Saint-Denis
Los sufrimientos no pudieron destruir su cuerpo de cristal ni su personalidad de acero. Como si el dolor se tomara un descanso, llegaron algunos momentos de ilusión. Un día de febrero de 1643, se presentaron en su casa la señora de Lamoignon y su hija, la señora de Nesmond, pidiéndole Hijas de la Caridad para el hospital de Saint-Denis, al norte de París, en caso de que las religiosas hospitalarias que atendían a los enfermos no aceptasen las condiciones que les proponía la Junta del hospital. Después de dos años de conversaciones, las hospitalarias no aceptaron y el 22 de agosto de 1645, tres Hijas de la Caridad se instalaron en el hospital. La fundación era interesante para la Compañía por el prestigio que difundía Saint-Denis: en su iglesia, estaban enterrados San Dionisio y los reyes de Francia, y allí, abjuró del protestantismo el rey Enrique IV. Había dado su consentimiento nada menos que el abad titular de Saint Denis, el Príncipe de Sangre Conti, hermano de Condé.
Luisa quedó sorprendida cuando los administradores depositaron en las Hermanas toda la autoridad para organizar, recibir a los enfermos y darles el alta. Se sintió satisfecha más que halagada, porque significaba que los ciudadanos consideraban a sus hijas capaces de dirigir un hospital y las igualaban a otras congregaciones hospitalarias. Al frente, puso a la Hermana que consideraba mejor preparada y que destinaba a ser su sucesora, Sor Isabel Le Gouteux, viuda de Turgis. Llama la atención el contrato por varios detalles: porque se hace con la señorita Le Gras y no se nombra para nada a Vicente de Paúl; porque se deja la dirección interna de la comunidad a la señorita Le Gras «o a otra que ocupe su lugar»; porque se le reconoce el derecho a destinarlas; y porque se les da la administración ordinaria y la contabilidad para cada mes. Luisa, por su parte, les redactó un orden del día y la manera de atender a los enfermos. Como una enfermera que conoce a los pacientes y sus males, marcó las horas de las comidas y les señaló una dietética con la cantidad y calidad de los alimentos según la gravedad de los enfermos.
Sin embargo, la autoridad que los administradores dieron a las Hermanas podía ejercerse con autoritarismo o degenerar en irresponsabilidad; por eso, escribió unos consejos, completados por Vicente de Paúl:
Que la superiora sólo admita a los enfermos que lo necesiten y, para estar segura, que los obligue a presentarse al médico del hospital; que lleven registros de ingresos, altas y defunciones; que, antes de ingresarlos, los laven y les den ropa limpia, y que anoten, además, toda la ropa y dinero que traigan. Les recuerda cómo deben velar por las noches y cómo deben preocuparse de evangelizarlos. Sería conveniente que los visitara un sacerdote, pero si «hay prisa, entonces, basta con ayudarles a hacer en general actos de fe, esperanza y caridad». Es la primera norma de la santidad: ser humana, pues ella también había experimentado la mezcla terrena de presencia de Dios y de sufrimientos humanos.
Insiste en que lleven bien la economía: los bienes del hospital son bienes de los pobres, lo que no impide que retengan a los enfermos pobres hasta que estén completamente restablecidos, porque una recaída sería perniciosa para el enfermo y costosa para el hospital. Tampoco se oponía a que las jóvenes pobres quedasen en el hospital hasta que encontrasen ocupación, evitando así los peligros en que se ven envueltas las jóvenes pobres sin trabajo. No obstante, que de ninguna manera retuviesen a los vagos y perezosos.
Si en el papel da la impresión de ser exagerado lo que pide a sus hijas, también en la práctica resultaba difícil cumplirlo. Para facilitar la labor, sugiere, por lo mismo, que la Hermana Sirviente nombre un pequeño consejo con algunas Hermanas. A pesar de todo, estas directrices no servirían de nada si las Hermanas no vivieran unidas a imitación de la Trinidad.
El reglamento de Angers y las ordenanzas de Saint-Denis compusieron las bases del servicio de las Hijas de la Caridad. En realidad, resultaron ser la dinámica y el método propios de las Hermanas que trabajaban en los hospitales.
