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Para que mejor se comprenda la intención y los límites de este trabajo, señalaremos de entrada el tono algo pretencioso del título. Para empezar, no nos sentimos capacitados para conocer a fondo el pasado del así llamado «espíritu vicenciano», ni en su origen fundante (la experiencia de san Vicente), ni en su historia posterior hasta hoy; ni capacitados tampoco para describirlo en su plena profundidad. En cuanto al futuro, hace años que el estudio sociológico nos ha llevado a la persuasión de que, mientras el conocimiento del pasado es posible (aunque frágil y parcial, y además fuertemente condicionado por la perspectiva propia del estudioso), todo pronóstico de futuro está, en el terreno de la historia, muy cercano a la insensatez; es decir, que prácticamente carece de sentido. Declaremos paladinamente desde el comienzo mismo que la descripción del pasado del espíritu vicenciano que se va a intentar en este trabajo será de carácter fuertemente selectivo y muy sintético. Por lo que se refiere al futuro, no se va a intentar aquí pronóstico de ninguna clase; sólo se señalarán algunos temas que nos parecen imprescindibles para que el espíritu vicenciano tenga un futuro con sentido.
Una última palabra previa. El término «espíritu» o «espiritualidad» aplicado a la personalidad de san Vicente y a su influencia en la historia posterior nos parece el caso de una etiqueta inventada para otras cosas y aplicada no muy adecuadamente a ésta. «Experiencia» de san Vicente, «experiencia cristiana» de san Vicente, o tal vez «visión cristiana» de san Vicente, serían, cualquiera de ellas, expresiones más apropiadas para este caso. Usaremos una u otra indiferentemente, sin excluir «espíritu» y «espiritualidad», a lo largo de este trabajo.
1. La experiencia original
Hay en la biografía de san Vicente anterior a sus 37 años (1617) algunos datos seguros que apuntan a un cierto interés personal por los pobres. Aparte de los datos de la infancia que nos da Abelly (1. I, c. 2), señalaremos su conocimiento de la Cofradía del Hospital de la Caridad durante su segunda estancia en Roma (X, 574), sus visitas al Hospital de la Caridad de París (Abelly, 1. III, c. XI, sec. I), al que hizo una donación de 15.000 libras en 1611 (aunque parece por todos los indicios que Vicente no fue más que intermediario en la donación: (X, 25-27), su trabajo de catequesis ante los criados de la casa de los Gondi y entre los campesinos de sus tierras (X, 34 ss.).
Éstos son datos seguros, pero de ninguna manera atestiguan una personalidad de fe que estuviera volcada desde siempre, ya desde la infancia (como querría hacemos creer Abelly), hacia los pobres. Cualquier biografía de cualquier niño cristiano o de cualquier joven sacerdote decente, en cualquier época, nos podría proporcionar datos similares.
Aunque hay entre ellos diferencias de mayor o menor importancia en la descripción del proceso que llevó a Vicente de Paúl a convertirse de sus maneras un poco atolondradas, y ciertamente egocentradas, de sus primeros arios de sacerdocio, prácticamente todos los biógrafos de san Vicente y los estudiosos de su espiritualidad coinciden en dos puntos. Primero, en la fecha. El ario 1617 marca, alrededor de las experiencias de Folleville y Chatillon, la fecha decisiva para un cambio radical de rumbo en su vida. Segundo, el cambio de rumbo desemboca en una dedicación plena de persona y de sacerdocio a la evangelización de los pobres.
¿Quiénes eran esos pobres? Pobres campesinos, en primer lugar; galeotes poco después. Pero con el paso de los años, y en buena parte por la influencia de las Hijas de la Caridad y de las Damas, pobres de todas clases: enfermos mentales, enfermos de los hospitales públicos, niños abandonados, esclavos, emigrantes interiores y exteriores, soldados mercenarios, artesanos y trabajadores envejecidos, sin trabajo y sin pensión, mendigos, refugiados y víctimas de la guerra, población católica y rural perseguida (Irlanda, Escocia, Islas Hébridas), nativos de Madagascar… Había otra gente pobre en la Francia de aquel tiempo, gente que no era rica en manera alguna, que ni siquiera pertenecía a lo que hoy clasificaríamos como clase media, ni alta ni baja (por ejemplo, los artesanos), gente que san Vicente nunca creyó fuera objeto de dedicación ni para así mismo ni para los hombres y mujeres inspirados por él. Por contraste, los así asistidos por san Vicente y por sus instituciones tenían un carácter común en su pobreza, carácter que hoy calificaríamos más bien como marginación, idea muy cercana a lo que santa Luisa quería decir con la expresión «los pobres desprovistos de todo».
La conversión de san Vicente de Paúl a la evangelización de los pobres fue, por supuesto, una experiencia de fe enteramente personal y como tal fue, por supuesto, una experiencia de fe enteramente personal y como tal la vivió de 1618 a 1625 misionando con la ayuda de compañeros ocasionales las tierras de los Gondi. Pero pronto descubrió, por sugerencia e influencia de la señora, que un trabajo de largo alcance en la evangelización de los pobres no podía ser llevado a cabo más que a través de organizaciones estables y bien constituidas. Este descubrimiento tomó cuerpo en la fundación de la Congregación de la Misión (1625-1626), de las Hijas de la Caridad (1633), de las Damas de la Caridad (1634), y en otros tipos de organizaciones menos estructuradas creadas para casos particulares y de duración limitada (Macon, organización de auxilios de guerra en la Lorena, Picardía, París).
Aunque no fue así al comienzo mismo, ni siquiera en los primeros años, la visión de Vicente de Paúl, que comenzó centrada en pequeñas aldeas cercanas a París y se fue extendiendo posteriormente por el reino de Francia, acabó por tener una perspectiva mundial. También en este aspecto la sugerencia o la influencia vino de otra parte (la Congregación de Propaganda Fide: (III, 143). San Vicente se creyó obligado a aceptarla, como fue el caso en todas sus obras, «por responder a los designios de Dios» (ibid.). Y aunque uno de los motivos que le llevaron a enviar a sus gentes más allá de las fronteras de Europa era su temor de que Dios retirara la fe de Europa «por culpa de nuestras costumbres conompidas» (III, 165-166), la nueva visión de alcance universal estaba en perfecta armonía con la intuición original y central de su espiritualidad. En efecto, por aquel entonces las muchedumbres pobres estaban, igual que hoy, más bien fuera que dentro de la corrompida Europa.
La conversión de Vicente de Paúl afectó, por supuesto, a todos los aspectos psicológicos y emocionales de su personalidad. Pero afectó también, y muy profundamente, a su teología, a su relación con Dios retórica y práctica. Ya antes de su conversión a los pobres, Berulle se había encargado de desmontar el teocentrismo de su piedad juvenil y de sus estudios en Toulouse para orientarlo hacia una visión netamente cristiana cristocéntrica (se perdonará la redundancia, pero en este caso es útil). Es decir, su visión de fe pasa de ser una teo-logía (todas las religiones la tienen) a ser una cristo-logía (sólo la tiene la cristiana, y en eso precisamente se distingue de las demás religiones).
