La pequeña Sociedad crecía de forma asombrosa; en febrero de 1835, contaba con cerca de sesenta miembros. En los meses anteriores, más exactamente el 31 de diciembre, se había tratado en vano de dividirla en secciones, según los deseos fervientes de Ozanam. La reunión había sido tumultosa. Se habían formado facciones; los había partidarios de la unión indefectible y los que preconizaban una subdivisión en favor de una acción más eficaz.
El pequeño anfiteatro de l’Univers resultaba insuficiente; la repartición de los bonos ocupaba a decir verdad la mayor parte de la reunión; por lo que era casi imposible dar a las sesiones la dimensión espiritual que habían tenido hasta entonces. Federico se sentía desolado. «Perdemos en intensidad lo que ganamos en extensión», confiaba a su amigo Curnier.
Aunque el bueno de Bailly seguía presidiendo las asambleas con celo y entusiasmo, se perdía el tiempo en discutir, y Federico temía que con tal número no se pudiese dedicar ya la misma importancia a los problemas particulares de los necesitados. Se pronunciaba abiertamente a favor de una subdivisión y veía con buenos ojos la fundación de nuevas conferencias, a condición de que conservaran contacto seguido con los obreros de primera hora.
Aquella tarde, Ozanam defendió su punto de vista con ardor. Cada uno se aferraba a su opinión. La Perriére no estaba de acuerdo y encontraba las palabras para decirlo; había que verle inflamarse a su vez, con la cara enrojecida y los cabellos revueltos. Le Taillandier, que temía ver alejarse a sus mejores amigos, lloraba calladamente con el pañuelo en la mano. Devaux, Lallier, Lamache apoyaban a Federico y adelantaban la idea de una caridad más amplia, más irradiante. Los nuevos se contentaban con escuchar.
Estamos a 31 de diciembre, y Bailly, deseando que el año acabe en paz y armonía, propone dejar para más tarde la decisión final. «Cuando los espíritus se calmen resultará más fácil zanjar la cuestión», les decía.
Las doce campanadas de media noche saludan el año nuevo. Ozanam y La Perriére se levantan y se dan el abrazo felicitándose. Los demás los imitan. La atmósfera se torna otra vez amistosa y jovial.
Bailly ofreció un segundo local, vecino al lugar de las sesiones habituales, a fin de facilitar la distribución de los bonos, pero en las semanas siguientes se constató que, una vez provistos de los bonos, los estudiantes se dirigían al anfiteatro a reunirse con sus consocios.
Meses más tarde, en abril, la Sociedad con la llegada de una docena de nuevos miembros decidió por fin escindirse y fundar una segunda Conferencia de caridad en París, la de la Parroquia de Saint-Sulpice, presidida por Jules de Maubout, un colega de Ozanam. Casi a la vez llegó la tercera y cuarta Conferencia, que son las de Saint-Philippe de Roule y de Notre-Dame-de-Bonne-Nouvelle. Las relaciones mutuas eran frecuentes con el fin de preservar la unidad y el espíritu de los comienzos.
Los hechos vinieron a confirmar que Federico tenía razón, ya que el día en que la Conferencia de caridad decidió ramificarse, la Sociedad recibió, al parecer, un impulso nuevo.
A fines de 1835, Francisco Lallier, secretario por entonces de la Conferencia madre, redactó, con ayuda de Bailly y de Ozanam, los artículos de la primera regla de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Claro que la pequeña Sociedad no era la única en practicar la caridad. Todas las obras de Monseñor Borderie fundadas antes de 1830 seguían funcionando como podían en la clandestinidad para no herir la susceptibilidad del Estado y del ciudadano rey. Sor Rosalía, a su vez, trabajaba en el barrio Mouffetard y distribuía víveres. Había abierto hacía poco un dispensario gratuito, una cuna y un asilo de ancianos. Los fondos provenían de la generosidad de particulares. Armando de Melun, apóstol laico, unía la caridad con la fe. Había fundado la obra de San Francisco Javier que tenía por objeto regularizar las uniones libres por matrimonios religiosos. Sin embargo, la Conferencia de caridad tenía algo de particular que era ser una organización estudiantil y laica. A pesar de la sencillez de sus estructuras, se había extendido tan rápidamente que había producido admiración hasta a sus propios fundadores. Veían en ella, por otra parte, una manifestación clara de los designios de la Providencia.
