Predominio del voluntarismo (II)

Mitxel OlabuénagaSin categoríaLeave a Comment

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Sumisión de la voluntad humana al buen agrado de Dios

La posibilidad, que el hombre tiene de amar a Dios, requiere, para ser actualizada y llegar a ser eficaz, la iniciativa de la «gracia proveniente», del amor de Dios y la respuesta a ellas de la humilde docilidad del hombre. La conjugación constante y exacta entre el dinamismo del amor de Dios por el hombre y el dinamismo del amor del hombre por Dios conducen de progreso en progreso hasta llegar a la perfección en el amor, a hacer «vivir a la voluntad humana en la voluntad de Dios». «Dios que es Dios del corazón humano», está presente, principalmente, en el corazón del hombre. Para descubrir esta presencia, es me­nester que el hombre provoque en su espíritu un esfuerzo de atención. Una vez que llega a ser consciente de esta presencia de Dios en él y a ejercitarse en ella, el dinamismo de la caridad, «difundida en el corazón humano», y la obediencia a las «ins­piraciones» del Espíritu santo hacen caminar al hombre por la senda del amor, de la caridad.

La experiencia evolutiva de Francisco de Sales y la comuni­cación, que le hace su dirigida J. F. F. de Chantal, del mundo interior en el que ésta camina y vive, conducen a la ascesis salesiana a evolucionar de la devoción al amor», del amor de com­placencia al amor de benevolencia y del amor de benevolencia al amor de dilección:

He aquí, finalmente… cómo Dios, por un progreso colmado de suavidad inefable, conduce al alma, a la que hace salir del Egipto del pecado, de amor en amor… hasta que la haya hecho entrar… en la muy santa caridad; la cual, por decirlo en una palabra, es una amistad y no un amor interesado, puesto que por la caridad amamos a Dios por él mismo, al considerar su bondad muy sobe­ranamente amable. Sin embargo, esta amistad es una verdadera amistad, puesto que es recíproca, ya que Dios, habiendo amado eternamente a alguien que le ha amado, le ama y le amará tem­poralmente … y, finalmente, estamos en comunión perpetua con él, que no cesa de hablar a nuestros corazones por inspiraciones, atrac­ciones y movimientos sagrados…

Pero esta amistad, no es una simple amistad, sino amistad de dilec­ción, por la que hacemos elección de Dios para amarle con un amor especial… Por eso esta dilección no es una dilección de simple excelencia, sino una dilección incomparable, porque la caridad ama a Dios por estima y preferencia de su bondad, tan alta y elevada por encima de toda otra estima, que los otros amores, o no son amores verdaderos en comparación con éste, o si son amores ver­daderos, éste es infinitamente más que amor…Este no es un amor que las fuerzas de la naturaleza ni humana ni angélica puedan pro­ducir, sino que el Espíritu santo lo da y lo derrama en nuestros corazones (Rom 5, 5)… La caridad, que da la vida a nuestros cora­zones, no es extraída de nuestros corazones, sino vertida en ellos como un licor celeste, por la providencia sobrenatural de su divina majestad.

Por todo esto la llamamos amistad sobrenatural y, más aún, por­que mira a Dios y tiende a él no según el conocimiento natural que tenemos de su bondad, sino según el conocimiento sobrenatural de la fe. Por eso reside con la fe y la esperanza en el vértice y cima del espíritu y como una reina majestuosa se asienta en la voluntad como en su trono, de donde derrama por toda el alma sus suavidades y dulzuras, haciéndola por este medio totalmente bella, agradable y amable a la divina bondad…

La caridad es, pues, un amor de amistad, una amistad de dilección, una dilección de preferencia, pero de preferencia incomparable, suprema y sobrenatural, la cual está en toda el alma como un sol para embellecerla con sus rayos, en todas las facultades para per­feccionarlas, en todas las potencias para moderarlas, pero se asienta en la voluntad como en su trono, para residir en ella y hacerla querer y amar a su Dios sobre todas las cosas.

