en el mismo Dios a que esas verdades se refieren. La fe es experiencia de Dios y lleva a la entrega confia­da a Él. Así lo expresa la raíz de la que se deriva la palabra hebrea: «estar firme», «apoyarse en alguien, fundamentar toda la vida sobre alguien».

No se puede separar las tres dimensiones del acto de fe. Desde el primer momento, en la fe de Vicente palpamos clara­mente las tres dimensiones. Hay ya una experiencia de Dios a medida de la profundidad de su fe. La fe recibida desde su niñez está arraigada en la confianza en Dios. Pero es cierto, que su visión, vivencia y práctica cristiana están amoldadas a las «cre­encias» religiosas de la época, que dificultan o ensombrecen el encuentro más personal y comprometido con la llamada de Dios.

Sin duda, le queda un recorrido que hacer. A grandes rasgos, podríamos compararlo con el recorrido desde la primera confe­sión de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), hasta la confesión después de la resurrección: «Sepa, pues, con certeza todo Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ase Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2, 36).

La primera confesión de Pedro se produce en un momento importante de la vida de Jesús. En el momento en que la muche­dumbre empieza a apartarse de Él, sus discípulos le reconocen como el Mesías. Sin embargo, tendrán aún que asimilar que la meta de la resurrección pasa por el camino de la pasión y cruz. También el joven Vicente siente pasión por Jesucristo como san Pedro y lo sigue de cerca, pero ahora tendrá que aprender a con­fiarse a Él definitivamente.

  1. MIRAR A JESUCRISTO

Cuenta el Cardenal Francois Xavier Nguyen van Thuan15, que cuando, en la ciudad Ho Chi Minh, fue detenido inesperada y secretamente y se le despojó de todos sus atributos y símbolos religiosos, sintió: «Sin previo aviso, también Dios me pide que vuelva a lo esencial». En el shock de esta nueva situación, cara a cara con Dios, se dio cuenta de que Jesús le dirigía la misma pregunta que a Pedro: «Simon, quid dicis de me — ¿Simón, quién dices que soy yo?» (Mt 16, 15).

Algo parecido debió sacudir también la conciencia de Vicen­te de Paúl. Cuando él se contentaba con el ideal de gozar de un beneficio para dedicar su vida al ejercicio del sacerdocio dentro del círculo familiar, se encuentra con un verdadero desafío que va a desestabilizar todo su proyecto.

Esa especie de cortina que se crea a nuestro alrededor y nos envuelve hasta el punto de impedirnos salir de nuestro pequeño mundo, empezaba a dejar muchos claros de luz: tales como el contacto frecuente con algunos de los maestros espirituales de la época, el conocimiento de los pobres en razón de su oficio de limosnero de la Reina Margarita, y la colaboración en el servicio de los enfermos con los Hermanos de San Juan de Dios.

Por fin, puede ver claramente que es Jesucristo mismo el que sale a su encuentro y se dirige a él. Lo hace a través de aconte­cimientos y de forma nueva y desconcertante para él: la acusa­ción de robo, la tentación contra la fe, los pobres que esperan ser evangelizados y servidos. La presencia de Cristo va haciendo desaparecer el velo que impedía la plena visión de Vicente (2 Cor 3,14). Esta experiencia acentúa en él la certeza y la confianza de la fe, porque se pone de manifiesto la revelación de Dios en Jesucristo. Según la terminología clásica viene a primer plano «Credere Deo», es decir «creer a Dios», dar crédito a Dios.

San Vicente mira a Jesucristo, quiere responder personalmen­te a la pregunta, ¿tú quién decís que soy yo?, y a la invitación «ven y verás». Ahora está decidido a buscar, él, el rostro del Señor: «Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 26, 8). Y va de sorpresa en sorpresa: Así descubre a Jesucristo calumniado, desprecia­do,…, evangelizador de los pobres y presente en ellos. El asom­bro llega al límite, cuando descubre que es precisamente a través de ese rostro, como Jesucristo manifiesta el amor del Padre, que ha sacrificado a su propio Hijo para que nosotros nos salvemos (lo 3, 16; 1 Jn 4, 9-10; Rom 8, 32).

Después de algunas vacilaciones, debió caer en la cuenta como Job: «Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5). La luz de Cristo le ha iluminado de tal manera que le permite ver las cosas tal como son en Dios, particularmen­te frente a las dificultades y, sobre todo, ante los pobres. Su fe se apoya definitivamente en Dios que, según su propia confesión, le da «una fe, una claridad, una evidencia de fe tan grandes que se desprecia todo; no se asusta uno entonces ante la muerte».

Esta confianza inherente a la fe, se apoya directamente en Jesucristo, cuya persona y doctrina no puede fallar17. Esta expe­riencia es tan viva en san Vicente que preguntará a las Hijas de la Caridad, casi en tono conminatorio: «Hijas mías, decidme, ¿no dice la verdad nuestro Señor? Y puesto que nos la dice siempre, ¿por qué no le creemos?».

