Santificado sea tu nombre
- El Santo de los santos
Por la primera petición del padrenuestro sabemos que Dios ha descubierto su paternidad para nosotros. Al decir «Padre», casi lo hemos dicho todo, y haríamos bien en repetir, una y otra vez, como los niños, la palabra «Padre».
Sin embargo, en la petición del «santificado sea tu nombre», damos un paso más en la «paternidad» de Dios. Nos adentramos en su santidad, en su santo nombre.
La revelación de la santidad divina supone una profundización en las relaciones de Dios con la humanidad. Dios, que es nuestro Padre, es santo y nos santifica para que podamos santificar y bendecir su nombre. Pero lo santo ya es santo, y nosotros no podemos santificar más a Dios.
En esta petición pedimos que la santidad de Dios descienda sobre nosotros; que nos santifique; que no sea despreciado su gran nombre. Como sabemos que nuestras oraciones no pueden santificar a Dios, pedimos a Dios no que siga siendo el Santo, sino que perseveremos nosotros en la obra iniciada por Él en el bautismo.
- La atracción de Dios
Una de las condiciones de la alianza con Dios es precisamente la santidad del hombre: «Os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí». En consecuencia, vosotros «seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos…; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa».
Dios es quien llama al hombre a la santidad y le exige una purificación continua en la que, además, Dios se muestra celoso, con un celo amoroso que devora como fuego y destruye aquello que impide la celebración del encuentro con Él.
- Reconocimiento de la santidad de Dios
Dios ha escogido un pueblo para darse a conocer a las naciones. Pero este pueblo ha maldecido el santo nombre de Dios y ha escandalizado a las naciones. Es el profeta Ezequiel quien describe maravillosamente este problema de la profanación del santo nombre de Dios, así como la operación llevada a cabo por el Señor, un corazón nuevo por el viejo de carne, para que no vuelva a suceder este escándalo.
San Agustín dice que es necesario que todos los hombres reconozcan la santidad de Dios, pues aún existen hombres para quienes todavía Dios no es santo.
En consecuencia, pedimos a Dios que todos los hombres comprendan la rectitud de Dios. Una vez comprendido esto, el «Recto» (Dios) agrada a los rectos. La llamada a la santidad exige reconocer a Dios como lo más santo y pronunciar su nombre con respeto, ya que el mejor modo de dar a conocer a Dios es santificándolo.
- Jesús es la santidad de Dios
Si Dios es un Padre que engendra, no puede engendrar algo distinto de El, ni mucho menos algo que contradiga su santidad, sino que engendra un Hijo Igual a Él, un Coigual. Engendra al Santo. Por eso, la santidad de Israel es el mismo Santo, el Redentor, nacido en medio del pueblo del seno de una mujer, María. La santidad de Dios se ha hecho humanidad en Jesús. «Él es santo», dice el poema de María». El mismo enemigo de Dios no aguantará tanta santidad en la historia y huirá proclamando que Jesús es el consagrado por Dios. El hombre neotestamentario, al igual que Moisés, se atemoriza en su presencia: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador»21. Pero el hombre que se convierte al Señor no tiene recelo en comulgar con su santidad al saberse escogido por Él. Y no solamente eso. El hombre se da cuenta de que no puede ser nada si no es en Dios: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna, y nosotros ya creemos y sabemos que tú eres el Consagrado por Dios».
Una vez que el hombre ha gustado de la paternidad de Dios, un día, cuando sea, se convence de que dicha paternidad exige una filiación consciente, una filiación que provoca ansia de semejanza. Queremos ver a Dios, pero sentimos que no lo alcanzamos porque la semejanza debe configurarnos más y más a su imagen. Esta semejanza progresa cuanto más conocemos y amamos a Dios.
- Jesús es la santidad de Dios que santifica al hombre
El Jesús rechazado por el pueblo es el Santo24 que santifica con su Espíritu25, pero no sólo purificando, sino rehabilitando por el espíritu de nuestro Dios26. Más aún. Esta rehabilitación nos consagra en la verdad». Y la verdad es Cristo que santifica nuestro progreso en Él porque santificó nuestro comienzo en E128. El Espíritu Santo, testigo del Padre y del Hijo, proclama que somos templo y asiento de Dios». Sólo por el espíritu de Dios conocemos esta honradez y consagración3° que eleva a todo el pueblo a la categoría de reyes, sacerdotes y profetas. Publicamos las proezas de Dios en nosotros31 y rompemos con el libertinaje32 para acoplarnos a la santidad de Dios, como los corintios se adecuaron a la forma de Cristo ofrecida por Pablo.
