Comentario a «Nostra Aetate»
Autor: José Miguel Arráiz
La declaración Nostra Aetate es la declaración conciliar que aborda las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, y es por tanto considerada la brújula del diálogo interreligioso. A pesar de ser el documento más breve del Concilio fue uno de los más ardorosamente discutidos. El Papa Pablo VI la promulgó oficialmente el 28 de Octubre de 1965 con un resultado de 2221 placet, 88 non placet y 3 votos nulos.
La declaración no se propone exponer la visión teológica católica sobre las religiones no cristianas (52). Los principios doctrinales en que se fundamenta, han de buscarse, más bien, en el capítulo 2 de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia (53). Tampoco es su propósito hacer una descripción completa y detallada de las religiones a las que se refiere. Su finalidad es básicamente de índole práctico o pastoral. Se trata principalmente de demostrar lo que los hombres de distintas religiones tienen en común para promover el diálogo y la colaboración entre todos.
Esto no hace sin embargo, que el texto pierda importancia, ya que como subrayaba el cardenal Agustín Bea (54), ésta es la primera vez en la historia de la Iglesia que un Concilio expone tan solemnemente unos principios a este respecto.
Composición
Está compuesta por un proemio y tres secciones donde se abordan:
* Las diversas religiones no cristianas
* La religión del Islam
* La religión judía
Las religiones no cristianas
En esta sección se mencionan religiones como el hinduismo y el budismo entre otras, y como dichas religiones se esfuerzan en responder inclusive mediante una cantidad fecunda de mitos los interrogantes e inquietudes del corazón humano, proponiendo caminos y formas de vida. Añade también que si bien la Iglesia que es depositaria de la plenitud de la Revelación «no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña».
El Islam
Respecto al Islam el Concilio afirma que «la Iglesia mira también con aprecio y los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso» (55) e invita a que «olvidando lo pasado, procuren y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres» (56).
Es importante resaltar que el reconocer que los musulmanes adoran al mismo Dios de los cristianos no debe entenderse como un reconocimiento de parte de la Iglesia que el conocimiento de los musulmanes de Dios no es limitado e inexacto. A este respecto al Papa Juan Pablo II, en su libro Cruzando el Umbral de Esperanza aclaraba:
«Cualquiera que, conociendo el Antiguo y el Nuevo Testamento, lee el Corán, ve con claridad el proceso de reducción de la Divina Revelación que en él se lleva a cabo. Es imposible no advertir el alejamiento de lo que Dios ha dicho de Sí mismo, primero en el Antiguo Testamento por medio de los profetas y luego de modo definitivo en el Nuevo Testamento por medio de Su Hijo. Toda esa riqueza de la autorrevelación de Dios, que constituye el patrimonio del Antiguo y del Nuevo Testamento, en el islamismo ha sido de hecho abandonada. Al Dios del Corán se le dan unos nombres que están entre los más bellos que conoce el lenguaje humano, pero en definitiva es un Dios que está fuera del mundo, un Dios que es sólo Majestad, nunca el Emmanuel, Dios-con-nosotros.
El islamismo no es una religión de redención. No hay sitio en él para la Cruz y la Resurrección. Jesús es mencionado, pero sólo como profeta preparador del último profeta, Mahoma. También María es recordada, Su Madre virginal; pero está completamente ausente el drama de la Redención. Por eso, no solamente la teología, sino también la antropología del Islam, están muy lejos de la cristiana.»
La finalidad de esta sección se centra por tanto, en invitar a cristianos y musulmanes a vivir en armonía por medio de una tolerancia respetuosa, dejando atrás los conflictos que han tenido en el pasado.
El Judaismo
Respecto la religión judía son muchas las riquezas que la Nostra Aetate nos trae en su número 4, tal como explicó el Papa Juan Pablo II, y mencionaba principalmente 3:
El primero es que la Iglesia de Cristo descubre su «relación» con el Judaísmo «escrutando su propio misterio». La religión judía no nos es «extrínseca», sino que en cierto modo, es «intrínseca» a nuestra religión. Por tanto tenemos con ella relaciones que no tenemos con ninguna otra religión. Son nuestros hermanos predilectos y en cierto modo se podría decir nuestros hermanos mayores.