Pero en su caso su cristología es una visión centrada no en el Verbo encarnado glorificado a la derecha del Padre, como lo era en Berulle, sino en el Jesús de Nazaret, nacido de María, evangelizador de los campesinos de Galilea y muerto en la cruz. El Cristo resucitado y glorificado es también para él, qué duda cabe, objeto de adoración amorosa y de fe. Pero para dedicarse a continuar la misión de Cristo sobre el modelo de Cristo no podía tomar como modelo más que al Dios hecho carne y hecho historia, el Cristo que se hace presente en el mundo cuando se encarna, y que acaba su vida histórica en la cruz. Por ejemplo: «Para ser verdadera Hija de la Caridad hay que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra (IX, 34). Y a los misioneros: «Jamás ha habido una compañía que tuviese como fin el hacer lo que nuestro Señor ha venido a hacer al mundo» (XI, 323).
También su visión eclesiológica tuvo que sufrir fuertes revisiones ante las exigencias de su nueva vocación. El joven Vicente había asimilado con fidelidad la eclesiología que había salido de Trento. Pero esta eclesiología se había centrado, en buena parte como reacción contra los protestantes, en los aspectos de la constitución interna de la Iglesia y descuidó su proyección misionera. Ahora bien, éste es el aspecto decisivo para quien centra su propia experiencia de fe en la evangelización de poblaciones campesinas que, aunque bautizadas, están muy mal instruidas en su fe, y aún más para evangelizar a paganos que ni siquiera han oído hablar de Cristo.
En los documentos dogmáticos de Trento se define la figura del sacerdote ante todo como hombre de culto, ministro de la eucaristía. Aunque los documentos de reforma de la vida del clero sí tuvieron en cuenta la dimensión pastoral del sacerdocio católico, en conjunto «salió del concilio una imagen del sacerdote como hombre de lo sagrado, aislado, más atento a relacionar a los hombres con Dios que a animar la vida común» de la Iglesia (L. Mezzadri, en Vincentiana, 1986, p. 325). 0 sea, una visión del sacerdocio netamente teocéntrica.
Y una visión de la Iglesia, visión que ha durado desde Trento hasta el Vaticano II, netamente jerárquico-clerical, en la que los laicos son poco más que miembros pasivo-receptores de la gracia y de los sacramentos. Ahora bien, si imitar a Jesucristo y continuar su misión en la historia es «hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra» (dar de comer al hambriento, enseñar al que no sabe, curar al enfermo, expulsar «demonios»; en suma, evangelizar a los pobres de palabra y de obra), para llevar a cabo lo mejor de esa misión y de esa imitación basta la simple condición de bautizado. Dice san Vicente a las Hijas de la Caridad: «El que viese la vida de Jesucristo vería algo semejante en la vida de una Hija de la Caridad. ¿Qué es lo que él vino a hacer? Vmo a enseñar, a iluminar. Eso es lo que vosotros hacéis» (IX, 534). En suma: para prolongar lo mejor de la misión de Cristo en la Historia no hace ninguna falta ser clérigo (aunque el serlo no tiene, por otra parte, que ser un estorbo para la misma misión).
Ni tampoco hace ninguna falta ser religioso. Es más: san Vicente hubiera encontrado (encontró de hecho) dificultades insuperables en las estructuras religiosas de su tiempo para llevar a plenitud su manera de vivir la fe, su espiritualidad. Todas sus instituciones son, sin excepción, seculares en cuanto contrapuestas a la institución religiosa. Y casi todas ellas son seculares también en contraposición a la condición clerical. La única excepción en este segundo sentido es la Congregación de la Misión, pero sólo en parte, pues los hermanos no son clérigos. Pero también en los miembros clérigos de ella debía predominar el aspecto misionero (pues para la misión fueron creados) sobre el aspecto clerical. Para ser clérigos en plenitud según la idea de Trento no hacía falta fundar la Congregación de la Misión. Ya había sido fundado para ello unos quince años antes el Oratorio de Berulle.
Pero no sólo en el plano de la teología supone la espiritualidad de san Vicente nuevas aperturas y perspectivas sobre lo diseñado en la eclesiología del concilio de Trento. También las supone en el terreno de la sociología y de la historia. Pues el conjunto de su actuación implica en varios puntos importantes una ruptura de la alianza entre el Trono y el Altar típica del Antiguo Régimen. Recuérdese, por ejemplo, su actitud de rechazo de los beneficios eclesiásticos en relación a sus propios hombres, o bien la incomodidad tan aguda que sintió antes y durante su participación en el Consejo de Conciencia, la encarnación más explícita de la dicha alianza. Para Vicente, como para su discípulo Bossuet, la Iglesia debe ser ante todo no la Iglesia de los reyes y de los ricos, sino la Iglesia de los pobres.
En resumen: cuando moría san Vicente en 1660 dejaba a su posteridad una experiencia de fe, una espiritualidad, rica y novedosa, edificada progresivamente a partir de las experiencias de Folleville y Chatillon, algunos de cuyos rasgos más salientes son los siguientes:
en el aspecto personal:
- abandono de una visión egocentrada de la propia fe y de la propia vida
- conversión-dedicación a los pobres, con una clara tendencia a encontrar a éstos entre los marginados por la sociedad y por la Iglesia, en cualquier parte del mundo
- trabajo por los pobres en instituciones organizadas en comunidades y en «equipos»
- todo ello movido y orientado por el motivo radical de «responder a los designios de Dios y de imitar la vida terrena de Jesucristo».
en el aspecto teológico:
- abandono de una visión teocéntrica en favor de una visión cris-tocéntrica y aun antropocéntrica (en conformidad con las palabras mismas de Cristo: «…a Mí me lo hicisteis»; cfr. también 1 Jn 4, 21: «Quien no ama a su hermano a quien ve…»).
en el aspecto eclesiológico:
- de una visión de la Iglesia como sociedad-comunidad más o menos subsistente en sí misma, a una visión de la Iglesia como netamente misionera y abierta al mundo
- de una Iglesia en la que predomina el elemento clerical-religioso a una Iglesia de carácter más secular y laico
- de una Iglesia aliada con los poderes políticos y financieros de este mundo, a una Iglesia volcada toda ella hacia los pobres.
