Margarita Rutan: una víctima de la Revolución (Capítulo segundo)

Francisco Javier Fernández ChentoMargarita RutanLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Pierre Coste, C.M. · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1908.
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CAPÍTULO SEGUNDO
HOSPITAL SAINT-ENTROPE — HOSPITALES DE DAX ANTES DE 1778 FUSIÓN DE HOSPITALES ELECCIÓN DE LAS HIJAS DE LA CARIDAD LLEGADA DE SOR RUTAN CONSTRUCCIÓN DEL NUEVO HOSPITAL Y CAPILLA ESCUELAS DESCRIPCIÓN DE LA CAPILLA ALMS – FIRMEZA DE SOR RUTAN.
(1779-1789)

Antes de 1778, la ciudad de Dax poseía dos hospitales: el hospital Saint-Entrope y el hospital Saint-Esprit. El hospital Saint-Esprit estaba situado en el Sablar, en la orilla derecha del Adour, casi en frente del castillo fuerte, que se elevaba sobre la orilla opuesta en el lugar mismo en que se encuentra hoy el casino. Llevaba el nombre  de la Orden del Espíritu Santo. Que le había fundado, hacia 1215, con el fin de proporcionar a los enfermos, a los pobres, a los peregrinos y a los niños expósitos, los socorros que podían necesitar. Desde 1220, los Hermanos Hospitalarios obtuvieron de Gaillard de Salinis, obispo de Dax,  la autorización de construir una capilla, de tener un cementerio, de elegir a un prior y a un capellán, y recibieron de las manos del prelado un reglamento que prometieron observar. Los dones, los legados, las compras enriquecieron el hospital Saint-Esprit. Los muros de este establecimiento, demolidos a principios del siglo XVI, por el Sr. de Lautrec, gobernador de Guyenne, fueron levantados en 1541 o 1542. Los Barnabitas,  que habían tomado, en 1631, la dirección del colegio, obtuvieron  del obispo la anexión del priorato, cuyas rentas se elevaban entonces a 230 libras.

Hasta los primeros años del siglo XVIII, el cuidado de los hospitalizados estaba confiado a jóvenes laicas. Más preocupadas por sus propios intereses que por el cuidado de los enfermos y muy poco escrupulosas en lo demás, llegaban a desviar en su provecho regalos ofrecidos para el alivio  de los desdichados. Estas dilapidaciones y esta deslealtad debían tener como efecto agotar las fuentes de la caridad; era necesario arrancar a los pobres de estas manos mercenarias y ávidas.

El obispo de Dax, Bernard d’Abbadie d’Arboucave, tomó la iniciativa de una medida que estaba en el pensamiento de todos. Las Hijas de la Caridad no eran desconocidas; habían hecho sus pruebas; se había oído alabar su desprendimiento y su espíritu de abnegación; estarían en sus puestos en la patria de san Vicente de Paúl. El prelado, que acababa de confiar a los Lazaristas la capilla de Nuestra Señora de Buglose, resolvió llamar para el hospital Saint-Esprit a las Hijas de la Caridad.

Por contrato firmado, el primer día de octubre de 1710, entre Jacques Destrac, que representaba a la administración de los hospitales, y Marie Le Roy, Superiora general de las Hijas de la Caridad, la Comunidad se comprometía a enviar tres Hermanas. El Parlamento de Burdeos aprobaba el contrato el 20 de febrero 1714. Pero las Hermanas  no habían esperado a este día  para ponerse a trabajar. Fieles a su divisa: «la caridad de Jesucristo nos urge», desde el 14 de agosto de 1712 habían entrado en funciones. Sor Marie Chauvin, asistenta de la Congregación, había sido colocada al frente de la casa y la Madre Marie Le Roy, en persona, algún tiempo después de la expiración de su mandato de Superiora general, llegó a encargarse de la dirección del establecimiento.

La sustitución de las enfermeras no fue suficiente para el celo del caritativo obispo de Dax. El edificio estaba en ruinas; él le reconstruyó con la ayuda del canónigo Darriulat, que pagó una parte de los gastos y dirigió los trabajos. El hospital así renovado conoció días prósperos. Las limosnas afluyeron de nuevo. Felices de encontrar a madres en las Hijas de san Vicente, que se decían sus siervas, los enfermos entraban llenos de confianza en la experiencia y en el saber-hacer de sus enfermeras; y esta confianza aceleraba la hora de su curación.