Tal vez sea algo temerario pretender que Ozanam reinventó la caridad, como nos complacemos en decirlo en la introducción de este libro, pero no se puede negar que la fórmula era nueva; los estudiantes, una vez concluidos sus estudios, se reunían de forma creciente y sentían la necesidad de fundar a su vez una Conferencia de caridad en su ciudad respectiva. Ozanam por otra parte los comprometía a ello procurando animarlos y conservar con ellos un contacto epistolar. Esta difusión permitió a la Sociedad «rodear el mundo con una inmensa red de caridad», según el deseo expresado por Ozanam mismo cuando aún no tenía veinte años.
Las conferencias progresaban y se extendían a la par que Federico franqueaba, no sin esfuerzo, las rudas etapas del saber.
En abril de 1835, se siente feliz de anunciar a sus padres su nuevo título de licenciado en letras. En agosto del mismo año, obtiene su licenciatura en derecho. Los resultados son honoríficos, pero menos espectaculares que los del examen de letras. ¿No era de esperar?
«¡Con tal de que papá esté contento!, escribe a sus padres. Confieso que he sentido miedo por él; este pobre padre me ha dado no obstante su palabra de no reñirme y en verdad se equivocaría porque he trabajado bien y no he quedado demasiado mal». Las palabras de Federico nos parecen hoy del todo pueriles para venir de un joven de veintidós años, pero es preciso recordar con qué afecto rodea Ozanam a sus padres y cuánto desea no decepcionarlos.
Durante la primavera, María Ozanam había estado gravemente enferma, y Juan Antonio, para no inquietar a Federico, se lo había ocultado. Éste se sintió afligido y advirtió a su familia que en adelante se le tuviera informado. María había recuperado poco a poco las fuerzas, pero seguía frágil, vulnerable. ¡Cuál no fue la inquietud de Federico al enterarse, unos días antes de llegar a Lyon, que el cólera estaba a las puertas de la ciudad!
El viaje de vuelta fue trabajoso y largo. Federico quería llegar a los suyos para el cumpleaños de su madre, el quince de agosto. Aquel día, domingo, se detuvo en Macon para oír misa, pero desgraciadamente perdió la diligencia y tuvo que hacer a pie el resto del trayecto. El camino era polvoriento, el calor agobiante, y el joven cansado ya por las arduas vigilias que habían precedido a sus exámenes, había perdido su resistencia habitual. A algunas leguas de su destino, encontró a un viejo cochero quien aceptó conducirlo a casa a donde llegó a las ocho de la tarde. Se adivina el regocijo de la familia, reunida para celebrar el cumpleaños de María, al ver entrar por fin al visitante tan esperado. Federico rodeó a su madre con un abrazo afectuoso, después la apartó para observarla mejor… La sonrisa iluminaba todavía el bello rostro pálido y delgado pero la vivacidad de la mirada parecía haber desaparecido. Una sensibilidad enfermiza había reemplazado la firmeza del carácter; algo la apenaba, y no obstante María se empeñaba, a pesar de todo, en visitar a sus pobres y entregarse a sus obras más queridas. Guigui la «reñía», para emplear la misma expresión de Federico, sin lograr que se mostrara más razonable.
El terror reinaba en Lyon a causa del cólera. Las visitas habían cesado; todo el mundo se quedaba en casa por pruden cia. Con todo, se organizó una gran procesión hasta el santuario de Notre-Dame de Fourviére para implorar la protección de la Virgen. Un inmenso gentío ascendió la colina, cantando himnos y cánticos. Se celebró el santo Sacrificio en el exterior, en una atmósfera de fe ardiente y de piedad. Dios, por la mediación de su Santa Madre, Notre-Dame de Fourviére, se dignó escuchar y perdonó milagrosamente a la ciudad.