2. La evolución posterior y la crisis intermedia
Las tres instituciones que deberían encamar el espíritu de san Vicente en la historia posterior duraron después de la muerte del fundador, en el país que les vio nacer, ciento treinta años. La Revolución Francesa acabó sumariamente y por decreto con la Congregación de la Misión, con las Hijas de la Caridad y con las Damas-Cofradías de la Caridad. También por decreto volvieron a ser admitidas a la existencia a los pocos años la Congregación de la Misión y las Hijas de la Caridad. Las Damas tuvieron que esperar medio siglo más hasta su restauración por obra del padre Etienne. Hoy gozan las tres instituciones de una amplia expansión por el ancho mundo, más amplia que en ningún siglo anterior.
El mero hecho del fuerte crecimiento numérico hablaría en principio a favor de la legitimidad de la experiencia cristiana de san Vicente. La espiritualidad de san Vicente sería sin duda sólidamente cristiana; sería, en otros términos, una interpretación muy legítima y legitimada históricamente del evangelio. Legítima, por un lado, y rica, por otro, riqueza que se demostraría en su poder de atracción para tantos bautizados, clérigos y laicos, a lo largo de tres siglos. Flexible y adaptable a los cambios de los tiempos, y, por lo que se ve, sugerente e inspiradora para estos tiempos de la Iglesia y del mundo. El número de bautizados que apelan hoy explícitamente a san Vicente como inspiración para su propia vida cristiana supera fuertemente el millón. (Decimos «bautizados» porque también los hay en otras iglesias. Véase Vincentiana, 4-5, 1994, pp. 214, 220). 0 sea, algo más de uno por cada mil católicos.
A los pocos años de la Revolución Francesa, para todo el que no quisiera permanecer ciego y seguir añorando las supuestas glorias del Antiguo Régimen, tenía que ser palmario que la revolución política y la revolución económico-industrial obligaba a la Iglesia a replantear en términos nuevos su antigua misión, y a definir de nuevo su lugar en la nueva sociedad. No fue Federico Ozanam el único que lo intentó, ni tampoco Francia el único país en que se intentó, pero no parece exagerado afirmar que Ozanam fue uno de los que más tempranamente vio el problema y lo definió con más claridad. Véase este texto suyo de 1836:
La cuestión que agita hoy al mundo no es ni una cuestión de personas ni una cuestión de formas políticas, sino una cuestión social; la lucha de los que no tienen nada y de los que tienen demasiado, el choque violento de la opulencia y de la pobreza, que hace temblar el suelo bajo nuestros pies. El deber de nosotros los cristianos es el de interponernos entre esos enemigos irreconciliables… y conseguir que la igualdad llegue a reinar en cuanto sea posible entre los hombres…, y que la caridad consiga lo que la justicia no podría hacer por sí sola (Lettres, 1239).
Ahí estaba, con toda lucidez, el análisis de la nueva sociedad. No era ya una sociedad «orgánica» como la antigua, sino una sociedad no sólo dividida en clases (eso también lo era la antigua: estamentos), sino en clases positivamente enfrentadas; no por razones políticas o religiosas (como a veces lo era la antigua), sino por la distribución injusta de la riqueza nacional. Esto también se daba en la sociedad antigua, pero el hecho se legitimaba fácilmente con ideas filosóficas, políticas y aun religiosas (resignación cristiana, voluntad de Dios…), ideas que fueron barridas sin piedad por el viento revolucionario. La injusticia aparecía ahora en toda su cruel desnudez, sin coberturas ideológicas que disimulaban sus vergüenzas inhumanas.
Con toda lucidez también describe Ozanam el papel de los cristianos en la nueva sociedad; papel, como no podía ser menos tratándose de creyentes en Jesucristo, de pacificadores-intermediarios en la lucha social. Pero no se ofrece como solución una reconciliación a cualquier precio que deje intactas las estructuras de injusticia, sino una reconciliación construida sobre el fundamento de la igualdad y la justicia «en cuanto sea posible entre los hombres». Pero aún hay más: la caridad debe entrar en acción no ya sólo para paliar (o disimular) los estragos de la injusticia, como desde siempre lo había hecho, sino precisamente para ir más allá, para conseguir «lo que la justicia no podría hacer por sí sola».
Ahora bien, el papel de intermediario del cristiano para tratar de resolver la injusticia estructural de la sociedad no se hace según Ozanam desde una posición, digamos, de neutralidad, sino desde lo que denominaríamos hoy como una opción preferencial por los pobres, que él expresa con una frase vigorosa: «Pasémonos a los bárbaros», o sea hacia ese pueblo que no nos conoce; ayudémosle no sólo con la limosna que ata al hombre sino también con la creación de instituciones destinadas a liberarlos y hacerlos mejores… Pasémonos a los bárbaros (Nota: en paralelismo con lo que hizo la Iglesia al final del decadente imperio romano)… par convertirlos en verdaderos ciudadanos y hacerlos dignos y capaces de poseer la libertad de los hijos de Dios (Le correspondant, 10 de febrero de 1848, pp. 412 ss.).
La frase escandalizó fuertemente, cómo no iba a hacerlo, a los católicos bienpensantes. Pero no rebajó Ozanam para nada la fuerza de su expresión cuando pasó a explicar su sentido en carta a un amigo:
Al decir «pasémonos a los bárbaros» pido que en lugar de desposar los intereses de una burguesía egoísta, nos ocupemos del pueblo. Es en el pueblo donde veo suficientes restos de fe y de moralidad para salvar una sociedad que las clases altas ya han perdido (Lettres, III, p. 379).
Y aún más explícitamente en carta a su hermano sacerdote, de 23 de mayo de 1848:
En vez de buscar la alianza con la burguesía vencida, apoyémonos en el pueblo, que es el verdadero aliado de la Iglesia, pobre como ella, abnegado como ella, bendecido con todas las bendiciones del Salvador.
Eso era expresar con todas las letras algo que sólo más de 120 años después sería tratado de manera sistemática por el pensamiento teológico (para ser precisos, por la teología de la liberación), y que en la conciencia general de la Iglesia vendría a ser denominado después del concilio Vaticano II como opción preferencial por los pobres.
¿Tenía algo que ver tal opción tal como la expresa Ozanam con la postura fundamental de san Vicente de Paúl? Ciertamente, y de manera muy radical, pues éste atribuye tal opción, como modelo de comportamiento para sus gentes, a Jesucristo mismo:
Ved, hermanos míos, cómo lo principal para nuestro Señor era trabajar por los pobres. Cuando se dirigía a los otros, lo hacía como de paso (XI, 56).
Con una sintonía de espíritu entre uno y otro en lo más radical, no es nada extraño que nos encontremos con otras muchas sintonías de detalle. Obsérvese el fuerte sabor «vicenciano» de este texto de Ozanam:
A los pobres los vemos con los ojos de la carne; ahí están y podemos meter los dedos en sus llagas; las marcas de la corona de espinas son visibles en sus frentes… Vosotros sois la imagen sagrada de ese Dios a quien no vemos, y como no podemos amarle de otra manera lo amaremos en vuestras personas… Vosotros sois nuestros amos y nosotros seremos vuestros servidores (Lettres, I p. 243).