El segundo hospital, que llevaba el nombre de su celestial protector, san Eutrope, existía desde el siglo XIV o tal vez ya en el siglo XIII. Los dos establecimientos tenían en 1712 y tuvieron en su continuación el mismo régimen, la misma administración y los mismos recursos. El hospital Saint-Eutrope fue durante largos años menos importante que el hospital Saint-Esprit. Como resultado de la ordenanza por la que Luis XV prohibía la mendicidad en todo el reino y prescribía a los hospitales recoger a los pobres vagabundos, fue necesario elevar un piso, lo que ocasionó un gasto de 1 200 libras. Otras ampliaciones iban a seguir.

El 4 de marzo de 1728 una declaración del Consejo de Estado incorporó los hospitales de Arancou, de Gourbera y de Taller al hospital Saint-Eutrope, que llevó en adelante el nombre de hospital general. El patio y la huerta, suficientes en otros tiempos, no lo eran ya después de esta triple anexión, los desarrollos considerables de la casa y el número siempre creciente de sus huéspedes necesitaban locales más vastos. Dos compras hechas a las Damas de la Caridad, una en 1728, la otra en 1730, procuraron el terreno que se deseaba.

El cierre del hospital Saint-Esprit trajo pronto nuevas e importantes transformaciones. Llevada de muy antiguo por un espíritu de economía fácil de comprender, la administración alimentaba el plan de  reunir en un mismo establecimiento al personal y el material de los dos hospitales de Dax. Pero ¿cuál sacrificar? Intereses diversos estaban en juego, se prefirió favorecer a los pobres enfermos. La proximidad del Adour hacía al hospital Saint-Esprit muy insalobre. La niebla espesa que de ordinario se levanta sobre el río, penetraba hasta las salas, donde reinaba una humedad nociva a la salud. En la época de las grandes inundaciones era peor aún: durante varios días las aguas batían las paredes del hospital; y su retirada dejaba delante de la habitación una capa malsana de barro. Se imponía el traslado.

La administración lo comprendió; por eso, en 1741, encargó a Mons de Aulan, obispo de Dax y síndico de los hospitales, para que llevara la empresa a buen final. Los adversarios del proyecto trabajaron la opinión y la lograron. Los habitantes del Sablar se amotinaron; los Barnabitas protestaron de viva voz y por escrito; los diversos cuerpos de la ciudad: burgueses, abogados, procuradores, miembros del Senescal tuvieron consejo y desaprobaron el proyecto. El prelado, que había apartado 80 000 libras para la reconstrucción del hospital Saint-Eutrope, repartió esta suma entre el convento de las Ursulinas de Orthez y el seminario de Dax.

Pasaron treinta años. La terrible y súbita inundación de 1770 comprometió la vida de los enfermos y de las Hermanas; el río desbordado bañó de nuevo los muros del hospital y sus aguas se elevaron  tres metros por encima de la calzada. Los partidarios del proyecto de unión creyeron llegado el momento  de suprimir el hospital Saint-Esprit y con este fin  redactaron una memoria al público. El Sr. de Borda, presidente de la magistratura, los refutó: la población tomó la defensa contra ellos y los cuerpos de ciudad hicieron nuevamente oposición. Lo mejor era callarse; se callaron.

Al año siguiente, Mons. Aulan cedía la sede de Dax a Mons Lequien de Laneufville, quien trabajó por su cuenta el proyecto de su predecesor. El nuevo obispo, más hábil que el obispo dimisionario, negoció en el mayor secreto la unión de los dos hospitales, y tuvo el gozo de ver sus esfuerzos  coronados de éxito. La declaración  de aprobación del Consejo de Estado provocó entre los adversarios del prelado, humillados de verse vencidos sin ni siquiera haber tenido el tiempo de defenderse, una verdadera explosión de rabia y de cólera. Multiplicaron las demandas y las memorias implorando el apoyo de personajes influyentes. Sus maniobras no llegaron a nada: las autoridades se negaron a retractarse. La victoria de Mons. de Laneufville era completa.