El segundo punto que pone de relieve el Concilio es que a los judíos como pueblo, no se les puede imputar culpa alguna atávica o colectiva, por lo que «se hizo en la pasión de Jesús». Ni indistintamente a los judíos de aquel tiempo, ni a los que han venido después, ni a los de ahora. Por tanto, resulta inconsistente toda pretendida justificación teológica de medidas discriminatorias o, peor todavía, persecutorias. El Señor juzgará a cada uno «según las propias obras», a los judíos y a los cristianos (cf. Rom 2,6).
El tercer punto de la Declaración conciliar que ha subrayado el Papa es consecuencia del segundo; no es lícito decir, no obstante la conciencia que la Iglesia tiene de la propia identidad, que los judíos son «réprobos o malditos», como si ello fuera enseñado o pudiera deducirse de las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento o del Nuevo Testamento. Más aún, reiteraba el Papa, respecto a esa mismo texto de la Nostra Aetate, también en la Constitución dogmática «Lumen gentium» (6) citando la Carta de San Pablo a los Romanos (11, 28 s.), que los judíos «permanecen muy queridos por Dios», que los ha llamado con una «vocación irrevocable».
[/stextbox]DECLARACIÓN
NOSTRA AETATE
SOBRE LAS RELACIONES DE LA IGLESIA
CON LAS RELIGIONES NO CRISTIANAS
Proemio
1. En nuestra época, en la que el género humano se une cada vez más estrechamente y aumentan los vínculos entre los diversos pueblos, la Iglesia considera con mayor atención en qué consiste su relación con respecto a las religiones no cristianas. En cumplimiento de su misión de fundamentar la Unidad y la Caridad entre los hombres y, aún más, entre los pueblos, considera aquí, ante todo, aquello que es común a los hombres y que conduce a la mutua solidaridad.
Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra, y tienen también un fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos, hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa, que será iluminada por el resplandor de Dios y en la que los pueblos caminarán bajo su luz.
Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, cuál es el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos?
Las diversas religiones no cristianas
2. Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los diversos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana y a veces también el reconocimiento de la Suma Divinidad e incluso del Padre. Esta percepción y conocimiento penetra toda su vida con íntimo sentido religioso. Las religiones a tomar contacto con el progreso de la cultura, se esfuerzan por responder a dichos problemas con nociones más precisas y con un lenguaje más elaborado. Así, en el Hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra condición mediante las modalidades de la vida ascética, a través de profunda meditación, o bien buscando refugio en Dios con amor y confianza. En el Budismo, según sus varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con espíritu devoto y confiado pueden adquirir el estado de perfecta liberación o la suprema iluminación, por sus propios esfuerzos apoyados con el auxilio superior. Así también los demás religiones que se encuentran en el mundo, es esfuerzan por responder de varias maneras a la inquietud del corazón humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados.
La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn., 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas.
Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen.
La religión del Islam
3. La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por ello, aprecian además el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral, y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno.
Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes, el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres.
La religión judía
4. Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham.
Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud. Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo.
La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, «a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la Alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne» (Rom., 9,4-5), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo.
Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita, gran parte de los Judíos no aceptaron el Evangelio e incluso no pocos se opusieron a su difusión. No obstante, según el Apóstol, los Judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y «le servirán como un solo hombre» (Soph 3,9).
Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno.
Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra de Dios.
Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos.
Por los demás, Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente y movido por inmensa caridad, su pasión y muerte, por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia.
La fraternidad universal excluye toda discriminación
5. No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios. la relación del hombre para con Dios Padre y con los demás hombres sus hermanos están de tal forma unidas que, como dice la Escritura: «el que no ama, no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8).
Así se elimina el fundamento de toda teoría o práctica que introduce discriminación entre los hombres y entre los pueblos, en lo que toca a la dignidad humana y a los derechos que de ella dimanan.
La Iglesia, por consiguiente, reprueba como ajena al espíritu de Cristo cualquier discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión. Por esto, el sagrado Concilio, siguiendo las huellas de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, ruega ardientemente a los fieles que, «observando en medio de las naciones una conducta ejemplar», si es posible, en cuanto de ellos depende, tengan paz con todos los hombres, para que sean verdaderamente hijos del Padre que está en los cielos.
Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Declaración han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para la gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, 28 de octubre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica.