Por ocupado que estuviera entonces en la salvación de los pobres del campo, no se olvidaba de los forzados de las Galeras. Cuando tuvo tiempo de respirar, preparó el viaje a Marsella. Su intención era examinar si le fuera posible hacer por los del extremo del Reino lo que había hecho ya en la Capital. Para expresar la dificultad de su empresa, basta con decir que tenía que tratar con Galeotes, de los que muchos lo eran hacía tiempo. Esta sola palabra presenta con bastante frecuencia la idea de una multitud de criminales, que sólo detestan de su crimen el castigo impuesto; a quienes el exceso del castigo hace indolentes y furiosos, que creen vengarse con sus blasfemias contra Dios por los malos tratos que reciben por parte de los hombres; a quienes se va ver sufrir menos por espíritu de compasión que por curiosidad; a quienes nadie compadece, porque siguen mereciendo, en cuanto de ellos depende, todo lo que aguantan; por fin quienes, parecidos de alguna manera a esos ángeles de las tinieblas, a los que Dios castiga con tanto rigor, cambian de lugar y de clima, sin cambiar nunca de situación, porque llevan a todas partes su cárcel, sus cadenas y sus malas disposiciones.
Parece por lo que vamos a decir que Vicente no quería darse a conocer al llegar a Marsella. De esa forma no solamente evitaba los honores que lleva consigo la dignidad de Capellán General, sino que escogía una vez más el medio más seguro de entrar en contacto con la situación. Por eso tenía sus razones para guardar el incógnito, y tal vez la Providencia tenía las suyas. En efecto, personas dignas de fe han declarado que yendo el santo Sacerdote de acá para allá por las Galeras con el fin de ver cómo andaban las cosas, se dio cuenta de un forzado, que agobiado más que los demás por la desgracia de su condición, la toleraba también con más impaciencia, y que sobre todo estaba inconsolable porque su ausencia reducía a su mujer y a sus hijos a la extrema miseria. Vicente se asustó por el peligro al que estaba expuesto un hombre que sucumbía bajo el peso de su desgracia y que era quizás más desdichado que culpable. Examinó durante algunos instantes cómo podría arreglárselas para dulcificar la tristeza de su suerte. Su imaginación, siempre fecunda en expedientes, no le dio ninguno que le contentara. Entonces presa y como en alas de un movimiento de la caridad más ardiente, suplicó al Oficial que vigilaba aquel cantón que le dejara ocupar el lugar de aquel forzado. Dios permitió que el cambio fuera aceptado, y Vicente fue cargado con la misma cadena, que llevaba el que iba a ser libre. Se añade, y la buena fe me obliga a advertirlo que esta circunstancia no está apoyada más que por el testimonio de un solo hombre; se añade, digo, que el Santo, quien al parecer había tomado sus medidas, para no ser conocido, no lo fue efectivamente hasta unas semanas después, y que no lo hubiera sido tan pronto, si la Condesa de Joigni, extrañada de no recibir noticias suyas, no hubiera ordenado hacer pesquisas, a las que era difícil escapar. Le descubrieron al fin, y se convino en que desde el tiempo de S. Paulino, que se vendió a sí mismo para rescatar al hijo de una viuda, no se había visto quizás un ejemplo de una caridad tan sorprendente y heroica.
Sé que hay muchos igualmente llenos de luces y de respeto por la memoria de S. Vicente, que dan este hecho por imposible; y que les cuesta trabajo permitir que se haga entrar en una vida que encierra suficientes maravillas incontrastables, sin que se mezclen otras sospechosas. Pero si les dejamos la libertad de pensar lo que les guste, deben, me parece a mí, dejarnos la de emitir un juicio diferente del suyo. Una crítica sin límites no es menos un defecto, que una credulidad excesiva. Además, qué pensar de una crítica, que bien evaluada, se acaba con decir: eso no es, porque yo no puedo concebir que lo sea. ¿Acaso es con razonamientos de esta naturaleza como se combaten hechos, que están suficientemente probados? El sr Baillet sobre este principio niega la esclavitud de S. Paulino, contra la autoridad expresa de S. Gregorio, que lo ha contado. A pesar de ello, habrá siempre gente, que creerán a S. Gregorio antes que al sr Baillet. En general, y es una reflexión hecha por un o de los hombres más sabios de Europa, con ocasión del hecho mismo que examinamos, es cierto que cuando quiere Dios hacer brillar la virtud de sus Santos, sabe bien encontrar los medios de lograrlo. No conviene pues comenzar por negar lo que choca a nuestra imaginación, sino por examinar si está bien apoyado. Pues la acción extraordinaria de la que hablamos era tan conocida en toda la Ciudad de Marsella que el Superior de los Sacerdotes de la Misión, que fueron fundados allí más de veinte años después –en 1643 atestigua haberla conocido allí por varias personas. Yo la encuentro también afirmada en un antiguo Manuscrito, por el señor Dominique Beyrie pariente de nuestro Santo, el cual hallándose en Provenza algunos años después de salir Vicente de allí, fue informado de esto por un Eclesiástico, que le habló también de la esclavitud del Servidor de Dios en Berbería. Finalmente, el sr Abelly nos dice que uno de los Sacerdotes de Vicente de Paúl, habiéndole preguntado una vez si era verdad que se hubiera puesto en otro tiempo en el lugar de un forzado, y si la hinchazón de sus pies venía de la cadena con que le habían cargado, el Siervo de Dios desvió esta conversación sonriendo, sin ninguna respuesta a su pregunta. Este silencio solo parecerá una contestación a quien piense con seriedad hasta qué punto llevaba nuestro Santo la humildad, y qué lejos estaba de permitir que se le atribuyera el honor de lo que no había hecho, él que apartaba con todas las precauciones del mundo el recuerdo y la idea de lo que no había podido evitar a los ojos de los hombres. Ruego al Lector que me perdone esta digresión: le hará sentir al menos que no daré por absolutamente cierto lo que me parezca envuelto en dificultades.