Con la fuerza de la declaración del Consejo de Estado y de las Letras patentes de Luis XVI, el digno  prelado se puso inmediatamente a la obra. La administración del hospicio hizo público el 10 de junio el presupuesto de las construcciones, y unos días después comenzaban los trabajos. Se había determinado el abandono del hospital Saint-Esprit como una medida urgente: importaba conciliar los actos con las palabras. El mejor medio de imponer silencio a los opositores ¿no era colocarlos lo antes posible ante los hechos consumados? Pronto se elevaron las paredes y se vio dibujar poco a poco el nuevo hospital.

Mons. de Laneufville comprendió que la belleza, la solidez, la comodidad del edificio serían poco si los enfermos no tuvieran  en su hogar a madres compasivas y entregadas, a enfermeras hábiles y desinteresadas. Las Hijas de la Caridad realizaban plenamente el ideal que soñaba. Todo Dax había sabido apreciar los cuidados inteligentes que daban a los enfermos del hospital Saint-Esprit: se hubiera soportado con pena su partida. «Se ha de observar, leemos en una memoria anterior a la reunión, que en el caso en que la corte juzgue a propósito ordenar la reunión de los pobres en un solo hospital, es conveniente que la administración interior sea continuada en las Hermanas de la Caridad de san Vicente de Paúl. Todo el mundo conoce la santa destreza y la comprensión que estas jóvenes tienen para servir a los pobres  y dirigir con economía el interior de los hospitales, el del Saint-Esprit, mantenido por ellas con una limpieza y un orden encantadores, es una prueba de ello para todos los que lo visitan… No hay nadie que no esté de acuerdo con las ventajas que los pobres y los hospitales sacan de la administración de las Hermanas de la Caridad«.

Los Barnabitas conocían demasiado bien los sentimientos de la población; por ello, para sublevarla  contra el proyecto de unión, decían en todas partes que las Hermanas no aceptarían nunca dirigir un hospital donde debían entrar indistintamente  todas las categorías de enfermos.

Mons. Laneufville vino él mismo a París a exponer la situación a la Superiora general de las Hijas de la Caridad; le pidió seis Hermanas y expuso los motivos  que le llevaban a desear para su hospital una Superiora excepcionalmente bien dotada, prudente, activa, experimentada, organizadora, capaz, si necesario fuese, de hacer frente a la tempestad. La construcción del hospital no estaba aún terminada; por dentro nada estaba listo; por fuera, las maniobras inquietas de espíritus malévolos lanzaban descrédito sobre el  nuevo edificio; había que poner fin a los clamores hostiles por el feliz final de una obra que dejaba lejos detrás de ella las obras similares de las que formaba parte.

La Superiora general acogió favorablemente la petición del prelado y la Hermana Margarita Rutan fue elegida para dirigir la nueva casa, donde otras cinco hermanas debían acompañarla. No había tiempo que perder. Ella partió y, el mes de agosto o el mes de septiembre 1779, Mons. de Laneufville la recibía en Dax. Era allí donde Dios la quería; era allí donde la esperaba la corona del martirio; pero ella debía comprarla por quince años de trabajos, de entrega, de luchas y de sufrimientos.

Apenas llegada  a su nuevo puesto la Hermana Rutan se entregó resueltamente a los deberes de su cargo; lo grueso de la obra estaba acabado; quedaban los detalles. Ella desplegó en esta instalación las cualidades que la habían servido tan admirablemente hasta entonces; su espíritu clarividente no se olvidó de nada de lo que puede asegurar el buen funcionamiento de una administración. No dejó nada al azar: organización del servicio, emplazamiento de los diversos oficios, la distribución de las salas por categorías de enfermos, el amueblamiento, todo, en el conjunto como al detalle, demostraba un sentido práctico, una seguridad de juicio, en los que todos se complacen alabar. En los dormitorios, en la farmacia, en el ropero, en el refectorio, en cocina misma, en todas partes en una palabra, tuvo cuidado en hacer reinar el orden y la limpieza, condiciones indispensables de la higiene. No hay como una larga experiencia en el servicio de un espíritu esencialmente práctico. La Hermana Rutan tenía uno y otro.

