Memorias de un Paúl: la Iglesuela del Cid (I)

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Author: Jaime Daudén · Year of first publication: 2011 · Source: Anales Madrid.
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PRELIMINAR

Después de cinco años.- Razón de escribir.- La tentación.- La resistencia.- La caída.

Más de cinco años han pasado desde que tuvo principio nuestra Casa de La Igle­suela del Cid. Muchos se han enterado, durante estos cinco años, de varios detalles re­ferentes a ella, y les llamaba vivamente la atención. Y les picaba la curiosidad de conocerlos todos, y el deseo de que se escribieran e imprimieran.

Y pidieron y volvieron a pedir el relato de esos pormenores, e instaron y reiteraron y volvieron a la carga; pero toparon siempre con la resistencia.

¿Por qué esta tenacidad? ¿Por qué no se ha escrito esa historia? Por varias razones, algunas muy íntimas, que no hay para qué exponer. Ni su publicación hace falta para el objeto de la historia.

Pero todo tiene fin; y si no lo han tenido las peticiones, por aquello de si persevera­verit pulsans, que estamos meditando estos días con la Santa Iglesia, o por lo otro de «el pobre importuno saca mendrugo», que repite el pueblo, lo tienen las resistencias por lo de «tanto y tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe». Tanto, tanto tentar ha dado al traste con la resistencia y ha producido la caída en la tentación.

Como se trata de asunto en sí indiferente, ni fue mala la resistencia, ni es mala la caída. Y aun puede ser que produzca ésta los buenos efectos que han soñado los ten­tadores. ¡Quiera el Cielo que así sea, para que no se pierdan el tiempo y el trabajo. Y allá va, con la más pura intención, y valga lo que valiere, la historia de nuestra Casa de La Iglesuela del Cid.

II.- LA IGLESUELA DEL CID

Su situación económica.- Una herradura.- El nombre.- El caserío.- Las comunicaciones.- Miedos infundados.-

La Iglesuela es una población de 1490 habitantes, según el último censo eclesiástico, que pertenece, en lo civil, a la provincia de Teruel, partido de Castellote, y en lo reli­gioso a la Archidiócesis de Zaragoza.

Es el pueblo más distante al sudeste de aquélla, y el más lejano al sudoeste de ésta. Limítrofe, por la parte de Villafranca del Cid, a la provincia de Castellón de la Plana y a la Diócesis de Tortosa, de las cuales les separa, a media hora de distancia, la Rambla, según hoy se llama, o río de las Truchas, según dejó escrito, al señalar límites en estas regiones, Don Jaime I de Aragón.

Le circunvalan, por el N., a dos horas de distancia, Cantavieja, famosa en nuestras guerras civiles; por el Este, a hora y media, Portell; por el S., a dos horas, Villafranca del Cid; y por el O., a cuatro horas, Mosqueruela, perteneciente a la provincia y Obis­pado de Teruel.

Su terreno es algún tanto áspero, pedregoso y frío, propio de sierra; pero no tanto como Mosqueruela y Cantavieja. Es algo menos desapacible su situación porque está al final de las cordilleritas de Alcalá de la Selva y de Aliaga, con tendencia marcada a bajar al Reino de Valencia.

Figurémonos una herradura: Cantavieja está en el centro del semicírculo de ella; Mosqueruela en un lado; Portell en el otro; Villafranca en la abertura; La Iglesuela en el fondo, inclinándose a ésta; y todo el hierro de la herradura son cerros que prestan algún abrigo y dan cierta gracia a La Iglesuela.

Acerca de su nombre, eh aquí lo que se lee en los curiosos apuntes que preceden a una Novena dedicada a Nuestra Señora del Cid, Patrona principal de este pueblo: «El nombre de Iglesuela se deriva de Iglesia pequeña, y se funda en que en los Breves Apos­tólicos de la Iglesia se dice, en el uno, Eclesiola del Cid, y en el otro, Eclesuela del Cid, la Iglesuela del Cid, que es lo mismo que Iglesia pequeña, parva ecclesia; y de ahí que su escudo de armas sea una iglesia y una torre».

