Memorias de un Paúl: la Iglesuela del Cid (II)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la Misión en EspañaLeave a Comment

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Author: Jaime Daudén · Year of first publication: 2011 · Source: Anales.
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V.- LOS PRIMEROS PASOS

Notificación.- Los albaceas.- Lectura.- ¿Y el nido? — Impresión.- Proposición.- Dos corrientes.- El pez grande y el chico.

El trastorno fue notable; la pena grande; el sentimiento y el duelo generales en el pueblo. Pero la empresa estaba en vías de hecho; los sueños de D.a Carmen llegarían a ser una realidad; un testamento oficial garantizaba el establecimiento de las dos fun­daciones.

Que no fue solo la nuestra el objeto de los afanes, de los deseos, de las oraciones y del testamento de la piadosa Fundadora; lo fue también otra de las Hermanas de Santa Ana.

Poco después escribe al Sr. Garcés el Cura de La Iglesuela notificándole lo sucedido, iniciándole en los proyectos suyos y de su hija espiritual, indicándole las referencias que de él y de la fundación de Alcorisa tenía recibidas por conducto de D. Pablo Ariño, y rogándole que suba para enterarse de lo que contiene el testamento y para ver lo que se podrá hacer.

Y convinieron en que se avistarían, no en La Iglesuela, porque no convenía llamar por entonces la atención en este pueblo, sino en Mirambel, pueblo distante cinco horas de La Iglesuela y doce de Alcorisa, en el cual residía uno de los albaceas testamentarios.

Los albaceas eran cinco. El Arzobispo de Zaragoza, el Arcipreste de Castellote, el Cura de La Iglesuela, Mosén Fermín Morraza, natural de La Iglesuela, Beneficiado re­sidente en Mirambel, en cuya casa se tuvo la conferencia de que acabamos de hablar, y Mariano Soler, seglar, natural y vecino de La Iglesuela, hombre de bien, como se deja comprender, instruido y de carácter.

En casa, pues, de Mosén Fermín se reunieron los tres, a fin de Noviembre. Y después de un recuerdo grato dedicado a sus mocedades estudiantiles, porque los tres habían sido conseminaristas en el de Teruel, antes de la revolución septembrina del año sesenta y ocho, pasaron a leer el testamento.

Y cuando estaba terminando su lectura, el Sr. Garcés exclamó dirigiéndose a los dos albaceas, con tono entre festivo y grave e intencionado:

¿Y el nido señores? —¿Qué nido? ¿Qué quiere usted decir? — replicó el Cura.

—Muy sencillo—repuso aquél—; que en este testamento se habla de Misioneros de San Vicente de Paúl, que han de residir y funcionar en La Iglesuela y han de salir a dar misiones por los contornos, volando por encima de los picos de esas montañas, en alas de la caridad, como pájaros mensajeros de la paz del Redentor; pero no he visto el nido donde han de cobijarse y descansar, la casa, en fin, donde han de residir.

¿De modo que también hay que dar a ustedes casa?

Pues ya ve usted, en alguna tienen que vivir, para que se cumpla esa residencia y esos ministerios de que se habla en el testamento. Por el capital que se consigna para la subsistencia de los Misioneros, el mismo testamento declara que es intangible, o sea, ya que no emplee esa palabra, que hay que devolverlo en los casos eventuales que se indican.

Una instantánea y vibrante detonación, no produce impresión tan aplastante en una bandada de confiadas palomas, como la que produjeron estas sencillas palabras en los ánimos de los interlocutores.

Verdaderamente sorprendidos, estupefactos, fuertemente contrariados se sintieron aquellos señores, particularmente el Cura de La Iglesuela, cuyas facciones revelaban profundo disgusto.

Y preguntaron al Sr. Garcés:

—Pues en la fundación de Alcorisa, ¿dieron a ustedes casa?

¡Figúrense ustedes, señores! Una casa-palacio de quince a veinte mil duros de valor. La misma que servía a los Sres. Barones para veranear.

¿Además de los veinte mil duros de capital?

—Además, si, señores; y otros mil duros para hacer reformas en ella, en conformidad con nuestras necesidades, usos y costumbres.

Pues entonces aquí no vamos a hacer nada, porque nosotros no contamos con recurso alguno.

¿Pues no se ha de hacer? Se hará todo, si es que los señores albaceas quieren. ¡Lás­tima, en verdad, no haberse entendido ustedes conmigo cuando recurrieron y consul­taron a D. Pablo Ariño! Porque en tal caso se hubiera enterado cumplidamente Dña. Carmen, y hubiera dispuesto, y preparado también, recursos para la adquisición de la casa. Pero todavía tienen los albaceas en el testamento, si yo no he leído ni recuerdo mal, un medio de salir airosos en este asunto.