Tal vez haya una razón o excusa de tipo histórico que lo explique, pero hay que admitir paladinamente que no hay nada en los escritos oficiales ni de la Congregación de la Misión ni de las Hijas de la Caridad en todo el siglo XIX que se acerque ni a la claridad de los análisis de Ozanam ni a la pureza de su sensibilidad vicenciana aplicada a los tiempos modernos. Una admirable figura contemporánea de Ozanam que sí se acerca a ello, la de sor Rosalia Rendu, que fue además inspiradora y animadora de los primeros trabajos por los pobres de Ozanam y sus compañeros en los orígenes de la Sociedad de San Vicente de Paúl, no fue comprendida por las autoridades de ambas instituciones.
Tal vez, decíamos, haya una razón de tipo histórico que explique o dé razón de tal carencia. Se podría pensar, por ejemplo, que bastante tenían los superiores mayores con la preocupación de reconstruir el edificio de ambas instituciones muy dañado por la Revolución Francesa y sus secuelas. Era eso, sin duda, lo que orientó durante toda su vida, y llevó a cabo con indudable éxito, la acción del padre Etienne, contemporáneo de Ozanam.
El padre Etienne, hombre de una gran perspicacia práctica, sabía muy bien que los nuevos tiempos ofrecían una gran ocasión histórica para renovar y poner al día las estructuras de su Congregación:
¿No hay en esta situación nueva un terreno totalmente nuevo sobre el que la Compañía puede diseñar libremente y reconstruir su edificio en condiciones muy favorables para la libertad de sus movimientos y para el desarrollo de su actividad? (Recueil des principales circulaires des supérieurs généraux de la C.M., t. III, p. 399).
Ahí estaban, vistas con toda claridad, la situación del presente histórico y las posibilidades del futuro. Curiosamente el padre Etienne creyó que la mejor manera de aprovechar esas posibilidades estaba en una vuelta literal al texto de las Reglas Comunes, vuelta que garantizaría la inmutabilidad histórica de la congregación:
La Compañía no puede estar sometida a los cambios y alternativas que sufren las instituciones hechas por la mano de los hombres; pues nuestras Reglas nos llevan a la práctica de las máximas evangélicas, ellas participan de alguna manera de la inmutabilidad del Evangelio mismo… No se debe introducir el menor cambio en nuestras Reglas y Constituciones, pues se pueden observar con el mismo fruto y con la misma fidelidad en el tiempo presente que en los tiempos pasados (Recueil…, t. Hl p. 135).
Los cambios hacia formas más democráticas de organización social que resultaron de la revolución de 1848 (la II República), en la que caía la monarquía por tercera vez en cincuenta años, tuvieron esta reacción por parte de Ozanam:
Hemos aceptado la república no como un mal de los tiempos al que hay que resignarse, sino como un progreso que hay que defender… La Providencia no destruye más que para construir, y cuanto más renueva la tierra, más pensamos que ahonda los cimientos de un orden nuevo (L’ere nouvelle, n. 16, 1 de mayo de 1848).
Y unos días antes:
Todo el mundo está de acuerdo en que jamás el dedo de Dios ha sido señalado en un acontecimiento humano como en la revolución que acaba de tener lugar… Lo que he aprendido de la historia me da derecho a creer que la democracia es el término natural del progreso político y que Dios conduce hacia ella (ibid. n. 1, 1 de abril de 1848).
Eso era leer con fidelidad y con agudeza los signos de los tiempos. Pero no «todo el mundo» estaba de acuerdo con la visión de Ozanam, ni en la Iglesia ni fuera de ella. ¿Cómo iban a estar de acuerdo los le-gitimistas monárquicos o los hombres de Iglesia con nostalgias de la pasada alianza entre el Trono y el Altar? El padre Etienne, aunque en una circular anterior, de enero de 1849, había manifestado cierta indecisión acerca de cómo interpretar los recientes movimientos revolucionarios, sin excluir una posible acción de la Providencia, acabó escribiendo a toda la Congregación en noviembre del mismo ario:
El principio que agita a los pueblos, que trae las catástrofes al mundo, es el orgullo y el espíritu de independencia. La causa de todas las revoluciones, que echan por tierra los tronos y trastornan los imperios, se encuentra en este dicho que la Escritura pone en boca del impío: non servianz, no me someteré… La base sobre la que descansa el orden social es el respeto a la autoridad (Recueil…, t. III,p. 141).
La misma idea sobre la autoridad la aplica a la Congregación de la Misión al afirmar que la autoridad «es la base sobre la que reposa todo el edificio de la Compañía» (Recueil… t. III p. 169). Se atrevería uno a objetar tímidamente si sería legítimo pensar que la base del edificio de la Compañía es, no la autoridad, sino el seguimiento de Cristo en la evangelización de los pobres; y el principio constitutivo de toda sociedad, no el respeto a la autoridad, sino la búsqueda del bien común.
Desde hace tiempo es un lugar muy común el señalar que a lo largo del siglo XIX y en buena parte del XX la Iglesia adoptó una postura defensiva y de retraimiento hacia dentro de sí misma ante la avalancha de formas de vida y de ideas que invadió a la sociedad europea desde la Ilustración. El signo más visible y más notorio de tal postura fue el Syllabus de Pío IX (quien, por cierto, debido a su fama de hombre comprensivo con las nuevas corrientes había sido saludado al llegar al trono pontificio con entusiasmo por los elementos más abiertos de la Iglesia, entre ellos por el mismo Ozanam), que suponía un rechazo frontal de todo lo que en ideas o modos de comportamiento social se había de calificar como moderno.
Había, sin duda, en una tal postura motivos y aspectos legítimos de salvaguarda de lo esencial que había que mantener a toda costa, para evitar el peligro muy real de disolución amorfa de valores cristianos fundamentales. Pero resultó tal vez ser una postura de rechazo demasiado radical y que duró demasiado tiempo. Sólo con el Concilio Vaticano II salió la Iglesia de manera oficial de• sus cuarteles de invierno para volverse al mundo al que había que salvar, como lo expresó con toda densidad y precisión Pablo VI en el discurso de clausura (n. 14). Se preguntaba a sí mismo y preguntaba a la Iglesia: el concilio «¿ha desviado quizá la mente de la Iglesia hacia la orientación antropocéntrica de la cultura moderna?» Y respondía él mismo: «Desviado, no; vuelto, sí». Lo cual era lo mismo que admitir llanamente dos cosas:
- la Iglesia estaba antes del concilio de espaldas a la orientación antropocéntrica de la cultura moderna
- volverse hacia esa orientación antropocéntrica de la cultura moderna no supone para la Iglesia una desviación, pues
nuestro humanismo se hace cristianismo, nuestro cristianismo se hace teo-céntrico; tanto que podemos afirmar también: para conocer a Dios es necesario conocer al hombre (n. 16).
