Nuevas fundaciones

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez · Año publicación original: 1995 · Fuente: CEME.
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La Compañía se extendía como un fuego prendido en los matorrales. Las jóvenes lle­gaban de todos los lugares. A Luisa, de golpe, se le echaron encima las nuevas fundacio­nes: Sedan, Fontenay-aux-Roses, Nateuil-le-Haudouin, Liancourt, Issy, Saint-Denis, Ser­queux, Maule, Crespiéres, Le Mans, Nantes, Fonteinebleau, Chantilly, Montreuil-sur-Mer, Chars y Valpuisseaux. ¡Dieciocho fundaciones, además de París, Saint-Germain-en-Laye, de Richelieu y Angers! Las Hijas de la Caridad se extendieron por el norte de Francia, desde la frontera belga hasta el Océano Atlántico y el Mar del Norte.

Los eclesiásticos pedían Hijas de la Caridad para sus parroquias y las señoras caste­llanas, —frecuentemente Damas de la Caridad— para sus territorios. Lo más común era que se encargaran de los pobres enfermos y de llevar una escuela para niñas. La misma reina Ana de Austria las pidió para Fontainebleau, y los nobles para Chantilly. Se propa­gaban con la misma rapidez con que se difundía la noticia de su servicio. Fue entonces cuando Luisa comenzó a preocuparse por la necesidad de jóvenes y la urgencia de en­contrarlas.

El Dios providente, al que tanto sentía Luisa, le indicaría a través de los signos de los tiempos o de los acontecimientos de cada fundación, cómo quería que fuera la Compañía. Cada nueva fundación era un libro donde Dios escribía las nuevas estructuras que nece­sitaba la Compañía.

Sedán

En octubre de 1640, la duquesa de Bouillon pidió a Vicente de Paúl, Hijas de la Cari­dad para su ciudad de Sedan. Vicente aceptó, a pesar de la sangría que había supuesto el envío a Angers y a la casa de los niños abandonados. De nuevo, se manifestó una cons­tante: el peso recaía siempre sobre Luisa de Marillac. «Aquí, tiene una carta —le escribió San Vicente— que me ha escrito un buen eclesiástico desde Sedan. Vea usted si le pode­mos enviar una excelente Hermana». Por el cariño que tenía a su director, más cargado de trabajo aún que ella, por el amor a los pobres y por la ilusión de ver tan solicitadas a sus hijas, se esforzó en buscar una Hermana excelente, pero no la encontró. Cuatro días más urde, el superior insistía: «LA quién destina para Sedan? Me urgen el envío de una Her­mana». Pero Luisa no veía apropiada a ninguna de las que podía disponer. Así, pasaron las navidades. En enero, el superior volvió a insistir: «lo más urgente es la Hermana para Sedan»; y en febrero: «Me da vergüenza pensar en los muchos días que llevamos de retraso en contra de lo prometido a esa buena señora»».

¿Por qué tanto interés en enviar a una Hija de la Caridad hasta Sedan, a cientos de ki­lómetros de París? ¿Y por qué tanto empeño en Luisa por encontrar a una Hermana de to­da garantía, hasta llegar a retrasarse varios meses? Vicente de Paúl adujo el motivo de que se «trataba de una cristiandad nueva». «El señor duque y la señora duquesa —decía el san­to— son católicos desde hace poco. Hace noventa años, la herejía estableció su trono en este principado» (II, c.512).

Seguramente, éste fue el principal motivo. Era una gran oportunidad para dar vida al Reino de Dios entre los pobres de aquella ciudad. Sedan era la gran metrópolis del pro­testantismo desde 1562, cuando su príncipe Enrique Roberto de la Mark abrazó la refor­ma. A Sedan, acudían los protestantes huidos de otros lugares; a su universidad, se la mi­raba como el foco de la intelectualidad protestante. La Hija de la Caridad que fuera allá sería el espejo del catolicismo y de la Compañía. Luisa buscaba a una representante o de­legada de quien pudiera fiarse plenamente.

