Por haber hecho los votos fuera de Madrid y no cuidarse de anotarlo en el libro correspondiente, y también por habérsenos traspapelado una de las fichas, lleva el P. Melchor Igüés el número 370, siendo así que realmente le correspondía el 341, siguiendo el orden cronológico de los que han pertenecido a la Congregación en España. Pero después de todo nos alegramos de este lapsus, a fin de darle relativamente más extensión y cerrar esta primera serie de notas con la que se refiere a un varón tan insigne. Si no fuera por nuestra incalificable desidia, el nombre del P. Igüés debía sernos familiar desde nuestros primeros pasos en la Congregación, y por desgracia apenas si lo hemos oído. No fue así en su tiempo, ni aun muchos años después de su muerte, por lo menos entre los seglares. Un hombre tan ecuánime y ponderado, conocedor quizá como ninguno de las cosas y personas de su época, don Vicente de la Fuente, al hacer el 29 de diciembre de 1882 el elogio fúnebre de don Santiago Masarnau en la velada celebrada por la Juventud Católica de Madrid, decía: «Por corrompidas que sean las costumbres de una época y de un país, Dios nunca lo abandona por completo y no deja de enviar hombres de virtud que en él sirvan de modelo. Nosotros los hemos tenido en España; entre nosotros han vivido, y los hemos visto y escuchado. ¿No hemos conocido al excelentísimo señor don A. Claret? ¿No hemos tenido en época no remota a los célebres PP. Carasa y La Calle, de la Compañía de Jesús; a don Melchor Igüés, de los Paúles, a quien tanto amó y respetó don Santiago, y a su compañero el señor Borja, a quien Dios privó de la vista corporal para abrir los ojos de su alma, la cual entregó a Dios estando en oración y de ro-dillas?
El 5 de enero de 1811 nació en Barbastro el P. Melchor Igüés, y el mismo día fue bautizado en la parroquia de la catedral por el doctor don Joaquín Domec. Fueron sus padres Francisco Igüés y Polonia Franco, cónyuges, vecinos y naturales de Barbastro, dice la partida de bautismo. Cuando vino a la Congregación, traía estudiadas las Humanidades y la Filosofía. Empezó el noviciado en la casa de Madrid el 14 de julio de 1829 y en diciembre de 1830 le enviaron a Badajoz, con el fin de que estudiara allí la Teología. Encontrándose en aquella comunidad, hizo los votos el 20 de julio de 1831 delante del P. Gros. A causa del cólera morbo que allá se desarrolló, le hicieron regresar a Madrid en el otoño de 1833. «Desde que vistió la solana de Misionero, dió pruebas constantes de su amor a la vocación y de observancia de las Reglas.»
Ignoramos cuándo y dónde recibió las sagradas órdenes; parece que fue antes de salir de España. Suprimidas aquí las comunidades religiosas, pasó a la casa de Nápoles, donde «permaneció cuatro años y cuatro meses, desempeñando las funciones de nuestro Instituto en las misiones, ejercicios a los seglares y al clero, y en la dirección de los jóvenes estudiantes de aquella Provincia, cuyo Visitador, señor Pésole, lo nombró Prefecto de Estudios y lo distinguió siempre entre los demás por sus virtudes y raros talentos.»
En 1840 fue llamado a España. y estuvo tres años en el Seminario de Pamplona, dedicado a la predicación y principalmente a la dirección de las Hijas de la Caridad, de Navarra. Durante los primeros meses de 1844 dió ejercicios espirituales y pasó visita en las casas de las Hermanas de aquella región, comisionado al efecto por el P. Roca, según consta en algunas ordenanzas que dejó. Se congratula en ellas del buen espíritu y observancia que reina en las comunidades; les recomienda continuar la fidelidad a los ejercicios de piedad y el cuidado esmerado de los que les están confiados, y como por razón de sus empleos han de tratar con toda clase de personas, «conviene que estén instruidas en las reglas de buena crianza para saber dar a cada uno el tratamiento que le corresponde y que todos desean recibir.»