Apenas se había terminado el hospital que había ya necesidad de pensar en agrandarlo. En 1780, la Superiora ordenaba la construcción de graneros en el ala norte: cuatro años más tarde, el número de los enfermos la decidía a prolongar el ala sur. Una construcción faltaba todavía: la capilla. Mons. de Laneufville quiso asociar al clero de su diócesis a esta buena obra; la carta que redactó el 15 de octubre  de 1784 para cada uno de sus sacerdotes, merece ser conocida.

Acqs, 15 de octubre de 1784.

«Cuando yo formé, Señor, el proyecto de reunir los dos hospitales de esta ciudad no disimulé la extensión de esta empresa; preví todos los obstáculos que tendría que superar para formar un establecimiento que fuera útil, pero mi confianza no podía verse turbada por ninguna consideración particular;  estaba fundada en la excelencia de la obra que me proponía. La Providencia ha secundado mis débiles esfuerzos; ella ha difundido sus bendiciones sobre el hospital, al que el rey ha dado una existencia legal. Ya esta casa ofrece a los pobres un asilo, donde encuentran todas las ayudas temporales que puedan desear. Se cuida a los enfermos con ese celo y esa atención que no se ve siempre en las casas particulares más acomodadas. Las Hermanas de la Caridad que la dirigen ponen en las penosas funciones de su estado un fervor que anuncia su amor a los pobres y la caridad que es su principio. Los dignos administradores que forman la mesa no contribuyen menos con sus cuidados y su vigilancia  a asegurar a los pobres enfermos los socorros que les son necesarios; debemos por último

A las liberalidades de varios eclesiásticos de esta diócesis y de las personas caritativas de todos los estados los aumentos que se ven las edificaciones exteriores de esta casa y las diferentes comodidades que los extraños más distinguidos admiran en el interior.

Sería, Señor, no llegar al final que debemos tener a la vista detenernos  en las necesidades corporales  de los enfermos y descuidar sus necesidades espirituales. El hospital de Acqs contiene habitualmente a más de ochenta personas; es indispensable construir una capilla, que les facilite el medio de asistir a la santa misa y de recibir  las instrucciones cristianas. La experiencia nos enseña demasiado que las miseria y la indigencia, que deberían ser medios de salvación, no son con demasiada frecuencia un escollo contra el cual va estrellarse la piedad más establecida en apariencia. La  experiencia nos dice también que los pobres, que son la porción querida del rebaño de nuestro Maestro se entregan de ordinario a todos los desórdenes que la ignorancia de los ministros de nuestra religión y el alejamiento de los Sacramentos levan consigo infaliblemente.

Las necesidades  de primer grado a las que nos hemos visto obligado a proveer, no nos han permitido emprender la construcción de una capilla. Las rentas del hospital son demasiado módicas y las necesidades múltiples para que podamos disminuir los capitales. La capilla no puede pues construirse más que con donativos particulares. ¿Habría, Señor, esperanzas por mi parte de esperarlas  del clero de esta diócesis? El celo y la solicitud con los que se ha portado siempre en las diferentes obras  que mi respetable predecesor y yo le hemos propuesto me inspiran la mayor confianza: está justificada por las ofertas que varios de vuestros cohermanos me han hecho y por los donativos que algunos me han hecho llegar. Me atrevo a esperar que quieran entrar en mis intenciones. El género de buena obra que tengo el honor de proponerles es privilegiado a los ojos de la Religión. Un hospital es el asilo de todas las miserias que afligen a la humanidad, ofrece un cuadro que debe interesar a todos los hombres y que los invita a compadecer las desgracias de sus semejantes; es un monumento de esta Providencia universal y bienhechora que advierte al rico  que ha depositado en sus manos el patrimonio de los pobres; es un templo erigido al Dios vivo, que quiere ser honrado en la persona del pobre…»

La palabra del pastor fue entendida del clero. La municipalidad misma ofreció generosamente 300 libras y su ejemplo encontró entre los fieles numerosos imitadores.

Comenzada en 1785, la nueva capilla fue abierta al culto en el Curso  del año 1787-27. Sin tener un carácter arquitectónico bien pronunciado, agrada por una ornamentación de buen gusto, por un tono de sencillez y de piedad, que atrae la oración en los labios y el fervor en el corazón». Su posición en la Corte interior, en el centro del establecimiento, la hacía visible a todos los ojos y fácilmente accesible a todos los pobres.