Vicente dio al alivio y consuelo de los forzados casi todo el tiempo que pasó en Marsella; y conviene confesar que tenían una extrema necesidad de sus cuidados y de su actividad. Se encontraba uno, al entrar en estas prisiones flotantes, con una parte de lo que puede servir para formar la idea del infierno. Se veían montones de desafortunados que sufrían como desesperados, que pronunciaban el nombre de Dios como lo pronuncian los demonios, es decir para deshonrarle con sus blasfemias y sus imprecaciones; que redoblaban sus suplicios maldiciendo la mano de Dios, que los golpeaba; y que estaban más abrumados por el peso de sus pecados de lo que lo estaban bajo el peso de sus cadenas. A la vista de este espectáculo, que debería impresionar a aquellos mismos a quienes no sorprende, el santo hombre se sintió conmovido, pero no se limitó a una compasión que cuesta poco y que de nada sirve a los que son su objeto. Trazó grandes planes y a la hora de poder ejecutarlos hizo sin demora todo cuanto dependía de él. Iba de fila en fila como un buen padre que siente de rechazo todo lo que sufren hijos tan tiernamente queridos. Escuchaba sus quejas con mucha paciencia, se compadecía de sus penas, lloraba con los que lloraban, besaba sus cadenas y las regaba con sus lágrimas, unía en cuanto podía la limosna a las palabras, y por ahí se abría un camino a sus corazones. Habló también a los Oficiales y a los Cómitres, y les comprometió a tratar con miramientos a hombres que sufrían ya bastante. Sus cuidados no fueron inútiles. Se vio más humanidad por una parte y más docilidad por la otra: el espíritu de paz comenzó a dominar, las murmuraciones se fueron apagando, los Capellanes ordinarios pudieron hablar de Dios, sin ser interrumpidos, y comprendieron que forzados eran susceptibles de virtud.
Vicente estaba demasiado contento con este primer ensayo, para no llevar más lejos sus conquistas; pero la salida del conde de Joigni y el movimiento continuo de las Galeras, que en aquellos tiempos de confusión no tenían lugar fijo de permanencia, le obligaron a regresar a París. Caminaba a marchas forzadas, cuando un asunto de caridad le detuvo. A su paso por la ciudad de Mâcon, se encontró con una multitud tan grande de pobres, y de pobres que parecían abandonados, que le sorprendió mucho. Tenía la costumbre de preguntar sobre los Misterios de la Fe a aquellos a quienes daba limosna y de instruirlos, mientras se lo permitían sus asuntos. Era su método ordinario, y le seguía en las Ciudades como en los campos. Habiéndole rodeado una multitud de mendigos, reconoció al punto que ignoraban los primeros principios de la Religión. Se enteró por los habitantes que aquellos desdichados dignos doblemente de lástima vivían en una especie de endurecimiento y de insensibilidad, en cuanto a su salvación; que no oían casi nunca la Misa; que no sabían qué era acercarse a los Sacramentos, ni siquiera al de la Penitencia, y que se pasaban la vida en un completo olvido de Dios, en una ignorancia total de las cosas de la salvación, en un libertinaje, en vicios y desórdenes, que daban horror. No se necesitaba tanto para tocar un corazón como el suyo. A ejemplo del buen Samaritano, miró a este gran número de miserables como a otros tantos que habían sido despojados y peligrosamente heridos por los enemigos de su salvación; resolvió vendarles las heridas y socorrerlos. La tarea era de las más difíciles. Había que poner orden entre gente que no lo quería, establecer una disciplina exacta entre hombres, a quienes hacía indolentes su multitud, y tomar medidas tan seguras, que alejaran el menor asomo de sedición. Así aquellos a quienes se anunció este proyecto le tuvieron como una bella quimera. Los menos inteligentes lo trataron de tontería, los más moderados creyeron ver en él mucha temeridad, y nada más. Todos se mofaban de mí, dice el mismo Vicente, en una de sus Cartas –de 1634 a la srta Le Gras- me señalaban con el dedo, cuando iba por las calles, y nadie se creía que pudiera lograrlo. No pasó mucho tiempo en desengañarse, y se reconoció que un hombre, que tiene cabeza y que no se deja asustar por el ruido, llega a conseguir muchas cosas.
El santo hombre, de acuerdo con los Magistrados y del Obispo, quien salido de los hijos de S. Francisco de Paula, estaba lleno de la caridad de la que toda la Orden hace profesión, el Santo, digo, hizo un reglamento, según el cual, todos aquellos mendigos quedaban repartidos en varias clases. Estableció luego, con el nombre de Cofradía de S. Carlos Borromeo, dos Asociaciones, una de hombres para los hombres, la otra de mujeres para las personas de su sexo. En esta doble Cofradía todos tenían su trabajo. Unos cuidaban de los enfermos, los otros de los que no lo estaban; éstos estaban encargados de los pobres de la ciudad; aquellos lo estaban de los extranjeros. La ejecución de este plan natural y sabio por igual, cambió en muy pocos día la cara de la ciudad. Los ciudadanos estuvieron seguros; los fieles no fueron ya interrumpidos en las Iglesias, los mendigos reunidos en horas reglamentarias en lugares en los que se les distribuían ropas y alimentos, fueron instruidos y dispuestos a una vida Cristiana. Dejemos hacer el detalle de una parte de estos bienes al P. Des-Moulins Sacerdotes de los Padres del Oratorio de Mâcon; él fue testigo ocular y y gran admirador de la industriosa caridad de nuestro santo Sacerdote. Estos son sus propios términos.