El P. Codina, que sucedió al P. Roca en la dirección de las Hermanas, continuó como su antecesor poniendo en el P. Igüés toda su confianza. Según se desprende de algunas cartas del P. Codina, parece que el P. Igüés residió por aquellos años la mayor parte del tiempo en Sangüesa. Con fecha 20 de enero de 1845 escribía el primero al P. General:
«A nuestro querido compañero el P. Igüés, que posee a perfección la lengua italiana y española, le ha rogado el Ilmo. Sr. Obispo de Pamplona que haga una traducción de la vida de S. Alfonso de Ligorio. La hará, si usted le da permiso; y si le parece, se suprimirá su nombre, diciendo simplemente: Traducida del original italiano a la lengua española por encargo del Ilmo. Sr. Obispo de Pamplona. Este excelente misionero es una columna de la Congregación. Dios le ha dotado de un tacto exquisito para dirigir a las Hermanas. Sangüesa es su centro de operaciones: es el oráculo de la población, predica, confiesa a los fieles, dirige a nuestras Hermanas y a sus alumnas; aquella casa es un semillero de vocaciones para la Compañía.»
En el verano de 1845 se encontraba el P. Codina en un verdadero conflicto: había sido designado para preceptor de italiano de Isabel II el P. Sanz; pero como éste había ido a Méjico el año anterior con las Hijas de la Caridad, y por entonces no podía regresar, el Visitador, en carta de 23 de junio de dicho año al P. Etienne propone, que si no puede declinar tan honroso compromiso y le apremian a que venga el P. Sanz, piensa ofrecer otro Misionero tan capacitado como él para enseñar la lengua italiana, que era el P. Melchor Igüés. «Este santo varón, dice, está adornado de rara virtud y talento; la ciudad de Sangüesa le venera como a un apóstol. Sé que hará todos los esfuerzos posibles para huir tal honor; pero si se le hace ver que este sacrificio es necesario para la gloria de Dios y para bien de las dos Familias (de S. Vicente), se someterá a las indicaciones de los Superiores. No me cabe la menor duda de que, a pesar de su repugnancia, cumplirá dignamente esta comisión.»
El 4 de septiembre de 1847 proponía el P. Codina, si a él le obligaban a aceptar el Obispado de Canarias, al P. Juan Roca para sucederle en el cargo de Visitador y Director de las Hijas de la Caridad en España, a causa de las simpatías y buena reputación que tenía entre las familias de S. Vicente; y aunque su edad era avanzada, podía tener a su lado, para ayudarle, algunos Misioneros hábiles en estos negocios. «El P. Igüés, añade, compañero suyo en Sangüesa, es un individuo el más a propósito para la dirección de las Hermanas. Es inteligente y está adornado de virtud y prudencia poco comunes; ha dado los ejercicios muchas veces a casi todas las casas de Hermanas de media España. Soy de parecer que este señor debe residir en Madrid, como secretario del señor Visitador y Director.»
Aunque no fue puesto de nuevo al frente de las Hermanas el P. Roca, vino, con todo, a residir de modo más estable en Madrid el P. Igüés. Además de la dirección de las Hijas de la Caridad, se dedicó a otros ministerios del Instituto, los que «desempeñó siempre con decoro y extraordinario fruto. Los párrocos más respetables de Madrid le rogaban con instancia que ocupase sus púlpitos, y si bien lo hizo muchas veces, pero nunca sin la aprobación y disposición de sus superiores, de cuyas indicaciones nunca se separó y siempre siguió como la regla segura de su conducta. El Tribunal de la Rota admiró su don particular para la predicación en los sermones que les hizo.»
Los que querían introducir modificaciones respecto de la dependencia del Superior General, cuando se restableciera la Congregación en España, previendo que encon-trarían tenaz oposición en el P. Igüés, trataron de alejarlo de Madrid; pero no lo lograron: su valer y su virtud estaban por encima de todas las intrigas, y junto con el Ilmo. Sr. Codina y el P. Escarrá fue una de las principales columnas de nuestra restauración y «uno de los que más contribuyeron a consolidar el antiguo edificio del Instituto» que se levantaba de sus ruinas.