Serqueux, Maule, Crespiéres
Hacia 1645, las jóvenes de la señorita Le Gras llegaron, como una crecida del Sena, hasta Maule y Crespiéres, a unos 40 kms. al oeste de París. Por el norte, se establecieron en Normandía, en Serqueux, cerca de Forges-les-Eaux. Compusieron ese grupo de comunidades tranquilas, que cautivaron al vecindario por su sencillez y entrega a los pobres. Luisa las aceptaba con regocijo sin que le causaran dolores.
A pesar de los ánimos que le dieron las fundaciones de Saint-Denis, Maule, Crespiéres y Serqueux, Luisa sintió el año 1645 negro y frío. Finalmente, pasó y llegó febrero de 1646. Lo que pudo ser una desgracia resultó emocionante para Luisa, Vicente y las Hijas de la Caridad. Una casa, vivienda de pobres, se derrumbó y perecieron entre 35 y 40 personas. Sólo, se salvaron un niño de 10 años y una Hermana. El relato es tan sencillo como un relato popular:
Una Hija de la Caridad había ido a llevar la comida a un pobre enfermo que vivía en una casa vieja. Cuando estaba entre el primero y segundo piso, la casa comenzó a derrumbarse; la Hermana, asustada, se acurrucó en el rincón de un rellano. Los vecinos aterrorizados fueron unos a buscar al cura y otros a rescatar a los heridos. Vieron a la Hermana y diez o doce personas agarraron unos mantos y gritaron a la Hermana que se tirase. «Ella les tendió el puchero, que colgaron en un gancho en el extremo de una vara, luego se arrojó sobre los mantos que habían tendido, fiándose de la Providencia de Dios». Vicente de Paúl aprovechó el suceso para narrar los orígenes divinos de la Compañía en Chátillon y luego con Margarita Naseau y afirmar que el servicio a los pobres le agrada a Dios, que las cuida como a las niñas de sus ojos, las conservará en cualquier sitio adonde vayan, y ellas deben confiar siempre en Él. Luisa estaba presente durante la conferencia. Ella, tan providencialista, se emocionó. Valían la pena tantos esfuerzos; Dios se lo había manifestado en aquel suceso.
La desilusión de Le Mans
La primavera amagó de nuevo con el dolor, pero todo quedó en un pequeño desengaño, o desilusión casi esperada por ella. Sucedió en Le Mans, a unos 200 kms. al oeste de París. En 1645, los PP. Paúles se habían establecido allí. El superior era «presidente y director del Gran Hospital de la ciudad», con la obligación de llevar la dirección espiritual. El hospital estaba atendido por religiosas hospitalarias, pero no les satisfacía su funcionamiento y, cosa natural, desearon tener Hijas de la Caridad. Los administradores habían escuchado las alabanzas que la gente hacía del hospital de Angers y aprobaron la idea. A primeros de marzo, llegó a Le Mans el P. Portail, y los administradores le rogaron que se encargara de la petición que habían enviado a París. Sin haber visitado aún la ciudad, el P. Portail envió a Luisa una carta muy optimista, tal como se lo manifestaba la comunidad:
«Esperarnos a sus hijas con gran impaciencia para comenzar una nueva instalación en este hospital. Los administradores nos urgen, las hermanas [religiosas] que están aquí las esperan, los enfermos y los niños abandonados que hay en bastante buen número tienen necesidad de su ayuda. Los grandes desórdenes pasados hablan, sin decir una palabra, que es necesario un pronto remedio. El poder que tenemos en esta casa, unido al de los administradores, hará que desaparezcan pronto las dificultades, sobre todo, si usted viene en persona con dos o tres Hermanas».