La posición del caserío es caprichosa. Fórmanle tres grupos desiguales, separados por dos barranquitos, por los cuales corre pequeña cantidad de agua, que procede de varias fuentes. El grupo de en medio, en el que generalmente se cobijan los vecinos más pudientes, y en el cual se encuentra la Iglesia parroquial, la Casa-Misión y los ma­yores edificios, muchos de piedra de sillería, con tres calles principales, muy bien arre­gladas con aceras, y varias travesías, contiene la mitad de los habitantes. Los otros dos, llamados La Costera y Las Eras, con calles y casas más pobres por lo general, contienen la otra mitad. La Costera está en la parte oriental. Las Eras en la opuesta.

Aunque se ha dicho que La Iglesuela está en una sierra, no hay que pensar que sea inaccesible, ni que esté incomunicada esta población. Algunos años ha pudo afirmarse esto; hoy, no. Su comunicación principal fue siempre, y siempre lo será, con el reino de Valencia, por la provincia de Castellón.

Tres carreteras están ya próximas a rendirle vasallaje; no pasará un año sin que dos de ellas crucen sus calles. De modo que la Iglesuela está llamada a ser, empieza a ser y lo será muy pronto, un centro de movimiento y de comercio para las mencionadas sierras.

La más antigua de esas carreteras, que sube desde Castellón por Albocacer y Villa- franca, está en uso, hace ya más de cuatro años, hasta la Rambla, o río de las Truchas. Son varios los carros que la transitan hasta La Iglesuela, aportando los productos y re­galos de la región valenciana y del Mediterráneo. Un coche-diligencia llegó hasta hace diez años a Albocacer, hasta hace cinco subió a Ares; desde entonces llega a Villafranca, y una tartana hasta La Iglesuela. Sobre la Rambla han levantado un largo puente desde el otoño último, y la carretera está trazada y calzada hasta tocar el barrio de las Eras.

Otra carretera sube desde Alcañiz, por Castellote y Cantavieja, y llega ya a tres ki­lómetros de La Iglesuela. La tercera viene desde Sarrión, por Mora, Rubielos, Mos­queruela, y podrá quedar terminada en el espacio de dos años.

Todo esto se ha dicho con tanta extensión y claridad, para disipar y ahuyentar in­fundados temores, para que se desvanezcan ciertas preocupaciones, hijas de la pusila­nimidad, y acaso de la falta de celo verdadero y legítimo, y para que cobren alientos ciertos espíritus apocados y encogidos, que, cuando han de ser, o son enviados a cam­paña, se amilanan ante soñados fantasmas y sombríos espectros, tomando por insupe­rables dificultades lo que en realidad son inestimables dulzuras y encantos.

III.- ORIGEN ALTÍSIMO DE LA FUNDACIÓN

La inspiración.- Razón general,- Razón especial.- Id y enseñad.- Razón especialísima.- La fidelidad y la constancia.

Puede y debe decirse que la fundación de La Iglesuela es de inspiración divina, pri­meramente por la razón general, aplicable a cuanto bueno sucede en el mundo, de que todo bien procede de Dios, y de que sin su inspiración somos incapaces de tener un buen pensamiento. Doctrina conocida, sabida y repetida por todos los cristianos algún tanto ilustrados; doctrina enseñada por la Filosofía y la Teología de consumo; doctrina textualmente dictada por San Pablo; doctrina que nos recuerda nuestro Santo Padre en el prefacio que puso a nuestras Santas Reglas.

En este sentido claro está que fue inspiración de Dios el pensamiento de fundar una Casa-Misión en Iglesuela; porque ¿de dónde brotó tan feliz, tan beneficiosa idea, sino del espíritu de piedad, del espíritu de caridad y de celo por la salvación de las almas, del espíritu de oración fervorosa y de amor acendrado a Jesucristo, o sea, en una palabra, del espíritu de Dios que animaba el corazón de la bendita señora Fun­dadora?

Pero hay además una razón especial para comprender y confesar que es de origen divino el pensamiento de la fundación de La Iglesuela, aplicable a cuantas Casas de Misión se funden. Y es que Jesucristo dijo: «Id y enseñad. Predicad a toda criatura. También a las gentes de los campos. También a los que habitan en las sierras. Y a éstos con preferencia, porque están más necesitados.» Y Él, Nuestro Señor, así lo hizo, Él inspiro ese espíritu en su Iglesia. Y suscitó y escogió Misioneros que pudieran dedicarse a esa misión de anunciar el Evangelio. Y les infundió amor a las gentes sencillas y os­curas, y a las misiones de los campos y de las sierras.

