Para adelanto de la ciencia, Ozanam había pedido en su testamento, que se hiciera la autopsia de su cuerpo. No se descubrió rastro alguno de tuberculosis pulmonar, pero se constató que el riñón derecho había quedado casi completamente destruido por una inflamación lenta. A esta afección se atribuyó su muerte.
Después de embalsamarlo, se depositó el cuerpo de Ozanam en un féretro de plomo, y luego en otro de roble.
En el camino de regreso, se celebró un primer servicio fúnebre en Lyon, la ciudad que le era tan querida. Los funerales oficiales, sin embargo, tuvieron lugar en París, el 15 de setiembre, en la Iglesia Saint-Sulpice.
La noticia de la muerte de Ozanam se extendió por toda Francia como un reguero de pólvora, y una multitud inmensa compuesta de eminentes eclesiásticos, de obreros, de pobres, de sabios, de antiguos compañeros, de hombres políticos y de escritores, llenaban la nave. Fue Victor Le Clerc, decano de la facultad de letras, quien rindió homenaje aquel día al gran cristiano, al profesor extraordinario, al sabio historiador que había sido Ozanam.
En los meses que siguieron, innumerables testimonios llegaron a honrar su memoria. Pío IX mismo, Lacordaire, Montalembert, Jean-Jacques Ampére, Lamartine, Villemain, Caro, Cousin, fueron de los que, de forma emotiva, pusieron de manifiesto su bondad, su caridad, su tolerancia y su fe inquebrantable. «Ozanam, ¡cuánto lo queríamos!», dirá Renan, y Lacordaire a su vez: «no he visto nunca a Ozanam flaquear ante un deber, no he conocido nada más puro en toda mi vida».
Los restos de Federico habían sido colocados temporalmente en la cripta de la Iglesia de Saint-Sulpice, en espera de ser transportados al cementerio de Montparnasse; pero Ozanam fue inhumado en los Carmelitas. ¿Por qué en los Carmelitas? Porque Amelia lo quiso así.
Un día, poco antes del viaje de los Pirineos, cuenta ella, cuando ya sabía que su marido estaba gravemente enfermo, asistieron juntos a misa en la capilla de los Carmelitas, convertida en el monasterio de los Dominicos.
Esta vez, sin embargo, rota por el dolor, no se colocó al lado de su marido sino detrás de él, para que no se la viera llorar en silencio. Pedía y suplicaba al Señor que sanara a Federico; en el fondo de su corazón, ella sabía que sus deseos no serían oídos.
La misa iba a concluir, había que salir de esta angustia indescriptible, hice un esfuerzo para levantarme y, al levantar la vista hacia la derecha, en una capilla, entonces la de los ángeles guardianes, me pareció ver, no, ví escrito en el muro izquierdo de esta capilla: aquí reposa Antonio Federico Ozanam. Estas palabras nada añadieron a mi confusión, era como la confirmación de mi desgracia entrevista con tanta claridad, y no me vino el pensamiento ni en ese instante, ni después, de que tuviera que llevar un día allí sus queridos restos…
En el momento de trasladar los restos de Ozanam al cementerio de Montparnasse, Amelia se opuso a ello. Sus cuñados, su madre, nadie pudo hacerla entrar en razón. Se fue a los Carmelitas y comunicó al Prior su deseo de ver a su querido Federico inhumado bajo la Iglesia que había visitado tan a menudo. El P. Aussant encontró la idea feliz, pero advirtió a la joven señora que se enfrentaría a numerosas dificultades. Se procuró la ayuda del P. Lacordaire. La autorización de depósito se había concedido para Saint-Sulpice, había que conseguir cambiarla para los Carmelitas. Un cúmulo de circunstancias vino a favorecer a Amelia, y, a primeros de octubre, en el mayor secreto, a las cuatro de la mañana, el ataúd de Ozanam fue trasladado a la cripta de la iglesia de los Carmelitas.
«Entonces sentí que allí descansaría», dijo, y le volvió la paz. Fue necesario a continuación solicitar una entrevista al ministro de los Cultos y al Arzobispo de París para asegurarse de que todo estaba en regla. ¡Ozanam estaba por fin en los Carmelitas!
La Regla de los Dominicos prohibía, sin embargo, a Amelia bajar a la cripta. Por un tragaluz se dio cuenta de que su marido descansaba precisamente debajo de la capilla de los Santos Ángeles donde, dieciocho meses antes, había visto ella esta inscripción: Aquí descansa Antonio Federico Ozanam. Esta coincidencia la emocionó profundamente.
En 1855, a propósito de una peregrinación a Roma, Amelia obtuvo de Pío IX el permiso de llegar a la cripta por el jardín. Más tarde, mandó adornar la tumba y grabar una inscripción.
Durante mucho tiempo, paseando bajo las arcadas del claustro los monjes vieron, casi a diario, a Amelia y a María, con los brazos cargados de flores, atravesar discretamente el patio interior, bajar unos peldaños, y luego desaparecer…
Federico Ozanam sigue reposando en la cripta de la iglesia de los Carmelitas, en el Instituto católico de París.