Todo marchaba a pedir de boca, los administradores descansaban de buena gana en la inteligencia clarividente de la Hermana Rutan del cuidado de dirigir los trabajos del hospital o incluso de aprobar o modificar los planes. Ella firmaba los contratos con los empresarios; pagaba las sumas convenidas; todo, en una palabra, pasaba por sus manos.

Siempre vigilante, se preocupaba de unir a los socorros materiales  la asistencia intelectual y moral de los pobres. Una fundación del canónigo Larre y el envío de una séptima Hija de la Caridad le permitieron abrir a partir del año 1780, en las dependencias del hospital, unas escuela de caridad donde las niñas del barrio aprendieron, al mismo tiempo que los rudimentos de las letras y las ciencias, los principios de la moral cristiana y los fundamentos de la fe. El número de alumnas no dejó de aumentar, para regalo de la Hermana Rutan, que quería a los niños y encontraba, al contacto de sus almas cándidas todavía, ingenuas, el más dulce de los solaces.

Después de las cóleras ocasionadas por el cierre del hospital Saint-Esprit, se podía temer que el nuevo establecimiento  encontrara detractores; no se presentaron. Mos. de Laneufville y la Hermana Rutan habían respondido a las objeciones con los hechos, y estos hechos eran de una elocuencia propia para hacer callar toda oposición. Los más difíciles confesaron su error. Una publicación de París, Le journal, le medecin, cirujía y farmacia, dio a conocer a Francia entera el hospital Saint-Eutrope. El artículo firmado con el nombre de Grateloup, no es ningún modelo de estilo; veamos no obstante algunos extractos. «No se puede añadir nada al acierto del sitio del hospital de Saint-Eutrope. Está sólidamente construido, a doscientos pasos más allá de las murallas de la ciudad, por la parte sur, colocado en el terreno más seco y más elevado de los alrededores de Dax. Sobresale en huertos y demás tierras agradablemente cultivadas, en el centro de las cuales se encuentra situado. Una columna de árboles que se prolonga de este a oeste, con una extensión de cuatrocientos pasos, forma, a una distancia conveniente del hospital, hacia el sudeste, un punto de vista agradable y útil, por la frescura  de los árboles durante el verano suavizando el clima y la atmósfera.

El conjunto de los principales edificios representa un cuadrilátero regular de unos ciento veinte pies de largo y otro tanto de ancho. Está compuesto de un cuerpo de residencia al frente, destinado a las Hermanas y a los diferentes oficios de la casa, con dos alas a los lados, donde están las enfermerías y, en la parte trasera, de una capilla que se encuentra así situada en el centro del edificio y frente a la puerta de entrada. Todo el cerco del hospital contiene tres arpendes y un tercio. La fachada y la puerta de entrada dan al oeste, en el extremo del barrio, al lado de un gran camino público. Esta puerta se abre al vestíbulo, que comunica, a derecha con un amplio corredor bien aireado y, a la izquierda con un gran patio pavimentado que forma un cuadrado regular. La parte del corredor a la derecha lleva a una hermosa cocina, bien iluminada, donde se halla una oficina muy cómoda, cerca de la cocina y a la entrada del ala derecha, están colocadas tres piezas, a saber: el refectorio, el ropero y la descarga de ropa. Inmediatamente después  hay una sala baja destinada a las mujeres, de cincuenta pies de larga, dieciocho de ancha y quince de altura… Esta sala contiene diez lechos… La otra parte del corredor, que está a la izquierda, cerca de la gran perta de entrada, contiene una planta baja, una sala de asamblea para la administración, una farmacia, un laboratorio y una sala para los hombres, que tiene setenta y dos pies de largo por veinticuatro de ancho y catorce de alto.

«Se sube al primero por una hermosa escalera de madera de encina y allí se ve en primer lugar un Corredor bien iluminado, parecido al de la planta baja y que destaca a lo largo del dormitorio y de la enfermería de las Hermanas. En los dos extremos de corredor están colocadas en cuadrado dos salas muy parecidas y que tienen noventa y un pies de largo por veinticuatro de ancho y catorce de alto. No hay más que veinte camas en cada una de ellas que se prolongan de esta a oeste; sus ventanales opuestos y correspondientes responden al norte y al sur, unas a huertas, las otras al gran patio.