En junio de 1851 cayó gravemente enfermo y otorgó testamento, en el que, después de la profesión de fe, «declara que es pobre y que no tiene bienes algunos con que poder testar, por lo que pide y suplica al señor Cura Párroco… de que sea feligrés a su fallecimiento, le mande enterrar y entierre de limosna, haciendo por su alma los sufragios acostumbrados en los de igual clase». Y por si en lo sucesivo le correspondiesen algunos bienes o derechos, nombra por sus albaceas y ejecutores a los PP. Santasusana y Borja. Por dicha de la Congregación Dios le conservó unos cuantos años más.
Al verificarse nuestra restauración, fue el P. Igüés uno de los que tornaron posesión, en 23 de septiembre de 1852, del edificio que les señaló el Gobierno en la calle del Duque de Osuna, predicando asimismo por las tardes en el solemne triduo que con tal motivo se celebró los días 27, 28 y 29 del citado mes. También nos dejó el P. Igüés de su puño y letra una preciosa relación, contando las múltiples dificultades con que tropezaron y la solemnidad de la instalación de los Misioneros en el edificio que ahora ocupan las Adoratrices.
Fue nombrado el P. Igüés director de novicios y consejero provincial. «Trabajó sin descanso en restablecer las prácticas del Instituto y en poner la Regla bajo aquel mismo punto en el que la habían dejado los antiguos Misioneros».
Al año siguiente reanudaron las misiones y, sin duda por escasez de personal apto, fue el P. Igüés de director, predicando las doctrinas. Sólo pudieron estar desde primeros de noviembre hasta el 3 de febrero de 1854, misionando Galapagar, Torrelodones, Hoyo de Manzanares y Las Rozas. fue grande la correspondencia de los fieles y pocos quedaron sin confesar y comulgar, zanjándose al mismo tiempo algunas discordias de importancia.
Con fecha 11 de marzo del año susodicho escribe al P. General y le dice, que cuando salió a misiones había dejado ocho seminaristas y a su vuelta encontró quince. La comunidad va entrando en la práctica de los ministerios propios de la Congregación; hay observancia y cada cual cumple su deber. Poco después firma con los PP. Escarrá y Santasusana una carta al P. Etienne, indicándole los temores que abrigan acerca de los proyectos del Padre Armengol y otros Misioneros.
Por entonces se encargó la Congregación del Seminario Aguirre, de Vitoria, y fue nombrado Superior del mismo el P. Igüés. Creyendo que estarían más seguros que en Madrid, enviaron a dicho Seminario catorce de nuestros seminaristas. A fines de agosto de 1854 hizo la Comunidad los ejercicios espirituales, y luego los practicaron sesenta alumnos internos. Se abrió en seguida el curso, matriculándose entre internos y externos unos 300. El P. Igüés desempeñó la cátedra de Teología dogmática y moral. La ciudad vio satisfecha la pujanza con que empezaba el nuevo Seminario, y los Padres eran muy estimados por su acierto en la enseñanza y dirección. Sin embargo, el P. Igüés, a más de estar sobrecargado de trabajo, tuvo que sufrir mucho para mantener en la disciplina a los alumnos externos, sin contar las muchas dificultades que pronto surgieron por parte del fundador, D. Domingo de Aguirre. Por eso a fines del año insta al Visitador y al Superior General para que le quiten de Superior. Y, efectiva-mente, así lo hicieron, nombrándole Subdirector de las Hijas de la Caridad y consejero provincial; pero a causa de una grave enfermedad que sufrió el P. González de Soto, que le había de substituir en Vitoria, no pudo salir de allí hasta mediados de abril de 1855.
Antes de venir a Madrid, fue a Oviedo, comisionado por el Visitador a fin de arreglar algunos asuntos en el Hospicio de aquella ciudad, donde el director del establecimiento hacía la vida imposible a las Hermanas. Con paciencia y tiempo logró poner las cosas en orden. A su regreso se detuvo en Valladolid para dar los ejercicios a las Hermanas.