«El objeto del amor es agradar a Dios por una sumisión de amor absoluto; esta es la regla de oro de la santidad salesiana». Para conseguirlo, se requiere que la voluntad se someta totalmente al buen agrado de Dios:

Es cierto que nuestra voluntad jamás puede morir, lo mismo que nuestro espíritu, pero a veces depasa los límites de su vida ordina­ria para vivir toda ella en la voluntad divina; es entonces cuando ella no sabe ni quiere querer ya nada más, sino que se abandona totalmente y sin reservas al buen agrado de la divina providencia, mezclándose con y embebiéndose de tal manera en este buen agrado, que ya no aparece, sino que está totalmente oculta con Jesucristo en Dios (Col 3, 3) donde vive, pero ya no ella, sino la voluntad de Dios en ella (Gál 2, 20). ¿Dónde está la claridad de las estrellas cuando el sol aparece en nuestro horizonte? Es cierto que no desa­parece, pero está arrebatada y sumida en la luz suprema del sol con la que se encuentra felizmente mezclada y unida. Y ¿qué es la voluntad humana cuando está totalmente sometida al buen agrado divino? No perece totalmente, pero de tal manera está abismada en y mezclada con la voluntad de Dios, que ya no aparece y no tiene ningún otro querer distinto del de Dios.

El voluntarismo conduce a la ascética salesiana a terminar en el «despojo total del alma unida a la voluntad de Dios». El paso de la «preocupación antropocentrista a la indiferencia teo-centrista» es minuciosa y claramente analizado por Francisco de Sales. Al comienzo de la Introducción a la vida devota había señalado que la devoción no es más que el desarrollo del amor: «La devoción verdadera y viva… presupone el amor de Dios, o por mejor decir, es verdadero amor de Dios». En la misma pers­pectiva, pero en otra línea de pensamiento y en otro registro de expresión, muestra en el Tratado del amor de Dios que «cierta­mente el corazón humano es el verdadero chantre del cántico del amor sagrado». Pero Dios no debe ser amado más que por él mismo y, en definitiva, el objeto y el fin del puro amor es la gloria de Dios, el buen agrado de Dios. Frente a este puro amor, el hombre se ve confrontado con los acontecimientos de la vida a la sumisión del buen agrado de Dios, que libera:

El amor hace todo esto, Teotimo; y es también el amor el que entrando en el alma, con el fin de hacerla morir felizmente a sí misma y revivir en Dios, la hace despojarse de todos los deseos humanos y de la estima de sí misma… Y finalmente la desnuda de los afectos más amables, como son los que tenía a las consola­ciones espirituales, a los ejercicios de piedad y a la perfección de las virtudes, que parecían ser la propia vida del alma devota.

Este mismo Dios interviene por las sequedades y pruebas interiores hasta llegar a exigir al hombre el desprendimiento total para purificarle del «culto ascético» del yo: «Sí, Teotimo, el mismo Señor que nos hace desear las virtudes en nuestro co­mienzo… es el mismo que nos quita el afecto a las virtudes y a todos los ejercicios espirituales a fin de que con más tranquili­dad, pureza y sencillez no nos aficionemos más que al buen agrado de su infinita majestad». El movimiento de semejante des­prendimiento se centra en despojarse del hombre viejo y reves­tirse de Cristo. El objetivo final es el buen agrado de Dios a través de la mortificación vivificadora:

Después que nos hemos despojado de los vestidos del viejo Adán, es menester revestirse con los vestidos del hombre nuevo, es decir, de Jesucristo. Porque habiendo renunciado a todo, incluso al afecto de las virtudes… se requiere revestirse de nuevo de ellas, pero ya no porque nos son agradables, útiles, honorables y propias a con­tentar al amor que nos tenemos a nosotros mismos, sino porque son agradables a Dios, útiles a su honor y destinadas a su gloria… y porque su buen agrado es glorificado.