Es posible, sólo posible, sin más, que también influyera que Sedan pertenecía a la po­derosa familia de La Tour d’Auvergne, vizcondes de Turena, príncipes y duques de Boui­llon. El duque convertido al catolicismo, Federico Mauricio, era el hermano mayor del re­nombrado mariscal Turena. Federico Mauricio se había casado por amor y contra el pa­recer de su familia con Leonor Catalina de Berg, católica sincera. Logró convertir a su es­poso y llegó a ser Dama de la Caridad del Gran Hospital de París.

Ciertamente, no influyó la importancia política: Sedan era una ciudad extranjera para los franceses. Los duques de Bouillon ejercían una autoridad soberana y trataban de igual a igual al rey de Francia. Richelieu la ambicionaba por su situación estratégica: plaza fuer­te en la frontera con el imperio austríaco-alemán. Implicado el duque en la conspiración de Cinq-Mars, sólo logró la libertad en 1642, entregando Sedan a Francia.

Ante tantas circunstancias o motivos, no es extraño que Vicente de Paúl insinuase a Luisa por dos veces que tal vez podría ir ella a comenzar la obra. Si no la quiso enviar, se debió al miedo de hacerla viajar en invierno, «exponiéndola a tantos peligros en seme­jante estación». Luisa de Marillac se fijó en María Joly; con ella, había comenzado la Com­pañía el 29 de noviembre de 1633 y, por entonces, cuando Luisa se ausentaba, le confia­ba el cuidado de sus compañeras en el Gran Hospital. En 1641, atendía a los pobres de la parroquia de San German l’Auxerrois, la parroquia de la Corte, —curiosidad de la histo­ria: de esta Caridad, será presidenta una señorita Bouillon— María era una trabajadora in­cansable. Como era costumbre entre las Hijas de la Caridad, cuando terminaba el servicio a los pobres, lavaba ropa para otros y así ganaba con qué vivir sin ser gravosa a los po­bres. En esos meses, había ahorrado nada menos que sesenta libras para pagar el viaje a su nuevo destino.

Las señoras de la Caridad de San Germán le dijeron a Luisa rotundamente que no de­jaban marchar a María si no les enviaba a otra joven parecida. A pesar de las protestas, Lui­sa llamó a María y la encontró «llena de buena voluntad.., un poco cansada del trabajo que había tenido… y con mucho miedo de marcharse totalmente sola» a un país tan lejano. Lui­sa, de 50 años, sintió pena de aquella mujer que había acogido hacía siete años y a la que quería como a una hija. La señorita Le Gras era femenina y conocía la sicología de las mu­jeres: sabía la soledad que sufriría una aldeana que apenas había salido de París. Le daban miedo los peligros que podría correr por aquellos caminos hasta la frontera francesa, don­de se desarrollaban las grandes batallas de la guerra. Todo se lo expuso a Vicente de Paúl:

«Tenemos aquí a nuestra buena María… Tiene mucho miedo de marcharse so­la y de no poder vivir con sus Hermanas; pero esto de tal buena manera que lo ha­ce sin murmurar y sin que la lleve a oponerse a la obediencia. Ella tan sólo mani­fiesta su temor.

Pero yo soy menos buena, porque la determinación que me parece que usted había tomado de jamás enviar [a una Hermana] sola, se me grabó tan fuertemente en el alma que me parece necesario enviar a alguna otra con ella. Ella puede caer enferma en el camino, o estando allí, puede encontrarse con malas personas que juzguen mal de ella y le den un disgusto. Además, como no somos insensibles, y no es poco que estas buenas chicas dejen todo, les puede asaltar la tristeza y, al no poder desahogarse, hay que temer el desaliento, y aun temo que esto perjudique a las otras, que digan que no nos preocupamos mucho de las Hermanas, ya que se las deja ir totalmente solas. Todas estas razones, señor, me obligan a tomarme la libertad de suplicarle que piense en ello y en si hay algún medio de que ella sirva de ejemplo a las otras para animarlas» (c.45).

San Vicente aprobó la idea. Como María no sabía leer, se le dio una compañera que pu­diera llevar la escuela; como era de carácter decidido y fuerte, su compañera sería de tem­peramento dócil. Con las sesenta libras en oro, escondidas en una parte de su hábito y con unas cartas del señor Vicente para la señora duquesa y para un capuchino, salieron el 12 de febrero de 1641, camino de Sedan. Vicente de Paúl no pudo despedirlas, como quería y era costumbre: «He mandado reservar y pagar dos plazas en el coche de Sedan que sale mañana a las diez. Tenga preparadas a las Hermanas para salir a las nueve, por favor. Sien­to mucho no poder verlas; dígales que las veré con los ojos del alma y que mañana, con la gracia de Dios, espero decir la misa por su intención» (II, c.535). Se fueron con la pena de no recibir la bendición del santo, aunque llevaron el abrazo de Luisa y de sus compañeras.