Pero ¿Cómo irán a las sierras si no son enviados? ¿Y cómo los han de enviar si no cuentan con medios de subsistencia? Ahí tenéis descubierto ya el origen divino de la fundación de una Casa-Misión, de la Casa-Misión de La Iglesuela del Cid.

Ese pueblo está en una sierra, a cuarenta leguas de distancia del centro de vida pas­toral de su Arzobispo. No hay facilidad para hacer llegar a esa distancia de la vivifica­dora savia evangélica procedente de ese centro. Y en esa sierras hay otros muchos pueblos, con muchas almas buenas, que tienen hambre, que piden pan, el pan sobre- substancial, el pan de la salvación…. Y no hay quien lo reparta, porque, aunque tienen cerca de sí pastores…. ¡ay! mejor será dejar suspendida la idea…

Y esas almas son de Dios, muy de Dios, y Dios quiere salvarlas, y por los medios ordinarios que estableció en su Iglesia; ¿qué hacer?— Allá, en aquel rincón oscuro de aquel templo, veis una persona modesta, arrodillado su cuerpo, su cabeza humilde­mente inclinada, su alma fervorosa en oración…. Es rica en virtudes; lo es también en bienes materiales; no tiene obligaciones de familia perentorias, ineludibles… ¡Ah! ¡Ben­dito sea Dios! El Señor desciende sobre aquella bendita alma, y le inspira… le inspira el pensamiento de una Casa-Misión para salvar almas; de la Casa-Misión de La Igle­suela del Cid.

Y aún existe otra razón especialísima para comprender el altísimo origen de la funda­ción de La Iglesuela; la fidelidad y constancia de la gente del país en la fe y en la piedad.

Verdad es que la ponzoña de los tiempos modernos se ha extendido por todas las venas de la sociedad. Cierto que ha subido hasta las escarpadas sierras de La Iglesuela y ha llegado hasta los últimos rincones de sus contornos. Porque ¿adónde no llega la peste de los periódicos? ¿Ni cómo volver a sus hogares sin contagio, los que por el ser­vicio militar, o por otras causas de conveniencia propias salieron sanos de ellos? Indu­dable que, en mayor o menor cantidad, se encuentra ya inoculada la corrupción en el organismo de todas las poblaciones, aun de los barrios más pequeños; y no se puede negar que se hallan ya envenenadas muchas almas, las cuales, o no creen, o no practi­can, o lo hacen rutinariamente, por respeto humano, porque se ha hecho siempre; sin fe, sin esperanza, sin caridad, sin devoción; con frialdad, con indiferencia, con menos­precio y desestimación.

Todo esto es verdad; todo es tristemente cierto. Pero también es verdad y afortuna­damente innegable, que los vacilantes, o indiferentes, o incrédulos, no pueden públi­camente negar, no pueden burlarse, no pueden denostar, no pueden ridiculizar, sino que tienen que morder polvo y sucumbir y se ven obligados a practicar, disimulando, fingiendo y ocultando su incredulidad e indiferencia. ¿Y porqué? Porque el núcleo, la masa, la parte más sana de las poblaciones no se ha dejado envenenar, conserva su fe, mantiene vivos los sentimientos religiosos y se impone a la parte más inficionada y en­ferma.

Ahora bien; estos verdaderos israelitas que todavía no han doblado su rodillas ante los ídolos modernos, cuyas inteligencias y cuyos corazones son aún de Dios, y si, como hombres, son victimas de algunas flaquezas, abrigan como cristianos y mantienen vivas predisposiciones de fervor; ellos, por su fidelidad y su constancia en la fe y en la piedad, que heredaron de sus antepasados, o sus antepasados y sus padres, vivos o difuntos, más fieles que ellos, más piadosos y más fervorosos que ellos, o todos a la vez, mere­cieron que Dios en su misericordia quisiera preservarlos de esas pestilencias e impedir que cayesen en esos espantosos extravíos, y ayudarlos con su gracia en la labor de su santificación y de su salvación.

