Retrato del sr. Pouget, sacerdote de la Misión (XVI)

Francisco Javier Fernández ChentoCongregación de la MisiónLeave a Comment

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Author: Jean Guitton · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1939.
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La extensión del mal moral y la Redención

Boletín Informativo Noviembre-Diciembre 2011Una dificultad quedaba aún. El Sr. Pouget había considerado la extrema debilidad del mundo moral; había hallado en él dificultad en relación con la sabiduría de Dios que debe responder de todas sus obras. A eso había respondido descubriendo las riquezas de la redención por la cual Dios rescataba con sobreabundancia y por donde restablecía el mundo moral en un equilibrio más perfecto. La redención satisfacía pues las exigencias divinas. Pero era penoso ver qué pocos hombres se habían aprovechado de esta gracia. ¡Cuánto trabajo le costaba a la religión católica implantarse! ¡Con qué rapidez se corrompía!

Cuestión particularmente pesada en nuestra época, cuando vemos tanta irreligión provocadora, tanta religión sólo aparente, y tan poco verdadero cristianismo. Algunos contestan a esto con pensamientos desesperados, ya porque ven en el pasado de la Iglesia una especie de larga caída, ya porque descansan en visiones escatológicas, como si la Iglesia no estuviese todavía más que en el estado de infancia y hubiese que esperar a que se revele. En ambos casos se tiende a hacer de la belleza y de la santidad de la Iglesia el objeto de un acto de fe, que descansa en la confianza y en el deseo más que en una constatación. Se adivina que ésta no era la idea del Sr. Pouget.

La falta de éxito de la redención, decía, es más aparente que real. Cuántas almas generosas en el catolicismo, y aun en las diversas confesiones cristianas, y que ofrecen a su Autor, con su vida santa, un homenaje que sube hasta Él, mientras que las ofensas de los pecadores no pueden sino recaer sobre ellos mismos. Si ahora nos fijamos en los pueblos paganos en su propio país y lejos del contacto de los civilizados, encontramos ejemplos insignes del valor de su fondo moral. El que prefería citar y que juzgaba significativo era el sacrificio de los mártires de Uganda, a las orillas del lago de donde nace el Nilo. Hacia finales del siglo pasado, algunos de estos Negros, cristianos recientes, algunos desde hacía unos cuatro años, fueron conminados por su rey a renunciar a su nueva religión; se negaron, y atados en hogueras fueron quemados vivos: la Iglesia los ha elevado a los altares. Muchos hombres de la prehistoria pudieron adorar a la divinidad y observar la ley moral como si las conociesen, y beneficiarse con ello de los méritos redentores de Cristo, a pesar de su civilización material rudimentaria. Si estas almas usan así del don divino del que no tienen conciencia, pertenecen hasta cierto punto a la Iglesia en espíritu: les falta el bautismo, pero Dios que nos ha sometido a los sacramentos, él mismo no está sometido, y las bautiza en el Espíritu Santo. ¿No es acaso con la ayuda de semejantes reclutas como se fundaron y prosperaron las primeras Iglesias cristianas, que llamamos «los que temen a Dios» de quienes hablan en muchos lugares los Hechos de los Apóstoles? Estas hermosas almas vivían en un medio en que el error y la corrupción estaban adornados con el esplendor de las artes; lo que los atraía a la sinagoga, de donde los sacó la fe cristiana, no era la amistad de los Judíos, que eran despreciados en todo el mundo greco-romano, era Dios bien conocido y la ley moral bien fundada, como se lo mostraba la lectura explicada de las Escrituras.