En agosto, Luisa recibió carta de Sedan y, alborozada, se lo comunicó al superior: «Les he leído a las Hermanas todo lo que les podía enardecer con su ejemplo; me parecía que estaban como se dice que están los soldados, cuando oyen la alarma, principalmente Sor Enriqueta»(c.56). Al cabo de unos meses, Sor Claudia, apocada, no podía seguir el ritmo exigente de Sor María y, acomplejada, pidió volver a París. Se la cambió por Sor Gilita, la hermana tartamuda de María. Sor María era emprendedora y con el tiempo compren­dió que el dinero se gastaba y había que pedirlo continuamente. Tomó una decisión arries­gada: crear una pequeña granja de tres vacas, unas gallinas y —con gracejo se lo dice a la señorita Le Gras—, «no le desagrade, dos cerdos» para ayudar a los «pobres pueblos arruinados». El dinero le llegó «por la gracia de Dios» (D 544).

Después de Sedan, la presencia de las Hijas de la Caridad se fue extendiendo por el mapa de Francia. Luisa examinaba cada fundación, analizaba sus percances alegres o tris­tes y anotaba en su mente detallista los resultados positivos que podían completar el en­tramado de la Compañía. Cada lugar y cada situación servían para llevarla a la madurez.

Liancourt, Fontenay-aux-Roses, Nanteuil-le-Haudoin, Issy

Por los mismos meses en que Vicente de Paúl apremiaba a Luisa para que enviara a Sedan a una Hija de la Caridad de garantía, Juana de Schomberg, Señora de Liancourt, pi­dió Hijas de la Caridad para la Caridad que había fundado cinco años antes en su ciudad, cuando Sor Genoveva estuvo allí por un tiempo. Luisa no podía negar Hermanas a su ami­ga. Las dos amigas se estimaban y se querían. La marquesa, luego duquesa, buscaba conversar con la santa: «No tengo tiempo nada más que para decirle que estoy ansiosa de ir a verla y que será lo más pronto que pueda, pues apenas tengo mayor contento que el de conversar con usted. Créame, querida amiga, que soy toda de usted. Juana de Schomberg» (D 180). Y Luisa, en algunas épocas, fue a descansar a su castillo de Liancourt.

Juana de Schomberg era una mujer singular. Tallement de Réaux la describe «muy mo­rena pero agradabilísima, profundamente espiritual y muy alegre». A los 17 años, su pa­dre la obligó a casarse con Francisco Cossé, conde y luego duque de Brissac, «estúpido y feo» pero riquísimo. Juana, enamorada del marqués de Liancourt, no concedió nada a su marido ni se acostó más con él. Al poco tiempo, logró la nulidad del matrimonio y, dos años después, se casó con Rogers Plessis de Liancourt. La gente murmuró de la nulidad; todavía en 1632, se criticaba el motivo, insuficiente para romper un matrimonio, decían. Durante bastantes años, fue feliz y ambiciosa. Sin embargo, su único hijo, Enrique du Ples­sis, murió el 13 de agosto de 1646, a los 21 años, en el sitio de Mardyck, y desde enton­ces revivió en ella la nulidad como una especie de castigo divino. Poco a poco, su vida caminó hacia el rigorismo jansenista. Cuando se casó con el marqués —en 1643 duque de La Roche—Guyon y en 1648 de Liancourt— Juana era piadosa sin llegar a devota, si­guiendo la moda o acaso por convicción, tenía director espiritual, un jesuita. Su esposo era un «libertino», pero Juana logró convertirlo: perteneció a la Compañía del Santísimo Sacramento y formó parte de la Junta parroquial de San Sulpicio, siendo párroco el señor Olier.