Llegado que hubo a Madrid, pronto se dió cuenta de las andanzas del P. Armengol que influido por las corrientes de la época y por otras causas que seria largo explicar, trataba de que las Familias españolas de S. Vicente no dependieran inmediatamente del Superior General de la Misión, sino de un Vicario nombrado por Roma. Esto afectó mucho al P. Igüés y hasta cayó enfermo. El Padre Etienne lo llamó a París; pero no le dieron la carta, ni le dijeron palabra. Al P. Armengol no le agradaba que el P. Igüés interviniera en el gobierno de las dos Congregaciones y le nombró profesor de Teología moral.
Viendo el sesgo que tomaban las cosas, el P. Etienne, de acuerdo con sus Asistentes, quitó provisionalmente de Visitador al P. Armengol el 11 de octubre de 1855 y le llamó a Paris, constituyendo Pro-Visitador de la Provincia al P. Igüés. En carta particular dice al último, que en conciencia se veía obligado a remover del cargo al P. Armengol por el bien de las Familias de S. Vicente en España y para preservarlas de los males que las amenazaban, y le ruega que, aunque sea para él un gran sacrificio, se encargue inmediatamente de su dirección. «Escribiré al señor Armengol, añade, notificándole mi determinación. Cuento con que usted hará lo posible para decidirle a obedecer mis órdenes… Escribiré también al señor Santasusana para que vaya en seguida a Madrid. Le nombro Consejero provincial y Vice-Director de las Hijas de la Caridad. Ruego a usted que le ayude a cumplir las funciones que se le confían».
El P. Armengol se hizo el sueco y ni siquiera contestó. Se fue hacia Valencia y empeorando en la enfermedad que padecía, tuvo que guardar cama algún tiempo. Así las cosas, el P. Igüés no pudo encargarse de la dirección de la Provincia. Aconsejó, con todo, que no convenía tomar medidas fuertes con el P. Armengol, sino exhortarle con palabras llenas de caridad a que dejara el cargo. Por el bien de la paz, él no se atreve a decir nada acerca de su nombramiento, y ha escrito con respeto y dulzura al P. Armengol para reducirle. Dice con franqueza al P. General que en estas circunstancias no debía haberse quitado a la Visitadora; porque nada sabía y es inocente. Se necesita proceder con muchísima prudencia.
Como en estos asuntos andaba de por medio el Gobierno, el P. Igüés pronto tuvo barruntos de que iba a ser desterrado. En efecto, el 20 de noviembre se le comuni-caba que dentro de dos días, a más tardar, saliera para Mallorca; pero él pidió pasaporte para Nápoles, y se lo concedieron. Mientras se tramitaba, se fue a Valladolid y de allí pasó a Tolosa, donde dió los ejercicios a las Hermanas. Llegó a Paris hacia el 22 de diciembre. Desde allí continuó sosteniendo con sus cartas a los PP. Borja, Velasco y a muchas Hermanas. Acompañó en la primera quincena de 1856 al P. General a Roma, donde se encontraba también el P. Armengol, quien por fin se entrevistó con el P. Etienne y le pidió perdón por los disgustos que le había ocasionado, y con su aprobación dirigió una circular a las Hermanas de España, comunicándoles que en el recurso elevado a la Santa Sede el Papa había dispuesto que nada se innovase respecto de la autoridad del Superior General sobre toda la Congregación.
Desde Roma se vino el P. Igüés a España, con la comisión de hacer aquí las veces de Visitador. Mostró su tacto y prudencia en aquellos días de prueba, y allanó las dificultades para que viniera a Madrid el Superior General, como en efecto lo verificó a fines de mayo, nombrando Visitador de la Provincia al P. Masnou y Director de las Hermanas al P. Santasusana. Continuó el P. Igüés dirigiendo la Provincia hasta el último día de enero de 1857 en que llegó de América el nuevo Visitador.