En el pasado, el Sr. Pouget se complacía en subrayar la acción penetrante de la Iglesia y lo que él llamaba en su lenguaje escrupuloso, «la acción evangelizadora o pacíficamente conquistadora de la Iglesia fuera de sí misma y según los casos en sí misma», y la mostraba detrás de tantas otras. Si bien, por razón de las resistencias y de los fracasos inevitables de la libertad humana, la Iglesia no ha obtenido el mismo éxito completo más que en la conservación del depósito divino, sin embargo no se deja de ver una providencia especial de Dios sobre los trabajos de la Iglesia católica entre los hombres. Ninguna otra sociedad se ha dedicado ni se dedica como ella a los intereses eternos de la humanidad. Por ello la santidad, que es muy rara en cualquier otra parte (ya que se ha de considerar suficiente por lo general una moralidad bastante apagada), abunda en cambio entre sus miembros y llega a veces a alcanzar y casi a realizar el ideal de la perfección moral. De esta forma se creó en el mundo católico y luego se conservó, al menos en parte, incluso entre los pueblos simplemente cristianos, un ambiente moral muy elevado, desconocido de todos los paganismos, y cuya influencia ha sido y sigue siendo siempre el elemento más saludable de nuestro estado social. Aquí también, si nos fijamos en el estado social, en el que no actúa sin embargo más indirectamente, la Iglesia católica marcha a la cabeza de la gran familia humana. Echaba pues una miraba llena de esperanza al género humano. Ya hemos visto cómo acentuaba la acción civilizadora de la Iglesia que había transformado el mundo y elevado la naturaleza humana a una altura jamás alcanzada; mostraba el valor supereminente de la conversión, cuando en presencia de los verdugos con sus instrumentos bastaba con una simple señal de cabeza para salvar la vida, lo que Dios mismo habría podido perdonar con arrepentirse: seguir fiel en estas condiciones era perder la vida por el solo deber.

Y en el presente, veía esta Iglesia, tan rica como nunca, si por ejemplo se dirige la mirada a las sociedades religiosas de hombres o de mujeres.

Pero estos elegidos no se encuentran sólo en estas familias espirituales; existen también en el mundo y mucho más de lo que se cree de ordinario. Todos los que viven en la piedad y en el amor de Dios, en la humildad y la moderación, sobre todo en la caridad tanto del cuerpo como de espíritu, para con sus semejantes, todos ellos, en cualquier lugar que vivan, pertenecen a las almas selectas que tienden a la perfección espiritual o religiosa. Por otro lado esta perfección es única en la Iglesia y la misma para todos los fieles: es la caridad de Dios y del prójimo, virtud única con dos actos diferentes. Cristo es preciso en este punto: para él, el amor de Dios y del prójimo resume la Ley y los Profetas.

Así proseguía y continuaba la obra de la Redención de un modo tan real como en el pasado.

Observaciones finales

Tal era, a grandes rasgos, la teología del sr. Pouget. Trataremos de caracterizarla por última vez.

La primera observación que podemos arriesgarnos a formular sin peligro de error es que el pensamiento teológico del sr. Pouget, como varias concepciones análogas de los teólogos de este tiempo, no tenía nada de agustiniana y, como el mejor modo de definir es oponiendo, trataremos de situarle en relación al agustinianismo. Sobre la marcha, ello nos dará la ocasión de completar esta exposición. Tanto más me impresionaba esta diferencia cuanto que por el tiempo en que yo trabajaba bajo su batuta, yo profundizaba en san Agustín. Este doctor es todo un universo; como en todo universo se encuentran mundos encajados y que no están sometidos a las mismas leyes. Ante todo, san Agustín es una alma grande y, en toda alma viva, hay niveles diferentes de vida y de experiencia, borbotones superficiales, traducciones torpes y también profundidades sin aflorar. Ya está bien ha debido pensar san Agustín presentando resistencia y batallando. Tuvo que rehacer su propio pensamiento y retractarse y menos que a cualquier otro se le puede encerrar en un sistema. Los servicios prestados a la Iglesia son incontables. Ella le debe (y de ello se ha sentido pronto deudora) la definición de la gracia y de su absoluta gratuidad. «En este asunto que era nuevo, decía el sr. Pouget, y en el que trabajó solo, igualó, si no se les adelantó a los Padres más ilustres que trabajaron en gran número sobre la Trinidad, la Teología y la Cristología.