Para explicar en qué consiste y cómo se realiza esta sumi­sión absoluta al buen agrado de Dios, este vivir de la voluntad humana «pura» y «totalmente» en la voluntad de Dios, Fran­cisco de Sales utiliza diversas fórmulas e imágenes que van de la voluntad humana «resignada» a la de Dios, a la «voluntad ano­nadada en sí misma y convertida en la de Dios». La actividad de la voluntad humana es casi una pura receptividad, puesto que se reduce, en definitiva, a «mirar a Dios y dejarle hacer», a acoger en el «espíritu» del hombre «los efectos del buen agrado divino»: «Es difícil formular con exactitud esta indiferencia extrema de la voluntad humana que está así reducida a y muerta en la voluntad de Dios, porque no hay que decir, me parece, que consiente a la de Dios, ya que el consentimiento es un acto del alma que declara su asentimiento; tampoco se puede decir que acepte, ni reciba, puesto que aceptar y recibir son acciones que se pueden llamar, de alguna manera, acciones pasivas, por las cuales abrazamos y acogemos lo que nos acontece, ni tampo­co se puede afirmar que permite, tanto más que el permitir es una acción de la voluntad y, por consiguiente, un querer pere­zoso que realmente no quiere hacer nada, pero, sin embargo, quiere dejar hacer. Más bien me parece, pues, que el alma, al estar en esta indiferencia y al no querer nada, sino dejar querer a Dios lo que le agrada, debe decirse que tiene su voluntad en una simple y general espera, tanto más cuanto que esperar, no es hacer o actuar, sino permanecer expuesto a cualquier aconteci­miento. Y si se reflexiona en ello, la espera del alma es real­mente voluntaria y, sin embargo, no es una acción sino una simple disposición a recibir lo que sobrevenga. Y cuando los acontecimientos suceden y se aceptan, la espera se convierte en consentimiento, pero, antes del acontecer de éstas, el alma está en realidad en una simple espera, indiferente a todo lo que agra­de ordenar a la voluntad divina».

Esta descripción sutil y refinada, propia del psicologismo sale-siano, lo mismo que las imágenes del niño pequeño, a quien su madre lleva en los brazos o a quien su madre amamanta, utilizadas por Francisco de Sales, muestran que el espíritu actúa en esta vida unitiva o vida de unión a través de la «cima supre­ma». La unión de la voluntad humana a la divina es «un simple asentimiento a todo lo que Dios quiere que sea hecho en nos­otros y de nosotros». La interpretación de Francisco de Sales de esta unión en el amor, en la cima suprema del espíritu, de la voluntad, no coincide con el «anonadamiento» canfeldiano del que siempre estuvo alejado y al que permaneció hostil: «Es cierto que como no he querido seguir a quienes desprecian algunos libros, que tratan de una cierta vida sobreeminente en perfección, igualmente no he querido hablar (en el Tratado del amor de Dios) de esta sobreeminencia; porque no puedo censurar a los autores, ni autorizar las censuras, de una doctrina que no entiendo».

El triple éxtasis de Francisco de Sales

La indiferencia, la resignación, la espera, la disposición salesianas, actitudes habituales en las que se encuentra la «cima suprema» del espíritu en la unión de la voluntad humana con la divina, están precedidas por un «derramamiento» o «licuación» del «alma en Dios». Derramamiento o licuación que Francisco de Sales describe así: «Una suma complacencia del amante en la cosa amada produce una cierta incapacidad espiritual que hace al alma no sentirse ya con ningún poder de permanecer en ella misma. Por eso, como un bálsamo fundido, que ya no tiene re­sistencia ni solidez, se deja fluir y derramarse en lo que ama. No se arroja lanzándose, ni se estrecha uniéndose, sino que va derri­tiéndose, como una cosa fluida y líquida en la divinidad, a quien ama». Pero «el alma que, aunque amante, permanecía todavía ella misma, sale por este derramamiento sagrado y fluidez santa, y se separa de ella misma no sólo para unirse (activamente) al Bien amado, sino para mezclarse totalmente y empaparse en él». Es a través del éxtasis y en el éxtasis donde y como el alma vive en y de la vida unitiva, pasa de la contemplación a la unión: «Ves, pues, claramente, Teotimo, que el derramamiento del alma en Dios no es otra cosa que un verdadero éxtasis, por el que el alma está totalmente fuera de los límites de su manera natural de estar, totalmente mezclada, absorbida y sumida en