No hace falta añadir que las instituciones de san Vicente no fueron en modo alguno una excepción en esa postura general de retraimiento ante la nueva sociedad y ante la nueva orientación antropocéntrica. Se señaló arriba el carácter cristocéntrico-antropocéntrico de la experiencia espiritual de san Vicente. Dígase con sinceridad si las siguientes palabras de otro superior general poco posterior al padre Etienne, el padre Fiat, son fieles de verdad a la verdadera visión espiritual de san Vicente:
El primer fin de la pequeña Compañía es la santificación de sus miembros, y tal debe ser el objeto primero de nuestra solicitud; todos los otros le deben estar subordinados (4 de diciembre de 1879, circular dirigida a los superiores. El subrayado es, por supuesto, nuestro).
O sea: un verdadero discípulo de san Vicente debería, según el padre Fiat, evangelizar a los pobres pensando ante todo en su santidad personal. Vuelta, pues, al egocentrismo (pues de egocentrismo se trata, aunque sea «espiritual»), y vuelta al teocentrismo (pues de eso se trataba en los escritos espirituales del siglo XIX cuando se hablaba de santidad personal) del joven Vicente.
¿Es compatible lo que escribe el padre Fiat, se parece siquiera en el fondo a la visión verdaderamente místico-espiritual-cristiana del «dejar a Dios por Dios» de san Vicente de Paúl?
Con todo esto que estamos diciendo no pretendemos de manera alguna echar una sombra de duda sobre la calidad vicenciana ni del padre Etienne ni del padre Fiat. Ambos se distinguen entre los superiores generales de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad por haber influido muy fuertemente y muy positivamente en la pervivencia y en el crecimiento de ambas comunidades. En buena parte vivimos aún de lo que ambos nos dejaron en herencia. Sería además, probablemente, demasiado pedir que las dos pequeñas Compañías hubieran ido a contracorriente de la actitud general de la Iglesia y de las grandes órdenes religiosas. Las observaciones críticas que hemos hecho se refieren más bien a los modos de expresión que proceden de y acaban por configurar ciertas actitudes mentales que influyen después en la vida.
Habría también que añadir como descargo que tampoco las dos instituciones caminaron por entero por los caminos de retraimiento del mundo que hemos señalado. Pues mundo eran también Etiopía, el próximo y lejano Oriente, la federación de estados americanos, los suburbios obreros de las ciudades industriales inglesas, los innumerables asilos, hospitales, leproserías, escuelas populares, donde misioneros y hermanas siguieron expresando en su vida diaria y en la práctica lo mejor de la espiritualidad del fundador.
Se podría haber acabado con las actitudes mentales de aislamiento y de rechazo del mundo a finales del siglo XIX con ocasión de la primera gran encíclica social de León XIII, que suponía un fuerte giro de la conciencia cristiana hacia las dimensiones sociales y políticas de la fe. Pero no se hizo, como lo lamentaba cuarenta años después el autor de otra encíclica social, Pío XI. No lo hizo el conjunto de la Iglesia; no lo hicieron tampoco en su conjunto las instituciones de san Vicente de Paúl.
3. El mundo de hoy
No vamos a entrar aquí en la moda postconciliar de intentar otra brillante descripción de las tendencias y modos del mundo moderno. Nos limitamos a tres características de ese mundo que tienen que ver directamente con otras tres características de la espiritualidad vicenciana.
a) El mundo moderno es en su conjunto un mundo alejado de la Iglesia.
Esa afirmación vale en primer lugar para las inmensas muchedumbres (más de tres mil quinientos millones de seres humanos) de otras religiones, pero vale también para un muy alto porcentaje de bautizados y de católicos. Es muy cierto que aun en ese mundo alejado se descubren, gracias a Dios, abundantes indicios de los semina Verbi (por ejemplo, el trabajo por los pobres o la lucha por los derechos humanos por parte de gentes y de organizaciones que o no son oficialmente o que no se consideran cristianas), «semillas del Verbo» esparcidas por el mundo bien por la influencia histórica y milenaria del evangelio y de la acción educadora de la Iglesia, bien por lo que los teólogos llamaban «revelación natural».
Este hecho del alejamiento general no debe desanimar a las instituciones vicencianas, pues las coloca en medio de un mundo en estado de misión que responde de lleno a su vocación misionera original. En cuanto se refiere a la Congregación de la Misión, esta vocación misionera se ve en su mismo título; y en cuanto se refiere a las Hijas de la Caridad, en lo que afirman sus constituciones: «La Compañía es misionera por naturaleza» (2. 10).
Ahora bien, misionero en su sentido más fuerte y general es todo creyente que se preocupa por atraer hacia Cristo a quien no cree (explícitamente) en él. Como el mundo cristiano y el no cristiano están llenos de tales no creyentes, no hay peligro de que las instituciones de san Vicente se queden sin trabajo en un futuro previsible.
Si la misión, según Pablo VI, expresa la verdadera naturaleza de la Iglesia (E. N. 14), resultaría que la espiritualidad misionera vicencia-na se encuentra en el corazón mismo de lo que es y debe ser la Iglesia. Hay otras dimensiones en la vida y en el ser de la Iglesia también muy importantes, dimensiones que se refieren a su vida, por así decirlo, interna: culto, sacramentos, pastoreo del pueblo de Dios creyente y practicante. Las instituciones de san Vicente viven, por supuesto, en plenitud esas dimensiones, pues también ellas son creyentes y practicantes. Pero no han sido creadas para mantener esas dimensiones. Lo suyo es trabajar por y entre los que no creen y/o no practican. Lo suyo es ser misioneras.
b) La segunda característica del mundo moderno que interesa en la perspectiva en que nos estamos moviendo es la autonomía, secularismo o laicidad del mundo moderno.
Cualquiera de los tres términos vale para definir lo que queremos decir en este momento. El uso de los tres juntos nos ahorrará el meternos en una descripción más detallada. Destacaremos sólo el aspecto que más nos interesa en este trabajo.
Desde aproximadamente el siglo VI hasta el siglo XVIII la Iglesia consiguió en buena medida inspirar con espíritu religioso (aunque no siempre con espíritu específicamente cristiano) casi todas las creaciones de la sociedad europea: formas sociales y políticas de convivencia, esquemas culturales generales, filosofía, historia, arte, y aun ciencia y economía. Pero hoy las cosas ya no son así. No hay un solo aspecto de la cultura moderna que no se considere autónomo y que no rechace en principio cualquier tipo de tutela u orientación por parte de las instituciones religiosas. Terminado lo que en un principio fue monopolio y después predominio por parte de los clérigos sobre casi todas las formas culturales de la sociedad, todo lo que en el mundo de hoy no pertenece específicamente a la vida interna de las iglesias defiende con vigor su naturaleza laica y secular.