La Iglesia le debe también (y esto no se había de comprender hasta bien tarde y hasta nuestros días) un método personal de reflexión sobre uno mismo y de oración solitaria, un sentido sin igual de la vida del alma en el tiempo: ha sido el primero de los modernos y, después de san Pablo, el segundo revelador del hombre interior

Pero es una de las servidumbres de la condición humana el que la inteligencia no pueda por lo general descubrir sin ocultar. Y san Agustín no ha podido librarse de su temperamento, de su medio, de su historia: tenía experiencia del pecado, y sobre todo de ese pecado en el que la fuerza del instinto y las cadenas del hábito nos hacen como esclavos del mal. La filosofía de los Maniqueos que había respirado nueve años había dejado impreso en su espíritu que el mal era una especie de sustancia instalada en nosotros, y más profunda que nosotros: non esse nos qui pecamus. Naturalmente  todo eso quedó renegado, apartado, corregido, transformado. Pero se ponía el acento en la causalidad del pecado, en la soberanía del mal y en  una temible idea de la justicia divina. San Agustín fue el gran maestro de la Iglesia occidental. Los Padres Griegos no pudieron nunca hacer vacilar su autoridad. Impregnó el Occidente de cierta mentalidad que, al colorear las expresiones de la fe, no ha cesado de operar en nosotros: a decir verdad, esta sombría influencia del agustinianismo había quedado neutralizada en la Edad Media. Estalló con el protestantismo y jansenismo, que fueron como un absceso de fijación. Después la mentalidad agustiniana se desprendía del árbol y se fijaba en el exterior.

Insistamos en un punto que no siempre ha retenido la atención, pero que nos parece de suma importancia: la mentalidad agustiniana contenía una idea de la justicia divina que debía influir de manera notable en el desarrollo del pensamiento occidental y que se podría traducir en esta fórmula: «Dios no se somete a la misma justicia que nosotros; y lo que es justicia para Dios sería injusticia para nosotros». ¿Qué pensar, en efecto, de un Dios quien, al ver que la mayor parte de su obra quedaría así destruida, a pesar de todos los medios para repararla, pasara a la acción y la realizara de todas formas? Si vamos a ser lógicos (y el espíritu humano no puede por menos de dejarse arrastrar por las consecuencias), forzoso es admitir que el Todopoderoso, hablando humanamente, tenía algún interés en que eso fuera, y este interés no podía ser más que un interés «teoísta», si se nos permite acuñar esta palabra, entendiendo por ello el egoísmo divino. Hacia esta visión se sienten inclinados Pascal, Bossuet, Leibniz, incluso Malebranche. Parece darse a entender que Dios no deja libres a los hombres más que para poder tener el derecho de castigarlos. Se nos conduce a elevar la justicia de Dios por encima de la de los hombres. Leamos a Bossuet quien tiene admirables fórmulas para condensar las ideas que circulaban en el siglo XVII:

«El hombre no es inocente si permite que se cometa el pecado que puede evitar, y … Dios quien, pudiendo evitarlo sin que le costara más que quererlo, permite que se multiplique hasta el exceso que vemos, es no obstante justo y santo… Las reglas de la justicia de Dios y las de la justicia del hombre son muy diferentes». (Défense de la Tradition, II, 4).

Y también:

«Cuando les decimos que Dios permite sus pecados para hacer brillar su justicia, su amor propio protesta. Debemos sin embargo reconocer… que Dios permite el pecado, ya que sin este permiso no habría justicia vengadora y no conoceríamos la severidad de Dios, que es tan adorable y tan santa como su misericordia» (Ibid. II, 5).

Leibniz no salvará la dificultad sino sometiendo a Dios a una especie de destino superior que le obliga a hacer por razón lo que santo Tomás atribuía a su albedrío:

«Veis que mi Padre no ha hecho a Sextus malo; lo era desde la eternidad, lo era siempre libremente, no ha hecho más que concederle la existencia que su sabiduría no le podía negar en un mundo en el que se encuentra implicado. Cuando existe un malo es preciso que Dios haya encontrado, en la región de lo posible, la idea de que tal hombre entre en la sucesión de las cosas, cuya elección se exigía para la mayor perfección del universo, y en la que los defectos y los pecados no sólo se castigan sino que contribuyen al mayor bien».

7. Los textos entre comillas pertenecen a la Histoire de Duchesne. A propósito de san Hilario de Alès, al sr. Pouget le había gustado mucho esta amonestación de Acudierais, antiguo prefecto de las Galias, al santo obispo: «Los oídos de los Romanos son sensibles a  cierta dulzura de lenguaje; si Su Santidad pudiera condescender un poco no perdería nada y ganaría mucho».