«Las dos alas laterales están unidas, cada una en su extremo, hacia el este y en primera línea, con un edificio de cuarenta y cinco pies de largo y de veinticuatro de ancho. Una parte de este a<la vista de un lado y del otro, y donde los convalecientes van a tomar el aire caminado cuando la estación no permite que se expongan al aire libre…

«El resto de esta edificación accesoria está ocupado, por el lado derecho, por una sala que contiene seis camas, que está destinada a un curso de parto y donde duermen alumnos que se destinan a ser matronas. Esta sala tiene vistas a una huerta y frutales en el campo. Por el lado izquierdo, hay abajo una escuela pública y arriba un apartamento agradable de dos lechos destinado a enfermos de clase especial. Detrás de la capilla y lateralmente hay buenos paseos para los convalecientes… El hospital que da asilo  desde hace tiempo a los niños expósitos se ha debido construir a este efecto una sala den la planta baja, formando un ángulo recto sobre la longitud de  del jardín  con el extremo del ala derecha al este. Esta ala está aislada y no tiene ninguna clase de comunicación con las otras salas. Tiene setenta pies de largo por veinte de ancho. Se ha dividido en tres partes iguales. La primera tiene ocho cunas y sirve de entrepuente a los niños abandonados, a la espera que se les ponga nodriza…

«Se encuentra en el corral la leñera, el lavadero, la panadería y un pozo con  una gran pompa que suministra abundancia de agua…El interior de la planta baja y las salas están pavimentadas de ladrillos a cuadros, y cada sala tiene una gran chimenea… Los lechos de los enfermos tienen tres pies y medio de anchos, disponen de una esterilla, de dos colchones, de dos mantas y a menudo de una tercera más larga que sirve de contrapunto y, además, de una baldosa blanca… Estas camas están separadas por un intervalo de seis pies…

«El orden, la limpieza y la tranquilidad que reinan constantemente en las salas no dejan nada que desear. Las Hermanas son siete, y se reparten el servicio de la casa en este orden: hay una en la cocina, una en la farmacia, una en el ropero y tres para el servicio de los enfermos y de la escuela. La Superiora extiende su vigilancia a todas las partes de la administración. Hay, además, diferentes empleados y criados, tales como un enfermero, una enfermera, un panadero, un jardinero, etc.

«Nada se puede añadir al celo y a la exactitud con la que cada Hermana cumple sus funciones que le son confiadas. Se levantan a las cuatro de la mañana. Se da el caldo de tres en tres horas y las medicinas se distribuyen desde las cinco de la mañana, si el estado del enfermo no se opone. Se hace, a las nueve y media de la mañana y a las cuatro y media de la tarde, la distribución del pan y del vino. Se sirve la comida las diez de la mañana y la sopa a las cinco de la tarde… El buey y el cordero son las carnes que se usan por lo común; pero se añade a menudo aves. A los enfermos a quienes la carne no les conviene, tienen confituras, arroz, preparado bajo diferentes formas, huevos, etc.

«Los hombres que se reciben en el hospital son soldados, marineros, jornaleros, gentes llamados sepultureros, porque trabajan en roturar tierras, jornaleros, mendicantes… Los soldados y los marineros que entran en el hospital de Dax vienen casi todos para tomar baños o para aprovechar los barros, que tienen, como las aguas, una celebridad muy antigua…».

Tal es el hospital que  en un informe al ministro de los Cultos, Méchin, prefecto de las Landas, señala, en 1801, como uno de los más hermosos de la República.

¿De dónde sacaba la Hermana Rutan los recursos necesarios para sostener un establecimiento de esta importancia? Es el secreto de la caridad. El hospital Saint-Eutrope es un verdadero monumento de caridad cristiana. Las liberalidades de Monseñor de Laneufville no podían por menos de suscitar vivas y ardientes simpatías en el seno de la población de Dax tan impresionable, tan pronta a dejarse influir por el ejemplo. Un soplo de caridad pasó a los corazones, suscitando por todas partes una noble emulación.