No he aprendido, dice, de nadie el estado de estos pobres, lo he visto con mis propios ojos; ya que cuando la institución de esta caridad, como se mandó que todos los primeros de mes todos los pobres que recibían la limosna se confesaran; los otros confesores y yo encontrábamos a ancianos de sesenta años y más, que nos decían que nunca se habían confesado: y cuando se les hablaba de Dios, de la Santísima Trinidad, de Navidad, Pasión y muerte de JC y además Misterios, era un lenguaje que no entendían. Pues por medio de la Cofradía se logró remediar este mal, y en poco tiempo se sacó a los pobres de sus miserias de cuerpo y de espíritu. El sr Obispo de Mâcon, que era entonces el señor Louis Dinet, aprobó este plan del sr Vicente. Señores del Capítulo de la Catedral y Señores del Capítulo de S. Pedro, que son Canónigos nobles de cuatro razas, le apoyaron. El sr Chambon Deán de la Catedral y el sr de Relets Preboste de S. Pedro fueron llamados a ser los Directores, con el sr Fallart Lugarteniente General, siguieron el Reglamente que dio el sr Vicente. este Reglamento señalaba que se haría un Catálogo de todos los pobres de la Ciudad, que se quisieran apuntar; que a aquellos se daría la limosna ciertos días; y que si se les hallara mendigando en las Iglesias o por las casas, serían castigados con alguna, pena con prohibición de darles nada; que los campesinos serían alojados por una noche y despedidos al día siguiente con dos sueldos; que los pobres vergonzantes serían asistidos en sus enfermedades y provistos de alimentos y de remedios convenientes como en los otros lugares donde estaba establecida la caridad. Este orden comenzó sin que hubiese peculio común ninguno; pero el sr Vicente supo manejar tan bien a los Grandes y a los pequeños que todo el mundo se prestó a contribuir voluntariamente a una obra tan buena, unos con dinero otros con tierras, o en otros géneros según sus posibilidades; de manera que trescientos pobres estaban alojados, alimentados y cuidados razonablemente. El sr Vicente dio la primera limosna y se retiró.
Se ha de añadir a este relato del P. Des-Moulins que la ejecución de este proyecto, que en un primer momento había parecido imposible, dio a toda la Ciudad de Mâcon tan alta idea de la prudencia, del celo y del valor de S. Vicente que se le consideraba como hombre extraordinario. Los Magistrados y todo lo selecto que había en la Región le colmaron de honores. Llegaron tan lejos, que el santo Hombre se vio obligado, para sustraerse a las alabanzas y a los aplausos, a salir lo antes posible y sin despedirse. No hubo más que los Sacerdotes del Oratorio, con quienes se alojó durante unas tres semanas, quienes estuvieron informados de su partida: y que en esta ocasión, cuando habiendo entrado en se habitación, se dieron cuenta que Vicente quitaba el colchón de su cama y dormía en la paja. Ocultaron esta mortificación lo mejor que pudieron, pero por mucho cuidado que pusieron en ocultarla, como sus demás virtudes, se ha sabido que la había practicado hasta la muerte, es decir durante más de cincuenta años.
No puedo omitir aquí que el plan de la Cofradía, de la que acabamos de hablar, pareció tan hermoso a la Asamblea del Clero, celebrada en Pontoise en 1670 que, por deliberación del 17 de noviembre, exhortó a todos los Obispos del Reino a establecerla en sus Diócesis. Esto es lo que no enseña el Autor de un Libro intitulado: Remedio universal para los pobres, y me equivocaría si cambiase algo de sus palabras, que el sr Vicente digno fundador de los Misioneros, que tenía entrañas de padre para toda clase de pobres, fue el primero que estableció en Francia el año 1623 esta Cofradía de S. Carlos en Mäcon, y que no habiendo encontrado el mismo celo en otra parte, no pudo fundar allí más que Cofradías de Damas, que no se cuidan más que de los enfermos. Añade, y nada es más propio para hacernos conocer la importancia y la extensión de la Cofradía de Mäcon; añade, digo, que no se proponía nada menos que socorrer a toda clase de necesitados, mendigos, pobres vergonzantes, sanos y enfermos, presos, Herejes convertidos, Religiosos viviendo de limosna; y que aparte de eso, trabajaba en impedir los duelos, y en acabar los Procesos y las disensiones. Esto es lo que emprendió Vicente, y lo que llevó a cabo en el espacio de menos de un mes.
Después de terminar los asuntos que le habían llamado a París, se trazó el plan de dar una gran misión en las Galeras. Era más necesaria que nunca en un tiempo en que Francia estaba casi siempre en lucha, y en que la herejía, que no es tímida más que durante el tiempo que necesita para concertar los medios de convertirse en furiosa impunemente, estaba siempre presta a revolucionarse en mar y tierra. Por otro lado, la especie de calma que las victorias de Luis XIII acababan de proporcionarle al Estado, hacían más cómodo de llevar a cabo el proyecto del Santo. Salió pues para Burdeos donde el Conde de Joigni había reunido, desde el año precedente, diez Galeras, mientras que el Rey sitiaba la Ciudad de S. Antonin. Una vez llegado, Vicente se fue a saludar al Cardenal de Sourdis, que ocupaba entonces la Sede Arzobispal en la Capital de Guyenne. El Siervo de Dios no podía encontrar a un hombre más idóneo y más dispuesto a secundar sus piadosos planes. El Cardenal era uno de esos Prelados que Dios a sus Iglesia en los días de su misericordia. Su piedad esclarecida y ferviente por igual, su celo por el restablecimiento de la Disciplina Eclesiástica, sus limosnas y su cardad para con los pobres, le hacían ser tenido como otro Carlos Borromeo. Por ello no podía dejar de aprobar con toda su autoridad a un hombre que estaba revestido de la del Príncipe, y cuyo nombre era conocido por todo el Reino. El Santo se escogió, entre las diferentes Órdenes Religiosas de la Ciudad, a veinte de los mejores Operarios Eclesiásticos que pudo hallar, y los distribuyó de dos en dos en cada Galera. En cuanto a él, él estaba en todas partes; y se puede decir que si la unción unida a sus palabras penetraba los corazones más endurecidos, su ejemplo animaba a los que trabajaban con él, y los sostenía en medio de las fatigas del Ministerio. Los consuelos del cielo no le faltaron; y, entre otros, tuvo el de ganar para Dios a un mahometano. Este pobre turco, al que Vicente presentó de regreso a París al General de las Galeras, fue llamado Luis en su Bautismo. Estuvo siempre tan agradecido por la gracia que el santo Hombre le había procurado, que le seguía a todas partes, y le honraba como a su padre. Vivía aún cuando fue dada al público la primera Historia del Siervo de Dios; contaba con los más vivos sentimientos de la gratitud Cristiana los servicios que el Santo le había hecho; y decía a cuantos querían escucharle que era a él, después de a Dios, a quien debía su salvación y su conversión.