Y volvió el Sr. Garcés a leer las cláusulas en que autoriza el testamento a los albaceas para que vendan fincas y sufraguen los gastos que ocasione la instalación de las dos Comunidades. Y les hizo ver cómo, sin violentar el sentido de aquellas cláusulas, ellos podían allegar recursos. Y que, con estos recursos y los productos líquidos de las cose­chas de la Granja, se podría hacer o comprar una casa.

La Granja era una masía rica, de las mejores del país, la Perla de la Sierra, la llama­ban, que en el testamento mandó vender Dña Carmen, para entregar a los frailes el ca­pital designado, y que se vendió después de cinco años con notable depreciación. Y disponía la testadora que los productos que rindiese la finca hasta que se hiciese la fun­dación, fuesen entregados a los Padres cuando se instalasen. Se los entregaron, pero muy mermados, a lo que pareció.

Mosén Fermín se convenció, al parecer, y se mostró dispuesto a llevar adelante ese pensamiento. No así el Cura, que mostró repugnancia y desagrado, y no buena vo­luntad de favorecerlo. Y se dio por terminada la conferencia, de la cual daría el Sr. Gar­cés cuenta al Visitador, enviándole una copia del testamento, como lo hizo en seguida.

Y quedaron depositados dos gérmenes de opinión entre los albaceas, de los cuales se originaron dos corrientes, dos tendencias opuestas, que se manifestaron vivamente dos años después. La una, mantenida con tesón por el Cura, a la cual se inclinaron luego el Prelado y el Arcipreste. La otra, a la cual se inclinó al principio el Arcipreste, sostenida principalmente por el albacea seglar, y no con tanto interés por el Presbítero. La primera no quería ayudar con recurso alguno a los Paúles para la adquisición de la casa. La otra, entendía que se les debía ayudar con algunos, aunque fueran pocos. Al principio, no pareció excesiva, ni aun al mismo Arcipreste, la insinuación de ocho o diez mil duros que, a petición de ellos, les hizo el Sr. Garcés. Más tarde, pretendía el seglar que se les ayudase siquiera con tres mil. Últimamente sucedió lo que suele acontecer por lo común: que el pez grande se tragó al chico, y no contribuyeron ni si quiera con un céntimo.

VI.- DILACIÓN

Aceptación.- Sermones.- La procesión por dentro.- Paralización.- Las Anas.- ¿Por qué las Anas?- Frialdad.- Apremios.- Bajando las orejas.

Al momento dio cuenta el Sr. Garcés al Visitador de la Conferencia referida. Y a los quince días, en 31 de Diciembre, contestó éste que aceptaba en principio la ofrecida fundación, pero que convenía que aquél hiciese un viaje a La Iglesuela, para concretar bien derechos y obligaciones. Y que por de contado la Casa, con Iglesia pública, y las dos capaces y grandes, habrían de ser proporcionadas por la testamentaría. Lo mismo, y casi en los mismos términos, le repitió el 29 de Enero de 1895, insistiendo en que fuera a La Iglesuela y se viese con los albaceas.

Por entonces no pudo subir el Sr. Garcés a la Sierra. Cruzáronse algunas cartas entre él y el Cura Izquierdo durante la primavera, e invitando, y con instancias, aquél por éste, a que subiese a predicar a La Iglesuela, y hablarían y tratarían sobre el asunto, subió por fin en Agosto, y predicó los días 15 y 16, de la Asunción y de San Roque, y hablaron y trataron, y quisieron concretar y determinar, según los deseos y encargo del Sr. Visitador, y casi quedó todo en agua de cerrajas.

Quiérese decir, exteriormente; porque bien se comprendía que por dentro había procesión, y se notaba un desvío, y se olía como a chamusquina; por lo menos que iba a plantearse una lucha, y que habría que dar largas a la fundación; porque el Cura an­duvo con reservas, reticencias y misterios, y en cosa ninguna quería soltar prendas, y manifestó interés en instalar antes y pronto las monjas, como a quién no le importaba ya de los frailes y se contentaba con la otra fundación, y de ninguna manera quiso comprometerse a contribuir a la de la casa, diciendo que tendríamos que hacérnosla nosotros con los productos de la granja.