Aquel verano, Alfonso, ya sacerdote, pasó varias semanas en casa. Federico, quien atravesaba períodos de melancolía, encontraba junto a su hermano mayor consuelo y sosiego. Ozanam se afianzaba cada vez más en las revistas y periódicos como laico y cristiano comprometido. Alguien dijo de él: «Ozanam no fue ni liberal ni socialista». A la luz de sus escritos y de su obra en general, se nos presenta, por el contrario, como un espíritu abierto, muy preocupado por los problemas sociales. La importancia que atribuyó a la mejora de las condiciones de los obreros, el celo que desplegó para sensibilizar a los ricos y a los políticos en la ola de descontento y de revuelta que agitaba a las masas populares, y, así lo veremos más tarde, las tomas de posición bien definidas y valientes en l’Ére nouvelle en favor de los desfavorecidos nos lo muestran, si no como hombre de izquierda, al menos como vanguardista de ideas socializantes, cuya sinceridad no deja lugar a dudas. Llegaremos a decir incluso que sus ideas, las de Buchez y de Armando de Melun echaron las bases de la doctrina social de la Iglesia.
El compromiso de los laicos, al contrario de lo que se puede imaginar, estaba mal visto en el siglo XIX, incluso en el mundo religioso, dividido entre el viejo regalismo y la ascensión republicana. Ozanam sostuvo con valor la lucha y se mantuvo fiel a sus ideas.
En el mes de setiembre, Federico emprende a pie con su hermano Alfonso una gira de más de doscientos kilómetros por los Alpes. Visitará la Grande Chartreuse, cabeza de la Orden fundada por San Bruno, y una parte del Delfinado. Ozanam dejará sin mencionar muchos de estos viajes con Alfonso.
De regreso, una carta le anuncia el matrimonio cercano de su amigo Curnier. Federico se apresura a responderle para notificarle su alegría. «Al entregar vuestro amor a una persona que os será tan cara, le escribe, no se lo quitéis a los pobres y desdichados a quienes habéis querido primero. El amor tiene en esto algo de la naturaleza divina, que se da sin empobrecerse, que se comunica sin dividirse, que se multiplica, que está presente en varios lugares a la vez y al que su intensidad acrecienta a medida que gana en extensión». Luego Federico confía a su amigo que el amor es una lengua que no conoce. «Aunque mi edad sea la de las pasiones (tiene 22 años), yo apenas he sentido los primeros atisbos», prosigue. Ozanam confiesa, sin embargo, que siente un sentimiento nuevo que no pueden satisfacer ni la amistad, ni el estudio. «¿Quién vendrá a llenarlo? ¿Será Dios? ¿Será una criatura?»
Federico desea que esta «criatura» tarde en presentarse con el fin de tener tiempo para hacerse digno. «Ruego que se presente con un alma excelente, que traiga una gran virtud,
que valga mucho más que yo, que me eleve a lo alto, que no me deje descender, que sea generosa porque yo soy pusilánime a veces, que sea fervorosa porque yo soy tan tibio en las cosas de Dios, que sea compasiva por fin para que no tenga que avergonzarme ante ella por mi inferioridad. Estos son mis deseos, estos mis sueños; pero según os he dicho, no hay cosa más impenetrable que mi propio porvenir».
Ozanam, según se ve, abriga todavía vivas inquietudes en lo que se refiere a su vocación. Se pregunta a dónde lo conducirán los caminos que ha emprendido. Se resigna a seguir los caminos que Dios le ha trazado, pero ¿dónde está ese camino? «Desearía que el día sucediera a este crepúsculo nebuloso por el que avanzo envuelto sin saber en qué piedra apoyo mi pie, ni hacia qué meta se dirige mi carrera», escribe a Dufieux, amigo de Lyon72.
A finales del año 1835, Ozanam más tranquilo por la salud de su madre, regresa a París para recibir los grados de doctor en derecho y de doctor en letras, etapa suprema y coronación de sus largos estudios. Sabe de antemano cuántos esfuerzos continuos, veladas prolongadas y últimas renuncias le va a costar la prosecución de sus objetivos; respondiendo a las aspiraciones profundas de su corazón de cristiano se entrega una vez más en manos de la Providencia.