¿Y de qué modo? ¿Por qué medio? ¿Por ventura hay algunos más eficaces que los que proporciona una Casa-Misión? De ahí, pues, la inspiración comunicada por la benignidad divina a la piadosa Fundadora de nuestra Casa de La Iglesuela. Ahí tenéis el altísimo, el divino origen de la fundación, objeto de esta historia.

IV.- PREPARACIÓN REMOTA

La Fundadora.- Sus deseos.- Enardecimiento.- Error sensible.- Reserva perjudicial.- Muerte de la Fundadora.- El testamento.

¿Y quién es esa piadosa, esa caritativa Fundadora?, os habréis preguntado al leer los anteriores párrafos. ¿Quién es? Preguntad más bien quién fue, porque ya no es. Dejó de existir en este mundo. Pero vuestra natural curiosidad merece ser satisfecha. Se llamó Carmen Daudén y Loras, y nació y vivió en La Iglesuela. Fue hija de padres sin­ceramente cristianos, quienes la educaron en el santo temor de Dios y en el ejercicio de las obras de misericordia. Sus cualidades personales fueron relevantes, distingui­dísimas. Muy humilde, muy modesta, muy piadosa, muy discreta. A todos se hizo muy amable; todos dicen que fue muy buena. Cuando murió nadie dejó de rendirle ese tributo. Y después de tantos años no se ha oído una opinión, o un parecer discordante, en medio de tanta y tanta conversación sobre ella, y sus bienes y sus fundaciones. Al desaparecer de este mundo no dejó más parientes próximos que una hermana, Mag­dalena, Religiosa en las Dominicas de Alcañiz, que falleció también cinco años después.

Algún tiempo antes de que se hiciese nuestra fundación de Alcorisa, había comu­nicado a su confesor, D. Manuel Izquierdo, Párroco de La Iglesuela, deseos de emplear sus bienes en alguna fundación benéfica para su pueblo y para los del contorno. Rea­lízase la de Alcorisa en 1893. Tiene noticias del hecho el confesor y se apresura a co­municarlas a su hija espiritual. Le advierte que ha manejado dicha fundación y la ha llevado a cabo con bienes de la señora Baronesa viuda de la Linde, el E Garcés, Misio­nero Paúl, antiguo compañero suyo de Seminario, quien se encuentra de Superior al frente de ella, y quien seguramente les ayudará, con la mejor voluntad, a llevar adelante la empresa que empiezan a proyectar.

Con estas noticias se enardece el ánimo de D.a Carmen, se avivan sus santos deseos, y empieza a preocuparse seriamente del modo de realizarlos. Al efecto, ya entrado el año 1894, comisiona a su confesor y Párroco para que se entere de las condiciones de la fundación de Alcorisa, y este señor pide inmediatamente los convenientes datos; pero cometiendo un error sensible, de fatales consecuencias, del cual se lamentó cuando el Sr. Garcés se lo hizo notar y ya no tenía remedio como se dirá.

Y fue que, en vez de dirigirse y preguntar al Sr. Garcés, como parecía natural, porque nadie mejor que él podía ilustrarle sobre el asunto, ni suministrarle con más precisión y seguridad los datos que deseaba, dio un rodeo, y se dirigió y preguntó al Cura de Al­corisa, encargándole además que guardase sigilo.

En efecto, allá por el mes de Mayo de dicho año de 1894 fue D. Pablo Ariño, Cura de Alcorisa, a visitar al Sr. Garcés, y le notificó que se iba a hacer otra fundación de PP. Paúles en un pueblo, no muy lejano, de la misma provincia y Diócesis; que le ha­bían pedido datos de la de Alcorisa para hacer semejante la otra; que ya los había dado, pero que no podía decirle entonces más porque le habían encargado el secreto.