Después de esta Misión, Vicente, que se hallaba a la puerta de su familia, se decidió por consejo de dos de sus amigos a hacer una visita a sus parientes. Sus planes eran de fortalecerlos en la virtud, de enseñarles a amar la humildad de su condición, y declararles una vez por todas que, al poder vivir como lo habían hecho hasta entonces del trabajo de sus manos, no debían esperar nada de él. Bajó a casa del señor Dominique Dusint, Párroco de Pouy, su pariente y su amigo. Le edificó mucho, lo mismo que al resto de su familia, por su piedad, su prudencia, su templanza y su mortificación. Renovó en la Iglesia Parroquial las promesas de su Bautismo. Se consagró de nuevo al Señor en este lugar, donde había recibido las Primicias del Espíritu Apostólico. El día de su partida, se fue descalzo en Procesión, desde la Iglesia de Pouy hasta la Capilla de nuestra Señora de Buglose, que dista una legua y media. Sus hermanos, sus hermanas, los demás parientes ricos y pobres, y casi todos los habitantes del lugar asistieron a esta ceremonia. Vicente dijo una Misa solemne en esta Capilla, que era más célebre que nunca, porque hacía poco que habían traído la estatua de la Virgen –en 1620, que un pastor había descubierto milagrosamente en una charca en la que la habían enterrado en secreto algunas personas de piedad unos cincuenta años antes, para ocultarla de los insultos y furor de los Calvinistas.
Tras la ceremonia, el Servidor de Dios dio de comer a todos sus parientes, y luego se despidió de ellos; y después de decirles adiós para siempre, les dio la bendición. Una especie de tradición refiere que les recomendó con mucha insistencia que no salieran nunca del estado en el que Dios les había hecho nacer y que transmitieran a sus hijos esta importante lección. Pidió esta misma gracia al Señor con toda la fuerza de que era capaz. Hasta entonces parecía que había sido escuchado. Sus parientes, sobre todo aquellos de parte su madre, no eran tan oscuros que no pudieran ocupar esa clase de empleos que permiten algún alivio en el campo y pequeñas ciudades. Había inclusive en su tiempo quienes ejercían la profesión de Abogado en el Parlamento de Burdeos. Sin embargo hoy continúan todos en la condición en que él deseó que permaneciesen; y se contentan con cultivar la tierra: porque, dicen, el Santo ha dado su maldición a aquellos de su familia que quieran tomar impulso y apartarse de su antigua sencillez.
Aunque, como ya lo he advertido, el santo Sacerdote sólo hubiera ido a ver a sus parientes por el consejo de sus amigos, se reprochó mucho tiempo este paso, como contrario al espíritu de desprendimiento y abnegación, que está con tanta frecuencia recomendado en la Escritura a los Ministros del Evangelio. La confusión y la inquietud que la vista del pobre estado en el que dejaba a una parte de su familia, levantó en su corazón, le parecieron una especie de castigo de Dios. Solamente mediante vivas oraciones llegó a calmar esta nueva tempestad. Este es el detalle sacado de una Conferencia que dio un día para exhortar a aquellos de su Congregación a desprenderse general y generosamente de todo lo que tenían más querido en la tierra.
Después de pasar, es Vicente quien habla, ocho o diez días con mis parientes, informándoles de los medios para salvarse y alejándolos del deseo de tener bienes, hasta decirles que no esperaran nada de mí, y que aunque tuviera cofres llenos de oro y plata, no les daría nada, porque un Eclesiástico que tiene algo se lo debe a Dios y a los pobres: el día que me marché sentí tanto dolor al dejar a mis pobres parientes que no hice otra cosa que llorar por todo el camino, y llorar casi sin cesar. A estas lágrimas sucedió el pensamiento de ayudarlos y colocarlos en un estado mejor: de dar esto a uno, y aquello al otro. Mi espíritu enternecido les repartía así lo que tenía, y lo que no tenía. Yo lo digo para mi confusión, y lo digo porque quizás Dios lo permitió para darme a conocer mejor la importancia del Consejo Evangélico del que hablamos. Estuve tres meses en esta pasión importuna de mejorar a mis hermanos y a mis hermanas. Era el peso continuo de mi pobre espíritu. En medio de estas agitaciones, cuando me encontraba un poco libre, rogaba a Dios que tuviera a bien librarme de esta tentación: y tanto se lo pedí que por fin se apiadó de mí, y me quitó esta ternura hacia mis parientes, etc.