Estas impresiones comunicó fielmente en seguida el Sr. Garcés al Sr. Visitador, y éste, en 8 de Septiembre, le contestó:—»No son muy halagüeñas, que digamos, las noticias referentes a La Iglesuela; y si la Casa-Misión no ha de edificarse hasta que haya dinero para ello, salido de los productos, para tiempo tenemos obra. En fin, como la cosa no urge, tenemos tiempo de pensar bien el asunto.»

Quedó, pues, éste paralizado por ambas partes y se vislumbraba que la dilación sería considerable.

Dos años se pasaron sin avanzar un paso, casi sin respirar por ninguna de las partes. Más el Cura no se durmió, ni estuvo perezoso entre tanto. Con dinero suyo —dicen— arregló para las Hermanas de Santa Ana la casa solariega que fue de Dª Carmen y había dejado, por disposición testamentaria, en usufructo a su hermana, sor Magdalena gastándose —dicen— próximamente mil duros, y fue instalada en ella la Comunidad a fin de Agosto de 1896, es decir, seis años antes que nosotros.

Y abramos un paréntesis con ocasión de esta instalación, porque los lectores, y por venturas más las lectoras, al observar que van mencionadas varias veces ya las Anas, acaso pregunten: ¿Y por qué las Anas? ¿Por qué no las Paúlas? ¿Por qué establecer las Hermanas de la Caridad de Santa Ana y no las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, allí donde son establecidos los Hijos de este Santo, los Paúles? ¿No fuera mejor?… Alto ahí y por partes.

Fueron llamados los Paúles porque eran conocidos. A lo menos el Superior de Al­corisa.

No fueron llamadas las Hijas de la Caridad porque no eran conocidas en las mon­tañas de La Iglesuela ni en las próximas provincias y Diócesis de Tortosa, con las que hay frecuente comunicación, y en las que predominan, y casi son únicas conocidas las Hermanas llamadas de la Consolación. Ni la menor noticia tenían de las nuestras cuando se establecieron los Paúles.

Y fueron llamadas las Anas porque tienen su centro en Zaragoza; y han sido siempre muy estimadas y favorecidas de los Prelados y del Clero de Zaragoza; y se han exten­dido mucho por toda la Diócesis de Zaragoza; y, por último, el Cura Izquierdo, que manejó las fundaciones de La Iglesuela, con Anas solamente había tratado, y guió y ayudó a salir de La Iglesuela, para ser Anas, durante más de veinte años que fue Cura de ese pueblo, varias jóvenes, que hoy son ya respetables Hermanas de Santa Ana. ¿Qué extraño, pues, que fueran llamadas éstas, y no las nuestras, en el testamento de Dña Carmen Daudén?

Pero ¿no hubiera sido mejor?…. Suspended, suspended por ahora esa pregunta. Ante todo y sobretodo acatemos las disposiciones de la Providencia, que nunca se en­gaña. Después…. veremos si después, cuando se hable de los frutos espirituales que ha producido nuestra fundación de La Iglesuela, parece, o no, oportuno contestar de otro modo a esa pregunta. Por ahora basta y sobra lo dicho.

Durante estos dos años, 1896-97, el Cura, que ya se había entibiado en el ante­rior, se enfrió completamente con relación a los Paúles. O más exactamente dicho, se convirtió en contrario. Había sido él inspirador para que se estableciesen en La Iglesuela. Después, por lo de la casa que había que proporcionarles, los juzgo exi­gentes, dejó de estimarles, y pensó en sustituirlos por otros Religiosos. Y fue, en efecto, a La Iglesuela algún fraile Agustino Recoleto, que ofreció contentarse con el capital sin casa.

Y escribió al Sr. Garcés el Cura apremiándole, aunque sin hacer mención de lo del Religioso, para que, o se apresurasen los Paúles a establecerse, o renunciasen a la fun­dación. Y el Sr. Garcés, como «el buen recadero ni perezoso ni embustero» transmitió esos apremios al Sr. Visitador. Y éste contestó, con fecha 22 de Noviembre de 1897, que ¿cómo establecerse sin casa; ni cómo hacerla si ellos no aprontaban los 10.000 duros? Y se lamentaban de que aún no se habían dirigido los señores testamentarios oficialmente a él. Y añadía:—»Veo mucha informalidad y dejadez en esos señores.» Por cierto que sí.

Como el Sr. Garcés vió el sesgo que iba tomando el asunto, y que se aproximaba la lucha, y penetraba el desafecto, el desvío, la animosidad, hasta el deseo de que dejára­mos la fundación, y él, a esas alturas, ya no podía hacer nada, se hizo a un lado, y remitió al Cura al señor D. Eladio Arnáiz, Visitador de los Paúles, que era quien podía tomar una determinación.

