X.- EL COMPROMISO (1843-1844)
En 1843, el rey envejecido (tiene 71 años) logra con dificultad mantenerse en el poder. Su hijo mayor, el duque de Orléans, perdió la vida en un accidente de calesa, el verano anterior, por lo que el heredero al trono ahora es el nieto, el conde de París, que apenas tiene cuatro años.
La conquista de Argelia por Francia avanza con mucho trabajo y despacio. La política de Guizot, ministro de Asuntos exteriores, se dirige sobre todo a la alianza cordial con Inglaterra, pero a todos les parece frágil y delicada. Luis Felipe defiende la paz en el exterior; en el interior, sigue negándose a otorgar el sufragio universal. Los ricos siguen enriqueciéndose, y los pobres, empobreciéndose.
En esta Francia «que se aburre», dicen, la diversión más animada es seguramente la polémica del monopolio, cuyas luchas se encienden cada vez que se trazan nuevos proyectos de reforma.
Federico, profesor de Universidad, no sabe dónde situarse en estos debates, en esta lucha abierta entre la Iglesia y el Estado, entre «el trono y el altar», según la expresión de Montalembert. El clero trata de salvaguardar sus derechos constitucionales sobre la enseñanza, mientras que el gobierno, por su parte, trata de extender su monopolio a la Universidad, y a todas las instituciones de enseñanza secundaria, incluidos los seminarios menores.
Estas preocupaciones serias no lograrán que Ozanam, a primeros de enero de 1843, se olvide de sus deberes sociales. En compañía de Amelia, realiza en coche una serie de visitas del año nuevo, cuya lista alcanza ya las 150 personas.
Durante el mismo mes, el consejo de la Propagación de la fe encarga a Federico que presente a la Reina Amelia, esposa de Luis Felipe, una carta y medallas destinadas a dar a conocer oficialmente al rey la obra de los misioneros y a asegurarse de la buena disposición del soberano en este punto. Sin duda, debido a su diplomacia y celebridad, se confiarán a Ozanam trámites extraordinarios, como ser delegado ante el arzobispo de París, Monseñor Affre, ante el ministro del Culto, ante el Patriarca melquita de Antioquía, Monseñor Mazlum, y, más tarde, ante el mismo Soberano Pontífice.
Le Correspondant, desaparecido en 1831, vuelve a aparecer el 15 de enero de 1843. Ozanam y Teófilo Foisset son dos de los artífices de esta resurrección. El periódico tiene por finalidad servir a la religión mediante la búsqueda de la verdad más bien que por la invectiva contra el error. Federico colaborará en él de forma regular, pero desconcertado, pronto se da cuenta de que la dirección del periódico abunda en el mismo sentido que l’Univers, es decir, que también fustiga a la Universidad, y, en el anatema general, engloba en los ataques a los profesores ateos y a los que, como Ozanam, ponen todo su empeño en defender la religión católica. Y para colmar su situación delicada, el ministro de Instrucción Pública, Villemain, le ruega que refute un artículo de un periódico de Lyon en el que el ministro y sus reformas han sido objeto de ataques virulentos. Ozanam acepta de mal talante, empleando todo su tacto y habilidad para velar por sus propias convicciones y agradar a su superior. Se reserva el derecho de no firmar. Este doble juego constante, esta lucha interior perturba profundamente a Federico y hará decir a Lacordaire: Ozanam, por la idea misma que tenía de Dios, era de todos nosotros el más dolorosamente situado. Siente la necesidad de expansionarse, de comunicar sus sentimientos. Escribirá a su suegro:
Yo soy de la Iglesia y de la Universidad a la vez, y les he consagrado sin vacilar una vida que se verá cumplida si honra a Dios y sirve al Estado… sin embargo, creedme que si le Correspondant adoptara un carácter hostil, creería según las conveniencias jerárquicas apartarme de él por completo.