Pero si este hombre verdaderamente muerto al mundo, no creyó deber trabajar por el bien temporal de su familia, aprovechó con gozo todas las ocasiones de procurar su adelantamiento espiritual, cuando lo pudo hacer, sin estorbar en nada el orden de su trabajo, y sin causar perjuicio a nadie. Por eso, poco después de su regreso a París, contrató a algunos Eclesiásticos de entre sus amigos para dar una Misión en Pouy, y en las demás Parroquias circunvecinas. Él mismo comenzó pronto una nueva en la Diócesis de Chartres; y, a partir de julio del mismo año, habiendo recibido del sr de Estampes, que era su Obispo, todos los poderes necesarios, y asociándose, según su costumbre, con dignos Operarios llenos como él de celo por la salvación de las almas, evangelizó a los pobres, y acercó al Reino de Dios a los que se habían alejado. Los bienes que resultaron de esta última Misión dieron al fin nacimiento a una Congregación de Sacerdotes destinados por oficio a la santificación del pueblo del campo. Vamos a explicar su nacimiento, el paso de los años desarrollará sus progresos
Los frutos que produjeron las primeras Misiones de san Vicente hicieron pensar a la sra de Gondi, quien había sido testigo de ello, que contribuiría mucho a la gloria de Dios, si pudiera perpetuarlos. Por eso se trazó el plan, a partir del año 1617, de dar el fondo de mil seiscientas libras a alguna Comunidad, para comprometerla a dar cada cinco años Misiones en todas sus Tierras. Encargó a su Director que hiciera la propuesta a los que él juzgara más idóneos para llevar a cabo esta santa empresa. Vicente habló de ello al R.P. Charlet, Provincial de los Jesuitas; éste se lo escribió a Roma, pero no le permitieron aceptar esta fundación. Se la propuso también a los Sacerdotes del Oratorio, quienes creyeron también no deber encargarse de ella. Tampoco tuvo mejor suerte con Superiores de algunas otras comunidades; cada cual se excusó con buenas razones: unos alegaron el escaso número de sus súbditos; otros confesaron qua ya tenían suficientes compromisos, para contraer otros nuevos. La Providencia tenía sus caminos: no permitía este rechazo general sino porque quería dar a la Iglesia una nueva Compañía de Hombres Apostólicos, dedicados únicamente a instruir a los pueblos del campo o a formar en el santo Ministerio a quienes un día debía confiarse la salvación de estos mismos pueblos. La Condesa de Joigni, que no se arredraba, esperó con paciencia el momento de Dios; y para comenzar a seguir, en cuanto le era posible, la inclinación interior que la empujaba a esta gran obra, hizo Testamento, por el que daba la suma de mil seiscientas libras para fundar la Misión, de la que hemos hablado. Añadía que esta fundación se realizaría según lo juzgara oportuno el sr Vicente; es decir para emplear términos, de los que se servía de ordinario este humilde Siervo de Dios, que ella se lo dejaba todo a la disposición de este miserable.
Hacía más de siete años que Vicente de Paúl buscaba a alguien que quisiese aceptar esta Fundación cuando la Condesa pensó en serio dejarla caer sobre su Director. Reflexionó que, como casi todos los años había un número de Doctores, y de virtuosos Eclesiásticos que se unían a él para trabajar en los campos, se podría formar así una especie de Comunidad perpetua con tal que se les proporcionara una Casa, donde podrían retirarse y vivir juntos. Se lo contó al Conde de Joigni quien, bien lejos de oponerse a las piadosas intenciones de su esposa, quiso intervenir en ellas y hacerse con ella Fundador del nuevo Instituto. La aprobación del sr Arzobispo de París era necesaria; pero no difícil de obtener. Este Prelado que era hermano del General de las Galeras, se sintió obligado a prestar su apoyo a una Fundación, que pensó sería muy ventajosa para su Diócesis. No se limitó a una simple aprobación; y no pudiendo por entonces hacer otra cosa mejor, dio a Vicente de Paúl la dirección de un viejo Colegio, fundado a mediados del siglo trece –en 1248-, bajo el nombre de los Bons-Enfants. Este Colegio al que legó S. Luis -1269- en Testamento sesenta libras de renta, hoy reducidas a diecisiete, tenía por toda propiedad una Capilla muy pobre, algunos apartamentos en mal estado, y en la vecindad, un número de casas que amenazaban ruina. Tal fue la cuna, en la que Dios quiso hacer nacer una Congregación que, después de extenderse por una parte de las Provincias del Reino, se multiplicó por Italia y Polonia donde, por la misericordia de Dios, es muy querida del Clero y de las Gentes. Fue el primer día de marzo cuando Vicente fue nombrado Director de este Colegio; y el seis del mismo mes, Antonio Portail, uno de sus primeros Compañeros, tomó posesión de él en su nombre. Se me olvidaba anotar que el santo Sacerdote se Licenció en Derecho Canónico algún tiempo antes.
Al año siguiente el General de las Galeras y la Condesa de Joigni su esposa consumaron este gran asunto: el 17 de abril pasaron el Contrato de Fundación, que fue elaborado en términos bien dignos de su piedad. Expresa que habiéndoles dado Dios hace algunos años el deseo de hacerle honrar tanto en sus Tierras como en los demás lugares, habían considerado que, mientras que los habitantes de las ciudades están instruidos abundantemente por cantidad de buenos Doctores, y de virtuosos Religiosos, sólo queda el pobre pueblo del campo que siga como abandonado; que les había parecido que se podía remediar un mal tan grande, asociando a algunos Eclesiásticos de una doctrina y una capacidad reconocidas, quienes renunciando a trabajar en las ciudades, o sea a poseer Dignidades, Cargos o Beneficios, propios para distraerlos de su principal objeto, se dedicasen por entero y puramente a recorrer a expensas de su bolsa común los Burgos y Pueblos, y a predicar, instruir, exhortar y catequizar a la pobre gente y llevarlos a hacer una Confesión de toda su vida pasada, sin recibir por ello ninguna retribución de la clase y manera que sea, a fin de distribuir gratuitamente los dones que habrán recibido gratuitamente de la mano de Dios. Que para alcanzar esta meta, dichos Señor y Señora, en agradecimiento por los bienes y las gracias recibidas y que reciban todos los días de la Majestad divina; para contribuir al ardiente deseo que tiene de la salvación de las almas; honrar los Misterios de la Encarnación, de la Vida y de la Muerte de J.C. Nuestro Señor; por el amor de su Santísima Madre, y para tratar de alcanzar la gracia de vivir el resto de sus días de manera que puedan con su familia llegar a la gloria eterna: han otorgado en forma de limosna la suma de cuarenta mil libras que han puesto en manos de Vicente de Paúl Sacerdote de la diócesis de Acqs, con las cláusulas y cargos siguientes:
Que los dichos Señor y Señora han puesto y ponen en poder del dicho Señor de Paúl elegir y formar en un año tal número de Eclesiásticos que la renta de la presente Fundación pueda soportar, cuya integridad de vida, doctrina, piedad y buenas costumbres le sean conocidas, para trabajar en esta buena obra bajo su dirección toda su vida. Lo que dichos Fundadores entienden y quieren expresamente, tanto por la confianza que depositan en su dirección como por la experiencia que se ha ganado en las Misiones, y las grandes bendiciones que Dios ha concedido a sus trabajos. No obstante esa Dirección sin embargo, los dichos Señor y Señora entienden que dicho señor de Paúl tenga su residencia continua y actual en la casa de ellos, para continuar a ellos y a su familia la asistencia espiritual que les da desde varios años.