Tampoco este segundo aspecto del mundo moderno debe desanimar al alma vicenciana, pues también en este caso se trata de un mundo al que hay que misionar. Aunque no se tomen en ambos casos en sentido unívoco los adjetivos «laico» y «secular», será oportuno recordar que la espiritualidad de san Vicente encarnada en sus instituciones es también una espiritualidad de carácter secular y laico.
Aunque hoy la teología de la vida religiosa está haciendo esfuerzos por orientarla hacia el mundo, no era así en absoluto en tiempos de san Vicente, ni tampoco en tiempos anteriores o posteriores hasta ayer mismo. Lo específico de la idea religiosa ha sido durante siglos el centrarse en Dios y tomar sus distancias en relación al mundo. Eso ha sido así no sólo en las órdenes de clausura sino también en las que admitían la actividad apostólica, como por ejemplo en la que sirvió de inspiración a casi todas las que le siguieron, la Compañía de Jesús. Recuérdese el lema que la define: «Todo a mayor gloria de Dios». Lo mismo hay que decir de las primeras órdenes que se crearon con actividad apostólica, las órdenes mendicantes. El fundador de una de ellas, santo Domingo de Guzmán, define su espiritualidad como «hablar con Dios o de Dios» (Constituciones primitivas, 22.a distinción, cap. 31). En cuanto a san Francisco de Asís muchas veces se ha hecho la observación de que, aunque manifestó una extraordinaria preocupación por los más pobres, su espiritualidad no se centra en ese hecho, sino en la imitación lo más literal posible de la pobreza de Cristo: «La regla y vida de los frailes menores es ésta: guardar el santo evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin propiedad y en castidad» (Regla II, cap. 1).
Compárense los lemas de jesuitas y dominicos con lo que sugiere de orientación «secular» un lema como «evangelizar a los pobres», o bien «la caridad de Cristo nos urge». ¿A qué urge esa caridad? A volverse al (a los pobres del) mundo. Como para los franciscanos, también para los seguidores de san Vicente «Jesucristo es la Regla (de la Misión») (XI, 429; Const. C. M. 5), y también lo es para sus seguidoras (Const. H. C. 1. 5), pero unos y otras saben muy bien que el Cristo que les sirve de regla no es simplemente el Cristo pobre, sino el Cristo que viene al mundo para evangelizar a los pobres. Todas las instituciones vicencianas han sido creadas para el «saeculum» en cualquier sentido en que se tome esa palabra (mundo, siglo, historia…), para moverse en él y para llevarlo a-Dios-por-Cristo.
Es así fácil de comprender la insistencia de san Vicente en el carácter netamente secular (aunque no diocesano, sino misionero) incluso de los miembros clericales de su Congregación. La secularidad de los miembros de todas las instituciones vicencianas y la laicidad de casi todos ellos (excluyendo a los clérigos de la Congregación de la Misión) hace de ellos «instrumentos» muy apropiados para moverse con agilidad en un mundo que se considera secular y laico (como ya se advirtió, aunque no se usen estos términos en sentido unívoco, tampoco se usan en sentido del todo equívoco).
Pero aún hay más, y es bueno recordarlo para que los miembros clericales de la Congregación de la Misión no caigan nunca en la tentación de creer que ellos son los que de verdad encarnan el espíritu vicenciano, como si los demás (hermanos coadjutores, Hijas de la Caridad, Voluntarias, Conferencias de Ozanam, jóvenes…) no fueran vicencianos más que de una manera secundaria y participativa. Es bueno recordar que a lo largo de una historia de más de tres siglos los clérigos han sido una pequeña minoría entre los que, hombres o mujeres, se consideran también como seguidores de san Vicente. Lo cual quiere decir que el espíritu vicenciano ha sido vivido mayoritariamente a lo largo de todo ese tiempo (también hoy) por cristianos y cristianos laicos y seculares/seglares.
No es cuestión de hacer la enojosa pregunta de quién lo ha vivido mejor, si los clérigos o los laicos. Eso sólo Dios lo sabe y nos lo dirá a su debido tiempo. Pero sí se puede afirmar que multitud de miembros no clérigos han vivido el espíritu vicenciano durante tres siglos con toda plenitud y hasta la última y suprema prueba de amor por Cristo y por los pobres que consiste en dar la vida por él y por ellos.
Pero el predominante estilo secular-laico del mundo actual (y, por lo que parece, del mundo futuro para bastante tiempo) parece sugerir por sí mismo una pregunta de interés para el futuro del espíritu vi-cenciano. Ya hoy mismo ese espíritu vive encarnado en un gran número (más de un millón, como vimos arriba) del que sólo unos 2.800 son sacerdotes ordenados de la Congregación de la Misión. La pregunta es ésta: ¿No parecería indicar ese hecho que la condición no-clerical, lejos de ser un impedimento para vivir el espíritu vicencia-no en su plenitud, se presta más fácilmente a hacerlo? Ya dijimos antes que la condición clerical no tendría por qué ser un obstáculo para vivir la dimensión misionera del sacerdocio. La prueba está en san Vicente mismo y en muchos sacerdotes de la Congregación de la Misión inspirados por él. Ni la condición clerical ni siquiera la condición episcopal. Recuérdese a san Justino de Jacobis, y entre nosotros al padre Codina.
La condición clerical no tendría por qué ser un obstáculo, pero admitamos con franqueza que lo ha sido con frecuencia y lo sigue siendo hoy día, cuando vemos a tantos padres la mayor parte de cuyas horas y energías se emplean no en trabajo de misión (aunque se llamen misioneros: Const. C. M., n. 51, 1), sino en trabajos de consolidación interna de la Iglesia, sobre todo en las parroquias. Tal vez la situación actual no tenga fácil remedio a corto plazo. Pero lo que sí podrían por lo menos hacer los clérigos de la Congregación de la Misión, por sabia previsión del futuro (pues no es nada imposible, sino muy probable, que el número de clérigos vicencianos se reduzca aún más), y porque se lo piden expresamente sus Constituciones (nn. 1, 14, 17, y sobre todo Est. 7), es dedicar al menos parte de sus energías a animar e inspirar a los que no son clérigos, con la esperanza de que ellos y ellas lleven a cabo en el campo vicenciano aquello a lo que ellos mismos no pueden dedicarse del todo por su condición clerical.
c) La tercera característica de este mundo moderno que interesa de lleno a la espiritualidad vicenciana es el hecho de su injusticia estructural.