En el curso del mes de febrero, Federico y Amelia se mudan a un apartamento más espacioso que da a bonitos jardines, en la calle Garanciére, n.° 7. ¿Es tal vez la fatiga? A primeros de abril, Amelia tiene un nuevo aborto. Federico, menos inquieto, sin embargo, que el año anterior, no deja a su joven mujer. Este segundo fracaso en sus esperanzas losquebranta a los dos. La simpatía y la entrega de sus vecinos y amigos los sostienen y los consuelan. El señor Ampére ha venido tres veces; Madame Récamier ha enviado a sus criadas; el señor Ballanche, enfermo y casi recluido, se ha molestado en subir los cuatro pisos para abrazarlos.
En mayo, el señor Soulacroix pasa algún tiempo en París. Esta visita tan deseada ayudará a la convalecencia de Amelia y permitirá a Federico reanudar sus lecciones en la Sorbona y en Stanislas.
En esta época es cuando Ozanam pronunció en el Círculo católico’ una conferencia sobre Los deberes literarios del cristiano. Este círculo reunía a las personalidades más notables civiles y religiosas, a miembros del alto clero, a pares de Francia, a consejeros de Estado, a escritores, a artistas, a profesores y a un gran número de estudiantes. Por prudencia, y en vista de las cuestiones delicadas y bien enterado del Monopolio, antes de pronunciarlo somete su discurso a Monseñor el Arzobispo, quien lo aprueba. Después de la sesión, el prelado se apresura a felicitar y dar las gracias al joven profesor.
La conferencia aparece en el boletín del Círculo unos días más tarde. L’Univers se entera y se siente atacado. Veuillot responde al ataque en tono agresivo y, a propósito, omite la firma. El artículo lleva por título: De la moderación y del celo. Su transparencia no deja lugar a dudas; tan fácil resulta reconocer la garra del cachorro como dar un nombre a su víctima.
Ozanam se siente profundamente humillado por esta bofetada propinada por un colega a quien estima y quiere, sin compartir sus puntos de vista.
En los días siguientes, no obstante, Veuillot escribe una carta a su amigo excusándose; Ozanam le responde que es mejor olvidar lo antes posible este «disgusto de corazón» y le ofrece su perdón y afecto. El incidente no será obstáculo para que Veuillot vuelva a la carga, siempre bajo la óptica de una autodefensa muy legítima…
En el fondo, Ozanam y Veuillot se profesan mutua estima. Federico no se quedaba indiferente ante este católico impetuoso, brillante y sincero cuya fogosidad, según él, sobrepasaba a menudo la mesura. Veuillot, por su parte, admiraba a Ozanam, pero no podía perdonarle su moderación que no dudaba en calificar de debilidad. «No le gusta el combate», dirá de Federico. Con todas estas polémicas, Ozanam sigue preparando sus clases con paciencia y minuciosidad. La salud de Amelia progresa lentamente con ligeros accidentes que se cree son hemorragias. Los médicos aconsejan baños de mar a fin de acelerar su curación. Durante las vacaciones, Federico conduce a su joven mujer al Havre, a casa de unos amigos, y regresa a París para poner en orden sus asuntos. Utiliza en esta ocasión el ferrocarril Rouen París, cuyo nuevo tramo acaba de ser inaugurado. Amelia, según parece, experimenta un miedo espantoso hacia este extraño invento. Al llegar a la capital le escribe para tranquilizarla:
Ninguna desgracia ha venido a perturbar nuestra carrera. Únicamente se pregunta uno si no se puede inventar nada más raro que los procedimientos por los cuales se consigue colocar una diligencia sobre rieles […] y no existe nada más salvaje, más digno de un siglo de barbarie que estos ferrocarriles que no respetan ninguna de las cosas más bellas, ni valles, ni montañas, ni ríos, que lo llenan todo, atraviesan todo y que lanzan siempre derechos, siempre negros, de manera que esta bonita campiña de Rouen a París se convierte en lo más gris y monótono del mundo.