Y por el mismo tiempo había dicho Pascal: «nuestra justicia se destruye en presencia de la justicia divina y se convierte en pura nada». Si un hombre actuara como Dios, podríamos admirar su conducta por la magnificencia, la economía, la habilidad, pero sería juzgada severamente a la luz de la justicia. El mal de algunos aparece como un medio en orden a un mayor bien; ahora bien, el mal, sobre todo el mal moral, puede alguna vez convertirse en el medio para un bien? ¿No contradice la idea misma de bien? En este aspecto, parece que varios seres hayan sido sacrificados eternamente bien a la ilustración de la gloria divina, bien a consideraciones de método, de sencillez que parecen producir elegancia.

Ahora bien, en el pensamiento que exponemos, la dificultad de las dos justicias se desvanece. El ser de Dios está infinitamente por encima del nuestro y sin comparación con él. Pero no sucede lo mismo con la razón y la justicia divinas. Por más alto que se eleve la primera por encima de la nuestra, no puede a pesar de ello admitir lo que es contradictorio ni hacer que un círculo sea cuadrado. Lo mismo y con mayor razón todavía para la justicia divina: no puede hacer que la injusticia sea justa.

Existía asimismo otro rasgo, por  el cual el sr. Pouget, lo mismo que varios teólogos de este tiempo, se separaba de san Agustín: era en la famosa cuestión de la Encarnación, su motivo y su relación con el pecado. San Agustín había dicho que «si el hombre no hubiera perecido, el Hijo del Hombre no habría venido». Si homo non periisset, Filius hominis non venisset. Esa no era la idea de san Buenaventura, de san Alberto Magno y de Bérulle. Y el sr. Pouget se inclinaba de tal suerte hacia esta idea que daba por zanjada la cuestión según la autoridad de san Pablo.

Para el que se coloca en el momento indivisible de la eternidad, en el que no hay antes ni después, la cuestión de saber si Dios ha querido primero esto y luego aquello no tiene sentido muy claro; en un único y mismo acto ha permitido Dios la caída y ha querido la Redención, que suponía la Encarnación de una de las personas divinas. Y en el momento que admitimos que Cristo se encarnaría, incluso sin haber pecado Adán, nos vemos obligados a reconocer que en el orden actual y real, la caída ha precedido a la Encarnación y que, en la óptica divina como en la continuación humana de la historia, estos dos sucesos se encuentran entrelazados.   – Sí, sin duda, pero importa conocer la naturaleza de este lazo: ¿es accidental, es esencial? Hay una gran diferencia, pues de la respuesta dada depende la idea que nos hagamos de Cristo, y de la relación de Cristo con la humanidad, la idea que tengamos del mal y su importancia en el mundo de los espíritus; y nos encontramos al avanzar con la famosa cuestión sobre la justificación de los caminos divinos, llamada generalmente «el problema del mal», y que tiene tanta fuerza para provocar la duda y el rechazo de las inteligencias delicadas; en una palabra, es la sensibilidad cristiana la que se ve afectada, según lo vamos a ver, y de diferentes modos.

Si el pecado de Adán ha sido la causa única de la Encarnación, he aquí cómo conviene representarse la obra de Cristo y el lugar de Cristo en la humanidad: según el plan primitivo de la creación, y a consecuencia de una amor extraordinario y puramente gratuito de nuestro autor, estábamos destinados a una vida que sobrepasaba las exigencias de nuestra naturaleza. No se trataba de Cristo. Desde la primera generación el hombre pecó. De ahí la Encarnación del Hijo único, que sufrirá por la redención de los pecados. Cristo es pues para la humanidad, de la que es el médico, y según se dice, el «Salvador».

En el otro caso, Dios decide primero su gran obra que es la de elevar el mundo moral, la más bella y la más perfecta de sus obras, al más alto grado de excelencia. No existe ya si hablamos con propiedad plan primitivo, fracaso ni corrección, sino un solo plan real y verdadero. En el primer caso, Cristo es para la humanidad, decíamos. Desde entonces se puede pensar que la humanidad pueda prescindir de él; al menos si nos referimos siempre a un estado primero, considerado un estado ideal, en el que la humanidad, sin el pecado, no habría tenido nunca necesidad de Cristo. Es decir que Cristo es más salvador que señor, y señor por ser salvador. Admitimos a la primera que Dios en un mismo decreto ha querido la creación, permitido el pecado, decidido la Encarnación y que por consiguiente, sin haber previsto ni querido a Cristo, no habría creado el mundo ni permitido la culpa. No nos queda sino que la venida del Verbo procede del pecado de Adán, que la obra de la Encarnación tiene en el pecado su condición suficiente, que Cristo aparece más como instrumento divino de salvación que como el primer ser, la cabeza de los mundos morales y el perfecto adorador. Esta vez, como lo decía san Cirilo de Alejandría, no es Cristo quien es para la humanidad, sino la humanidad la que es para Cristo. Él es el primero que existe, el primer nacido de toda criatura, la imagen del Dios invisible, por quien todo ha sido creado, en quien todo será recapitulado, renovado, reedificado para siempre, y quien es aquello para lo que todo se ha hecho, el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin, como lo indica la Escritura. Pues si Dios en sus designios eternos y en este plan eterno anterior a la creación del mundo ha querido primero a Cristo y si, para darle hermanos, ha querido a la humanidad y si, para socorrer a estos hermanos libres, frágiles y caídos, ha querido la redención y la muerte sangrienta, si pues nosotros existimos para Cristo más todavía que Cristo para nosotros, entonces la relación con Cristo, la adhesión y la adherencia a Cristo no son solamente un instrumento preparado divinamente para salvarnos del naufragio, sino el único instrumento de penetrar hasta el corazón del ser, hasta el secreto más oculto de la razón de las cosas y así de ofrecerse a lo que Dios tiene de más íntimo en su querer.

Existe por fin otro misterio, mayor tal vez todavía que la realidad del mal, es la existencia del ser, es la creación, y nos parece que en este punto también parecidas soluciones arrojaban luz.

Los creyentes y los teístas han acabado por habituarse a la creación; encuentran bastante natural que Dios proyecte ser fuera de sí. Pero cómo concebir la operación de creación en un ser que se basta plenamente a sí mismo, que por lo tanto goza de una soberana felicidad? Por qué va a desplegar su poder en obras exteriores? Cuál es el motivo suficiente para incitarle a crear? Es esta imposibilidad que exista algo fuera de Dios y de encontrar un motivo adecuado a un tal acto de libertad la que inclina a muchos ya a la identificación de Dios y de la naturaleza, ya a admitir en Dios un especie de necesidad a la que habría que someterle.

Debemos reconocer en efecto que, si nos colocamos en el solo terreno de la razón, es bastante difícil hallar un motivo suficiente a la creación del mundo moral tal cual nos lo presentan los hechos. Ya sé que concebimos a Dios como difusivo en sí y que la creación de seres vivos es una gloria para él. Pero le rinden tanto homenaje? Por eso, con tanta facilidad, se llega a ironizar sobre el Dios creador, a tomarle por un ser falto de poder, o que se divierte con nosotros.

O bien, si todos los movimientos divinos proceden del amor, Dios ha querido comunicarse a fin de poder amar y ser amado fuera de su ser, si la Encarnación ha sido querida antes mismo de la creación (no sólo antes de que se permitiera la culpa, sino todavía antes de que se decidiera la creación), la existencia de un ser creado al lado del increado recibe justificación. Es lo que Bérulle debía expresar cuando decía: «Desde toda eternidad, había ya un Dios infinitamente adorable, pero no había todavía un adorador infinito… Vos sois ahora, oh Jesús, este servidor infinito en potencia, en calidad, en dignidad, para satisfacer plenamente este deber y para rendir este homenaje divino.

Acabamos de oponer dos conceptos bien diferentes sobre la relación de la Encarnación redentora con las caídas del mundo moral. Pero conviene investigar si no hubiera medio de atenuar la oposición o al menos de comprenderla mejor sometiéndola a una diferencia de puntos de vista. Hace un momento nos situábamos bajo el punto de vista de Dios: se trataba de saber cuál era el motivo primero y determinante de la Encarnación del Verbo y de nuestra condición actual de pecadores. Pero si ahora nos situamos bajo el punto de vista del hombre, las cosas cambian. Lo primero que nos impresiona es nuestra condición humana de hombres pecadores, y como la Encarnación, para dar a Dios la mayor gloria posible, implica la redención del mundo moral, por este último aspecto nos impresiona la Encarnación.