Y el Cura, pronto y bien mandado, ufano, arrogante, vase a Zaragoza, se in­tima con el Prelado, y pertrechado con los alientos de éste, avanza intrépido hasta Ma­drid, se presenta en la calle de García Paredes, se pone frente a frente del señor Visitador, y pretende luchar, intimidar. Y sucedió que fue por lana y salió trasquilado, que se encontró con la horma de su zapato, le salió el tiro por la culata, y se volvió con las orejitas gachas a su casa, porque el Visitador contesta con firmeza que no renuncia a la fundación, que con aquella misma fecha escribiría al Arzobispo, y que estaba re­suelto a llevar la cuestión a Roma. Así se tose ante los arrogantes para que depongan sus aptitudes quijotescas. Y en efecto, el Cura se volvió a la Sierra y no tornó a respirar sobre el asunto de la renuncia, ni de la fundación tampoco.

VII.- SUMA, SIGUE Y CONCLUYE

Estancamiento.- Movimiento simultáneo.- Desde Almería.- Comisión del Arzobispo.- A La Iglesuela.- Dos Arzobispos muertos.- La Visita.

El Sr. Visitador se mantuvo firme, contra viento y marea, en no renunciar la fun­dación y en no hacerla hasta que, o allegasen recursos los albaceas, o se acopiasen fon­dos suficientes para edificar la casa con los productos del capital. Y se pasaron otros dos años en completa estancación, sin que el Arzobispo, a quién el Visitador había es­crito, ni el Arcipreste, a quién había escrito el Sr. Garcés, ni el Cura de La Iglesuela, volvieran a reclamar, ni depusiesen su aptitud, ni se moviesen en sentido alguno.

Quién se movía y se agitaba en el mismo tiempo, y mostraba interés en sentido fa­vorable a la fundación, era el mantenedor de la otra corriente, Mariano Soler, el albacea seglar. El cual hizo varios viajes a Alcorisa, y escribió algunas cartas al Sr. Garcés, ro­gándole con encarecimiento que hiciera cuanto estuviese de su parte para que fuesen pronto los Paúles a La Iglesuela, porque la gente de bien, que los deseaba, empezaba a impacientarse y a desconfiar de ellos, y se estaba formando, con ayuda de los malos, una atmósfera desagradable, e iba perdiendo terreno de día en día al concepto que de ellos se tenía anteriormente formado.

Todo lo cual iba poniendo el Sr. Garcés en conocimiento del Sr. Visitador, excitán­dole a la par a que hiciese un viaje a La Iglesuela, para que formase juicio de aquello, y tomase una ú otra determinación. Estas excitaciones produjeron su efecto, porque manifestó dicho señor que entraba en el pensamiento, y que comprendía perfectamente el alcance de las indicaciones hechas por el albacea Soler.

Para mayor estímulo, y para adelantar esta labor, quiso Dios que por entonces re­cibiese el Sr. Visitador una carta, cuyo contenido comunicó este señor al Sr. Garcés, con fecha 23 de Octubre de 1899, en los siguientes términos, que van a copiarse, porque en ellos se corrobora lo que se acaba de decir, y se pinta bien y se refleja con claridad el estado de opinión que reinaba en La Iglesuela y en el ánimo del Sr. Visi­tador.

El cual dice: «…. y conviene que vaya a Zaragoza para ver de activar algo lo de Igle­suela, respecto de lo cual he tenido una carta del Sr. Barona, que se ha visto en Almería con un P. Josefino, hijo del Sr. Soler, y según dicho E Josefino, y refiriéndose a las cartas de su padre, conviene que vayamos cuanto antes, pues hay bastante oposición a que allí nos instalemos de parte de algunos clérigos de por allí, de Zaragoza, y, lo que es aún peor, con esta ocasión se halla dividido el pueblo, reclamándonos unos, mientras otros no nos quieren; cosa que no me extraña, pues en la población han de dibujarse las dos tendencias, del Cura y del Sr. Soler.—No hay que decir que nosotros estamos dispuestos a proseguir nuestros derechos a todo trance, y por ende siquiera, repito, hacer algo en Zaragoza, y también deseo que usted me acompañe, así en esta ciudad como, si conviene, en el viaje que tal vez hagamos a La Iglesuela, para ver aquello, por supuesto, de inteligencia con el Arzobispo, o de quién le represente en el asunto. Con que esté usted dispuesto para venir a Zaragoza tan pronto como reciba parte o carta míos, avisándole en ese sentido.