Ozanam vuelve pronto donde su bañista que se cansa pronto de estos ejercicios a los que no está acostumbrada. Federico está cada vez más enamorado de su Amelia y no deja de probárselo con toda clase de atenciones y delicadezas. Amelia, por su parte, ama lo suficiente a Federico para comprender que no es la única en compartir su vida; con toda lealtad, sacrificará una parte de su juventud a la obra de su marido. Le ayudará, le estimulará, le escuchará, copiará sus textos dado el caso. A ella se debe la iniciativa de instalar dos pupitres para que el trabajo no le resulte demasiado monótono, pero muy a menudo, Federico preparará sus lecciones y redactará sus artículos sobre una pequeña mesita de caoba, muy sencilla, donde se encuentra siempre el tintero, la pluma y el raspador. Amelia se interesa por todo lo que dice, todo lo que hace, le acompaña tanto a los salones como a los pobres. A veces, con todo, siente nostalgia de Lyon, su patria. «No me habléis de escribirme más que cada ocho días, declara a su madre, es demasiado tiempo. ¡Qué duro y difícil me resulta estar tan lejos de vos! Federico deja sus libros de vez en cuando para hablarme, pero se siente tan atareado y tiene tan pocas horas para prepararse que es poco y me quedan todavía largos momentos para pensar que estoy lejos de vos, de mi muy querido papá, de mis buenos hermanos».
Este retazo epistolar puede parecernos infantil, pero no olvidemos que Amelia tiene veintidós años mientras que Federico tiene casi treinta. En la correspondencia de Amelia con Federico, con sus padres o sus hermanos, descubrimos a una joven muy equilibrada, asombrosamente práctica, en absoluto intimidada por la erudición de su marido. Más mundana que Federico, se encontrará a sus anchas en los salones en los que se impone la presencia de la joven pareja, dado el contexto social que es el suyo.
Después de los baños de mar en el océano, Federico y Amelia se instalan en Lyon hasta acabar las vacaciones. Mientras la joven decide prolongar su estancia una semana, Federico regresa a París a primeros de octubre. Esta vez no está solo; se lleva consigo a su queridísima anciana «Guigui» y a otra criada, Mariana; las dos compartirán en adelante la vida de los Ozanam.
Federico escribe todos los días a su amada y le hace mil recomendaciones:
Por fin, harías bien antes de marchar en ir a ver al señor Jouf-froy por los dientes del fondo (Amelia tiene frecuentes dolores de muelas) y en hacerte cortar el pelo por Bretonville ya que no conoces aquí a ningún peluquero en quien tengas confianza. Pero ten cuidado de que no te lo deje demasiado corto y arréglate esa bonita cabellera, de manera que con la guirnalda de rosas, sigas tan encantadora este invierno.
Estos consejos prácticos muestran a la vez al marido orgulloso y atento y desmienten esa frasecita de Amelia a su madre: «Federico no sirve más que como abogado defensor, pero para lo demás está siempre en las nubes».
Antes de volver su mujer, Federico escribe a su amada por última vez. Hace balance de los dos años de vida conyugal y en un arranque de franqueza se acusa de no haber mejorado al contacto de su joven esposa y de no haberla hecho tan feliz como hubiera deseado. Lamenta su humor negro que ella trataba en vano de disipar; habla de su egoísmo, de su flojedad, de su carácter débil. Luego rinde honores a su compañera, alaba su comprensión, su valor.
Después de un análisis superficial de este período de vida común, añade: La verdad no necesita de mí, yo necesito de ella. La causa de la ciencia cristiana, la causa de la fe es aquella a la que yo me adhiero en el fondo de mi corazón; y por humilde que sea el modo como yo pueda servirla, daré por bien empleados los años que me quedan en la tierra.
Pide humildemente perdón a Amelia por sus faltas y caprichos. La carta es conmovedora tanto por la sinceridad como por la elevación de sentimientos. Ahí lo tenemos, lleno de resoluciones. Quiere hacer a su mujer todavía más feliz, distraerla más, concederle más tiempo.
¡Ven, amada mía, ángel mío, paloma mía, ven a mis brazos, contra mi corazón, ven a traerme el tuyo tan puro, tan generoso, ven y que Dios nos bendiga al ver que al cabo de dos años nos amamos mil veces más que el primer día!