Hoc opus nostrae salutis

Ordo depoposcerat.

Por otra parte no es la primera vez que se observaría una oposición entre el orden de las verdades necesario a la acción práctica y el orden de las verdades favorable al pensamiento, y que las cosas no aparezcan en la misma sucesión, según que se las mire bajo el punto de vista del hombre, o por el contrario bajo el punto de vista de Dios. Y nos sentiríamos inclinados a pensar que, si el primer orden es más necesario en la enseñanza común y pastoral y también en la predicación y meditación, el segundo es más útil cuando queremos satisfacer en nosotros esta fuerza suprema que llamamos razón y que exige investigar el sentido de los designios, la proporción de los motivos y de los actos, el equilibrios de los efectos y de las causas.

Esto mismo había notado san Buenaventura con tanta fineza: «Videtur autem primus modus (el del sr. Pouget que estamos exponiendo) magis consonare judicio rationis; secundus tamen, ut apparet, plus consonat pietati fidei». Por lo demás, según se ve en el divino prólogo de la Epístola a los Efesios, la explicación de tipo racional no contradice en modo alguno a la de tipo histórico, más de acuerdo con la piedad de la fe. No la contradice más de lo que el paisaje visto desde la cima desmiente el que se veía desde las primeras rampas. Pero al elevarse, las proporciones terrestres se alteran y palidecen ante las proporciones celestes.

Es de notar por otra parte que los verdaderos maestros, al aceptar una de estas dos soluciones, se han sentido algo arrepentidos de no haber elegido la otra. Santo Tomás, quien es considerado a menudo como el padre de la solución llamada tomista, la rodea, según su estilo moderado, de cantidad de distingos y reservas: admite la posibilidad de la Encarnación del Verbo, si Adán no hubiese pecado; pero como Adán pecó, ese fue, dice, el motivo principal de la Encarnación. Por lo demás, sigue diciendo, en el dominio de lo sobrenatural, no se debe afirmar más allá de los datos de la revelación…

En cuanto a nuestro humilde autor, él explicaba las cosas de forma parecida con su estilo pesado y denso: «Si la Encarnación procura a Dios la mayor gloria exterior posible, es a condición de que realice la redención del mundo moral, en el que las caídas son inevitables sin ser necesarias y como, bajo nuestro punto de vista humano, lo que más importa es el perdón de los pecados, se comprende que la Escritura, práctica ante todo, insista en la idea de que Cristo vino «a salvar a los pecadores».

Podíamos pues inscribir al sr. Pouget en la escuela de san Buenaventura y de Duns Escoto, antes que en la de santo Tomás. Se apartaba sin embargo de los escotistas en un punto que debemos exponer ahora. Para los escotistas, ya sabemos, el Verbo se habría encarnado, aunque no hubiera pecado Adán, pero entonces habría sido en una carne impasible. Esta Encarnación habría sido pues muy diferente de la que hemos conocido: sin pecado, sin sufrimiento pues, sin humillación; Nazaret, sí sin duda, pero no el Calvario. Ahora bien, profundizando en el tema, el sr. Pouget había renunciado a esta idea, y esto es lo que decía conversando: «¿Qué nos manda la ley moral, en su punto culminante, sino seguir la voluntad de Dios? Este Mandamiento no puede por menos que sobre-elevar nuestra naturaleza. Pues este ennoblecimiento será tanto mayor cuanto más perfecto sea y tanto más perfecto cuanto más nos cueste. Cristo, al obedecer hasta la muerte y hasta la muerte de Cruz,  ha dado el ejemplo más heroico de respeto al Padre: era la adoración completa. En el famoso texto de san Pablo cobre la Encarnación (Filipenses, II), no se trata de nuestros pecados. Y san Pablo era un teólogo rudo. Por todas estas razones, ahora me inclinaría a creer que Cristo habría sufrido e (incluso) habría muerto aunque el hombre no hubiera pecado. En ese caso sus penas habrían sido ejemplares y no redentoras».

