Mons. Vicente Zico, CM[1] (IV)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros PaúlesLeave a Comment

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  1. ¿Y la relación de Mons. Zico con la Congregación de la Misión y la Familia Vicenciana?

Incluso después de su nombramiento para el episcopado, Mons. Vicente siempre se mantuvo estrechamente unido a la Congregación. Se sentía verdaderamente feliz y agradecido por pertenecer a las filas de la Pequeña Compañía. Se interesaba por todo lo que a ella se refería, acompañando su trayectoria a través de la lectura asidua de Vincentiana, Nuntia, CLAPVI y del Informativo São Vicente. Una vez, en su residencia de Belém, me mostró el libro de las Constituciones y Estatutos, al cual siempre volvía para sintonizarse con el espíritu de nuestra vocación. Era admirable oírlo hablar de San Vicente y del carisma que nos legó. Con que veneración mencionaba a nuestro fundador y a los santos y bienaventurados de la Familia Vicenciana. Frecuentemente, los citaba en sus escritos, alocuciones y diálogos. No perdía oportunidad de visitar nuestras Casas y de estar con los cohermanos. Jamás recusaba cualquier invitación para celebrar nuestras fiestas y ordenaciones. ¡Y no son pocos los Misioneros a los cuales Mons. Vicente impuso las manos! Guardaba muy vivo el recuerdo de sus tiempos en la Provincia y en el Consejo General, recordando personas y acontecimientos. Los retiros que predicó para nosotros se hicieron memorables por la afinidad con la herencia vicentina y por el modo como la presentaba.

También las Hijas de la Caridad fueron agraciadas por la solicitud fraterna de Mons. Vicente: orientación espiritual, retiros, celebraciones, confesiones, visitas, etc. Innumerables Hermanas dan testimonio de lo mucho que recibieron de sus desvelos. Me acuerdo de lo que me dijo, una vez, una joven Hermana: “Cuando me confieso con Mons. Zico, salgo con la impresión de que me volví mejor de lo que era antes”. Reflejo de la habitual facilidad con que confortaba y animaba a las personas que a él se acercaban. Se puede afirmar que el celo de Mons. Vicente por la Familia Vicentina se extendía también a los laicos y laicas que la componen y que siempre encontraron en la palabra y en el ejemplo de este pastor un ardoroso incentivo para la caridad misionera. Por fin, me place citar el entusiasmo con que Mons. Vicente venía acompañando la traducción de las Obras Completas de San Vicente. De sus manos, obtuvimos el imprimatur para los cuatro primeros volúmenes. Nos hablaba de su vibración al saborear la sabiduría espiritual de nuestro santo padre en nuestra propia lengua. Y, en el mismo retiro a los cohermanos de la Provincia de Fortaleza, declaró: “Leer y oír a San Vicente es un placer y una gracia. San Vicente se muestra un verdadero maestro espiritual, sencillo, de gran claridad en la exposición de su pensamiento, ricamente conciso, capaz de alimentar de sabiduría y entusiasmo el corazón de sus hijos”.

  1. Por fin, un testimonio personal sobre Mons. Vicente Zico.

 Lo que más me impresionaba en la persona de Mons. Vicente era su extraordinaria capacidad de armonizar bondad y verdad, generosidad y rectitud. Cuanta coherencia entre sus convicciones, palabras y actitudes. Cuanta lealtad en su modo de proceder y de relacionarse. Su presencia suave era una nítida transmisión de los valores que orientaban su conducta de hombre de Dios. La integridad de una persona podría parecer demasiado árida si en su interior no palpitase un corazón magnánimo. Amplitud de corazón, sensibilidad humana, disponibilidad para ir al encuentro de los otros eran rasgos destacados de la personalidad de Mons. Vicente. Él sabía ser al mismo tiempo jovial y educado, próximo y prudente. No se indisponía contra nadie y jamás se permitía ninguna palabra arrogante o gesto indelicado. Cerca de él, todos se sentían acogidos, respetados y valorados, toda persona, hasta la más sencilla, sentía que podía ser más y mejor. Fue así nuestro Mons. Vicente: verdadero y bueno hasta el fin de sus días, como un rio cristalino en el cual todos podían saciar su sede.