  1. ENCUENTRO MÍSTICO CON JESUCRISTO

La fe de Vicente implica una adhesión radical a Jesucristo. Equivale a pensar, vivir y actuar como Jesucristo. Esa experien­cia de la «vida nueva en Cristo», la gracia que llega a apoderar­se de nuestro ser, es la que recibe en el lenguaje cristiano tradi­cional el epíteto de «mística». El aspecto místico es inherente a toda vida cristiana y camina en relación con su progreso.

Con frecuencia se confunde «místico» con los «fenómenos extraordinarios» que acompañan a la experiencia mística de algunas personas, como es el caso de los éxtasis de Santa Tere­sa. En este sentido, que sepamos, san Vicente sólo cuenta con la visión de la M. Juana Francisca Frémiot de Chantal entrando en la gloria, que tuvo cuando celebraba la Eucaristía el 13 de diciembre de 1641.

Ahora bien, los fenómenos extraordinarios más bien remiten a causas psicosomáticas o socioculturales, y en algunos casos pueden tener un origen fraudulento, como el de aquella señorita que se producía heridas con un cortaplumas para simular estig­mas de la pasión, a la que san Vicente advirtió: «Señorita, las Verdaderas llagas de Jesucristo tienen que ser la imitación de sus virtudes».

San Vicente está ya en la perspectiva de ver las cosas como ion en Dios. El camino no ha sido fácil. Ha tenido que adelan­tarse la gracia de Dios para que él llegara a esa visión. Así lo declarará al P. Portail: «Fue preciso que Nuestro Señor previnie­se con su amor a los que quiso que creyeran en Él. El Conci­lio Vaticano II lo expresará así: «Para dar esta respuesta de la le es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, Junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad».

El núcleo de su fe radica en lo que hemos llamado «credere in Deum»: una experiencia personal de Dios, experiencia mística, que le lleva a una entrega confiada en Él. Esta experiencia se rea­liza por el conocimiento, unión-comunión con Jesucristo, que se convierte en el centro de su vida y acción. Siguiendo los pasos del Apóstol, no dudará en asumir sus palabras: «Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 20). A la luz de Jesucristo ha descu­bierto el amor del Padre y la llamada a «evangelizar a los pobres».

Llega así a una experiencia filial de Dios o, en palabras de Santo Tomás, «un conocimiento afectivo o experimental de la bondad y voluntad divinas». Es un conocimiento que no se consigue con el estudio y el saber, sino con la gracia de Dios que nos permite ver, gustar, saborear las cosas de Dios.

Ha habido tradicionalmente una cierta resistencia a encuadrar a san Vicente dentro del grupo de los místicos. Se prefería más bien hablar de espiritualidad de la acción, tal vez para prevenir una desviación en la comprensión del carisma de «evangelizar a los pobres». Sin embargo, es precisamente la cercanía a los pobres y la entrega completa a su servicio y evangelización lo que nos descubre la mística de san Vicente de Paúl. Sólo quien se mantiene en unión íntima con Jesucristo puede. gozar de la visión de fe para ver a los pobres en Cristo y a Cristo en los pobres. Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo, dice el santo, y añade: «Esto es tan verdad como que estamos aquí».

Aunque grandes místicos hayan pertenecido a la vida con­templativa, la mística cristiana, entendida como el más alto grado de unión a Cristo, se le pide a todos los cristianos llama­dos a su plena madurez en Cristo. Servir a los pobres en el espí­ritu de Jesucristo requiere una unión tan grande con Él, que lleva al Santo a descubrir en las Hijas de la Caridad una oración con­templativa al nivel de santa Teresa de Ávila; cuya obra conocía y de quien aprendió a centrar con seguridad su vida en la huma­nidad de Jesucristo.

Todavía hoy, se tiende a pensar, con facilidad, que los místi­cos son personas desvinculadas del mundo real, el mundo de la lucha por la justicia y la defensa de los pobres. Nada más lejos de la realidad. Como señala unos de los teólogos actuales más comprometidos con la causa de los pobres, los evangelios nos muestran que la fuerza que sale de Jesús nace de su íntima expe­riencia filial con el Padre. Este testimonio no hace sino confir­mar la experiencia de la Iglesia: «La actividad apostólica ha de brotar siempre de la unión íntima con Dios, y a la vez confirmar­la y fomentarla».

Con razón Bremond dice de san Vicente de Paúl: «Quien le ve más filántropo que místico; quien no lo ve ante todo místico, se representa a un Vicente de Paúl que jamás existió» (…) Es el misticismo quien nos ha dado a nuestro mayor hombre de acción».

José Mª López Maside

CEME 2010

 

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