Dios».

El éxtasis, del que habla Francisco de Sales, no se refiere exclusivamente ni se reduce a un «fenómeno somático» de los extáticos (es decir, de los arrebatados en y por el éxtasis). Más bien, es la realización plena de la gracia, del amor de Dios en el hombre, de la vida cristiforme del cristiano, vida que «está oculta con Jesucristo en Dios»: «Parece que ésta fue la pasión amorosa de este gran amigo del Bien-amado, que decía: «Vivo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20) y «nuestra vida está oculta con Jesucristo en Dios» (Col 3, 3)… El alma, derramada en Dios, no muere; porque ¿cómo podría morir al estar sumergida en la vida? Pero vive sin vivir en ella misma». Sin embargo, añade inmediatamente precisando y condensando su pensamiento: «El alma, sin perder su vida, al estar mezclada con Dios, no vive ya, sino Dios vive en ella».

El hombre vive esta vida extática, esta salida de sí mismo, esta vida de unión con Dios, no sólo en la contemplación sino también en la acción. De ahí la distinción de tres éxtasis: el uno del entendimiento, el otro del afecto y el tercero de la acción». Francisco de Sales no olvida declarar que el origen —y el criterio de valor— de cada uno de estos éxtasis es la caridad. Al mis­mo tiempo no deja de señalar la preeminencia del éxtasis de la acción sobre el éxtasis del entendimiento y del éxtasis del afecto. Preeminencia que le viene no tanto en razón de ser el único de los tres éxtasis, que es continuo, sino sobre todo por ser criterio verificador e irrefutable de la verdadera existencia de los otros dos.

El éxtasis del entendimiento o «rapto de contemplación» consiste en una «claridad especial» que permite al entendimiento del hombre «contemplar los misterios divinos con una mirada extraordinaria y muy elevada». Contemplación que le lleva a «entrar en admiración ante ellos hasta arrebatarle». El éxtasis del afecto, o «rapto de amor», se realiza en la voluntad en razón de la «suave atracción» que Dios ejerce en ella: «la voluntad, asida por el amor celeste, abandonando todas las inclinaciones terrestres, se lanza y va hacia Dios, y entra por este movimiento en un rapto no de conocimiento sino de goce, no de visión sino de gusto y saboreo».

El éxtasis de la acción, al que Francisco de Sales califica de «éxtasis totalmente santo y totalmente amable», no solo por ser el coronamiento de los otros dos éxtasis, sino porque se consuma y se ejerce en y a través del quehacer humano, en y a través de la vida. De ahí que le llame también «éxtasis de la obra y de la vida».

Vivir y actuar en medio del mundo, en lugar de ser incompatible con la vida de unión es, por el contrario, la prueba con­vincente y verdadera del amor de Dios en el hombre, de la unión del hombre con Dios. Amor que se ejerce y se realiza en beneficio y al servicio del hombre, creado a imagen de Dios y rescatado por Cristo. Francisco de Sales insiste, lo hemos señalado, en que el origen del éxtasis es la caridad o el amor divino. Y confiesa que «así como Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, así también ha ordenado un amor por el hombre a imagen y semejanza del amor que se debe a su divinidad». El amor a Dios y al prójimo provienen de la cari­dad», que el «Espíritu santo ha derramado en nuestros corazo­nes» (Rom 5, 5). Este texto, citado con frecuencia por el «doctor del amor», expresa que es el mismo Espíritu santo —y en razón de la misma caridad— el que conduce al hombre a la unión con Dios y al amor al prójimo. De ahí que Francisco de Sales declare maravillosamente: «Amar al prójimo por caridad es amar a Dios en el hombre y al hombre en Dios; es amar a Dios solamente por amor a él mismo y a la criatura por amor de éste» los Por eso el celo, producido por el amor, es para él amor ardiente, ardor amante: «El celo no es otra cosa sino el amor que está en ardor, o mejor, el ardor que está en el amor».