Por otra parte, lo mismo que la Encarnación no excluía el sufrimiento, la Redención, a sus ojos, al borrar los pecados, no agotaba su virtud. Aquí, una vez más, temía que la expresión a menudo negativa de nuestros dogmas enmascarara la inmensa y positiva riqueza. Si la redención por Cristo es la remisión de los pecados, ella no es más que eso, decía. Que la redención propiamente dicha, tomada en el sentido más preciso de esta palabra, sea la remisión de los pecados es incontestable. San Pablo dice, al hablar de Cristo, que «tenemos la remisión de los pecados por su sangre, y el Salvador que «su sangre va a ser vertida a favor de muchos para la remisión de los pecados». Esta remisión de los pecados es nuestra liberación de la servidumbre del pecado por el perdón de la deuda que habíamos contraído por el pecado ante la Justicia suprema, – deuda impagable para nosotros, pero ligera para los méritos de Cristo-Hombre ante la divinidad. Pero no basta con estar unido a Dios y a su Cristo por el bautismo, al menos de deseo, o por el perdón después de la caída, es preciso estarles unido siempre y el medio más eficaz es un caminar continuo hacia adelante por el camino de la vida eterna (non progredi regredi est); esta vía es estrecha, escarpada; para andarla y mantenerse en ella es preciso un auxilio perseverante y abundante de fuerza superior, es decir de gracia. Un Redentor sin igual en poder y en bondad como el Hombre-Dios ha debido merecernos y nos ha merecido de hecho este doble auxilio: la gracia del perdón y la gracia de la perseverancia. Ha dado la vida por sus ovejas y es la viña cuyos sarmientos somos nosotros sacando toda nuestra vida sobrenatural de nuestra unión con la cepa divina; sin esta unión no somos más que sarmientos secos que no servimos más que para el fuego. Los actos redentores de Cristo son los actos penosos a su naturaleza humana, así para el cuerpo como para el espíritu. Actos que el Salvador ofrecía siempre al Padre en reparación de los ultrajes dirigidos a Dios por el mundo moral cuya cabeza es Cristo. Pero estos actos eran y siguen siendo el mejor medio de seguimiento, el seguimiento por el ejemplo, el mejor que pudiera emplear el Salvador para hacernos caminar a su ejemplo por la vía difícil de la salvación. En cuanto a la Escritura, añadía, no estaría contra mí .

«Ella no habla más que de perdón de los pecados a propósito de la Encarnación. Así el prólogo magistral del cuarto Evangelio (Jn I,1-18) nos presenta al Verbo-Dios como una luz que las tinieblas no sabrían detener, que alumbra a todo hombre por su venida a este mundo, que nos hace ser hijos de Dios por la fe en su nombre, y que existiendo en el seno del Padre nos revela a Dios cuya naturaleza ningún espíritu creado sabría penetrar: en este fragmento solemne entre todos, sobre la preexistencia del Hijo antes de todos los tiempos y su llegada entre nosotros en el tiempo, no se ha dicho ni palabra del perdón de los pecados por la muerte de Cristo. Igualmente, en su última oración, cuando Cristo, Pontífice eterno, se dispone a sellar con su sangre la nueva alianza, sólo pide la unión mutua para sus discípulos (Jn XVII) y para los que crean en él por su predicación, para que por Cristo en ellos sean uno como el Padre y el Hijo son uno. Lo vemos en esta oración, en este momento solemne y en el vestíbulo mismo de la Pasión, el Salvador no dice una palabra de la remisión de los pecados, cuando los va a tomar sobre sí en lugar de todos los culpables para expiarlos por todos. Estas citas, que podríamos alargar, nos muestran que si la Escritura habla de remisión de los pecados a propósito de la Encarnación, habla también de otras cosas mucho más elevadas a propósito del mismo Misterio».

Al oír estas lecciones un laico comprendía mejor las definiciones de su viejo catecismo, según las cuales hemos sido creados para conocer, amar y servir a Dios. No era el optimismo, decía el sr. Pouget, pues el optimismo al poner la necesidad en el mejor Dios(¿), encadena su libertad, y luego no se puede negar el mal o disminuirlo sin tomar partido o sin candidez. No era el pesimismo, pues el pesimismo insiste en el mal como si éste fuera por naturaleza, o como si Dios le hubiese legado el mundo lo mismo que un reino. Era simplemente el realismo, o mejor el cristianismo que, en lugar de imaginar un mundo que podría ser mejor o de acusar el que existe, se limitaba a constatarle, a describirle en todas sus dimensiones, con Cristo en el centro.