Vicente de Paúl también lo vio fácil y le dio órdenes al respecto. Aunque convenía que fuera Luisa, no era oportuno a causa del mal tiempo. Vicente pensaba que podrían salir ya dos Hermanas, aunque no se hubiesen fijado aún las condiciones. Es extraño que la prudencia y la paciencia que solía manifestar San Vicente en otras situaciones no las usara en esta ocasión. Siendo el presidente de la Junta un misionero, todo le parecía fácil. Seguramente, por este motivo, le mandó a Luisa actuar como lo deseaba el P. Portail. Luisa no lo veía tan sencillo. Su intuición femenina leía grandes obstáculos en aquellas «dificultades» que Portail escribía de pasada; además, su experiencia vivida de engaños e intereses terrenos, la avisaban que algo estaba oscuro. Tres días más tarde, escribió al P. Portail: «Será cuando lo ordene el señor Vicente, cuando le enviaremos las dos Hermanas». Pero precavida, quería conocer ciertas circunstancias, para ella de gran importancia, como era la situación de los empleados, que ella pensaba había que despedirlos; eso sí, «por los medios más suaves y caritativos que se pudiese». No podía ni siquiera imaginar que un hospital fuera para crear puestos de trabajo. El hospital es sencillamente para curar y cuidar a los enfermos. Los empleados están en función y necesidad de los enfermos. Como una premonición de lo que sucedería, terminaba la carta: «También, me parece, señor, que para nosotras es un asunto de gran importancia el establecimiento de Le Mans, particularmente, porque se hace a través de sus cohermanos y porque creo que hay que dar satisfacción a muchas personas. Ruego a Dios por las plegarias de la Virgen Santa que lo dirija la divina Providencia» (c.144). Luisa no lo veía claro y ante la importancia del asunto, entregó la carta a su superior para que la leyese y viera si era conveniente que la enviase.
Esta carta le hizo dudar al P. Portail, que investigó y «se enteró a fondo del asunto». De acuerdo con el superior, volvió a escribir a Luisa para tranquilizarla: No debía tener miedo pues el superior, había estado varias veces en la junta del hospital y todos estaban de acuerdo en que las Hijas de la Caridad vinieran cuanto antes. Todos los empleados estarían a las órdenes de la superiora, aun las hospitalarias. Quien no aceptase esta nueva estructura debería abandonar el hospital. Dos puntos eran inquietantes: el primero se relacionaba con los empleados: había algunos que eran como sirvientes que forman parte de una familia, a los que siempre es ingrato expulsar; otros cuatro o cinco habían dado dinero a la administración; si se les echaba, había que devolvérselo. Convenía tomar posesión «como a la sordina». Es decir, presentar a los empleados los hechos consumados, por ello, convenía que las Hermanas llegaran «por el primer coche o carroza que salga». Mal presagio de lo que sucedería.
También a Vicente de Paúl, le pareció extraño que, en circunstancias tan tirantes, dieran a las Hijas de la Caridad la dirección del hospital. No cabe duda que San Vicente y los misioneros deseaban tener Hijas de la Caridad en un hospital que, de algún modo, dependía del superior de los paúles. Este deseo le inspiró una solución apropiada también para otras situaciones: si no les daban a las Hermanas la dirección del hospital, de ninguna manera debían estar sometidas a las religiosas que trabajaban allí; más aceptable era que les diesen «una parte de los enfermos para que ellas los atendieran a su modo».
En París, decidieron, al fin, que el 4 de mayo salieran para Le Mans cuatro Hijas de la Caridad. Vicente de Paúl les dio una plática de despedida y Luisa les entregó una serie de consejos sacados de la vida. Llama la atención que ordene a la superiora, la pequeña Juana Lepeintre, que trate con suavidad a las religiosas hospitalarias y que «intente inclinarlas a la práctica de sus reglas». Igualmente, nos extraña que mande a las Hermanas «obedecer al superior» de los PP. Paúles, que se lleven bien con ellos y que los respeten. Recalca lo que tanto machacaba el superior: ¡Mucho cuidado en las relaciones con los hombres, aunque fuesen sacerdotes! Por esta vez, se prefiere que el confesor sea paúl, escribe en otra nota, no se sabe a quien. Para terminar, señala, como parte de su vida, dos virtudes que incesantemente repetirá en los años posteriores: dulzura y tolerancia.
A pesar de todos estos consejos y de las garantías que aseguraba el P. Portail, Luisa siguió intranquila. En esa misma nota, decía que era «necesario rezar por aquel establecimiento, por lo que yo veo —especifica— para que se cumpla la voluntad de Dios».