- Dios Padre es el director de toda santidad
Jesús, en cuanto Hijo del Padre, está siempre mirando a Dios. El Padre es su director espiritual, y Jesús está dispuesto a cumplir la voluntad del Padre en todo momento. Las citas evangélicas en este sentido son abrumadoras.
La tarea del creyente, lo mismo que la de Jesús, consiste en la sintonización con Dios. En consecuencia, Dios Padre también es el director de todo creyente, ya que ni siquiera el hombre puede dirigir su espíritu si Dios no lo dirige.
- ¿En qué consiste la santidad cristiana?
La meta educativa de Jesús es que sus discípulos vean al Padre. De ahí que san Agustín diseñe su programa de santidad en torno a estos núcleos:
- Ver a Dios. Este es nuestro gran deseo. Somos su imagen, y la imagen no está conforme hasta que no se identifica con el Padre de su imagen.
- Ansia de ser mejores. El deseo de asemejarnos más y más a Dios despierta un ansia de ser mejores, piadosos, fieles, instruidos y seguros en los caminos del aprovechamiento espiritual.
- Sin angustias. Mientras peregrinamos a ese Padre de quien somos hijos, y al que conocemos imperfectamente, no nos hemos de impacientar ni sufrir porque se retarda la contemplación del Padre. Tenemos que darnos cuenta de que aún somos niños para contemplarlo. Somos demasiado niños y no comprendemos en profundidad qué quiere decir ser hijos de tal Padre.
- El Padre y el Hijo. A este Padre únicamente lo conoce bien, en profundidad, su Hijo Jesucristo, y, a su vez, sólo es bien conocido Jesucristo por su Padre Dios.
- Los pequeños del evangelio. Entonces, para conocer al Padre como Jesús lo conoce, no tenemos otro camino que Jesús. De manera que únicamente puede conocer a Dios aquel a quien Jesús ha concedido esta gracia, esa caricia por la que somos constituidos en los pequeños del evangelio. Todo nuestro esfuerzo debe encaminarse a la conquista de esa grande pequeñez. Esto es, no a nacer de nosotros, sino de Dios, de ese Dios que es Padre y Madre de todos los pequeños que quieren ser grandes. Con tal disposición, no tenemos inconveniente en aceptarnos como hijos pequeños nacidos de Dios, pues el Hijo grande, Jesús, se hizo pequeñito por nosotros para hacernos comprender la dimensión del ser «pequeños» según su evangelio.
- Esta comprensión viene del Padre. El conocimiento de Jesús, que se ha hecho pequeño por nosotros, nos lo da el Padre. Comprendemos que no hay Padre sin Hijo, ni Hijo sin Padre. Comprendemos que no podemos comprender a ambos, ni a nosotros mismos, dentro del misterio gracioso del Padre y del Hijo, sin la gracia de hacernos pequeños, si el Espíritu Santo del Padre y del Hijo no nos dice qué es eso de ser pequeños y nos guía.
Todo este proceso nos hace gritar con Pedro: «Tú eres el Hijo de Dios vivo». La criatura ha encontrado a su Criador, a su Padre, a su Santificador, ya que la gran santificación no consiste en haber sido separados para Dios (pueblo, lugar, frutos), sino en ser hijos de Dios, hijos santos del Dios tres veces santo.
El corderillo no se equivoca al correr a su madre, ni la confunde con otra oveja del rebaño. El niño recién nacido rechaza el pecho de la que no es su madre. A una madre no le pueden llevar otro hijo sino el suyo, cuando, después del parto, se lo devuelven lavado.