Que los Eclesiásticos, que quieran ahora y en lo futuro asociarse a esta santa obra, se entregarán por completo al cuidado del pobre pueblo del campo; y a este efecto, se obligarán a no predicar ni administrar ningún Sacramento en las Ciudades, donde haya Arzobispado, Obispado, o Corte superior, a no ser en caso de notable necesidad.
Que estos mismos Eclesiásticos vivirán en común bajo la obediencia del señor de Paúl, y de sus Superiores en el futuro después de su muerte, bajo el nombre de Compañía, o de Congregación de los Sacerdotes de la Misión; que aquellos que sean admitidos en lo sucesivo estarán obligados a tener intención de servir a Dios en ella del modo que se acaba de proponer, y de observar el Reglamento, que se establecerá entre ellos; que cada cinco años estarán obligados a ir por todas las tierras de los dichos Señor y Señora, para predicar en ellas, confesar, catequizar y hacer todas las buenas obras, de que se acaba de hablar; que además estarán obligados a asistir espiritualmente a los pobres forzados, con el fin de que se aprovechen de sus penas corporales, y que con esto el dicho Señor General satisfaga con lo que no se siente de ninguna manera obligado; caridad que entiende ser continuada en lo futuro a perpetuidad a los dichos forzados por los dichos Eclesiásticos, por buenas y justas consideraciones; y en fin que los dichos Señor y Señora serán conjuntamente Fundadores de la dicha obra, y como tales Ellos y sus Herederos, y Sucesores descendientes de su familia, gozarán a perpetuidad de los derechos y prerrogativas concedidas y acordadas a los Patronos por los santos Cánones, menos del derecho de nombrar para los Cargos, a los que han renunciado.
Este es en sustancia, o mejor en propios términos, el Contrato de Fundación de los Sacerdotes de la Misión. Lo que contiene de más no encierra más que Reglamentos, que estos mismos Sacerdotes deben observar, tanto para el éxito y buen orden de las Misiones, como para su propia santificación. De ello no diremos nada aquí, porque ya tendremos ocasión de hacerlo en otro lugar. Pero no nos podemos dispensar de hacer observar al lector que difícilmente se encontraría un Acta que señalaría mejor que ésta la piedad sincera y el perfecto desinterés de estos ilustres Fundadores. En ella se olvidan de sus propios intereses para ocuparse tan sólo de los intereses de los pobres. Daban bastante para exigir mucho; sin embargo, para no alejar a los Obreros de su objeto principal, y para dejarles todo el tiempo y toda la libertad de entregarse a las funciones de su Ministerio, no les cargan ni con Servicios, ni con Misas, ni siquiera oraciones, que se les deben aplicar en particular, o durante su vida, o después de su muerte. La equidad de Vicente de Paúl, y el agradecimiento de sus Hijos lo han suplido con abundancia: y los restos preciosos de la Casa de Gondi, que se perdió en las de Lesdiguières y de Villeroi, ocuparán siempre la primera parte en todo el bien, que puedan hacer aquellos de los Misioneros que viven en el Reino y los que trabajen en Países extranjeros.
La Condesa de Joigni vio, con harta satisfacción, la ejecución de un proyecto que meditaba hacía tantos años. Al piadoso General de las Galeras no le cupo menor satisfacción. Solamente a Vicente le afligió. No pudo sin dolor verse a la cabeza de un número de virtuosos Eclesiásticos que su humildad le hacía ver como mucho mejores que él: pero había que ceder a la autoridad. El respeto infinito que sentía hacia los Fundadores, y la obediencia que debía al sr Arzobispo de París, vencieron a sus repugnancias. Apenas se le permitió replicar, y se vio forzado a consentir en todo lo que se le exigió. En adelante trató de dimitir como Superior, pero sus esfuerzos fueron inútiles, como diremos después.
Algún tiempo después de que se firmara este Contrato, el sr de Gondi se fue a Provenza, donde nuevos movimientos por parte rebelde reclamaban su presencia. Vicente le siguió antes de lo esperado para llevarle la noticia más triste que hubiera recibido hasta entonces. La Condesa de Joigni estaba aún en la flor de su edad, pero era ya un fruto maduro para el Cielo. No hacía dos meses que el asunto de la Fundación de la Misión se había consumado, cuando ella cayó enferma. El mal pareció peligroso tan pronto como se declaró. La delicada complexión de la piadosa Generala, sus enfermedades precedentes, los movimientos que había emprendido para establecer el Reino de Dios y su justicia en todas sus Tierras hicieron pensar que le costaría mucho resistir frente a la violencia de la enfermedad que la atacaba. Ella misma lo sintió, pero lo sintió como mujer sólidamente Cristiana. Más fuerte, más atenta, a medida que su cuerpo se debilitaba, ella sacó provecho de todos los instantes que le quedaban. Animada por su Director que se había buscado principalmente para estos últimos momentos, esperó con esa fuerte impaciencia, que sólo conviene a los Elegidos, el golpe que la debía inmolar. No tardó mucho; y mientras que su familia, sumida en el dolor, lloraba a gritos la pérdida que iba a suponer, la piadosa Generala cerró los ojos a las grandezas del siglo, que nunca la habían deslumbrado, para no abrirlos hasta esa Corona inmortal que había sido siempre el centro y término de sus deseos.