Tenía motivos para preocuparse. Las autoridades de la ciudad, y los empleados del hospital se enfrentaron a los administradores y se opusieron a que las Hijas de la Caridad tomaran posesión de sus puestos. Por toda la ciudad, se propagaron calumnias. En el poco tiempo que llevaban los paúles en la ciudad, habían enviado a París a algunas postulantes. Ocasión oportuna para propalar el bulo de que a esas jóvenes se las llevó a París para «enviarlas a Canadá y casarlas con los salvajes», como un medio para convertirlos.
Las Hermanas se encontraron semanas y semanas sin entrar en el hospital, alojadas en casa de una buena señora y sin hacer nada. Santa Luisa las animaba por carta, pero, desengañada, preparaba ya su vuelta a París. Los PP. Paúles tenían derecho a cubrir dos plazas de empleados y sugirieron a Luisa cubrirlas con dos de las cuatro Hermanas. Luisa se opuso. Sería introducir una cuña de división y de enfrentamiento en el hospital, y un desprestigio para las Hijas de la Caridad. Más efectivo para el servicio de los enfermos sería que los Padres renunciaran a este derecho y los administradores llamaran a otra congregación religiosa. En junio, ya estaban todas en París. Luisa supo que sus hijas habían asombrado y edificado la ciudad sin hacer nada, con su modestia, indiferencia y ecuanimidad.
De nuevo, los tres ejes de su vida
Por muchas facetas que veamos en Luisa de Marillac, siempre se pueden proyectar en tres direcciones: los pobres o, lo que es igual, la Compañía, su hijo Miguel y ella misma. Si en 1645, su dimensión maternal sufrió casi hasta romperse humanamente, en 1646, su actividad compasiva se desparramó en muchas fundaciones. Abarcando la red tejida en maternidad, actividad y compasión, su persona buscaba la santidad.
La vida espiritual no sólo era profunda, era su existencia misma. Existía para unirse con Dios y vivía para seguir el camino de Jesucristo hacia el Padre. Su sicología y su conciencia giraban alrededor de la presencia de Dios en los acontecimientos de su vida. En la última semana de cuaresma o Pasión de 1646, justamente cuando preparaba la fundación de Le Mans, Dios la ilusionó con su presencia. No era la primera vez; desde la Noche Mística de 1623, de tiempo en tiempo, Dios solía regalarla con ese don que llaman contemplación, dulzura espiritual. Luisa emocionada pidió a san Vicente hablar con él y hacer una comunicación espiritual antes de renovar sus votos perpetuos el día de la Anunciación del Señor —ese año el 25 de marzo—. Vicente de Paúl, excesivamente ocupado, no pudo recibirla y se disculpó con una mezcla de santo y de diplomático:
«¡Y bien! Usted desearía hacer la revisión y una comunicación más íntima con aquél con quien nuestro Señor le ha dado cierta confianza y no ha querido Dios que se haya podido hacer, a fin de que usted la haga interior e íntimamente con él mismo, que, al honrarla con su amor excesivo —como dice el Apóstol— quiere, por unos celos divinos, ser él con quien haga esa ansiada revisión y esa íntima comunicación. ¿Tiene usted motivos para quejarse, si es así?».
Con esta respuesta tan espiritual, la dócil dirigida se sometió obediente a la voluntad de Dios: «Me siento indigna —se disculpa la santa— de la conducta de la divina Providencia de la que su caridad ha hecho el honor de advertirme, para que me aparte de mis infidelidades. Renuncio, pues, a estos temores ante el porvenir».