Y en 28 de Octubre le avisó, en efecto, para que fuese a Zaragoza. Y allí se vieron el 3 de Noviembre. Conferenciaron larga y amistosamente con el Sr. Arzobispo, y éste no puso obstáculo alguno, antes bien, dio muestras de interés en que se realizase pronto la fundación, pero sin soltar tampoco ofrecimiento ninguno.

Conferenciaron después con el Provisor, Sr. Pellicer, que era el encargado de agenciar el asunto. Este mostró mayor interés aún por verse libre de tan pesado negocio, porque dijo que estaba harto ya de tantos dimes y diretes cruzados entre los albaceas, que obli­garon al Prelado a cambiar el Administrador y a imponerse con energía para que se procediese a la venta de las fincas y se realizasen los capitales de las dos fundaciones.

Y tanto era así que, aprovechando la ocasión, comisionó el Arzobispo al Sr. Garcés para que subiese a La Iglesuela y en su nombre convocase a los albaceas y les intimase perentoriamente la orden de vender y realizar; dándole instrucciones particulares y fijas sobre los precios de las fincas. Lo cual, con toda actividad, y a satisfacción de los mismos albaceas, ejecutó inmediatamente el Sr. Garcés.

A su vuelta de La Iglesuela a Alcorisa, escribe al señor Visitador, que estaba en Bar­celona, la entrevista y buen resultado de la comisión que le encargó el Prelado, y alegrándose de ello, le dice desde Figueras, con fecha 20 de Noviembre, que esté preve­nido, porque va a pasar a Mallorca y Menorca, y desde ésta le avisará por telégrafo qué día podrá llegar a Valencia, para juntarse allí y emprender el viaje a La Iglesuela.

Y en Valencia esperaba el Sr. Garcés la víspera de la llegada del Sr. Visitador.

Y en el puerto le recibió el día 7 de Diciembre de 1899, a las seis de la mañana.

Y el 9 salieron de Valencia para tomar el coche, a las cuatro de la tarde, en Alcalá de Chisvert. Eran días de ciclones y tormentas. La noche anterior había sido volcado un coche en medio de la carretera por la fuerza del viento. Y no parecía de menos in­tensidad el que soplaba aquella tarde; de manera que zozobraba el parecer de los co­cheros entre salir o no salir. Pero nuestros viajeros no se arredraron, con admiración y aplausos de aquéllos. A la una de la madrugada llegaron a Ares del Maestrazgo, sin no­vedad, gracias a Dios, fuera del frío. ¡Y qué camas les esperaban! No fueran más austeras en una Trapa.

Y el 10, celebradas las misas en Ares, en dos caballerías, de cuatro o cinco horas de camino, arrebujados como podían, porque el viento, de frente, era muy fuerte y frío, se presentaron en La Iglesuela a las doce y media. No fue tan cordial como correspondía al recibimiento. Ni siquiera comida preparada había, a pesar del precedente aviso de llegar aquel día y a aquella hora. Se habló con tres albaceas lo que convenía. Casi no pudo salirse a la calle por lo desapacible de la tarde. La estancia se hacía violenta. A las doce de la noche, noche negra y amenazadora, otra vez montados. Pasmados del arrojo se quedaron los que se enteraron. Antes de dos horas, arrecidos, se apean. Al Sr. Garcés, que por la obscuridad indicaba al otro el mejor camino, se le tuerce el pie en un bache, y da un tamborilazo de frente bueno, bueno, aunque sin más consecuencias que las risas, muy naturales en esos casos, y las palmas despellejadas. Montan otra vez, y a la hora y media, a las tres de la mañana se echa a nevar, yendo mal arropados, a lo menos el Sr. Visitador, que no lleva balandrán. Gracias que el viento azotaba por la espalda. A las cinco en Ares, a las seis en el coche, a las dos en Alcalá, a las siete de la noche en Valencia. ¡Viaje célebre!

Pasa el 1900 sin variación notable. Muere el Arzobispo Alda. Es nombrado para sustituirle en 1901 el Cardenal Cascajares. Habla con éste y con el Sr. Pellicer sobre nuestra fundación el Sr. Visitador; los encuentra complacientes y les promete que se hará desde Mayo a Octubre de este mismo año. Muere antes el Sr. Cascajares, y es ele­gido Vicario Capitular el Sr. Pellicer. Parecía muy oportuna una tregua hasta que hu­biese nuevo Prelado, y se hace por parte nuestra alguna indicación. Pero no ceja Soler en sus solicitaciones, e insiste en lo mismo el Vicario Capitular. En conclusión, res­ponde el Sr. Visitador que pronto hará la Visita en Alcorisa, y allí tomará una resolución definitiva.

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