Así murió –en 1625- a sus cuarenta y dos años la ilustre y virtuosa Francisca Margarita de Silly, Condesa de Joigni, Marquesa de las Isles-d’or, Generala de las Galeras de Francia, etc. Las lágrimas, con las que la gente de bien y los pobres en particular regaron su tumba, serían suficientes casi para hacerle las honras. Grande por la dignidad de su origen, y por sus alianzas, que la unían a las Casas más distinguidas de Europa; fue más grande aún por su tierna piedad hacia Dios, su compasión por los desdichados, su vigilancia sobre su familia, su celo por la salvación de todos aquellos a quienes pudo serles útil, y finalmente por la más perfecta corona de aquellas raras virtudes, que los Grandes del siglo conocen poco, y practican todavía menos. Su nombre por sí mismo vivirá en nuestras historias: resistirá tanto tiempo como los de Luxembourg, de Laval, de Montmorency, de la Rocheguyon, y de tantos Héroes, de quienes ella descendía, pero se puede asegurar que ella debe los más hermosos rayos de su gloria al Santo, cuya vida estamos escribiendo. Formada por él en la más sublime perfección, vivirá por él en todas las Iglesias; sus virtudes, como las de Vicente de Paúl, quedarán trazadas allí en caracteres eternos; y los Climas más alejados no anunciarán nunca el mérito y los trabajos de este gran Hombre, sin anunciar a aquella que cooperó tan generosamente en sus más gloriosas empresas.
Vicente, después de tributarle los últimos deberes, partió al punto para comunicar esta triste noticia al General que estaba todavía en Provenza. Se portó con la precaución de un hombre que sabe que hay que dominar la naturaleza. Dispuso por grados al Conde de Joigni a adorar todas las disposiciones de la Providencia. Le habló en primer lugar de las gracias con que el Cielo le había colmado a él y a su familia: añadió luego que cuanta más misericordia había demostrado Dios con él, más amor y gratitud le debía; que el hombre no expresa nunca mejor esta gratitud que cuando sabe conformar su voluntad a la del Señor; y que una perfecta sumisión es el sacrificio más agradable a sus ojos. Por fin dejó escapar la palabra, y comunicó al sr de Gondi la pérdida que había sufrido. Después de dejar a la naturaleza estos primeros movimientos que la virtud no desconoce, se sirvió, para suavizar el dolor y la tristeza del General, de todo lo que su alto juicio y la unción del Espíritu Santo, que le acompañaba a todas partes, le pudieron sugerir.
Es corriente, y se ha advertido en una infinidad de ocasiones, que nadie poseía como él el don de consolar a los afligidos; y los que le conocieron más particularmente, han publicado en todo tiempo que el Hijo de Dios le había enseñado no sólo a evangelizar a los pobres, sino también a curar las heridas del corazón más profundas. El Conde de Joigni lo experimentó y reconoció por sí mismo que una sabia sencillez ofrece recursos, que no se hallan en otras partes. La Señora de Gondi lo había experimentado también con frecuencia; y en el violento acceso de las penas interiores, con las que Dios tenía a bien ejercitarla, no encontraba nunca un consuelo más sólido que el que le venía de parte del santo Sacerdote. De ahí en parte procedía la estima singular que tenía hacia él. Dio pruebas sensibles de ello en su Testamento, menos por un Legado que ella le hizo, que al suplicarle, de la manera más impresionante, que no abandonara nunca ni al sr General de las Galeras, ni a sus hijos después de su muerte. Rogaba también al sr de Gondi no sólo que retuviera a Vicente en su Casa, sino que también ordenaba a sus hijos que no permitieran que saliese de ella jamás. Ella les exhortaba a seguir sus santas instrucciones, persuadida de que su docilidad en este punto sería para ellos y para su familia una fuente de gracias y de bendiciones; estos son más o menos los términos de su Testamento.
Dios no lo quiso así. Vicente, que no había entrado en casa de la Generala más que porque no había podido defenderse de ella, y que además sentía un horror infinito por el gran mundo, suplicó al sr de Gondi que aceptara su retirada. Este virtuoso Señor se sintió afligido ante esta propuesta: pero como estaba acostumbrado a examinar las cosas delante de Dios, comprendió sin dificultades que la Compañía, que Vicente de Paúl comenzaba a formar, necesitaba de su presencia; que las cosas no van siempre mejor, sino cuando los que les han dado el primer movimiento continúan comunicándoselo; y que finalmente la permanencia de este digno Sacerdote en la Casa de Gondi retardaría al menos la obra de Dios, si es que no la arruinaría por completo. Es verdad, y ya lo dejamos dicho, que la Casa del General estaba muy en orden: mas por puro que fuera el aire que se respiraba en ella, no por eso dejaba de ser diferente del que se halla en la soledad. El sr de Gondi estaba tan persuadido de ello, que creyó un deber alejarse él mismo. Y se alejó en efecto bastante poco después de la muerte de su Esposa; y habiendo renunciado a todas las grandezas humanas, entró en la Congregación del Oratorio, en la que durante más de treinta y cinco años, que vivió en ella, se distinguió tanto por su piedad, su mortificación, y su invencible paciencia, como se había hecho recomendable por su coraje en el siglo, y su celo por el servicio del Rey.