Para ser precisos habría que advertir que la injusticia estructural no es exclusivo del mundo moderno, pues se ha dado en prácticamente todas las formas conocidas de organización social. Lo nuevo en este tema es, primero, que ya nadie atribuye a Dios la injusticia de la organización social (como sí se hizo en el pasado hasta no hace mucho tiempo), sino que se conoce y se reconoce la injusticia como obra del hombre. Segundo, que la conciencia de la injusticia es prácticamente universal. Abarca por igual a los que son víctimas de la injusticia (y que antes se sometían fácilmente a ella como muestra de la —pretendida— voluntad de Dios) como a los que se benefician de ella (que antes encontraban fácilmente todo tipo de razones, sin excluir las razones religiosas, para justificar su situación de privilegio).
La injusticia estructural en el mundo moderno no es meramente una injusticia de diferencias económicas, sino que se manifiesta en todos los órdenes de la vida social: acceso a la sanidad, a la cultura, a los medios de comunicación social, a muchas formas de deporte y de ocio, e incluso, aunque duela reconocerlo, a los bienes de la Iglesia. Hoy, igual que en tiempos de san Vicente, las muchedumbres pobres están peor atendidas por las fuerzas de la Iglesia que las capas sociales que no son pobres.El panorama de la injusticia social es ciertamente deprimente, pero tampoco éste debe desanimar al alma vicen-ciana, pues es el lugar natural de su actividad y de su solicitud. De manera que tampoco en este tema es de esperar que se queden sin trabajo las instituciones vicencianas. Si por hipótesis imposible (In 12, 8) cesara la injusticia que produce tanta pobreza y se estableciera la justicia universal, habría llegado para las instituciones vicencianas el fin de una historia que comenzó en 1617.
Resumimos este apartado que trata de destacar las características del mundo moderno que más directamente afectan a todo intento de vivir hoy la espiritualidad vicenciana, y que ésta tendría que tener en cuenta para ser hoy una espiritualidad, una experiencia de fe, viva, y, como suele decirse hoy, «significativa»:
- el mundo de hoy es un mundo alejado de la visión cristiana de la vida y de la historia. Este aspecto debe poner en juego con más nitidez que en el pasado inmediato la dimensión misionera de la espiritualidad vicenciana.
- el mundo de hoy es un mundo secularizado que será muy difícil tratar de evangelizar desde posturas clericales que, por su misma naturaleza, tienden a centrarse en la vida interna de la Iglesia (ya desde Orígenes —siglo III— la palabra «clero» se aplica explícitamente a los que dedican su vida al servicio de la Iglesia misma, en contraposición expresa con el resto del pueblo de Dios, los laicos). Para evangelizar un tal mundo la espiritualidad vicenciana tendrá que privilegiar los aspectos seculares y laicos que pertenecen a su mismo origen.
- el mundo actual es un mundo radicalmente injusto que segrega pobreza por sí mismo, en dimensiones más masivas aún que en el pasado. Lo que quiere decir que la espiritualidad vicenciana, centrada en la experiencia espiritual de Cristo-evangelizador-de-los-pobres, tiene delante de sus ojos un panorama potencial en que poder expresarse con tanta intensidad, o incluso más, que en los tiempos del fundador.
4. El futuro del espíritu vicenciano
Para llevar a cabo en el futuro un tal proyecto el espíritu vicen-ciano tendrá que empezar por donde empezó el fundador: por una verdadera conversión, un verdadero volverse-hacia-los-pobres. No le bastará con un volverse sin más a Cristo, a un Cristo, por así decirlo, indiferenciado. Eso ya lo hizo Berulle y, antes y después de él, lo hicieron muchas otras formas de espiritualidad, que ciertamente tuvieron en cuenta a los pobres, pero de una manera más o menos marginal y secundaria. Para el espíritu vicenciano el Cristo que evangeliza a los pobres no es en modo alguno secundario, sino totalmente central.
De manera que este camino espiritual (acceso-a-Dios-por-Cristo), el camino vicenciano, tiene hoy también que empezar por donde empezó Cristo, y por donde empezó su discípulo Vicente de Paúl. Tiene que empezar en el mundo de los pobres, en el contacto físico y cercano con ellos. Las instituciones vicencianas y los miembros que las componen no pueden convertirse en agentes burocráticos que tratan de mejorar desde una especie de ministerio de bienestar social las condiciones de vida de los desheredados. Pues para cada uno de ellos la dedicación a los pobres es el único camino que tiene acceso-a-Dios-por-Cristo, la relación lo más directa posible con el pobre concreto es el primer paso que abre su camino, propio hacia Dios.
Ese primer paso no se puede soslayar. Toda alma vicenciana que por cualquier razón (estudios, enfermedad, cargo que ocupa en la institución, edad…) se ve alejada de hecho del contacto directo con los pobres, debería sufrir una especie de tensión que le hiciera sentirse intranquila por saberse alejada físicamente del mundo que le es propio y que le es necesario para alimentar su vida espiritual.
Por otro lado, ni las Constituciones de la Congregación de la Misión, ni las de las Hijas de la Caridad mencionan expresamente la idea de cómo relacionar algunas expresiones de la piedad personal o comunitaria (expresiones que siempre se han considerado elementos imprescindibles para cualquier espiritualidad) con lo que es el alma de su propia espiritualidad, la evangelización de los pobres. Nada se dice de ella al hablar de cosas tan fundamentales como la eucaristía (Const. C. M., 45 §1/Const. H. C., 2. 12), la penitencia /45 §2/2. 13, E. 8), el rezo litúrgico 45 §3/2. 12), los ejercicios espirituales (47 §/2. 14, E. 10), la devoción a la Virgen María /49/1. 12, 2. 11, 2. 16, E. 7). De modo que en cuanto se refiere a estos aspectos necesarios a toda espiritualidad, las Constituciones mismas que definen para hoy y para el futuro la espiritualidad vicenciana dejan al seguidor y a la seguidora de san Vicente sin saber cómo integrar esos aspectos con lo que constituye el alma de su vida espiritual. Las Constituciones no le dicen, por ejemplo, qué tiene que ver su eucaristía diaria o su devoción a la Virgen con su dedicación a los pobres. Con lo cual se corre el peligro de una cierta esquizofrenia espiritual que no acaba de saber compaginar en una necesaria unidad de vida lo central de su espiritualidad propia con elementos fundamentales que deberían alimentarla. Este peligro es, por cierto, muy real.Véase, si no: ¿qué porcentaje de nuestro culto a la Milagrosa, cuántas novenas o triduos, por ejemplo, se quedan en mero culto entusiasta a la Milagrosa, y no guardan relación alguna con la evangelización de los pobres?
La abundante y profunda investigación teológico-exegética de los últimos cincuenta años ha conseguido poner de relieve la importancia, fundamental para la fe cristiana, de lo que se denomina el Jesús histórico, la «biografía» histórica de Jesús que comienza en Belén y termina en la cruz y en la sepultura. Éste era, en realidad, el Cristo que sirvió de modelo definitivo para la experiencia espiritual de san Vicente, de manera que su talante espiritual personal se sentiría hoy como en su casa en la visión teológica predominante en el pensamiento teológico actual.