La alegría de Jesús no tiene límites al saberse identificado en su núcleo más vital, en su divinidad, por Pedro. Siente la alegría de la criatura que ha descubierto a su Criador, pero también, Él mismo, Jesús, en agradecimiento conmovido y mutuo, le dice a Pedro: Yo también sé quién eres tú. Eres piedra sobre la roca. Ayúdame y ayuda a tus hermanos. De ahora, y para siempre, esa es la razón de tu existencia: Servir desde tu amor. Eres pequeño y por eso eres grande. Esa penetración en mi divinidad va más allá de tu sangre, de tu inteligencia, de tus estudios. Más aún. Va por encima de mí mismo y te une al Padre, a mi Padre, y Padre tuyo. Dios te ha dado esa capacidad de profundizar en Dios. Eres el impulsivo del grupo. Sacas la espada. Te arrojas desnudo al mar. Me sigues al pretorio. Me niegas. Me reconoces. Lloras amargamente. En una palabra, eres una criatura graciosa (los Hechos de los apóstoles están llenos de la frescura, ingenuidad y docilidad de Pedro al Espíritu Santo) y por eso yo te amo y me amas, porque eres un pequeño de Dios.
- El crecimiento de Cristo en nosotros
El evangelista Lucas, al final del episodio del Niño perdido y hallado en el templo, dice: «Jesús bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello. Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres»’.
Lucas es el evangelista de la infancia de Jesús, pero también es el evangelista de la infancia, acogida de la fe y su crecimiento en María. Nota finísima la de Lucas: «Su madre conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello». Este recuerdo no es únicamente memoria de los hechos de Jesús, cuanto el crecimiento de Jesús en el «recuerdo» de María, en la fe de la Madre. María es la madre de Jesús. Jesús es el Hijo de María. Pero el Hijo va construyendo a la Madre. Este es el proceso de la fe de María y de todo creyente.
Jesús crece en sabiduría, favor de Dios y de los hombres. Cierto que crece en cuanto Hombre-Dios y, en cuanto tal Hombre-Dios, Él es el que observa el crecimiento de nuestra fe, en la Iglesia, bajo la docencia del Espíritu Santo. De ahí que toda la vida cristiana consista en ese crecimiento armónico del Hombre-Dios en la persona de cada uno de nosotros. El creyente crecerá hasta identificarse con Jesucristo. Pero esa identificación no ha de ser confundida con alienación. Agustín dirá que «ser santo es tener a Dios en la conciencia»38.
«Tener a Dios en la conciencia». La expresión es exacta. El creyente santo, ante todo, es una persona. Por más que se identifique con Cristo, jamás podrá sustituir su yo por el de Cristo. La persona de Jesucristo está dentro de mí, pero no somos dos personas. Ni la mía se confunde con la de él, ni él constituye dentro de mí otro. En todo momento yo sé que puedo dejar a Dios y ser abandonado por Él aparentemente. La presencia de Jesús en mí y de mí en él es fuerte. La sentimos y debemos afirmarla. ¿Hasta dónde debemos afirmar esta mutua compenetración? Hasta más allá de lo que podamos pensar y decir, pero con tal de que no caigamos en un burdo panteísmo. Agustín dice que cuanto mayor es nuestro conocimiento de Dios, más parece que Dios crece en nosotros. No es que crezca Dios en sí. Somos nosotros los que crecemos en Él.
Todos estamos llamados a este crecimiento, a la santidad. El pensamiento del maestro africano transcurre a través de graciosas comparaciones vegetales. Todos, sin excepción, florecen, aunque marcados por un matiz que respeta la personalidad de cada cual. Aunque la meta sea la misma para todos, cada uno desarrolla su personalidad cristiana desde sí en el vergel del Señor: «Hay, hermanos, y florecen en el vergel del Señor, no solamente rosas de martirio, sino también lirios de virginidad, la hiedra del matrimonio y las violetas de la viudez»40.
Es cierto que Agustín habla de rosas, lirios, hiedras y violetas, pero toda esta jardinería florece en la huerta de Dios. Todos crecen. Todos son hombres y mujeres que maduran cristiana y humanamente desde su «estado» hacia Dios. Otra comparación empleada por Agustín es la clásica de «andar por las huellas de Cristo».
