En el actual contexto cultural en que nos movemos, llama probablemente la atención que la Regla de nuestra Sociedad mencione el «Sacrificio» como una de sus virtudes esenciales. En tiempos pasados, y no muy lejanos, se valoraba ciertamente el sacrificio; y todos recordamos las invitaciones que se nos repetían a hacer un sacrificio «por las misiones», «por la salud de un enfermo» o por otros motivos. Había también tiempos como la Cuaresma en que la práctica penitencial lo invadía todo; y se asociaba, además, esa práctica con la tristeza, el luto y las privaciones.
Hoy ha cambiado nuestra perspectiva y asistimos a una realidad paradójica. Por un lado, se ha dejado de lado esa mentalidad tradicional de los sacrificios y se han ridiculizado muchas de las prácticas antiguas. Pero, por otro lado, ha aparecido todo un conjunto de disciplinas que implican grandes esfuerzos: competiciones, gimnasios, deportes, dietas… Esto nos hace pensar que son distintas las motivaciones: el sacrificio ya no se hace para honrar a Dios o someter al cuerpo y sus pasiones, sino para tener mejor apariencia física y lograr una vida más saludable. En cualquiera de los casos, los sacrificios, aunque con otro nombre, siguen teniendo validez; por lo que habremos de centrarnos en el sentido que nosotros le damos.
La Regla acota el alcance del sacrificio cuando lo explicita como «suprimir nuestro ego con una vida abnegada -los miembros comparten su tiempo, sus posesiones, sus talentos y se entregan en un espíritu de generosidad» (Regla 2.5.1) Se trata, por tanto, de ejercitarse para dominar el propio «yo» y poner la existencia entera en dirección al otro. Se trata de ir muriendo a uno mismo para ir también resucitando en la vida del otro. En este contexto, la virtud del sacrificio a que se refiere la Regla tiene mucho que ver con la virtud de la mortificación, de la negación de una vida montada sobre el beneficio propio para vertebrarla en provecho de los demás. Y es que no se trata tanto de sacrificarse por sacrificarse, de renunciar por renunciar, cuanto de dejar algo bueno por conseguir algo mejor, de descentrarse de uno mismo para centrarse en el prójimo. Y esto entraña voluntad, esfuerzo, sacrificio, disciplina, ascesis.
Entendemos así que en el horizonte cristiano el sacrificio tiene una dimensión distinta a la de otras religiones. En todas ellas aparecen los sacrificios como ofrenda o tributo que los humanos han de pagar a los dioses. Y se ofrecían frutos y se sacrificaban animales y hasta personas. También en el judaísmo se daba este tipo de prácticas (Ex 12,5-7; Lev. 1,3-17) aunque los profetas proclamaban que «prefiere el Señor la obediencia a sus preceptos más que los holocaustos y sacrificios» (1 Sam 15,22); que no le gustan a Dios las ofrendas, ni las víctimas consumidas por el fuego, ni los sacrificios, sino que la justicia corra como torrente inagotable (Am 5,21-24)
En esta misma línea profética, Jesucristo proclama en el Evangelio según san Mateo: «misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9,13) Y, según afirma la carta a los Hebreos, el mismo Jesús es el que se ofrece en la cruz al Padre como sacrificio definitivo por los hombres (10,11-14) De ahí que se nos pida a los cristianos, en esa misma carta, que nos mostremos generosos y compartamos con los demás, porque estos son los sacrificios que agradan al Señor (Heb 13,15-16)
Tanto vuestra Regla como la carta a los Hebreos pone, pues, el sacrificio del cristiano en relación con la generosidad. El sacrificio no tiene sentido para nosotros por la simple privación. Eso es más propio de un tipo de filosofía que sospecha de la bondad del cuerpo y de la materia. El sacrificio tiene sentido para el cristiano en cuanto comunión con la entrega amorosa de Cristo al Padre en la Cruz y en cuanto actualización de esa entrega en la propia donación a los otros. El sacrificio, por tanto, implica mortificación, solidaridad, servicio, generosidad, amor.
Así lo entendía San Vicente de Paúl cuando ponía el sacrificio y la mortificación en relación con la búsqueda y el cumplimiento de la voluntad de Dios; con la práctica de la oración, que fortalece nuestras motivaciones; con la capacidad para soportarse los unos a los otros; con la disposición a aceptar las limitaciones y los inconvenientes; con la delicadeza y el respeto en el trato con los otros; con la caridad.
Hoy vemos en nuestra sociedad la capacidad que tantos tienen para afrontar sacrificios y hacer esfuerzos en función de su mayor bienestar. Se entiende, pues, también en nuestro tiempo la disciplina y el trabajo. Desde la fe cristiana, la vocación vicentina y el espíritu de la Regla, se trata ahora de purificar las motivaciones y de orientar nuestro ejercicio. En este contexto, podemos fijarnos en algunos aspectos que pueden expresar la práctica de nuestro sacrificio:
- Cultivar la fidelidad a nuestra fe cristiana y a nuestra vocación vicenciana mediante la práctica asidua de la oración y la participación frecuente en la Eucaristía.
- Ejercitarse en la mortificación de los propios intereses para poner en nuestro centro el interés de nuestro prójimo, especialmente de los pobres.
- Ser capaces de renunciar a aficiones y a tiempo libre para solidarizarnos con otros y ayudarles en sus necesidades.
- Esforzarnos en una vida sobria y austera para poder disponer de más recursos a la hora de compartir con los pobres.
- Mostrarnos tolerantes con respecto a los demás y aceptar gustosamente la diversidad, el pluralismo, lo diferente.
- Aprender a ceder, siendo conscientes de que es cediendo como se entiende la gente.
- Acostumbrarnos a canalizar todas nuestras energías para el bien del prójimo.
Se trata, en definitiva, de asociarnos al sacrificio total y por amor de Jesucristo en la cruz y de actualizar ese sacrificio en nuestro servicio a los pobres.