El éxtasis de la vida, es «vivir en medio del mundo sin entrar en las carnes egoístas del mundo, es confesar que la vida del cristiano es irreductible a la realidad de este mundo. Es decir no a todo lo que tiene cautivo al hombre en su cuerpo y en su espíritu: negación que significa invertir totalmente el sentido de todo valor admitido en y por el mundo. En definitiva, es des­pertarse a esa vida del amor de Dios, es dejar venir a sí la pro­fundidad de ese amor de Dios aceptando que descienda en la vida de este mundo. La presencia en el mundo no debe ser una fascinación, capaz de hacer olvidar al hombre el amor que le une a quien le envía a vivir en ese mundo. Para que el hombre pueda seguir viviendo su unión a Dios en el caminar de la vida y responder a su amor, le es menester abandonarse a sí mismo, no para abandonar la vida, sino para tratar de encontrarla nueva. Esta ruptura, al vivo, del hombre es la prueba de toda vida cristiana. Vida que hace morir a lo que le tiene prisionero de sí mismo para dejar brotar la vida en la que Dios se fecunda en el hombre y se une al hombre: «Vivir en medio del mundo, comenta Francisco de Sales… contra todas las opiniones y má­ximas del mundo y contra la corriente del río de esta vida… en el renunciamiento y abnegación de nosotros mismos, no es vivir humanamente, sino sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino fuera de nosotros y por encima de nosotros. Y, porque nadie puede de este modo salir por encima de sí mismo, si el Padre eterno no le atrae (Jn 6, 44), esta forma de vida tiene que ser un continuo rapto y un perpetuo éxtasis de acción y de operación».

La definición de la vida extática del cristiano —del éxtasis de la acción, de la vida y de la obra— surge en Francisco de Sales de tres textos de san Pablo (Col 3, 3; Gál 2, 20; Rom 6, 4-11): «Estáis muertos, decía el gran apóstol a los colosenses, y vuestra vida está oculta con Jesucristo en Dios» (Col 3, 3) y Francisco de Sales comenta: «La muerte hace que el alma no viva ya en su cuerpo ni en el cercado de éste. ¿Qué quiere, pues, decir, Teotimo, esta palabra del apóstol: «Vosotros estáis muer­tos»? Es lo mismo que si hubiese dicho: no vivís ya en vosotros mismos ni en el cercado de vuestra propia condición natural, vuestra alma no vive ya según ella misma, sino por encima de ella misma». En el dinamismo del impulso a que le lleva el comentario de este texto, auténtica definición salesiana del éxta­sis de la acción y de la vida, Francisco de Sales une este texto al de Pablo a los gálatas: Y ¿quién no ve, Teotimo, que es del éxtasis de la vida y de la acción del que el gran apóstol habla principalmente, cuando dice: «Vivo, pero ya no yo, sino Jesu­cristo quien vive en mí? (Gál 2, 20)». Deseoso de explicar, que la vida extática no es algo distinto de la mística paulina de la muerte y resurrección del cristiano en el bautismo, prosigue su comentario: «Porque él mismo (san Pablo) explica en otros términos a los romanos, cuando dice que «nuestro hombre viejo está crucificado juntamente con Jesucristo», que «hemos muerto con él al pecado» y que hemos resucitado con él para caminar «en una vida nueva a fin de no servir ya al pecado» (cf. Rom 6, 4-11)».