- La progresión continua
La idea de camino encierra dinamismo, desarrollo, crecimiento, acción conjunta de Dios y del hombre. Toda la Biblia, como las grandes obras de la literatura universal, nítida, Odisea, Divina Comedia, Don Quijote y el Paraíso perdido, transcurren a lo largo de un camino en el que se encuentran el hombre y Dios, con la particularidad de que, en el cristianismo, el camino es Jesús de Nazaret. En este viaje, el hombre es «perfecto viador, no perfecto poseedor»42. Pero en este camino, Dios y el hombre se alteran curiosamente: «¿Qué sentido tienen, pues, estas palabras: Es necesario que crezca él y que yo disminuya? Encierran ellas un gran sacramento; vea vuestra caridad el modo de entenderlas. Antes de la venida del Señor Jesús se jactaba de sí mismo el hombre. Viene aquel hombre para que la gloria del hombre mengüe y vaya en auge la gloria de Dios. Porque viene él sin pecado y nos halla a todos con pecados. Si es verdad que viene él a perdonar pecados, que dé Dios con largueza y que el hombre confiese sus pecados. La humildad del hombre es su confesión, y la mayor elevación de Dios es su misericordia. Si, pues, viene él a perdonar al hombre sus pecados, que reconozca el hombre su miseria y que Dios haga brillar su misericordia. Justo es que crezca Él y que yo mengüe, esto es, que Él dé y que yo reciba; que El sea glorificado y yo confiese mis pecados. Comprenda el hombre su situación y confiese a Dios sus pecados y oiga con atención al Apóstol, que se dirige al hombre soberbio y pagado de sí y que quiere engreírse: ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? Comprenda, pues, el hombre (que pretendía atribuirse a sí mismo lo que no es suyo) que todo lo ha recibido y humíllese; le es mejor que sea Dios en él glorificado. Que empequeñezca él en sí mismo para que crezca en Dios»». En este camino nadie puede detenerse y nunca se alcanza la meta. Lo bueno es caminar, con uno o con los dos pies, pero avanzando por este camino: «No nos detengamos en aquello adonde hubiéramos llegado; antes bien, andemos en ello. Ya véis cómo somos viadores. Decís: ¿Qué significa andar? Lo diré concisamente: andar es progresar. Y os lo digo porque no andéis más despacio por no entenderlo. Avanzad siempre, hermanos míos; examinaos cada día sin engaño, sin adulación, sin lisonja, porque no hay dentro de ti nadie que te obligue a sonrojarte. A uno llevas, en efecto, pero es uno a quien place la humildad; sea él tu piedra de toque. Pruébate también tú a ti mismo y desagrádete siempre lo que eres. Porque donde te agradaste, allí te aplastaste. Si dices: «¡Ya basta!, estás perdido. Aumenta siempre, progresa siempre, avanza siempre; no te pares en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Párase quien no avanza; vuelve atrás quien vuelve a las cosas de donde se había separado; desvíase quien apostata. Mejor va un cojo en el camino que un buen corredor fuera del camino».
- Medios para alcanzar la santidad
No podemos olvidar que todas las teologías tienen una misma meta: Dios. Pero los hombres, los teólogos y espirituales, por ser finitos, abordan el problema de Dios desde sí mismos y en su tiempo. Otra nota que no podemos olvidar, y la hemos repetido mucho, es que Agustín se educa a sí mismo y camina desde Cristo hacia Dios, al tiempo que educa a sus comunidades africanas. Aún hay que añadir una tercera nota: De lo único que sabemos hablar con cierta sabiduría es de nosotros mismos, de nuestra experiencia personal de Dios y de su Cristo en la Iglesia. Agustín habla de sí mismo, como es natural, y expone su experiencia a la comunidad que preside por si en algo puede servirle. El obispo de Hipona tiene la valentía de reconocer su soberbia, claro indicio de que no era tan desmesurada, cuando le queda humildad para reconocerla. De ahí que casi los únicos medios que ofrece para alcanzar la santidad sean a través de la humildad: «La humildad del hombre es su confesión, y la mayor elevación de Dios es su misericordia». «No falta la humildad donde arde la caridad». El camino para la santidad es «primero la humildad; segundo, la humildad; tercero, la humildad».
- Obstáculos contra la santidad
El autor de las Confesiones conoce muy bien su persona. No en vano se ha proyectado, a lo largo de su vida, tan sabrosos discernimientos. El pensador africano tiene una gran experiencia de sí mismo y la ofrece a los demás. Aunque la distancia de hombre a hombre es infinita, se acorta cuando, al explorar en nosotros y abrirnos a los demás, advertimos que todos comulgamos de una misma pasta común, la humanidad. Por eso, los obstáculos que aduce Agustín en el camino de la santidad están marcados por su finura psicológica. He aquí algunos.