En noviembre, Carlos y Alfonso llegan a París. El primero, que ha pasado con éxito el bachillerato en ciencias al principio del verano, comienza sus estudios de medicina y se quedará en casa de Federico, en una habitación pequeña que ha alquilado para él en el quinto piso. Y Alfonso es nombrado superior de la casa de los Maristas. El rector y la Sra. Soulacroix no desean otra cosa que venir a París con sus hijos. El Sr. Soulacroix ha solicitado al Ministerio de Instrucción Pública un puesto de jefe de sección en contabilidad. Fácil es imaginar de antemano cuántos pasos e intervenciones va a exigir un cambio así.
Ozanam sabe lo que puede representar para Amelia la presencia de sus padres y hermanos a su lado; por ello inicia a primeros de 1844 y a favor de su suegro una serie de trámites ante aquellos que, de cerca o de lejos, puedan apoyar la petición.
En el mes de julio, Amelia, a quien han aconsejado de nuevo los médicos una estancia a la orilla del mar, deja a disgusto a un Federico turbado por la muerte fortuita del profesor Fauriel a quien está supliendo. Ozanam tenía en gran estima a este hombre brillante y prudente a quien considera un sabio, y su dolor se acentúa al enterarse que ha muerto fuera de la Iglesia. Se lo cuenta a Amelia:
Este viaje al Pére-Lachaiser, los discursos pronunciados sin sacerdote en la tumba, toda la vana y fría pompa sin consuelo me había dejado en un estado de abatimiento que no había experimentado hacía largo tiempo.
La cátedra de Claude Fauriel se encuentra pues vacante. Se podría creer a primera vista que le corresponde a Ozanam, pero Federico no tiene más que treinta años; sus títulos son escasos y sus publicaciones restringidas. El ministro tiene la palabra. Varias personalidades bien documentadas son candidatos. Incluso se ofrece el puesto al profesor Jean-Jacques Ampáre que enseña en el Colegio de Francia. Éste lo rechaza en favor de Federico. Ozanam se siente muy conmovido por el gesto de su amigo; la partida no está ganada ni mucho menos. Hay que ver al ministro, luego a sus consejeros, hay que escribir, pedir audiencia, y una vez más hacerse valer. Para Federico, se trata de volver a las visitas que ha hecho unos meses antes en favor del señor Soulacroix, de volver a ver a los mismos personajes influyentes abogando esta vez por su propia causa. Proceso frustrante y penoso.
Ozanam se escapa de vez en cuando y vuela para abrazar a Amelia en Dieppe, pero regresa pronto a París donde le esperan las clases, sus obligaciones en la Sorbona y un trabajo que quiere se publique pronto: La historia literaria de Alemania.
Federico sigue fiel a sus cartas diarias y describe a su amada qué penosa le resulta la separación:
Esta casa a donde vuelvo sin oír tu dulce voz que me llamaba, este salón donde tu lugar está vacío, este piano silencioso. estos pajarillos del tejado esperando inútilmente tu bonita mano que les echaba migajas, todo me entristece, no puedo soportar estos largos días sin el tierno adiós de cada noche.
A la vuelta de vacaciones, Amelia hará sus propias visitas. El comienzo de las clases se acerca, y la incertidumbre es aguda. Es fácil imaginar el estado de alma de Federico. Escribe a sus amigos, les pide sus oraciones, pero acepta de buen grado todas las voluntades de la divina Providencia. Amelia le apoya y no pierde la esperanza. Se difunde la idea de que Federico pueda ser sólo «encargado de clase» a la espera de tiempos más propicios para el nombramiento; ello reduciría su paga a la mitad. Por fin, el 23 de noviembre, Federico es nombrado definitivamente profesor de literatura extranjera, tras las presentaciones unánimes de la facultad y del Consejo académico.
¡Qué maravilloso desenlace! Federico respira tranquilo por primera vez desde hace meses.
El año 1844 se acaba con regocijo y con promesa de regocijo. Amelia espera de nuevo un hijo.
Tan sólo una sombra en el cuadro: la llegada de los suegros a París está todavía unida a la incertidumbre de un nombramiento en suspenso…
Madeleine Des Riviéres
EDITORIAL CEME
SALAMANCA 1997