Poco a poco fueron calmándose los ánimos y renació la tranquilidad. A mediados de octubre de 1856 escribía el P. Igüés desde Vitoria al P. General: «Gracias a Dios, seguimos muy bien, gozamos de mucha paz, y de los pasados disturbios apenas se dice palabra». Sin embargo, sería mucha candidez creer que todo había concluido con la expulsión de la mayor parte de los individuos de más valer. Persistía en muchos el descontento que se acrecentó con la venida de las Hijas de la Caridad francesas a España, lo que no se verificó sin el apoyo de altas influencias políticas.
Por eso a fines del citado año escribe el P. Igüés al Padre Etienne: «Estoy esperando a nuestro nuevo Visitador, cuya presencia sería muy conveniente para calmar ciertas cabezas exaltadas que en todo creen descubrir misterios. Piensan que la promesa de un nuevo Visitador hecha por usted es una filfa; que jamás se realizará tal cosa y que al fin y a la postre quedaré yo en el puesto. Se me ha advertido de estas habladurías, esparcidas hasta entre los jóvenes; y de ahí parece que hay cierta inquietud en la Comunidad, como si no estuvieran contentos de verme al frente. En esto me complazco, porque así conocerá usted la necesidad de apresurar la venida del P. Masnou, o de poner a otro, si él no pudiera venir. Entonces quedaré contento y dispuesto siempre a prestar mi ayuda a cual-quiera que sea. Mientras tanto, haré todo lo posible para conservar en regla las cosas de la Provincia», consagrándonos además a las misiones y ejercicio al clero.
Así que vino el P. Masnou, el P. Igüés se dedicó de modo especial, como Subdirector de las Hijas de la Caridad, a la dirección de éstas, quienes le apreciaban mucho; aunque más adelante fue separado de toda intervención cerca de ellas, por creerse que era el principal obstáculo para la unificación del tocado. Y es que él conocía mejor que nadie el estado de los espíritus y cómo pensaban los Prelados españoles acerca del particular. Baste recordar lo que con fecha 22 de agosto de 1853 le escribía su gran amigo el Obispo de Pamplona: «Ya sabrá usted lo de Méjico, y lo siento mucho, porque en España chocaría el traje; para aquí no sería decente, porque no estamos acostumbrados a él, y sé que hay señores Obispos que no permitirían que entrasen en las iglesias de ese modo».
Merced a las instancias del P. Igiiés, pasó en 1861 visita en España el P. Sanz, y después también rogó, junto con el P. Borja, que lo dejaran acá de Visitador. Con fecha 1 de octubre del citado año decían al P. Etienne: «Nos parece cierto que la permanencia del señor Sanz aquí había de ser de grandes ventajas, ya para que hubiese un antiguo misionero más, hallándonos tan escasos de tales sujetos; ya para tener un operario más, tan laborioso y dispuesto para toda suerte de funciones de nuestra Congregación… Por otra parte, y esto merece toda la atención, no estamos enteramente libres de tentativas contra nuestra Congregación o la de las Hermanas, como bien lo conoce el mismo señor Sanz, y por esto es muy conveniente prevenirnos para lo que pueda ofrecerse».
Y un mes más tarde, escribiendo al P. Maller, insistía nuevamente el P. Igüés en que dejaran en España al Padre Sanz: «Su sola presencia en esta Provincia podría debilitar cualquier tentativa que se atrevieran a hacer los contrarios… Las personas eclesiásticas, de quienes estos pretendían valerse, observo que le miran con buen ojo, y creo con fundamento que harían caso de sus observaciones… Atendidas las circunstancias pasadas, presentes y venideras, se haría un bien muy grande con dejarle a nuestra Provincia». Por fin, a fuerza de instar, vio cumplidos sus ardientes deseos y el P. Sanz se quedó en España, siendo el P. Igüés su brazo derecho en todo. Claro está que los que maquinaban nuevos disturbios, trataron por todos los medios de alejarle de Madrid y aún de España. «El señor Igüés escribía el P. Sanz al P. Malleres contra quien principalmente dirigen sus tiros los descontentos de casa y expulsados de la Congregación, y no lo extraño; porque es un digno Hijo de S. Vicente, muy observante, muy amante de la Congregación y adherido a nuestro honorable Padre. No se puede usted figurar lo que está trabajando y ayudando en las actuales circunstancias. Ahora mismo está escribiendo una memoria de la necesidad de que las Hermanas estén bajo la dependencia omnímoda del Superior General, que me han pedido. Yo no tengo ninguna pasión por él; lo que escribo lo hago en tiempo de ejercicios, después de haberme confesado, y diría lo mismo en la hora de mi muerte. Deseo que usted lo crea: el señor Igüés es el hombre en el día necesario».
