Manual del Visitador del Pobre (XIII)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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De la prudencia en la limosna

Como nadie se recela de sus buenos sentimientos, son más difíciles de evitar los males que de ellos pueden venir. Es una cosa tan santa y tan dulce dar limosna, que una vez ave­riguada la verdadera necesidad, podemos seguir los impulsos de nuestro corazón sin ninguna especie de traba: así parece a primera vista; pero no lo es realmente.

En primer lugar, hay pobres antipáticos y otros con quie­nes simpatizamos; nuestro corazón nos lleva a favorecer a éstos más bien que a aquellos y la razón y la justicia deben ordenar­nos lo contrario. El pobre que nos causa cierta repulsión suele inspirarla también a los otros, es decir, tiene una desgracia más, que debemos compensar hasta donde nos sea posible, hacien­do inclinar en su favor la balanza de nuestros beneficios. Hacer bien a los que nos inspiran simpatía es un goce: la virtud con­siste en favorecer a los que no nos la inspiran.

demás, la limosna ha de estar en armonía con la situa­ción del que la recibe; si no, podemos mortificar mucho con ella o despertar ideas que deben quedar como dormidas. Lo primero es raro. Las personas caritativas tienen mucha deli­cadeza en su corazón para dar esas limosnas que humillan; para llevar a una familia, que disfrutó comodidades y se ve en la indigencia, una prenda de ropa tosca, que hace subir los colores al rostro y descender la amargura a su alma, mos­trándole toda la extensión de su desgracia; de aquel abismo que la caridad y la esperanza deben cubrir a sus ojos. Cuando una moneda no se puede poner, sin grosería, en manos del que la necesita, se deja sobre una mesa, o se le da a un niño, etc, etc.

Pero no basta la delicadeza; es también necesaria la pru­dencia. Si a un convaleciente desganado le llevamos un man­jar más apetitoso, cuidemos de que ni por su calidad ni por su precio se aparte mucho de los que él suele y puede usar. Cuando esté restablecido, comerá de todo, cierto; pero bien podrá ser que recuerde aquel alimento, aquella bebida deli­cada, que él no sabía que existiese y que le reveló nuestra imprudente bondad; bien podrá ser que caiga en la tentación de saborear otra vez aquellos manjares, cuyo recuerdo le incita; y el pobre se arruina en el momento que deja de ser sobrio. Tengamos, pues, con él lujo de amor y de tolerancia; pero en cuanto a proporcionarle goces que no estén en armonía con su situación, seamos muy circunspectos, por­que las necesidades se crean con mucha facilidad y se satis­facen muy difícilmente.

La propia consideración hemos de hacer con respecto a los niños. Convendrá muchas veces que les llevemos golosi­nas o juguetes; pero que sean de los que ellos conocen y han -adquirido alguna vez y pueden volver a adquirir: de otro modo, sobre establecer dolorosos contrastes, les revelaría­mos goces y refinamientos de un mundo que deben ignorar u olvidar, si no han de ser muy desgraciados. Cuando la limosna consiste en vestidos, el error es todavía más fácil y puede ser más fatal. Reunimos nuestras ropas usadas y las de nuestros amigos y amigas y nos complacemos en pasarles revista, en ver que abultan mucho, en notar que aún están vistosas: vamos a poner a nuestros pobres muy majos, distribuímos mentalmente las pruebas de nuestro pequeño vestuario. Nuestra voluntad es buena. Dios la recibe; pero en cuanto a nuestra prudencia, podrá dejar mucho que desear. Es probable que convenga vender o cambiar, o cuando menos variar de forma, aquellas prendas que pensamos dar tales como están. En algunos casos podemos hacerlo, si se trata de familias que han estado bien acomodadas y conser­van necesidades y hábitos de otra posición mejor; pero cuan­do no media esta circunstancia, cierta clase de objetos, sobre ser de poca utilidad, porque su delicadeza no está en armo­nía con el género de vida y costumbres de los que han de usarlos, pueden llevar a una familia pobre dolorosos con­trastes y peligrosas aspiraciones. La vanidad penetra insensi­blemente por todos los poros de nuestra alma, reviste todas las formas, se acomoda a todas las circunstancias y se alberga indistintamente en el palacio y en la buhardilla. Un vestido dado imprudentemente a una niña puede preparar el cami­no a los extravíos de una joven. Una criatura que se confun­día modestamente con las de su clase puede querer distin­guirse de ellas por una dádiva imprudente, que le hace notar o parecer más bella. Una vez despertada la vanidad, echa profundas raíces; y sólo Dios sabe la paz y las virtudes que a ella se inmolan. Cuidemos mucho por nuestra parte de no fomentarla imprudentemente, sobre todo entre las niñas y las jóvenes, que pueden tener en ella un gran escollo para su virtud. Que nuestra limosna socorra necesidades y no fomente caprichos ni despierte ocasiones peligrosas.

Concepción Arenal

Bilbao 2009

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