Para Francisco de Sales «vivir según el hombre nuevo», sig­nifica vivir «según las gracias, favores, mandamiento y querer de nuestro Salvador… Esta vida nueva es una vida viva, vital y vivificadora. Pero quien quiere llegar a la nueva vida, es nece­sario que pase por la muerte de la antigua crucificando su «carne con todos sus vicios y concupiscencias» (Gál 5, 24)» A este éxtasis de la vida sólo se puede llegar por la vida de Jesucristo y en la vida de Jesucristo: «Quien ha resucitado a esta nueva vida del Salvador, no vive ya de sí mismo, ni en sí mismo, ni para sí mismo, sino de su Salvador, en su Salvador y para su Salvador… pensad que verdaderamente estáis muertos al pecado y vivos para Dios en Jesucristo nuestro Señor (cf. Rom 6, 4-11)».

El éxtasis de la vida se nos da en este abandono consentido de la muerte de Cristo, que no quiere conocer nada más que el amor en la realización de la voluntad del Padre. Se nos da en ese Cristo «primogénito del Padre» y «primogénito de toda criatura» del que habla san Pablo en su Carta a los colosenses (cf. Col 1, 15-20) y que Francisco de Sales cita 113 para enseñarnos cómo y por qué vivimos en Cristo, por la muerte de Cristo, ins­taurada en nosotros en el bautismo y realizada día a día en nues­tra vida, al hacerse semejante a la de Cristo.

El éxtasis de la obra

Si el «éxtasis de la vida» verifica y autentifica el «éxtasis del entendimiento» y el «éxtasis del afecto», al mismo tiempo que los supera, el éxtasis de la obra da la significación plena al éxtasis de la vida, al éxtasis salesiano, en definitiva. La referencia, una vez más, al «gran apóstol» y corifeo de los extáticos, Pablo, esclarece el sentido y el contenido de la vida extática del cris­tiano: «Pero al fin, san Pablo emplea el argumento más fuerte, más apremiante y más admirable que, en mi sentir, se haya dado, para inducirnos a todos al éxtasis o rapto de la vida y de la obra… cuando… dice: «la caridad de Cristo nos apremia» (2 Cor 5, 14), persuadidos como estamos de que si uno ha muerto por todos, luego todos han muerto; y Jesucristo murió por todos. Si Jesucristo murió por todos, todos, pues, han muerto en la persona de este único Salvador que murió por ellos, y su muerte se les debe imputar, puesto que ha sido sufrida por ellos y en consideración a ellos… De esto se deduce que Jesucristo nos ha amado muriendo por nosotros. Pero ¿qué ha querido para nosotros sino que nos conformemos a él, «a fin, dice el apóstol, de que quienes viven no vivan ya en adelante para sí sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5, 14, 15)… ¡Esta consecuencia es exigente en materia de amor! Jesucristo ha muerto por nosotros, nos ha dado la vida por su muerte, no vivimos más que porque ha muerto, ha muerto por nosotros, para nosotros y en nosotros: nuestra vida no es, pues, ya nuestra, sino de quien nos la ha adquirido por su muerte; no debemos, pues, vivir de nosotros, sino de él; no en nosotros, sino en él; no para nosotros, sino para él… Es decir, que dedicaremos al amor divino de la muerte de nuestro Salvador todos los momentos de nuestra vida, refiriendo a su gloría todos nuestros proyectos…, todas nuestras obras, todas nuestras acciones, todos nuestros pen­samientos y todos nuestros afectos».