En efecto escribió el P. Igüés y publicó un folleto que se titula Memoria sobre las Hijas de la Caridad, redactada por un sacerdote de la Congregación de la Misión, demostrando, contra lo que se sostenía en otra Memoria publicada poco antes, que la Compañía de las Hijas de la Caridad en España nunca vivió independiente del Superior General, sino que en todo tiempo estuvo bajo su dependencia más o menos inmediata.
A pesar de todo y gracias quizá a las confidencias de una persona extraña a la Congregación, que gozaba en la Corte de mucho prestigio y autoridad y en quien suponemos muy buena intención, pero poco conocimiento de la realidad, el P. Igüés fue alejado de Madrid. Véase en qué términos comunicaba la noticia el P. Sanz al P. Maller con fecha 31 de marzo de 1863: «Ya está el señor Igüés separado absolutamente de las Hermanas y mañana estará fuera de Madrid: han conseguido lo que querían… Créame usted, el señor Igüés deja aquí un vacío que nadie podrá llenar; su salida de Madrid ha de dar mucho que decir y sus resultados los descubrirá el tiempo… Después de consultarlo con el señor Borja, he resuelto que vaya a encargarse de la casa de San Pedro [Arenas de], que es un desierto: él va muy contento; si hubiera quedado en Madrid, continuaría la misma sospecha de que él lo gobernaba todo, y a mi no me conviene seguir en este martirio».
Sin embargo, el P. Sanz pronto instó para que le permitieran traer de nuevo a su lado al P. IgÚés. Y el P. Borja escribía por su parte el 24 de mayo del citado año al P. Etienne: «En las circunstancias en que nos hallamos, debo hablar a usted P. sobre la conducta del señor Igüés. Hará más de treinta años que le tengo bien conocido, y en tantas alternativas como nos hemos visto, siempre me ha edificado su conducta. Está animado del verdadero celo, exacto en la observancia de las Reglas, y siempre de un modo especial respetuoso para con sus Superiores, ya inmediatos, ya mediatos, y ahora ha mostrado este respeto… Y así, muy honorable Padre, me tomo la libertad de pedir a usted que el señor Igüés vuelva como estaba para bien de esta pobre Provincia».
Por fin el Padre General accedió a lo que se le pedía y el 23 de octubre de 1863 el P. Sanz, por medio de un telegrama, ordenaba al P. Igüés, que se encontraba dando ejercicios en Ávila, se presentara al día siguiente en Madrid. Aquí continuó trabajando con la intensidad y éxito de siempre en los ministerios de la Congregación y apoyando al Visitador, al mismo tiempo que desenmascaraba y respondía a los que sembraban la discordia por medio de folletos anónimos y de la prensa diaria. Pero «cuando la Congregación necesitaba más de sus talentos, de su actividad y de sus buenos ejemplos, la muerte lo arrebató y cubrió de luto a las dos Familias de S. Vicente que manifestaron su sentimiento y su gratitud a los servicios que les había prestado, aplicando por el descanso eterno de su alma, no sólo los sufragios que la Congregación acostumbra aplicar por sus hijos difuntos, sino otros extraordinarios en las iglesias de las Hijas de la Caridad, a quienes por largos años había edificado con sus ejemplos y dirigido con infatigable celo y con grande aprovecha-miento».