Sin contradecir esta espiritualidad, más bien integrándola en su feminidad de mujer de su pueblo, se presenta por estos mismos días con una devoción popular —abrazo de la mujer mística y activa—. Desde hacía tres años, llevaba una piedad singular: rezar cada día un rosario de nueve cuentas «para honrar la vida oculta de nuestro Señor en su estado de prisionero en las entrañas de la Virgen santa». Estaba dispuesta a abandonar esos rezos, cuando se lo ordenase su director, pero soñaba que nunca se lo prohibiría, pues había guardado en un cofrecito buena cantidad de estos rosarios y una serie de pensamientos escritos en un papel, para que las hermanas lo continuasen después de su muerte. En .0 humildad sencilla, le confesó a su director que nadie lo sabía. Es como si deseara que Dios encontrara continuamente en la Compañía a una hermana —ahora a ella— inmola- la en ese rosario. ¿Para qué? Como último objetivo, para afianzar y consolidar la Compañía, pero de inmediato buscaba la pureza en las Hijas de la Caridad. Luisa estaba convencida que la impureza es la causa y el comienzo de la destrucción de la Compañía.
Cinco años más tarde, su director y superior, Vicente de Paúl, le prohibió continuar con esta devoción. Ella, aunque con dolor, obedeció.
También, la existencia de Miguel resonaba estos meses en la madre. No había pasado n año del famoso delito, y de nuevo, la preocupación por el hijo. Hacía 18 días que nada sabía de él. La unión con aquella joven la llevaba clavada en el alma. Vendió algunas sortijas que le quedaban aún y mandó pintar un cuadro de la Virgen. Le puso un rosario de perlas y se lo regaló a un altar de San Lázaro, la casa de Vicente de Paúl, para reparar «el delito» de su hijo, cometido en una casa de los misioneros y que «tan desgraciada» la había hecho. También, con el mismo fin, regaló a Chartres otro cuadro y a la Casa le entregó una imagen de madera de la Virgen con el rosario de nueve cuentas.
San Vicente la consoló y le exigió quitar aquellas imaginaciones producidas por los afectos carnales o patógenos. Le exigió romper con la exageración maternal y ofrecer a Dios sus cariños, alabanzas y confiarle «la dirección de su hijo y él lo dirigirá tan bien que sacará provecho y salvación del mismo mal, si lo hubiere, que yo no lo creo —afirma el santo—. Él que saca agua de las rocas y aceite de las piedras duras ¿no logrará lo que le digo?». También, le aconsejó que no hablara al médico sobre la joven a la que tiene afecto cierta persona. Esta frase nos deja libre la imaginación, pues seguramente se refiere a Miguel y a su compañera.
Parece imposible que encontrara tiempo para algo que no fuera dirigir la Compañía o velar por su hijo, pero alargando las horas, lo encontró para leer un libro del confesor de algunas Hermanas, el señor Guérin; para hacer de intermediaria entre la marquesa de Montemart, cuñada de Ana de Attichy, y Vicente de Paúl, y rogarle a éste que examinara la capacidad del profesor del hijo de la marquesa, futuro duque de Vivonne. Encontró tiempo para encargarse de algunos asuntos de los niños abandonados, que correspondían a las Damas de la Caridad. Aunque era sagaz administradora y le era fácil la contabilidad, tenía que emplear mucho tiempo para llevarla tan floreciente como la juzgaba el superior Vicente. Luisa era demócrata y pensaba que las Hijas de la Caridad debían conocer la situación económica de la Compañía, pero temía que, al conocer los resultados finales, algunas Hermanas lo propagaran, escandalizando a la gente desconocedora de los gastos de la Compañía, o que las Hermanas se retrajeran de aportar a la Casa central lo que les sobraba de sus gastos. Luisa se lo explica al superior:
«Señor, yo pienso que si su caridad dice algo sobre esto, sería bueno que nuestras Hermanas entendiesen que lo que aportan ellas es casi el valor justo de los gastos, y que, si algunas aportan más de lo que necesitan, esto compensa lo que otras no dan suficientemente. Pues no sé si toda la Compañía sería capaz de entender que sus ahorros ayudan mucho a la Casa. Eso a causa de la poca discreción de algunas o de la mayor parte, que dicen demasiado libremente todo lo que saben».
Año tras año, Luisa asumió más responsabilidad. Las respuestas de San Vicente a sus consultas, cada día eran más rápidas y breves, casi telegráficas. Por estos años, alrededor del sacerdote Vicente, giraban infinidad de asuntos caritativos, eclesiales, sociales y hasta políticos. Muchos asuntos de beneficencia los depositó con total confianza en los hombros de la señorita Le Gras.