Sería injusto no citar en primer lugar a bienhechores de la obra, inmediatamente después de Mons. Lequien de Laneufville, obispo dimisionario de Dax, Mons. Suarés d’Aulan. De Aviñón, donde había establecido su residencia, no cesaba de interesarse por su antigua diócesis; grande fue su gozo al saber el feliz éxito de la empresa que había sido la suya. Quiso tomar a su costa los gastos de instalación del dormitorio de las Hermanas y de la farmacia.

Por orden suya,  los medicamentos más urgentes llegaron a Dax  antes incluso que la sala destinada  a recibirlos estuviera dispuesta. Poco tiempo después, el 17 de enero de 1780, el prelado atribuía  al hospital Saint-Eutrope una renta anual de setecientas  veinte libras. El 29 de septiembre y el dieciséis de agosto de 1783, dos nuevas donaciones, una de mil cuatrocientas sesenta y siete  libras, la otra de setecientas noventa y dos libras, vinieron a añadirse a las precedentes.

Mas, a pesar de la largueza de Mons. Suarés d’Àulan, el hospital no hubiera podido equilibrar su presupuesto. Los canónigos, el clero de la diócesis, los habitantes de la ciudad de Dax rivalizaron en generosidad. Entre los donantes conviene mencionar  al canónigo Larre que dejó un legado para la fundación de las escuelas, Marie-Elizabeth Bedouich y el párroco de Gaujac. Cada año, se hacía una cuestación muy fructuosa durante la Semana Santa. Además, las personas que venían a visitar el hospital -que eran numerosas- dejaban por lo general caer una limosna en el cepillo de los pobres. Al mostrarles lo que se había hecho, la Hermana Rutan les hablaba de lo que faltaba por hacer, y su elocuencia persuasiva sabía  tocar los corazones inspirándoles el deseo de participar en su obra.

Muchas personas le entregaban de mano en mano sus limosnas  dejándole plena libertad de disponer a su gusto. La lista de estos generosos  y modestos bienhechores contiene el nombre de los miembros más conocidos del clero, de la nobleza y de la magistratura. Baste con señalar al canónigo Tauzin, al canónigo Dabesse, al canónigo Lartigue, al profesor, al superior del seminario, al párroco de Coupenne, a Lalleman, Darmana, Saint-Martin, Pouillon, Lafargue, procurador del rey, y de Castelnant, presidente en el parlamento de Burdeos.

Las sumas recogidas  cubrieron ampliamente los gastos ocasionados por los trabajos y la compra del mobiliario. Pronto incluso, las rentas se elevaron de 4.000 a 8.526 libras. Pero, es verdad decirlo, si la generosidad de los bienhechores estaba para muchos en  este feliz resultado, es preciso atribuirla también en parte al espíritu de economía que la Superiora ponía en su administración. Leemos en El Compendio, cuya imparcialidad no se puede sospechar en los elogios que tienden a limitar la acción  de Mons. de Laneufville: «Eran el celo, la industria, la infatigable constancia de la Hermana Rutan la que suplía en gran parte la insuficiencia de medios».

Desgraciadamente, la corriente de caridad que la Hermana Rutan había sabido crear en torno a ella no tardó en disminuir. El empobrecimiento general y las vivas aprensiones  que hacían nacer en el espíritu de las gentes avispadas las señales precursoras de la Revolución, agotaron, o poco faltó, la fuente de las limosas. Era en 1789, los enfermos  eran cada vez más numerosos; nunca, la Hermana Rutan  había sentido una necesidad tan urgente de recursos y, en aquel momento mismo,  faltaban en el hospital. Las Hermanas bien pronto fueron insuficientes y hubo que juntarles otra hermana para las clases  y despachar momentáneamente a los niños. Se esperaba que la llegada de una octava Hermana de la Caridad permitiría volver a abrir la escuela; los miembros  del Comité la pidieron, pero, a pesar de serles agradable, la Superiora general no pudo, con gran sentimiento, darles una respuesta favorable.