Al poco tiempo de casarse, compraron el palacio de Bouillon, lo derribaron y cons­truyeron el fantástico palacio de Liancourt, justamente en los terrenos de los jardines de la Reina Margot, que tantas veces había frecuentado San Vicente cuando era uno de sus capellanes. Juana poseía un gusto artístico exquisito. Embelleció el castillo y los jardines de Liancourt-les-Belles-Eaux, que tan agradablemente impresionaron a Teófilo de Viau y a cuantos los visitaban.

Entre 1640 y 1641, Luisa accedió, ciertamente con la aprobación del superior Vicen­te, a enviar Hijas de la Caridad a Liancourt. En los primeros años, la comunidad no cau­só problemas. Acaso por devoción o por sentimientos de cuna, la duquesa se interesaba por los pobres y ayudó a las Hermanas a vivir unidas y entregadas al servicio.

En Liancourt, la Compañía experimentó un nuevo método de trabajo: centrar la co­munidad en un pueblo grande, Liancourt, y desde allí dirigirse periódicamente a atender a los pobres de otros pueblos o aldeas vecinas: Labruyére, Rautigny, Gauffry.

Luisa no descansaba. Apenas habían salido para Sedan, María y su compañera y las otras Hermanas habían llegado a Liancourt, cuando pidieron Hijas de la Caridad desde Fontenay-aux-Roses. Instalada ya en la nueva Casa de San Lorenzo, buscó Hermanas apropiadas. En octubre de 1641, ya estaban en este pueblo pequeño y campesino, apenas a 10 kilómetros al sur de París, famoso por sus rosas de color bermellón. Su secularidad y la manera sacrificada de servir asombraron a los sencillos aldeanos. Vicente de Paúl le contó a Luisa que «un hombre le había dicho maravillas en alabanza de sus pobres Her­manas» (II, c.568).

También en Fontenay, la Providencia habló a la senorita Le Gras. Le recordó que es­tas jóvenes no vivían en un convento, que andaban por las calles y visitaban a los enfer­mos en sus casas y, cosa natural, que se relacionaban con seglares. Luisa sabía que tenía que ser así y descubrió el gran peligro: la gente se encariñaba con las Hermanas o ellas quedaban atrapadas en los pobres, en las familias, en las instituciones y en el lugar. Es lo que sucedió a la vivaracha Ana, a la que no podían destinar por la oposición de los vecinos. Peor era que Sor Ana lo fomentaba. Joven atrevida y muy activa, maquinó hasta com­prometer peligrosamente la permanencia de la obra; hubo amenaza de pleito entre el al­bacea y los herederos de la fundación. Al menos, Sor Ana no lo impidió. Intrigó para que no se la destinase e implicó al mismo párroco. Hubo que enviar al P. Du Coudray a paci­ficar la situación. Luisa exigió obediencia a Sor Ana, la mandó hacer los Ejercicios y la destinó a Nanteuil. Por fin, la díscola joven obedeció. Luisa se tranquilizó y, sin poder con­tener la emoción, se lo contó a Sor Juana Lepeintre: «Sor Ana de Fontenay nos ha dado todas las muestras posibles de pesar por su tardanza en obedecer, ha hecho ejercicios y se halla más que nunca en el deseo de vivir y morir Hija de la Caridad. Ha salido con Sor Juana Dalmagne para ir a enseñar a Nanteuil» (c.75). Esto sucedía en el verano de 1642.

Nanteuil-le-Haudoin, a donde iban Sor Ana y Sor Juana, era una de las posesiones de Margarita de Gondi, marquesa de Maignelay y hermana de Felipe Manuel de Gondi, an­tiguo general de las galeras, cuando Vicente de Paúl servía en su casa. Era, igualmente, hermana de Juana de Gondi, abadesa del convento de las dominicas de Poissy, cuando la pequeña Luisa era una pensionista. La Marquesa de Maignelay era una devota entregada al servicio de los pobres. En 1640, había pedido Hijas de la Caridad para atender un hos­pital y una escuela en sus territorios, pero tuvo que esperar, por escasez de Hermanas.