Pero aún está por hacer un tal trabajo (aunque algo se está haciendo) en el terreno de la mariología. Las escasas, aunque significativas, ideas de san Vicente sobre la Virgen María apuntan siempre a una María «histórica», y no a una Virgen María asunta y glorificada, aspecto éste que ha predominado en la visión teológica y la piedad popular hasta hoy mismo. Pero la María que de verdad puede servir de modelo e inspiración al alma vicenciana es, sobre todo, también en este caso, la María «histórica» del «fiat», de la visita a Isabel, del nacimiento e infancia del Señor, de las bodas de Caná, del calvario, de Pentecostés. Y muy en especial la María que anuncia en el Magníficat con gozo y con acción de gracias, y con qué tremendo vigor, la redención plena de los pobres y la ruina total de los que se creen ricos y poderosos.
Todo esto que venimos diciendo apunta y sugiere por un lado la necesidad de volver con decisión a lo más nuclear de la visión teológica propia del fundador, y por otro a las formulaciones teológicas de hoy que mejor reflejarían su sensibilidad espiritual adaptada a estos tiempos. Si las instituciones vicencianas mismas no son capaces de producir, o no producen de hecho, tales formulaciones, parece que sería cosa sabia por su parte tomarlas prestadas de teólogos competentes que sí las producen. Hay hoy en la Iglesia visiones teológicas que sí parecen formular de manera «moderna» algunos de los aspectos fundamentales de lo que fue en su tiempo la experiencia espiritual propia de san Vicente de Paúl. Por ejemplo, la teología de la liberación.
La experiencia espiritual de san Vicente es, como lo han advertido todos los expertos que le conocen bien, netamente cristocéntrica. Ése es un dato fundamental seguro. También lo es la experiencia espiritual de santa Luisa. Esta afirmación parecería evidente por sí misma, pues se admite sin dificultad que santa Luisa ha sido la persona que mejor asimiló el espíritu vicenciano ya desde el comienzo mismo y antes que ninguna otra persona. De manera que no hay que hacer mucho caso a uno de los mejores conocedores de ambos fundadores, Jean Calvet, cuando afirma que la visión espiritual propia de santa Luisa es más bien pneumocéntrica (centrada en el Espíritu Santo).
Pero la afirmación de Calvet nos recuerda que en la descripción de la espiritualidad vicenciana no se puede olvidar algo fundamental que se suele olvidar con frecuencia. En efecto, las referencias explícitas de san Vicente a la persona del Espíritu Santo y a su influencia en la historia son más bien escasas. No es ése el caso de santa Luisa, que ofrece abundantes ideas referidas expresamente a ello. Ahora bien, una verdadera espiritualidad cristiana no puede dejar de lado algo que en la enseñanza misma de Cristo aparece como fundamental, pues él mismo atribuye al Espíritu Santo todo lo que pueda hacer el cristiano a partir de la ascensión.
No es esto en manera alguna una afirmación abstractamente dogmática sin relación real con la historia, sino la clave y el alma de la historia. Sobre la base firme de las palabras del Señor, la Iglesia y sus miembros tienen que adaptar a cada momento histórico cambiante las enseñanzas de Cristo bajo la acción del Espíritu Santo. No se limita eso en manera alguna a la acción magisterial propia de la jerarquía eclesiástica. Por ejemplo, saber discernir «el clamor de los pobres» en las circunstancias históricas cambiantes como signo de la voluntad de Dios sólo puede hacerlo el cristiano (y el vicenciano) bajo la inspiración del Espíritu Santo, sin que siempre tenga que esperar a que lo defina la iglesia jerárquica: «El Espíritu Santo ilumina nuestras mentes para que conozcamos con más profundidad las necesidades del mundo» (Const. C. M., 43); «atención hacia las personas, su vida, las realidades socio-culturales de los pueblos y atención hacia el Espíritu (Santo) de Dios que actúa en el mundo» (Const. H. C., 2.8).
Todo esto que venimos diciendo no debería plantear problemas al alma vicenciana en el mundo moderno, pues también los dos fundadores son modelos de adaptación valiente del antiguo espíritu de caridad a las circunstancias históricas de su tiempo, sin adelantarse, ciertamente a la Providencia (a la acción histórica del Espíritu Santo), pero también respondiendo con valor y con imaginación a sus pasos cambiantes.
Hacen falta un valor y una imaginación similares para un tema, por ejemplo, como el de la revisión de Obras. Cuando se apela a la historia gloriosa pasada como criterio para mantener una casa o una obra que ya no cumple el fin propio, se está apelando a un criterio que jamás tuvieron en cuenta los fundadores, y que tampoco tienen en cuenta las constituciones.
No podemos volver a caer hoy en la trampa conservadora, ni en una especie de respeto medroso a la historia pasada. De la vida «histórica» de Jesús y de la experiencia espiritual histórica de los fundadores se han de extraer, también hoy, los elementos fundantes sin los que nuestra propia experiencia espiritual dejaría de ser vicenciana. Pero el saber aplicarlos a las circunstancias históricas cambiantes y a las cambiantes formas de pobreza es cosa nuestra, siempre bajo la inspiración del Espíritu Santo.
5. Conclusión
Todas las instituciones fundadas por san Vicente o bien inspiradas por su experiencia espiritual están hoy tratando de reformular y de revivir, adaptada a estos tiempos, la experiencia original.
¿Por qué habría de ser necesaria la reformulación? ¿No debería bastamos simplemente el volver a leer los trece tomos de cartas, conferencias y documentos en que quedó plasmada la experiencia original?
Bastaría, efectivamente, el volver a releer para poder revivir con fidelidad si los tiempos en que vivió san Vicente fueran nuestros tiempos, si los hombres y mujeres de hoy lo fueran como en su tiempo, si la Iglesia de hoy fuera como la de su tiempo; más importante aún, si los pobres de hoy fueran como los pobres de su tiempo.
Pero ninguna de las cuatro suposiciones se tiene en pie. Fue precisamente el complejo de cambios sociales que empezaron en forma volcánica en la tremenda erupción de la Revolución Francesa lo que ha hecho que ni hombres ni mujeres, ni instituciones políticas o económicas, ni la misma Iglesia, ni, por supuesto, los pobres, sean hoy como lo eran en tiempo de san Vicente. De manera que a quien intente hoy revivir el espíritu vicenciano original no le bastaría con releer la letra para tratar de revivirla. Tendría que tratar de revivir el espíritu; es decir, tratar de extraer de la experiencia original los elementos fundamentales que, después de todos los cambios y revoluciones que se han dado en la sociedad y en la Iglesia, puedan seguir siendo significativos para que nuestra experiencia cristiana pueda seguir considerándonos hoy legítimamente como vicenciana.