Fue el mismo año de 1625, cuando Vicente de Paúl se retiró al Colegio de los Bons-Enfants. Este asilo fue a sus ojos lo que es un buen puerto a un Piloto, que sale de una mar tan peligrosa en la gran calma como durante la tempestad. Renunció para siempre a los honores, a las dignidades, a las esperanzas del siglo. Se consideró como un hombre, que necesita comenzar una vida nueva en JC. Vio o creyó ver en la vida que había llevado hasta entonces imperfecciones y defectos, que la agitación y la clase de agobio en el que se había visto obligado a vivir, desde que se había separado del sr de Bérulle, no le habían permitido examinar; y, para ponerle remedio, hizo una profesión particular de trabajar en su propia perfección, y en la salvación de los pueblos, en la más exacta práctica de las virtudes, que nos enseñó el Hijo de Dios, y de lo que nos ha dejado ejemplo. Como es este el lugar, en el que sus primeros Historiadores nos han trazado su retrato, nosotros lo daremos según ellos, para no apartarnos demasiado del método que ellos han seguido.
Vicente tenía entonces la edad de cuarenta y nueve años. Su talla era media, pero bien proporcionada. Tenía la cabeza grande y algo calvo; la frente espaciosa, los ojos despiertos, la mirada dulce, el porte grave, y un aire de afabilidad, que debía menos a la naturaleza que a la virtud. En sus modos y comportamiento reinaba esta especie de sencillez que anuncia la tranquilidad y la rectitud de corazón. Su temperamento era bilioso y sanguíneo; su complexión bastante robusta: la etapa de Túnez le había alterado verosímilmente, y tras su regreso a Francia fue siempre más sensible de lo esperado a las impresiones del aire, y en consecuencia muy sometido a los ataques de la fiebre.
Tenía el espíritu muy despierto, circunspecto, propio a las grandes cosas, y difícil de sorprender. Cuando se entregaba en serio a un asunto, discernía todas sus implicaciones; descubría todas sus circunstancias grandes o pequeñas, y percibía sus inconvenientes y consecuencias. Cuando no podía exponer al punto su parecer, se demoraba en darlo hasta sopesar las razones en pro y en contra. Antes de pronunciar un juicio definitivo, consultaba a Dios en la oración, y hablaba con aquellos a quienes la sabiduría y la experiencia ponían en condiciones de darle luces. Este carácter absolutamente opuesto a todo lo que se llama precipitación no le ha dejado nunca dar un paso en falso, y no le ha impedido, son las propias palabras de una persona infinitamente respetable –la Srta. de Lamoignon-, hacer más bien del que han hecho otros veinte Santos. Lo que se ha visto hasta ahora, y más aún lo que se verá en adelante, es una prueba incontestable de esto.
Si por un lado no se apresuraba en los asuntos, por otro no le asustaba el número ni las dificultades que encerraban. Los seguía con una fuerza de espíritu superior a todos los obstáculos. Se entregaba a ellos con una sagacidad llena de orden y de claridad; sobrellevaba el peso, el trabajo, la lentitud con una paz y una tranquilidad, de lo que sólo las grandes almas son capaces. Cuando se presentaba alguna materia importante que tratar, escuchaba con mucha atención a los que hablaban, sin interrumpir jamás a nadie. Si alguien le cortaba la palabra, se detenía en el acto; y cuando cesaban de hablar, retomaba el hilo de su discurso con una presencia de ánimo admirable. Sus razonamientos eran justos, vigorosos, y siempre muy precisos; los expresaba en buenos términos y con cierta elocuencia natural, propia no sólo para desarrollar bien sus pensamientos, sino también para impresionar, persuadir, arrastrar a los que le escuchaban, sobre todo cuando se trataba de llevarlos al bien. Cuando hablaba el primero, exponía las cuestiones más difíciles con tanta profundidad, y al mismo tiempo con tal orden y claridad, sobre todo en las materias espirituales y Eclesiásticas, que sorprendía a los más expertos. Consumado en el gran arte de prestarse a todos los caracteres, de proporcionarse a todas las mentes, balbucía con los niños, y hablaba el lenguaje de la más sublime razón con los perfectos. En las discusiones poco importantes, el hombre mediocre se creía a nivel con él; en el manejo de los asuntos mayores, los más elegantes genios de su siglo no le encontraron nunca inferior a ellos. Es el testimonio que nos ha dejado de él Chrétien-François de Lamoignon, Presidente en el Parlamento de París: y ¡qué testimonio el de un Magistrado tan capaz de apreciar el mérito!
Vicente era enemigo de las vías oblicuas, y decía las cosas como las pensaba: pero su sinceridad no contenía nada que dañara la prudencia. Sabía callar cuando el silencio era oportuno, o lo suyo venía a ser lo mismo, cuando era inútil hablar. Sobre todo se mostraba muy atento para que no se le escapase nada que señalara amargura o, menos estima, respeto y caridad hacia quien fuere.
En general su carácter se apartaba de modales singulares, de los cambios y de las novedades. Tenía por principio que cuando las cosas están bien, no conviene cambiarlas a la ligera, bajo pretexto de mejorarlas. Desconfiaba de todas las propuestas nuevas e insólitas, bien que fueran de especulación, o de práctica. Se mantenía firme en las costumbres y en los sentimientos comunes, principalmente en materia de Religión. Decía a este respecto que el espíritu humano está pronto y es mutable; que los espíritus más vivos y más esclarecidos no son siempre los mejores si no son los más moderados; y que se anda con seguridad, cuando no se aparta uno del camino, por el que la mayoría de los Sabios ha caminado. Estas breves palabras bien valen un Libro.
No se detenía en la corteza de las cosas; miraba su naturaleza, el fin, las dependencias; y mediante un fondo de buen sentido, que sobresalía en él, sabía perfectamente separar lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, y lo mejor de lo menos bueno, incluso si se le presentaban bajo la misma forma y las mismas apariencias. De ahí nacía en él un talento singular para discernir los espíritus, y una tan grande penetración para ver las buenas y las malas cualidades de aquellos de quienes estaba obligado a dar cuenta, que el sr le Tellier Canciller de Francia, no hablaba de él más que con admiración, como lo declaró el sr Le Pelletier Ministro de Estado, y Presidente honorario del Parlamento.
Trad. Máximo Agustín