Como vemos, nuestro autor volvía siempre a los textos de san Pablo y de san Juan. Y yo tenía siempre la idea de que existía una secreta analogía entre el método de ellos y su método.

¿Qué había hecho san Pablo? Se había encontrado en presencia de los hechos extremadamente inconexos que habían sido predicados a las comunidades judeo-cristianas, pero sin que se hubiera tratado de establecer su relación y su centro. Así, el Mesías esperado, la Ley de Moisés sostenida, Jesús venido, su muerte infamante, su Resurrección, la religión nueva, la cena, la pascua, la evangelización, la tradición de los Antiguos, la autoridad de los Apóstoles, ¿cómo conjugar esto con aquello? El lazo entre tantos datos contrarios no lo buscó Pablo en un concepto abstracto, como se hace en filosofía, sino en un ser concreto que era Cristo. Desde la venida de Cristo y sobre todo desde su muerte en la cruz no se puede uno salvar ya por la observancia de una legislación; se salva por la adhesión de amor a una persona: la ley ha dejado el lugar a la fe. Todas las cosas tienen ya su fin en Cristo y por eso son nuevas. Y la tarea del hombre (análoga si se puede decir a la que se propuso Dios en la Encarnación) consiste en incorporarlo todo en Jesucristo, como cabeza.

Y en san Juan, cuyo temperamento es tan diferente del de Pablo, asistimos a un esfuerzo semejante: cincuenta años de evangelización, de reflexión y de prueba han proyectado una luz retrospectiva sobre las palabras y los actos de Jesús. Ya es posible exponerlos y comprenderlos en su significación eterna. San Pablo es más tumultuoso, más disociado (coarctor e duobus), más dialéctico; san Juan más tranquilo y más majestuoso, más tierno y también más unificado, como conviene a quien ha sido amado con predilección y cuya vida no ha conocido ruptura. En Pablo y en Juan el fondo del método es parecido: nada de teorías ni sistema sino un pensamiento que se nutre de una realidad superior, en los hechos y sobre todo en el gran hecho de Cristo encarnado, su vida y su renovación.

En nuestros días, la originalidad verdadera consiste una vez más en regresar a la fuente. Pero a estos hechos sustanciales de los primeros tiempos han venido a añadirse muchos otros datos: explicaciones, traducciones, desarrollos nacidos del ataque, de la adaptación o del uso. El número de los documentos que se han de conocer es tan considerable, la materia que tratar tan pesada, que puede uno asustarse con toda razón. Y la historia de la Reforma está para recordarnos que la vuelta a los orígenes no se hace sin peligro. La dificultad está en abrazar toda la secuencia de la Tradición, imitando y siguiendo al mismo tiempo a los teólogos inspirados. Dificultad tanto mayor cuanto por ser conocida esta secuencia y no se puede aislar tal o tal momento que uno juzga privilegiado. El sr. Pouget pertenecía precisamente a una edad en que los documentos sobre la primitiva Iglesia sobre la edad patrística, sobre la edad escolástica eran sin cesar más abundantes y se daba uno cuenta de que el pensamiento de san Agustín, no más que el de santo Tomás, no representa la Tradición entera –la cual está, por otra parte, bajo el empuje del Espíritu y el control de los papas, susceptible de explicitarse o de desarrollarse. Era también la edad de una renovación humanista y en la que el hombre era más conocido y respetado. Era por fin la edad de una renovación escripturística y en la que los textos inspirados eran mejor comprendidos. La empresa de la síntesis era inmensa; sobrepasaba las fuerzas de un hombre, y hasta las de un equipo, o de una generación.

El sr. Pouget podrá parecer uno de los «pequeños profetas» de este tiempo que se avecina. Por rápida que haya sido esta exposición, me gusta pensar que en ella se han reconocido las tendencias de su naturaleza tan positiva, tan ávida de realidad, y que era llevada hacia lo invisible, lo impalpable y lo eterno, no por un ímpetu de misticismo, sino por una docilidad total a las exigencias de la experiencia. En ciencias, si bien tenía una sólida cultura matemática, era más físico y observador que calculador. En filosofía, más metafísico que ontologista; en religión por fin, si se pudiera crear esta palabra, más cristólogo que teólogo. Nunca colocaré a Cristo demasiado alto, decía.

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