Una erisipela se lo llevó en pocos días el 10 de enero de 1864. El P. Sanz, afectado sin duda por tal desgracia, cayó enfermo y encomendó al P. Orriols comunicara a París el fallecimiento del P. Igüés. «Usted puede muy bien entender, decía al P. Maller, cómo ha quedado la Congregación en España con la pérdida de un sujeto de tan bellas cualidades, especialmente en las circunstancias en que nos hallamos».
El Boletín de la Sociedad de S. Vicente de Paúl daba la noticia con las siguientes palabras, escritas sin duda por el insigne Masarnau: «Nuestro muy amado y respetado Sr. D. Melchor Igüés ha fallecido hoy 10 de enero en la madrugada, después de una corta enfermedad, durante la cual ha recibido los Santos Sacramentos con las mejores disposiciones. Los señores Sacerdotes de la Congregación de la Misión, las Hermanas de la Caridad y nuestras humildes Conferencias, no podrán olvidar el celo infatigable del misionero, la prudencia del confesor, el acierto en la dirección de los retiros, que tanto han admirado en el dignísimo sacerdote que baja hoy al sepulcro. Lloremos todos su pérdida en este mundo, y pidamos al Dios de las misericordias corone sus desvelos y trabajos con la felicidad eterna a que sin duda aspiraba, consolándonos con la dulce esperanza de que esté ya disfrutando el premio reservado a los buenos en la vida que no pasa».
Y en la primera Junta general, tenida el 14 de febrero de 1864 bajo la presidencia del Nuncio de Su Santidad y a la que asistieron el Beato P. Claret y otros eclesiásticos distinguidos, también se le consagró un cariñoso recuerdo al P. Igüés. Al finalizar el discurso que se suele leer en tales Juntas, decía su autor: «He concluido, señores; pero al hacerlo, en el pensamiento de todos cuantos aquí nos hallamos reunidos está que debo evocar ante vosotros un triste al par que precioso recuerdo. En vano vuestra vista busca hoy la presencia de uno de nuestros más antiguos y constantes favorecedores; en vano esperáis escuchar la autorizada voz del infatigable misionero, del celoso director de nuestros santos ejercicios, que con gran alegría de su corazón nos los anunciaba el año pasado en esta misma solemnidad: en vano, mis amados consocios.
Aquel Señor que tiene en su mano los destinos del mundo, llamó a si en el día 10 de enero del presente año al respetable sacerdote de la Misión D. Melchor Igüés: preparado santamente con los eficaces y consoladores auxilios de nuestra sagrada Religión, esperamos confiadamente que habrá empezado a gozar del premio de sus virtudes: como cristianos acatamos reverentes los decretos del Altísimo; como pobres y miserables, séanos permitido consagrar una lágrima a su memoria».
Concluida la lectura del discurso, dijo el Nuncio del Papa: «Cuando un fiel servidor va a recibir el premio de sus trabajos, esperamos en el Señor que éste le dará la corona merecida. Mas nosotros, cumpliendo con un deber de caridad, procuramos dirigir nuestras oraciones al Señor para que éste le reciba en la gloria cuanto antes, si acaso estuviese purificándose de algunas culpas que le impidan la pronta entrada en ella.
Asi, pues, y para que el recuerdo que tan oportunamente se acaba de consagrar a su memoria sea desde luego atendido, y lo sea de la manera que nos enseña la Igle-sia a pedir a Dios por nuestros hermanos difuntos, digamos un De profundis por el eterno descanso del alma del Sr. D. Melchor Igüés.
«Arrodillada en el acto toda la concurrencia que llenaba el salón, S. E. recitó el De profundis, que fue contestado con visible emoción por los socios».