En octubre de 1641, llegaron, por fin, dos Hijas de la Caridad a Nanteuil-le-Haudoin. Al año siguiente, destinaron allá a Sor Ana y a Sor Juana con idea de sacar a una de las otras dos. En Nanteuil, Luisa comprobó la clase excepcional que constituía el armazón de sus hijas. Lo experimentó, risueña, leyendo la carta que, tan pronto como llegaron, le es­cribió Sor Ana, la misma que en Fontenay le causó algunos disgustos:

«Por el camino, fui invadida de una gran tristeza, tanto por verme alejada de usted, como por ir a un país donde no conocía a nadie. Pero de pronto, me vino al pensamiento la prontitud de la Madre de Dios en su huida a Egipto. Ella no se pre­guntó si hacía bien o mal; marcha sin replicar y con el apoyo de la divina Provi­dencia. Hice, pues, resolución de imitarla en esta acción… Ciertamente, recibí mu­cho consuelo… Dios mío, qué confusión recibí en mí misma. Hice la resolución de no apegarme a nada que alguna vez me pudiera alejar de mi santa vocación… Sor Juana la saluda, lo mismo que yo. Adiós, queridísima madre, la abrazo de todo co­razón y soy su pobre hija» (D 362).

Sor Ana, al menos, entendía de santidad, pensó Luisa. Su compañera Juana se apelli­daba Dalmagne. Cuando murió en 1644 y Luisa escuchó las alabanzas que le dirigían sus Hermanas, supo que había tenido entre sus hijas a una santa. Era estremecedor escuchar a Sor Ana cómo Sor Juana iba dos veces al día a curar y limpiar las llagas a una mujer es­crofulosa, abandonada de todos, hasta de su madre, porque no podían soportar el hedor que despedían las llagas. Luisa se emocionó al oír que puso en práctica lo que ella les en­señaba: que el pan duro lo comieran las Hermanas y el tierno se lo dieran a los pobres, pues «no hay que dar a Dios nada más que lo bueno». Sus compañeras contaron que ha­bía hecho hasta el milagro de curar a una muchacha. Sor Ana sí consideró un milagro la paz que le sobrevino por influjo de sus oraciones. Y Luisa se convenció definitivamente de que fue una santa, cuando Sor Ana, arrepentida, confesó que «un día, al saber que al­unas personas ricas se habían eximido de los impuestos, para cargar a los pobres, [Sor nana] les dijo con toda libertad que eso era contra la justicia y que Dios haría justicia de esas extorsiones. Y como yo [Sor Ana] le hiciese advertir que hablaba con mucho atrevi­miento, me contestó que, cuando se trataba de la gloria de Dios y del bien de los pobres, no había que tener miedo a decir la verdad».

A Sor Juana, enferma, la trajeron a morir a la Casa. Aquí, edificó por la paciencia con la que soportó los dolores de su larga enfermedad, pidiendo que se cumpliese la voluntad de Dios. Tan sólo tenía 33 años cuando murió, el 25 de marzo de 1644, aniversario de sus votos.

Pero en Nanteuil, Luisa comprendió igualmente que sus hijas eran también pecadoras. Con gracejo se lo contaba la pícara Sor Ana:

«Sor Margarita [que debía volver destinada a París] nos ha dejado todo lo que no quería, aunque es muy cómodo para vendas, y una camisa para trapos, y todo por viejo. Dios ha querido que no tuviésemos dinero, pues hubiera sido necesario dárselo. Si hubiésemos encontrado una bolsa, habríamos metido en ella su parte de pan y de harina, junto con dos o tres ovillos de hilo… Cuando fue a dar sus adio­ses [a los vecinos] le cogimos un trozo pequeño de tela de sarga para rehacer nues­tras cosas, un patrón de puntilla de seis dientes y otro de encaje y una trenza de pe­lo. Estábamos tres, una en la puerta, otra en la ventana para hacer de vigilante y la otra lo cogía. Le ruego que nos diga quién de las tres es la más culpable» (D. 362) De Issy, en las afueras de París, al sur, Luisa aprendió a no fiarse de las promesas da­das de palabra. Las Hijas de la Caridad fueron a Issy en 1642, pero Luisa las retiró hacia 1649. La señorita de Montdesir y el sacerdote que las habían pedido no se preocuparon de ellas. Les daban tan poco para vivir que apenas les llegaba para comer. Retiradas las Hermanas, la señorita de Montdesir intentó engañar a Sor Nicolasa para que volviera a Issy sin que se quitara «ni el hábito ni la toca y, así, siempre sería como una Hija de la Caridad».

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