El malo esparce sus calumnias para que la comunidad se conjure contra el santo. El enemigo de Dios trabaja así para que muchos se convenzan de que no hay nadie bueno y parezca normal la comunión con el pecado. Esto es de hoy y de siempre. Por eso, cada vez que vemos ensalzado al Don Juan o al rebelde sin causa, asistimos, casi sin advertirlo, a la comunión en el mal, o a que lo malo nos suene a natural.
El malo, dice Agustín, quiere destrozar psíquicamente al santo, ya que nada puede contra el juez (Dios), ante quien se examina el santo.
El malo, sobre todo, quiere desorientar al santo, y Job es el modelo de este proceso. Después que el malo ha obtenido de Dios permiso para zarandear al patriarca y maltratarlo en bienes personales y materiales, quiere ir más allá de esta concesión. Quiere que Dios mismo le ayude a arrancar la imagen de Dios del pobre Job. Pero Dios no puede consentirlo, ni abandona en tal grado al hombre. Dios permite muchas cosas al malo, pero no tantas que el hombre y Dios vengan a ser conejillos de su saña. Por encima de todo, Dios concede a Job la gracia de no renegar de Él porque sirve a Dios gratuitamente y gratuitamente lo ama. He aquí uno de los procesos más fascinantes de la acción humano-divina y diabólica.
Finalmente, son los mismos cristianos los que obstaculizan, por un falso respeto, la acción de Dios en el santo. Estos obstáculos los compara Agustín con las turbas que ahogaban el grito del pobre ciego de Jericó. El ciego oía, pero no veía a Jesús. Las gentes le gritan: «¡Calla, no seas loco!». Pero nadie sabe lo que es no ver sino un ciego, y Dios sabe, además, de cuántas cosas necesitamos».
- Qué son y qué hacen los santos
El santo doctor de la gracia nos dice quiénes son los santos, qué hacen y cómo debemos tratarlos. Los santos son para Agustín la clave del universo y dinamizadores del pueblo cristiano desde dentro: «Si entre las cosas criadas no hubiera habido algunas en condiciones de ser siempre y en toda coyuntura como la clave del orden en la bóveda del universo, sino sólo almas tales que en caso de querer pecar se debilitara y perturbara el orden universal, carecería el universo de algo muy necesario a su perfección; faltaría a la creación aquella perfección cuya ausencia turbaría y pondría en peligro el orden universal».
Los santos son los mejores ciudadanos de «La ciudad de Dios». Si el lenguaje litúrgico —dice Agustín—lo permitiera, deberíamos llamarlos «héroes».
Para que nadie dude de la necesidad y eficacia de los santos entre nosotros y su acción desde el más allá, Agustín añade estas notas de suma delicadeza: Los santos nos aman para que seamos felices. Nos aman aquí en la tierra y desde el más allá. Los hombres de Dios luchan contra el mal exorcizando, no aplacando. Los hombres de Dios vencen orando no contra el malo, sino orando a Dios contra el malo. Para que no veamos a los santos ni lejanos ni inimitables, Agustín añade que los santos viven sin crimen, pero no sin pecado.
La santidad, como hemos visto por las citas bíblicas y el pensamiento de san Agustín, no consiste más que en la profundización en Dios Padre que santifica como Santo y Santificador en Jesús y por el espíritu de Jesús. La santidad de Dios es contagiosa y potencia nuestra filiación. Si Dios es Padre del Santo por excelencia, Jesús de Nazaret, en la medida en que nos hacemos más hijos de ese Padre, como Jesús nos lo ha enseñado, santificamos el santo nombre de Dios en nosotros y a favor de la humanidad.
Un santo es una persona muy entrañable en la Iglesia de Jesús. Un santo es la nota viva de que el espíritu de Dios está operando en medio de nosotros. Agustín es una criatura deliciosa de Dios y de los hombres y contamos con él con mucho gusto en la asamblea de los hermanos que peregrinan al Padre, porque ser santo no supone una deshumanización, sino la máxima potenciación de los recursos que Dios ha entregado a los seres humanos.
Luis Nos
San Pablo