«La caridad de Cristo nos apremia» y este apremio es «exi­gente en materia de amor», confiesa apaciblemente el alma de Francisco de Sales. El éxtasis de la obra conduce al hombre, a través de las exigencias de este apremio de la caridad, a la con­formidad, a la sumisión amorosa al «buen agrado de Dios», obje­to supremo del amor de Jesucristo por el Padre, objeto supremo del amor del hombre por Dios, pero en y a través de la acción. Como toda unión y conformidad a la voluntad de Dios, sólo se realiza a través de la resignación o/y de la indiferencia’. «La resignación prefiere la voluntad de Dios a todas las cosas, pero no deja de amar otras muchas cosas además de la voluntad de Dios», porque ese «es el buen agrado de Dios». «La indife­rencia está por encima de la resignación, porque no ama nada sino por amor a la voluntad de Dios». Por eso «el objeto su­premo del alma indiferente es el buen agrado de Dios». Esta resignación o indiferencia conduce al hombre, a través del éxtasis de la obra, a actuar, sea cual sea la intensidad y la diversidad desu quehacer, únicamente por «amor a la voluntad de Dios», por el «buen agrado de Dios». La acción entendida de esta manera, no sólo no «aparta al hombre del amor de Dios», ni le «impide practicar el amor divino», sino que le hace «permanecer siem­pre totalmente unido a Dios», a imitación de Cristo, de los apóstoles, de los santos, de los que «han creído al amor» según la expresión de san Juan (1 Jn 4, 16): «Sabemos que una misma dilección (grado supremo del amor divino, de la caridad) se extiende a amar a Dios y al prójimo, elevándonos a la unión de nuestro espíritu con Dios y volviéndonos a la amorosa socie­dad de los hombres».

Francisco de Sales no olvida señalar el motivo que debe orien­tar y sostener la acción del hombre, el éxtasis de la obra: la gloria de Dios. Una vez más, san Pablo le sirve de referencia esclarecedora: «Todo cuanto hacéis y sea cual sea lo que hagáis de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre de Jesucristo» (Col 3, 17). «Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis alguna cosa, ha­cedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10, 31). Esta «gloria de Dios», de la que hablan san Pablo y Francisco de Sales, es el fin último, el motivo supremo de la existencia y de la acción del hombre: existimos, vivimos, oramos, nos entregamos al servicio de Dios, somos caritativos, apostólicos para glorificarle. Por eso la acción, cuando está originada, motivada y dinamizada por el amor divino, por la «dilección», es la realización concreta de las exigencias de la caridad de Cristo, de la entrega y dedicación al servicio de Dios y del hombre. El hombre ama con el amor que Dios le ha dado y actúa en virtud del mismo amor que el mismo Dios ha depositado en él.

La originalidad de la síntesis de la doctrina espiritual de Francisco de Sales se concreta en agradar a Dios por una sumi­sión de amor absoluto y se realiza y se explica a través del voluntarismo antropo-teocéntrico. Voluntarismo que integra armonio­samente la potencialidad del amor humano en el dinamismo del amor divino. Amor divino que se vive en la voluntad del hom­bre, en el ser del hombre, en el límite extremo del hombre y no en la «voluntad esencial» de Dios, en Dios. Esta integración armoniosa, que conduce al hombre a la plenitud de vida y de amor, exige el despojo total de sí mismo, requiere entrar en la muerte vivificadora de Cristo. La vida en el cristiano surge, paradójicamente, de la muerte.

En el cristianismo, según Francisco de Sales, a pesar de «exis­tir grados tan diferentes de amor entre los verdaderos amantes, no hay más que un único mandamiento de amor que obliga gene­ral e igualmente a cada uno con una obligación totalmente igual y totalmente idéntica… suprema dilección… Amor de excelencia que es mandado a todos los mortales». Para llegar a vivir de y en ese amor de dilección, el hombre debe despojarse, anona­darse voluntariamente y morir en y con Jesucristo para encon­trar la vida y el amor de Dios, de quien es amado y a quien ama.

Por eso el éxtasis de la acción —el éxtasis de la vida y de la obra— es la realización perfecta del amor de Dios en el hombre, el término normal de la perfección cristiana, la vida extática por excelencia y a la que todo cristiano está llamado, según el sentir de Francisco de Sales.

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