Sábado Santo
Artículo en «THE HOLY GHOST» Magazine (Revista El Espíritu Santo), ABR 1926, MF 916-17.
Contempla la cruz; el cuerpo que está en ella es el cuerpo de Jesucristo. Él murió real y verdaderamente. No fue una muerte aparente ni es una muerte imaginada. El cuerpo en la cruz es verdaderamente un cuerpo muerto. Esos brazos, pies y manos están muertos. Fue un cuerpo muerto el que pusieron en la tumba. En verdad sabemos mucho de lo que pasó en la crucifixión. Jesús tenía un alma humana y tenía un cuerpo humano; y sabemos que su alma fue al limbo. Sabemos que (aún entonces) su alma humana estaba unida hipostáticamente al Verbo Eterno. El alma en el limbo pertenecía a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Su pobre cuerpo, entíendalo bien, estaba en el sepulcro. Estaba tan quieto, tan lleno de rasguños, tan magullado, tan mutilado, tan lleno de cortaduras en los sitios en donde aquellos hombres crueles hirieron su carne. Sus sagradas manos y pies y costado estaban llagados. Su cabeza sagrada coronada de espinas era una masa de heridas. Isaías dice: «Desde la planta de los pies hasta la cabeza no hay nada sano.» (Is 1,6)
Sus pies estaban llenos de cortaduras causadas por las piedras del camino. ¡Con toda seguridad, ese pobre cuerpo estaba muerto! no estaba sufriendo nada. Ahora no hay lágrimas en sus mejillas, ni salivazos en su rostro, ahora no hay sangre en su cuerpo. Manos amorosas, manos suaves, manos devotas lo han limpiado y lo han colocado en la tumba. Pero aún así tan herido como está, tan quieto y tan sin vida como este cuerpo está, aun así es adorable porque la divinidad aún está unida a ese cuerpo, pues ese es el cuerpo de Jesucristo. Su alma está en el limbo. Su cuerpo está en el sepulcro.
Piensa en la recepción que le dieron en el limbo las almas de los siervos de Dios que esperaban la consumación de la promesa hecha a Adán. Allí está José, su padre adoptivo, los patriarcas, aún el buen ladrón que había muerto hacia algunas horas. La corte de ángeles, abriendo los portales cerrados hacía tanto tiempo, exclamaban con exaltado júbilo. Del interior viene una exclamación de esperanza: «¿Quién es Rey de Gloria?» Y de afuera viene la contestación: «El Señor que es fuerte y todopoderoso, el Señor valiente en las batallas.»
Una vez más repiten este reto lleno de alborozo: «Oh puertas, levanten sus dinteles, que se eleven las puertas eternas para que pase el rey de la gloria.» Y una vez más con más alborozo los ángeles de los prisioneros exclaman: «¿Quién es el rey de la gloria?» Y para que todos puedan oír la grandiosa contestación: «El Señor, el fuerte, el poderoso, el Señor valiente en el combate, el Señor, Dios de los ejércitos, Él es el único Rey de la gloria.» (Sal 7,10) Jesucristo, el Hijo Eterno de Dios e Hijo de la Virgen Madre, a cuyo nombre se doblan todas las rodillas, en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra, ¡Él es el Rey de la Gloria!
¡Piensen en las aclamaciones de gozo!; ¡Piensen en las oraciones, en la adoración! ¿Cómo lo recibieron?, lo mismo que ustedes lo hubieran ido a recibir. ¿Qué le dijeron?, ¿Qué le hubieras dicho tú? Acompañaron otra vez a la tumba, una guardia de honor alegre y gloriosa. El gran acontecimiento estaba apunto de suceder.
Tomás Agustín Judge C.M., fundador del Cenáculo Misionero