Lamentable secreto, lamentable rodeo y lamentable error, cuyas consecuencias fue­ron muchas y graves, funestas y desastrosas. Se retrasó más de siete años la fundación, con el perjuicio espiritual de las almas que fácilmente se deja comprender. Se dio lugar a quejas, disgustos, cuestiones, sospechas, juicios injuriosos, murmuraciones y recri­minaciones, quién sabe si también injusticias. Se relajaron y quebrantaron entre los albaceas y sus familias amistades antiguas, engendrando divisiones, resentimientos y rencores duraderos, puede ser que indelebles. Se dio tiempo y ocasión y materia para que los enemigos de los frailes, que en todas partes abundan, y en La Iglesuela, aunque hipócritamente cubiertos con piel de piadosos, no escasean; y las familias o parientes lejanos de la señora Fundadora, que soñaron con la adquisición de algunos bienes de la herencia; y las gentes ignorantes, pero por lo común maliciosas, que, comenzando por ser víctimas de la maledicencia, son después sus más tenaces sostenedores y sus más activos propagadores, crearon una pestilente atmósfera de prevenciones, recelos, imposiciones, desconfianzas y odiosidades contra los Paúles, o los frailes, según el len­guaje de ellos, porque iban a hacerse ricos, acaparando un capital fabuloso, que sólo serviría para mantener holgazanes, y hubiera estado mejor empleado en formar un pó­sito, con el cual se hubiera mantenido siempre a los pobres. Por fin se puso a la Co­munidad en el trance de tener que levantar una Casa de planta lentamente, trabajosamente, angustiosamente, por no contar con otros recursos que los rendimien­tos del capital entregado para su manutención y subsistencia. Casa modesta y reducida, como es de suponer, que no se verá terminada hasta que no pasen más de quince años, no contando, como no se puede contar, con más recursos que los dichos.

Pero, en fin, estaba dado el primer paso. Poseían la Fundadora y su confesor datos, aunque incompletos, suficientes para empezar a poner por obra sus plausibles y santos proyectos.

Y discurren, deliberan, comparan, calculan, consultan, indagan quién y cómo son los Paúles y sus obras, sus misiones, sus establecimientos. Y determinan pasar adelante, entendiéndose con el E Garcés, a quién rogarán que suba a La Iglesuela para tratar del asunto sobre el terreno.

No le llamaron, no pudieron llamarle, no tuvieron tiempo para hacerlo. En medio de sus placenteros sueños, de sus piadosas y espirituales ilusiones, cuando se regocijaban y con mucho fundamento y santamente se recreaban contemplando imaginariamente la proximidad de la realización de sus caritativos y por tanto tiempo acariciados planes, se encuentran repentinamente paralizados todos sus pasos, se abre ante ellos un abismo que inunda sus corazones de tristeza, de amargura, de estupor, ¡el abismo de una tumba!

¿Quién había de pensar, a quién se le podía ocurrir, cómo imaginar siquiera, que una joven de treinta y tres años de edad, sana, robusta, maciza, en la plenitud de su lozanía y de su vigor físico, sin precedentes sintomáticos de achaques, sin presenti­miento alguno morboso, ahora tan súbitamente, tan aceleradamente, tan irremedia­blemente, había de desaparecer de entre los vivos?

Pues eso sucedió en Octubre de 1894, porque Dios lo quiso. Como dueño de la salud y de la enfermedad, de la vida y de la muerte, vio el fondo hermoso del corazón virginal de Dña Carmen Daudén, y, satisfecho de sus puras intenciones, de sus deseos santos y benéficos, no le dejó ver su obra en la tierra, acaso por evitarle la tentación de complacerse vanamente en ella, y tocó con el dedo de su Voluntad, siempre adorable, su preciosa existencia, arrebatándole, por medio de una enfermedad aguda, en pocos días la vida.

Pero como la obra había sido concebida, combinada y formulada por inspiración divina, no permitió el Señor que se quedase en proyecto, sino que ordenó a la terrible, a la sañuda enfermedad que respetase la inteligencia y la libertad de aquella alma noble, y mandó a la implacable, a la insaciable muerte que se mantuviese queda en el dintel de la habitación en que yacía postrada la paciente enferma, hasta que se cumpliesen los eternos designios de su Providencia; y en el lecho la una, y en la puerta la otra, es­peraron las dos respetuosas y sumisas, hasta dar tiempo a que subiese desde Castellote, distante doce horas de camino de herradura, un Notario para que extendiese un tes­tamento y en él quedase, como quedó, consignada la voluntad de la ilustre moribunda.

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