Nuestra casa de Lisboa ha sufrido con gran pena la pérdida del Sr. Nobré, nacido en la diócesis de Leiria, que había entrado sacerdote en el seminario de esta ciudad. El tiempo que pasó entre nosotros fue muy corto, ya que no vivió más que cinco años y un mes. Su pérdida no obstante fue considerable, ya que era un misionero de quien se esperaba que hiciera mucho bien; era verdaderamente un sujeto de valor: ad omne opus bonum instructus. Buen canonista, tan bueno como legista, buen teólogo y excelente orador, era muy distinguido en la literatura latina.
Había, según la costumbre del país, siendo incluso eclesiástico, ejercido las funciones de abogado, pero al estilo de san Ives, es decir, para la defensa de las viudas, de los huérfanos demás personas pobres. Los jueces de la ciudad (como él doctores por la Universidad de Coímbra), se estimaban dichosos cada vez que se presentaba a defender una causa, seguros que siguiendo su manera de ver podrían sosteniendo el derecho y su fama pronunciar sus sentencias a favor de sus clientes.
Cuando se determinó a venir a tomar el hábito de Misionero, partió de casa sin manifestar sus planes, con el fin de evitar toda oposición de sus padres y de sus amigos, ya que en su país era considerado como un sacerdote muy digno y llamado a todas partes de su diócesis: gemma sacerdotum. Desde el día de su recepción hasta su último suspiro no ha cesado de ayudarnos con sus consejos y de edificarnos con sus raros ejemplos. Su dulzura inalterable le hacía siempre alegre; tenía sin cesar la sonrisa en los labios. Era afable, compasivo, dispuesto a prestar servicio a todo el mundo. Tenía de sí mismo los más modestos sentimientos, aunque todos admirasen en él virtudes y un raro talento que le distinguían entre todos los sacerdotes de la ciudad. No había en la casa empleo que por humilde que fuera que él no ejerciera con placer y que no realizara con gran exactitud.
Era también muy activo y muy dedicado. La longitud de la ciudad de Lisboa a las orillas del Tajo es de más de una legua, y el Sr. Nobré que cumplía de buena gana el oficio de segundo procurador hacía todos los días a pie esta larga carrera sin prestar atención ni al frío del invierno ni a los calores del verano, y a veces en ayunas.
Con ocasión del gran temblor de tierra que derribó casi todas las iglesias de la ciudad y una cantidad incalculable de casas, en nuestra iglesia, que por un favor especial de Dios había quedado en pie, un mundo considerable acudió para reconciliarse con Dios y para disponerse a la muerte de la que estaban amenazados ante una plaga parecida. En esta circunstancia se señaló de manera particular el celo del Sr. Nobré; su confesionario estaba asediado insistentemente por una multitud de gente que deseaba confesarse con él, y para satisfacerles no celebraba a veces la misa hasta mediodía. Si en esta circunstancia llegaban pobres vergonzantes a presentarse a él y le decían que no tenían hábitos convenientes para asistir a la misa el domingo él se interesaba ante personas ricas para lograr limosnas de manera que les hacía ir luego a la iglesia, no solo para oír la misa, sino también para asistir a las instrucciones y catecismos que se daban y aprender a vivir como buenos cristianos según la ley de Dios. Varias veces le obligaron a moderar un poco su celo y a tener más cuidado de su salud. Respondía entonces que se creía obligado a escuchar la voz de sus penitentes que le pedían con insistencia su ayuda.
Su buen corazón le llevó a veces a olvidarse de tomar las medidas de la prudencia. En su bondad, creyendo a los demás tan fieles como él en lo que se refería a los bienes materiales, prestaba fácilmente dinero confiando en la palabra de la gente y sin tomar las precauciones suficientes, de manera que varias veces la casa sufría un poco por la excesiva gran bondad del Sr. Nobré.
Su unión con Dios era continua; apelaba a menudo a su auxilio, pidiéndole de boca, ya que le tenía siempre presente en el corazón. Al final de su vida, sufrió con paciencia los violentos dolores de una fiebre maligna, y siempre animado de una gran resignación a la voluntad divina entregó su alma a su Creador dejándonos a todos con los vivos dolores de la muerte de un obrero evangélico tan bueno. – Anciennes Notices manuscrites.