La Hermana Margarita Rutan tenía que luchar al mismo tiempo contra las dificultades del exterior. Un hecho entre mil mostrará que la firmeza de su carácter y su celo por la práctica de los reglamentos no le cedían en nada a la grandeza de su caridad para con los enfermos. Los estatus del hospital, tales como se habían publicado definitivamente en 1780, prohibían la residencia del establecimiento a las jóvenes encinta extrañas a la gendarmería y no autorizaban la entrada de las demás más que pocos días antes del que debían ser madres. Para hacer un servicio a un amigo magistrado, recientemente salido de prisión, se permitió un día hacer entrar al hospital a una joven de Mugron. «Si os preguntan de dónde sois, le dijo él, responded que vivís en la ciudad de Dax». Y dio orden de admitirla. Cuando conoció la verdad, la Hermana Rutan se quejó a la oficina de la administración, que resolvió despachar a la extraña y aconsejó a los medios prevenir parecidos abusos.

El magistrado no pensó que se atreverían a resistirle; se enfadó, protestó, amenazó a la Superiora con una declaración si su protegida no era mantenida y mandó entrar con toda la fuerza, al hospital a otras cuatro jóvenes de la ciudad y de los alrededores. Ellas tenían suficientes medios y, por otro lado, y no cumplían casi ninguna de las condiciones requeridas por el status. Pero poco importaba a Darracq, quien seguía en sus ideas de venganza. Mons. de Laneufville llevó el asunto donde  el Sr. de la Vrillière, secretario del rey en estos mandamientos, por dos cartas, con fecha, una  del 20 de diciembre 1780, la otra del 28 de enero de 1789; y el Sr. de la Vrillière pidió al gobierno que castigara. A pesar de los resultados de una encueta oficial, que confirmó plenamente la verdad de los hechos denunciados por el obispo de Dax, los actos incriminados quedaron impunes. Los tiempos eran malos y los gobernantes, absorbidos por otros cuidados recurrían, con mayor frecuencia de la debida, a la indulgencia. «Es pues con la idea de dañar a la administración y al régimen del hospital, por lo que el señor Darracq ha hecho lo que excita con tanta razón las quejas del Sr. obispo, se escribía desde la Corte, el 28 de febrero, al Sr. de la Vrillière. Pero con qué objeto la administración, en todas sus partes, ¿no tendría, con tanta razón, materia de quejarse de este oficial municipal? En otros tiempos, en circunstancias más favorables, con más medios de los que se tienen y que no se puede tener hoy la administración, sería necesario y cómodo sin duda detener las violencias  y los abusos de autoridad que comete todos los días este hombre. Una prohibición absoluta de cumplir las funciones que le da  el cargo de magistrado sería una de los medios que se podría proponer y la más ligera pena que se habría ganado. Pero yo no propongo nada; lo veo todo; lo examino todo, yo lo verifico y no puedo más que rendir cuenta».

La Hermana Rutan había sabido conciliarse, mediante sus felices cualidades, la estima, la confianza y el afecto de las Hijas de la Caridad que compartían sus penas y sus fatigas. Le sienta bien ese retrato de la Superiora modelo que el Sr. Cayla, Superior general, ha trazado en su circular del 1 de enero de 1789: «Una buena superiora  es la madres de sus hijas, y ella debe tener la ternura y los sentimientos;  le gusta hallarse con sus queridas hijas; ella las forma en el trabajo y en el servicio de los enfermos con cuidados siempre solícitos y con las maneras más atractivas… Sin hacer de predicadora, las forma en la verdadera piedad y sobre todo en las virtudes que deben honrar a una Hija de la Caridad. No insiste en lo que dice; no vuelve sin cesar a las mismas cosas. Se acomoda al gusto, a la necesidad de cada una; ella concede alegremente lo que está en su poder y sabe hacer saborear hasta las negativas. Su felicidad es hacer la de sus Hijas. Las lleva a todas en su corazón; sin excepción y sin preferencias; vela por su salud; satisface sus menesteres».

La Hermana Rutan fue todo eso; fue más aún. Maravillosamente servida por las cualidades sobresalientes que adornaban a la vez  su inteligencia, su voluntad y su corazón, ella supo, en medio de las grandes dificultades que iban a suscitar pronto los acontecimientos políticos, inspirar plena confianza a sus compañeras imponiéndose a la admiración de aquellos cuyos excesos reprobaba o deploraba las culpables complacencias.

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