Otra característica de Mons. Vicente que me edificaba enormemente era su identificación con su vocación y su ministerio. Se entusiasmaba por ser vicentino, sacerdote y obispo. Y decía no saber vivir de otro modo, a no ser según su propia verdad. Con razón, podría aplicarse a sí mismo la afirmación del apóstol: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy. Y su gracia a mí dispensada no fue estéril” (1Cor 15,10). No precisaba buscar nada fuera del horizonte de su consagración, hecha de contemplación y acción, oración y servicio. Todo en su vida estaba dirigido para la misión. En Brasil, tenemos una canción que dice así: “Soy el buen pastor, las ovejas guardaré. No tengo otro oficio, ni tendré. Cuántas vidas yo tenga, yo las daré”. Así era nuestro Mons. Vicente. No tenía otro oficio, otra satisfacción y otra ocupación, a no ser aquello que le dictaba el encargo que le fue confiado como continuador de la misión de Cristo y sucesor de los apóstolos. Y, por eso, se daba por entero en todo lo que hacía, y hacía bien todo lo que le competía hacer, imprimiendo en todo un toque de sabiduría y santidad. Parafraseando al Papa Francisco, la misión no era un “apéndice” en la vida de Mons. Zico. “La misión era su vida” (Evangelium gaudium, n. 273). Y el secreto de todo esto, el misterio del corazón de Mons. Vicente, corazón que jamás perdió la pureza y la jovialidad, se desveló en las palabras dirigidas a su sucesor en el umbral de su peregrinación terrena, cuando fue informado de la irreversible debilidad de su salud: “No tengo temor de partir a la eternidad. ¡Amé a Nuestro Señor de todo corazón!”.

No puedo dejar de recordar aún la inmerecida oportunidad que tuve de acompañar a Mons. Vicente en su último viaje a Belém, donde el Señor habría de recogerlo como fruto maduro para la eternidad. Él había venido a pasar algunos días en Belo Horizonte para visitar sus familiares y cohermanos. Como siempre, se hospedó en nuestra Casa, alegrándonos con la brisa suave de su presencia, participando de nuestra vida comunitaria, celebrando la Eucaristía diaria en nuestra Parroquia y atendiendo con su habitual afabilidad a todas las personas que lo procuraban. Yo mismo pude aprovechar la ocasión para confesarme con él. En el cuarto día de su visita, sintió fuertes dolores en la región abdominal. Quisimos llevarlo al hospital y  colocamos a su disposición todo lo que la Provincia podía ofrecer. Él, sin embargo, manifestó su deseo de volver deprisa para su amada Belém. Me llamó aparte y me preguntó si podría acompañarlo en este viaje de regreso. Sin pestañear, le dije que sí. En realidad, yo debía viajar en aquella misma noche a un encuentro de las Hijas de la Caridad en Rio de Janeiro. Telefoneé a las Hermanas, les explique la situación y pedí que me dispensasen del compromiso. Al día siguiente, sábado, obtenidos los pasajes  aéreos, viajamos a Belém. ¡Una inolvidable experiencia! Durante las tres horas de vuelo, mientras Mons. Vicente intentaba dormir, disimulando el dolor que le consumía, conservando aquella paz que lo caracterizaba, yo lo contemplaba entre emocionado y agradecido, con la clara consciencia de estar al lado de un santo, de un hombre que supo vivir con autenticidad y que, en aquel momento, comenzaba su último ofertorio, “acostado en los brazos de la maternal Providencia”, escuchando cada vez más cerca “el suave repicar de la campana de la Pascua Eterna” (C. Péguy).

Por todo lo que vivió e irradió, nutrido por su entrañable amor a Nuestro Señor, con María, Madre de Jesús, Mons. Vicente Joaquim Zico se quedará para siempre en la memoria de quien lo conoció, paseando en nuestros corazones y suscitando en nosotros, sus cohermanos, el deseo de ser buenos y verdaderos, fieles a la vocación que recibimos e íntegros en nuestra misión, con el fin de que, como para él, también para nosotros, “los caminos del Cielo guarden eternamente los rasgos que dejamos al andar” (C. Péguy). ¡Muchas gracias, querido Mons. Vicente!

Vinícius Augusto Teixeira, C.M.

 

 

 

[1] Publicado en: Vincentiana, Roma, año 59, n. 4, pp. 423-433, octubre-diciembre 2015.

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