Razón tenía el P. Sanz de considerar la muerte del Padre Igüés como una gran desgracia para la Provincia. Aparte de otros muchos méritos y cualidades relevantes, era el difunto consejero leal del Visitador y su sostén y gula. Para convencerse de ello basta hojear en nuestro archivo y en el de las Hijas de la Caridad la documentación de aquella época: a cada paso nos encontramos con minutas y borradores de puño y letra del P. Igüés en que se esbozan las bases de muchas fundaciones, así de la península como de sus colonias, y se contesta a multitud de oficios de las autoridades eclesiásticas y civiles.
Dejó asimismo consignadas por escrito algunas noticias acerca de nuestra restauración y se preocupaba de nuestra historia, según se desprende de las siguientes líneas que, con fecha 3 de abril de 1863, dirigía al P. Maller: «ira veo que usted no habrá tenido tiempo para continuar la lista de los Misioneros de esta Provincia, conforme me llegó usted casi a prometer; pero tengo confianza de que por fin aprovechará algún ratito para hacernos este favor, que siempre nos librará de la oscuridad en que de otro modo estaríamos sobre nuestros antecesores».
Aunque predicó mucho, de ordinario no escribía los sermones, sino que tomaba algunos apuntes. He aquí parte de una nota que encontramos respecto a su predicación en 1859: «Domingo de Carnaval en el Carmen: Con el pecado se renueva la pasión de Jesucristo.
Martes ídem en las Trinitarias; que con las diversiones de carnaval se reproducen las de los gentiles en el pueblo cristiano.
El mismo domingo por la mañana sobre el Sagrado Corazón de Jesús.
Misiones en la Escuela Pía.
1.° Sobre la palabra de Dios: necesidad y disposiciones.
2.° Penitencia: necesidad y en qué consiste.
3.° Conocimiento de Jesucristo: motivos y medios.
4.° Lecciones de los muertos a los vivos.
5.° Una visita al infierno.
6.° El pecado, renovación de la Pasión de Jesucristo.
7.° Dos injurias que los cristianos irrogan a Jesucristo en el sacramento de la Comunión: la 1.3, no quererle recibir; 2.3, recibirle en pecado.
8.° Que en todos los estados se puede uno hacer virtuoso.
Misiones en D. Juan de Alarcón.
1.° (Me suplió el señor Capellán de las Religiosas). 2.° Palabra de Dios.
3.° Penitencia.
4.° Lecciones de los muertos a los vivos.
5.° Y demás como la anterior misión, advirtiendo que en ésta traté el punto doctrinal yo mismo sobre las cosas necesarias para una buena confesión; mas en la anterior hizo las pláticas el señor Ríos sobre el decálogo.
El 27 de abril en Sto. Tomás; he predicado sobre los dos homenajes que deben tributarse a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, esto es, guardia y oración.
14 junio, cuarto día de la novena de la Santísima Trinidad, he predicado en el Carmen sobre las palabras del Evangelio del martes de Pentecostés, ego sum ostium, etc., probando que es necesario para salvarse entrar por Jesucristo: 1.0, con la fe; 2.°, con las obras.»
De los ejercicios que dió a los socios de las Conferencias de S. Vicente de Paúl en la iglesia del Carmen, desde el 26 de enero al 3 de febrero de 1861, publicó el Boletín de la Sociedad de aquel año un precioso extracto de las pláticas que les dirigió el P. Igüés, manifestando con ello el gran aprecio que le tenía el insigne Masarnau.
También nos suministran una prueba de la opinión de que gozaba varios documentos del Prior General de la Orden de San Juan de Dios, Fr. Juan María Alfieri, quien tratando de restaurar su Orden en España, nombró representante suyo para toda clase de gestiones al P. Igüés que prestó todo su concurso a dicho Prior cuando en otoño de 1862 estuvo en Madrid, y si la muerte no le hubiera arrebatado tan pronto, seguramente que se realizara antes la restauración de tan benemérita Orden.
A fin de no salirnos del marco que nos hemos trazado, concluimos estas notas. Sólo cuando se escriba detalladamente la historia de las dos Familias de S. Vicente en España durante aquella época, se podrá justipreciar la gran figura del P. Igüés que destaca muy por encima de los Visitadores de entonces.
Melchor Igüés







